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miércoles, 7 de abril de 2010

Madame De...

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Sentimientos atrapados en los espejos de una ficción. Louise (Danielle Darrieux), en Madame De…, está atrapada aunque no lo sepa, cautiva de su frivolidad. En la primera secuencia, un movimiento de cámara sigue la evolución de los brazos de Louise, buscando entre sus ropas y joyas, hasta que vemos su rostro reflejado en el espejo. Ella se representa en sus posesiones. Y se define en su vanidad. Presentada a través de su reflejo queda evidenciado que su vida está dominada por las apariencias. Su trayectoria es, como la de Leonora, la del discernimiento, o la del conocimiento de lo auténtico frente a las imposturas. Pero si Leonora dejará atrás sus engañosas fantasías románticas, Louise deja de ser, como ella misma reconoce, esa mujer caprichosa que vivía entre mentiras, para ser una mujer que ama radicalmente y sólo desea entregarse. El desgarro se producirá cuando, al querer liberarse, se evidencie la dificultad de romper ese círculo vicioso de espejos de reglas de relaciones establecidas sobre conveniencias e imagen social. Porque ella estará marcada por la imagen de ser la Señora De… Ophuls hacía uso recurrente de elementos de la escenografía o del atrezzo como componentes especulares que condensan o definen la condición de los personajes. Como el tren de atracción de feria que comparten en su única noche de amor en Cartas de una desconocida, y que remarca la ciega ficción en la que ambos viven, cual pasajeros de la ilusión, o del autoengaño, y de modo más explicito, en la representación circense que sirve de guía narrativa en Lola Montes. O un abrigo de visón en Atrapados (desprenderse de la prenda connota despojarse de sus falaces modelos de aspiración, como revela el plano final) encuentra su correspondencia, en Madame De…, en unos pendientes. Su trayecto de mano en mano representa una irónica e hiriente encarnación del azar o destino, pero también un cambiante espejo, por la modificación de significado, en paralelo a la radical transformación interior de Louise.
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En las primeras secuencias, Louise vende unos pendientes que le regaló su marido, André (Charles Boyer), para conseguir más dinero para sus caprichos. Su vida está sustentada en el derroche que le posibilita su posición privilegiada. Y en la simulación. Louise realiza toda una puesta en escena para su marido cuando le hace creer que ha perdido los pendientes, y obligándole a que los busque. No casualmente, cuando le revela esa supuesta perdida, se encuentran en el palco de un teatro, espectadores de otra escenificación (aunque ésta evidenciada como tal). Su misma relación marital es una puesta en escena establecida sobre un acuerdo tácito: se permite los amantes pero no el enamorarse. En las obras de Ophuls es frecuente hallar superficies, como cristales, u objetos que se interponen en el encuadre, reveladores ya sea de la ofuscación de la mirada y de la emoción trabada o del condicionamiento de unos hábitos sociales que alientan el fingimiento. En este caso, las cortinas con adornos (en concreto, estrellas) se interponen entre sus camas separadas. La trayectoria cual boomerang de los pendientes será el filo que corte los hilos de la representación de Louise y los velos ilusorios entre los que vive. Louise ignora que el joyero al que le ha vendido los pendientes notifica la venta al marido, pero éste, en vez de decírselo a Louise, se los regala a su amante, la cuál se traslada a Constantinopla, donde, por cuestión de apuestas en el juego, los vende. Y acaban en manos de un diplomático italiano, Donati (Vittorio de Sica), con quien Louise se cruza en dos ocasiones. En la segunda, tras que las ruedas de ambos carruajes se traben, Donati le pregunta cómo se llama, y sólo se la oye contestar, antes de que se aleje, Madame de...Este detalle define y anuncia el condicionamiento que trabará su amor, las reglas sociales de ser la Señora de…. No importa de quién es señora, sino el hecho de ser señora de alguien. E ironías del azar, Donati regala esos pendientes a Louise. Lo que era un símbolo de su capricho, ahora se convierte en un símbolo del amor. Pasará de ser un complemento de adorno que la afirmaba en los reflejos de la vanidad a ser el emblema del desnudo rostro del sentimiento que quiebra cualquier espejo.Ophuls transmite la música de la forja de ese sentimiento amoroso a través de sus movimientos de cámara, y significa cómo la relación crea un espacio propio aparte mediante su sutil juego con la disposición de los actores y el uso de los objetos y decorados en el encuadre.
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Véase esa sucesión de escenas, que nos muestran a Louise bailando con Donati, moduladas con movimientos de cámara encadenados que pautan su amor en progresión. Por otro lado, en el largo plano sostenido en que ambos, sentados en una mesa, son saludados por otros integrantes de la fiesta, a su espalda, apreciamos un espejo en el que, en profundidad de campo, se perfilan las figuras de los otros invitados. Un espejo del que han salido creando el espacio propio de su sentimiento verdadero, pero no deja de ser un fuera de campo que se cierne sobre ellos. El espacio del plano es un escenario desentrañado. Y la emoción es movimiento frente al enquistado cristal de las vidas atrapadas en la desnaturalizada escenificación.Pero ambos deberán separarse antes de que su amor se materialice porque se ha evidenciado (a ojos del marido, sobre todo) su pasión. El conflicto surge cuando Louise es incapaz ya de fingir, y de plegarse a la conveniencias de la imagen social. Louise muestra sin pudor el dolor por su amor no realizado. Ya no hay escenificación, sino emoción desnuda. Pero ésta se ve enmarañada porque Louise recurre, de nuevo, a otra artimaña, a otra simulación, para poder portar, camuflado en sus ropas, ese emblema de su amor. Se inventa una casual recuperación de los pendientes. Y ese gesto es fatal. Se convierte en una afrenta, y el marido se ve impelido a retar a duelo al amante. Porque ese símbolo es la fisura de un telón de fingimientos, y recurrir a uno, en vez de a la claridad, es la contradicción que propicia la tragedia.Esa transformación de símbolo profano a sagrado queda condensada en dos secuencias, al principio y al final, en un mismo escenario, una iglesia. En la primera, antes de la venta, la petición de Louise ante el altar es un trámite, mero capricho que quiere ser complacido. No hay que dejar de reseñar la presencia de un hombre en el fondo del plano, un soldado que está arrodillado y que la mira admirativamente. En la del último acto, el sentido es otro. Es una súplica sentida para que su amado no muera en el duelo. Y, aún más, el último plano es un movimiento de cámara que desciende desde una efigie religiosa a los pendientes. Ahora son sagrados. Aunque lo sagrado, o lo verdadero, poco lugar parece tener en una realidad que privilegia el espejo de los fingimientos y las conveniencias.
'Madame De...' (1953) es otra de las grandes obras maestras de Max Ophuls, uno de los cineastas de más refinada y rigurosa puesta en escena, que desentrañó, como pocos, las ilusiones y conflictos del sentimiento amoroso.

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