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martes, 29 de mayo de 2018

La vida privada de Sherlock Holmes

Un lirismo melancólico dota de una pregnante hondura al relato de La vida privada de Sherlock Holmes (The private life of Sherlock Holmes, 1970), de Billy Wilder, dejando una huella que permanece, casi dolorosa, como los acordes de la bella música de Miklos Rosza, tras que sus imágenes ya se hayan desvanecido. La realidad es escurridiza, y capciosa, por la injerencia de la voluntad de los otros. La ilusión se confronta con la contrariedad y la decepción, con los filos y las turbulencias de las prosaicas circunstancias, con la no correspondencia entre lo que parece se proyecta, y lo que es, el reverso de la mirada ofuscada por la sublimación. Y la vida es finita, y puede serlo del modo más imprevisto y accidental. Lo soterrado, lo oculto bajo las apariencias, por tanto, adquiere rango de distinción en quizá la más sutil narración de la obra de Wilder (que él calificaba como la más elegante entre las que había realizado, y así es). Cómo no iba a cobrar relevancia en la trama la figura de un submarino, vinculado con una apariencia que no es, una imagen sugestionadora, y persuasiva (el monstruo del lago Ness).
Gabrielle (Genevieve Page), una mujer de mente aparentemente nublada, sin memoria, cautivará a Holmes (Robert Stephens) como sólo una mujer en su vida, aquella chica en la que proyectó su sublimación romántica juvenil en su época universitaria, pero que era realmente una prostituta: La razón de que Holmes se afirme en su convicción de que el sentimiento es un factor desestabilizador que propicia el desenfoque y la ofuscación de la percepción y el discernimiento. Esa anécdota del pasado es una de las secuencias cortadas por el Estudio, y se supone que se la relataba, de modo significativo, a Gabrielle, cuando ambos viajan en el mismo compartimento del tren, cada uno en su litera. Gabrielle también se revelará en los últimos pasajes que no es lo que parece, o lo que Holmes creía, como la supuesta aparición del monstruo del lago Ness resulta ser más bien el camuflaje, persuasivo (para que nadie quiera indagar), de las pruebas con un nuevo submarino.
La aparición de Gabrielle es el detonante de la principal trama de misterio, soterradamente relacionada con esa otra falsa apariencia. Un misterio compuesto por una serie de puntos suspensivos que hilvanados por el razonamiento definirán la perspectiva de conjunto: integrantes: inquietantes monjes con capuchas que cruzan verdes prados, pero que no son lo que parecen sino agentes alemanes, como las sombrillas no son meras sombrillas sino también un instrumento de señales por parte de una espía alemana (un objeto que cubre es también un objeto que descubre o revela). Nada es lo que parece, o las apariencias indican una realidad ambigua o movediza. Una tienda abandonada está solo habitada por una jaula de canarios, y surcada el intrigante rastro de unas marcas estrechas en el polvoriento suelo ( en una de las secuencias de la película que mejor logra hacer cuerpo de lo insólito y lo enigmático), pero a ese establecimiento llegan cartas. Para resolver la incógnita de quien pueda ser su destinatario habrá que seguir el rastro de unos canarios enjaulados cubiertos con una tela, un hilo que conecta con lo que se oculta bajo la apariencia del monstruo del lago Ness: un canario canta pero también, como pieza sacrificial, puede servir para detectar fisuras, averías, en un submarino. Gabrielle se constituirá en aquella que propicie la primera fisura en la suficiencia intelectual de Holmes, mediante la neblina de los cantos románticos que suscita en él. O evidencia la falibilidad de su inteligencia, ya que se revelará como una espía alemana que simuló su amnesia, y su condición de esposa de un ingeniero reclutado para el diseño del submarino. De nuevo, el sentimiento, que es admiración, parece que interfiere en la capacidad deductiva y perceptiva de Holmes.
La narración iba a tener una construcción episódica, cada episodio con su título correspondiente, y la duración prevista era de tres horas y veinte. Pero sucesivos fracasos de las producciones de la United Artists determinaron que el Estudio decidiera recortar de modo considerable su duración, reduciéndola a dos horas y cinco minutos. Por su construcción en episodios, no fue difícil la purga. Se eliminó la introducción, en la que un descendiente de Watson reclama los manuscritos del doctor, el citado breve flashback, de alrededor de cuatro minutos, y dos largas secuencias, de 15 y 30 minutos respectivamente, relacionadas con dos investigaciones, no relacionadas con la principal, en la primera mitad. El primer tercio del relato ironiza sobre las presuntas virtudes o idiosincrasias de Holmes, algunas de las cuales han sido alimentadas por las narraciones de Watson (como su famosa indumentaria, a la que se ha resignado a vestir, o su dominio del violín que realmente no es tal). En la secuencia eliminada más extensa, Holmes investiga un caso en una habitación en la que los muebles están dispuestos en el techo, está todo invertido (aunque Holmes deduce que es una escenificación urdida por Watson para liberarle de la depresión que le causa la inactividad y le induce al consumo de cocaína). ¿No siente Holmes que su vida está del revés cuando no dispone del desafío de un caso que resolver?.
En otra de las secuencias eliminadas, que transcurre en un barco en el que vuelven Holmes y Watson (Colin Blakely) de Constantinopla, se juega también con las falsas apariencias, y uno de sus componentes escénicos es una pareja que están de luna de miel, que Holmes cree que están muertos. Previamente, Watson le ha asegurado a Holmes que se ve capaz de resolver también un caso por todo lo que ha observado de los métodos de Holmes. Cuando el capitán, al encontrar dos cadáveres, requiere los servicios de Holmes, este le ofrece a Watson la oportunidad. Holmes se percata de que se equivoca de pasillo, pero no le avisa de su error, tal es ya la determinación que muestra Watson. Cuando entran en ese camarote erróneo, se encuentran con una pareja desnuda en la cama, que Watson no piensa que están dormidos sino muertos, y despliega sus argumentos deductivos sobre cómo han podido ser asesinados y quién ha podido ser el asesino, hasta que palpando el vientre desnudo de la chica, para apreciar si hay abombamiento por causa de la belladona que cree que es la sustancia causante del crimen, ella despierta.
En esa secuencia es Watson objeto de las principales ironías, pero parece que el Estudio consideró que ya era suficiente con la secuencia en la que son requeridos los servicios no deductivos sino inseminadores de Holmes para Madame Petrova (Tamara Toumanova); una bailarina rusa (que ya desechó las opciones de Tolstoi, Nietszche y Tchaikovski). Holmes sale del paso sugiriendo que, como el último, sus gustos son otros, y que Watson no sólo su compañero de piso. Despechado, Rogozhin (Clive Revill), el agente de la estrella susurra a las bailarinas, que danzan con un entusiasmado Watson en el escenario, que éste es la pareja de Holmes, y Watson entregado al baile no se percata de cómo van siendo sustituidas por los bailarines, todos ellos homosexuales, para su horror. Indignado por esa situación en la que le ha colocado, Watson llega al extremo de interrogar a Holmes sobre sus reales inclinaciones, algo que nunca se había planteado, pero éste se muestra elusivo, dejándole con su desconcertada turbación. Se pone sobre el tapete las inclinaciones sexuales de Holmes, generalmente ausentes, como si fuera puro cerebro, pero ante todo sirve para hacer irrisión de la mente cuadriculada viril, encarnada en la de Watson, para quien todo asomo de ambiguedad, o sea, de posible tendencia homosexual, es origen de inquietud y amenaza. Una vez más en su cine, de un modo más sutil o por la vía de lo grotesco, Wilder pone sobre la picota cierta actitud masculina, la más rígida.
El tratamiento de la figura de Holmes es más matizado, y menos distante su presencia, gracias a la cálida interpretación de Robert Stephens, alguien que sufre con la inactividad, y que necesita de adicciones para sentir una intensidad vital que no acaba de encontrar en un mundo de escasas inquietudes intelectuales en las que se siente un cuerpo extraño. Al respecto, Stephens preguntó a Wilder cómo debía interpretar a Holmes, y el cineasta replicó que como si fuera Hamlet. Holmes es o no es según esté implicado en el desciframiento de un caso o no, es un fantasma que siente la realidad fantasmal cuando su mente no encuentra los desafíos que necesita. Watson es el epítome del hombre integrado, conformista, sin ansiedades porque no aspira a mucho, mientras que Holmes es alguien con hambre de experiencias, de ahí su cualidad excepcional. Aunque su condición paradójica se revela en cómo se enerva con la asistenta porque ha limpiado el polvo de su mesa, ya que tiene identificado temporalmente cada archivador por la capa de polvo. Se siente constreñido vitalmente como si el polvo de la inactividad le ahogara, porque se siente clasificado por las rutinas, pero él está también preso de su sistema clasificador, el cual, en un sentido más amplio, ese que cree que con el razonamiento desentraña el engranaje de la realidad, la causalidad que se puede percibir en cualquier suceso, se verá quebrado por las astucias de una escenificación, una simulación, la de Gabrielle, que sabe jugar con la naturaleza escurridiza de la fascinación. Gabrielle, cuando aparece en su domicilio, parece necesitar ayuda, e implica el desafío de desvelar un misterio, quién es ella, cuál es su identidad ( la simulada, la que ella ha urdido para conseguir su confianza: por lo tanto espejismo de discernimiento, un simulacro: una segunda capa que no es revelación sino falsedad, una distracción).
Y la real dispone de otro nombre, Ilse Von Hoffmanstal. Hugo Von Hoffmansthal fue el autor de Carta a Lord Chandos (1902), en la que el personaje Chandos confesaba al filósofo Francis Bacon: «Mi caso es, en dos palabras, el siguiente: he perdido completamente la facultad de pensar o hablar con coherencia sobre cualquier cosa. Al principio, se me fue volviendo imposible discutir sobre un tema elevado o general y pronunciar aquellas palabras tan fáciles de usar que cualquier hombre puede servirse de ellas sin esfuerzo. Sentía un malestar inexplicable solo con pronunciar 'espíritu', 'alma' o 'cuerpo'. Encontraba imposible dar un juicio en mi interior acerca de los asuntos de la corte, los sucesos del parlamento o lo que queráis, porque las palabras abstractas que usa la lengua de modo natural para sacar a la luz cualquier tipo de juicio se me deshacían en la boca como hongos podridos». Y «esta infección se fue expandiendo paso a paso como una herrumbre que devora todo lo que queda a su alcance. Todo se fraccionaba, y cada parte se dividía a su vez en más partes, y nada se dejaba sujetar ya por un concepto» Por lo tanto, Gabrielle/Ilse se convierte en un agudo emblema de cómo la inteligencia sabe jugar con las apariencias para nublar, desestabilizar, desorientar, hasta a la mente más aguda, la de Holmes. ¿No es la condición inherente de la pletórica conmoción de la conexión sentimental, el derrumbe de las cuadrículas a través de la desbordante coreografía musical de las emociones? De ahí la poderosa emotividad de las secuencias finales: qué hermosa y delicada la despedida, en la que se utiliza precisamente la sombrilla como cómplice adiós que asemejan acordes musicales, y qué doloroso el gesto abatido de Holmes cuando recibe la carta que notifica la muerte de Gabrielle, Reacciona como un autómata espectral, buscando el refugio su aturdidora dosis de cocaína. Si algo dignifica a la genuina inteligencia de Holmes es que sabe admirar, e incluso conmocionarse, con la inteligencia ajena, con aquella que incluso le supera, que fue la misma que amó como a ninguna otra. La excelsa banda de Miklos Rozsa, incluida su intervención como director de orquesta. Una de las secuencias eliminadas, con subtitulos en inglés.

lunes, 28 de mayo de 2018

Misión de audaces

Uno de los planos más destacados, y analizados, de la obra de John Ford es aquel dilatado plano de la conversación de Richard Widmark y James Stewart en la orilla del río, en Dos cabalgan juntos (1961), sin recurrir a recursos de estilo más ortodoxos, es decir, al montaje externo ( a los cortes de plano, que la convención consideraba como adecuada manera de dinamizar la narración). Bien admirado es aquel otro plano, más breve, de Centauros del desierto (1956), en el que a Ethan (John Wayne), le entrega el capote su nuera, un gesto que contiene el pálpito de un pretérito y los tiempos alternativos que podían haber tenido unas vidas, mientras el reverendo que encarna Ward Bond mantiene la mirada en la distancia ( pero bien consciente del gesto, y sus implicaciones), un proverbial ejemplo de elocuente montaje interno (en un sólo plano reverveberan múltiples tiempos, las que no fueron y las posibles y la que ha sido). En Misión de audaces (Horse soldiers, 1959), la cual me sigue pareciendo, a cada nuevo visionado, una de las más grandes obras de Ford, hay otro portentoso largo plano (fijo), no tan extenso como el de Dos cabalgan juntos, que mantiene su tensión , hasta que el momento en que se produce el, tan significativo como efectivo dramáticamente, corte de plano, cuando se descarga la tensión contenida durante lo que ha durado el plano, que además refleja un umbral o cesura en la narración, en especial para quien protagoniza ese momento, el coronel Marlowe (John Wayne).
Me refiero al instante, en el bar del hotel que se ha convertido en improvisado hospital, tras la batalla contra los sudistas comandados por el oficial manco, el coronel Miles (Carleton Young), en el que Marlowe comparte con Hannah (Constance Towers), mientras bebe un vaso de whisky tras otro, su hartazgo y furia ( acaba de lanzar al suelo a un soldado que ha entrado a caballo celebrando el número de raíles que han destruido), y por fin revela el por qué de su amargura, el por qué de su hostilidad hacia el comandante Kendall (William Holden), el médico que le han obligado a llevar, pese a su reticencia, en su incursión en territorio enemigo. Por un lado, comparte con desesperación que no quería ni buscaba ese derramamiento de sangre, y acentúa su impotencia y frustración el hecho de que él, ingeniero de ferrocarril en la vida civil tenga que haber realizado esta misión cuyo objetivo era destruir la vía férrea. Parece destinado sólo a destruir, o a sufrir, en su propia vida, la destrucción. Por ello, es el momento en que libera lo que ha estado rasgándole sus entrañas durante todo el relato, raíz de su enfrentamiento permanente con Kendall, más bien por lo que él representa, porque como comparte ahora con Hannah (y es también relevante que lo haga con ella, con la que, por otro lado, se ha creado una cierta atracción que ambos niegan, o reprimen, por pertenecer a bandos distintos) achaca a la ineptitud de los médicos el que su esposa muriera años atrás en la mesa de operaciones, cuando realmente no padecía nada, no el tumor que se suponía que debían extraerle. La operación fue inútil, por lo que, desde entonces, considera inútiles a los médicos. Aunque en ese momento sea él quien más se considera inútil (mano de destrucción y muerte), mientras Kendall se desvive con todos los heridos (y además Marlowe acaba de ser testigo de cómo ha muerto un muy joven soldado). Por eso, y es lo que recoge el corte de plano, lanza su vaso contra una torre de vasos (en primer término en el encuadre).
También la secuencia es la demostración de qué gran actor era John Wayne (al que creo sus ideas personales han interferido en que algunos reconocieran su talento como debiera ser; desde luego en el set de rodaje fue causa de continuos enfrentamientos con Holden, de ideas opuestas, que decidió no volver a trabajar con él nunca más; por otro lado, Holden también mantuvo continuas divergencias con el propio Ford). Aquí Wayne interpreta otro personaje complejo y contradictorio, como su Ethan Edwards en Centauros del desierto, otro personaje en desplazamiento u odisea, superando pruebas en los distintos episodios o pasajes, enfrentándose a sus propios límites, o las cercas que se ha creado en su interior. Marlowe cruza una cerca que separa el territorio del norte del sur, cuando inicia su incursión en zona enemiga, y durante el trayecto de cumplimiento de la misión superará sus cercas interiores. Su personaje de Escrito en el sol (1957), también superaba otras pruebas, aunque su odisea tuviera lugar en la inmovilidad, cuando se queda paralizado al caerse por la escaleras. Su exuberancia, no exenta de cierta arrogancia e inconsciencia (un Ulises que prefiere seguir volando, y envuelto en lides, peleas y batallas, que volver al hogar, como si este fuera amenaza de inmovilidad vital) se ve transfigurada en la asunción de su fragilidad y vulnerabilidad (postrado, no puede huir ya ni de sí mismo). Son héroes poco convencionales, en conflicto, como el que interpreta en El hombre que mató a Liberty Valance (1962), que deriva en espectro, en trágica figura, que no consigue ni el amor de la mujer que ama, pese a que resuelva, desde las sombras, resolver el conflicto ( aunque el héroe oficial sea otro: él quedará difuminado en las sombras, fuera del escenario).
Misión de audaces adapta la novela homónima de Harold Sinclair, inspirada en la incursión del coronel Benjamin Griegson en la zona del Mississipi en 1863, aunque en realidad en la vida civil no era ingeniero sino profesor de música, una de las notorias variaciones del guión con respecto a novela o hechos: por ejemplo, el personaje de Hannah, o el pasaje relacionado con los niños de la escuela militar, son pura invención (en el segundo caso, directamente del mismo Ford). No faltaron discordancias y vicisitudes durante el rodaje: Althea Gibson, ganadora de Wimbledon, en su única interpretación cinematográfica, reclamó a Ford que modificaran los diálogos de su personaje, Kaye, porque le parecían ofensivos ya que abundaban en el estereotipo de negra; Ford, que no solía ser receptivo a las demandas de los actores, accedió. Al respecto, en la comunidad sureña suscitó ciertos picores que Ford se asegurara de que los extras afroamericanos cobraran lo mismo que los blancos. El médico ordenó a Ford que se abstuviera de beber porque peligraba su vida seriamente. La esposa de Wayne era adicta a los barbitúricos pero el actor se mostraba remiso a ingresarla: la trajo consigo, pero durante el rodaje ella sufría alucinaciones lo que la llevó a cortarse las muñecas, hecho que determinó que Wayne tomara consciencia de la seriedad de lo que padecía y se decidiera a ingresarla. En la secuencia de la batalla final, Fred Kennedy, un especialista que había trabajado desde hacía tiempo con Ford sufríó una fatal caída en la que se rompió el cuello. Ford quedó tan devastado que decidió no rodar la secuencia final triunfal en la que llegan a Baton Rouge.
La obra es un portento de armonía y equilibrio, sostenido sobre dos pulsos, o dos tensiones, entre Marlowe y Hannah, y especialmente esa continua tirantez entre dos actitudes tan contrastadas como Marlowe y Kendall (condensada en un singular plano: ese que encuadra ambos a través de la maleza). Kendall es alguien templado, agudo y mordaz, entregado a los demás, y no superado por la visceralidad, por las agitaciones de su ego, de ahí su mirada clara, despejada, consecuente, atenta (como cuando es consciente de que Hannah, cuando los invita a cenar en su mansión, es pura representación escénica: Kendall es quien se percata de que escucha desde su habitación, a través de los conductos de las estufas, los planes que Marlowe comenta con sus oficiales en otra sala) hasta el momento que no resiste más desprecios por parte de Marlowe y le desafía a una pelea, interrumpida, con afilada ironía, por el 'ataque', de los niños de la escuela militar: una ingeniosa manera de reflejar la puerilidad de esa animosidad hacia el médico por parte de Marlowe.
Ford delinea de nuevo afinadamente su portentosa capacidad para alternar tonalidades, de lo grotesco, como cuando se encuentran con los dos desertores sudistas (antecedentes de los que uno de los actores, Strother Martin, interpretaría por partida doble, junto a LQ Jones, para Peckinpah, en Grupo salvaje y La balada de Cable Hogue), a lo desoladamente trágico, como la citada carga de los sudistas comandadas por el coronel manco en las calles de Newton, la muerte de Kaye, o cuando Kendall tiene que cortar la pierna a uno de los exploradores porque no ha seguido correctamente sus instrucciones de tratamiento. O cómo combina absurdo con el lirismo de la extrañeza en la citada secuencia del enfrentamiento con el destacamento de niños. No podía faltar el explícito sarcasmo fordiano, con respecto al oficial con aspiraciones políticas que interpreta Willis Bouchey (al que adjudicó personajes aún más antipáticos en El último hurra o Dos cabalgan juntos) ni tampoco la implícita ironía fordiana: el titán que poco a poco se va transfigurando en hombre, a medida que se enfrenta a sus propias sombras, acaba en la mesa operatoria, tras ser herido en el tobillo, en manos de Kendall. Del mismo modo, la ofuscación de su ciega hostilidad ahora se ha transformado en lúcida comprensión, en apertura a los otros, y así, en paralelo, deshabilita su coraza defensiva y posibilita la expresión de su amor con Hannah: en la odisea se ha vuelto a recuperar a sí mismo.

domingo, 27 de mayo de 2018

Disobedience

Libertad de decisión. Disobedience (2017), de Sebastian Lelio, adaptación de una novela de Naomi Alderman, es una de esas películas que podría haberse dejado arrastrar por el canto de sirenas del tema que trata, la libertad de decisión, y naufragar con las buenas intenciones. Se trazan con precisión los componentes del conflicto: un entorno o modo de vida rígidamente reglamentado, subordinado a una ritualización y la observación de unas conductas y hábitos (en este caso, la comunidad judía ortodoxa en Londres), la fotógrafa Ronit (Rachel Weisz), el cuerpo extraño que optó por otro modo de vida, e incluso se trasladó a Nueva York, otra ciudad en otro continente, y que retorna, de modo provisional, de ese afuera, por la muerte de su padre, y el cuerpo insatisfecho dentro de esas coordenadas o cuadrículas de vida, Esti (excelente Rachel McAdams). Pero Lelio sortea cualquier tentación de solemnidad o afectación discursiva con la afinada atención a las sensaciones y emociones, a los estados que sienten, viven, sus personajes. La amortiguada patina de la iluminación y los colores tenues, en sus refinadas composiciones en formato ancho, transmite esa conjugación de emociones contrapuestas en forcejeo, las emociones sofocadas por un modo de vida, y las emociones necesitadas de hacerse piel. Una tensión en suspensión que se despliega en forma de delicado deslizamiento narrativo, modulado por las puntuales pinceladas ingrávidas de la música, como la respiración que va recuperándose gradualmente.
Queda ya brillantemente delineado en las primeras secuencias. Un rabino sufre un colapso durante la celebración de una liturgia, en la que aludía a la desobediencia, a la libertad de decisión. Ronit recibe una llamada telefónica mientras realiza fotografías a un hombre de avanzada edad que tiene su torso y abdomen completamente cubiertos por tatuajes. Se eliptiza la conversación telefónica, y se escancia una sucesión de planos que son diferentes escenas, un montaje secuencial que refleja la consternación que siente Ronit. Primero el estado emocional, y después el por qué: la notificación de la muerte de su padre, el rabino que había sufrido el colapso en la secuencia introductoria, un rabino admirado en la comunidad ortodoxa judía de Londres. En la recepción se reencontrará con familiares y con los que fueron sus dos mejores amigos antes de que rompiera con esa vida, Dovid (Alessandro Nivola) y Esti, que para su sorpresa son matrimonio. Pero antes de que se precise el por qué de esa sorpresa, Lelio define, de nuevo, en primer lugar, con escasos y precisos planos, el estado de emocional de Esti, cómo se siente con respecto a su circunstancia de vida: Con expresíón abstraída, y envuelta en penumbras, observa cómo cae el agua del grifo del fregadero; un primerísimo plano sobre su rostro muestra un forcejeo de emociones encontradas; observa a su marido cómo se revuelve en la cama; se aproxima a él, encuadrados ahora desde otro ángulo, el opuesto, y le incita a que hagan el amor. Hay penumbras que necesita que se hagan cuerpo, deseo que se percibe que es más bien transferencia de lo que contiene en ese forcejeo, sentimientos que necesita liberar como agua que por fin fluya. Esos que se despliegan, en la casa donde vivió el padre de Ronit, ya sin muebles, como una vida que se reemplaza, quizá por lo que se truncó, precisamente, debido a ese restrictivo modo de vida que representaba el padre de Ronit, quien esperaba que ciertos deseos, los lésbicos, se curaran con el matrimonio. Ronit y Esti escuchan Lovesong de The cure (Whenever I'm alone with you You make me feel like I am home again/Whenever I'm alone with you You make me feel like I am whole again/Cuando sea que estoy a solas contigo me haces sentir que estoy en casa/Cuando sea que estoy a solas contigo me haces sentir que estoy completa de nueva), y el pasado se reanima en sus cuerpos, y despliega de nuevo el deseo que quedó interrumpido entonces.
El Torá prohíbe los tatuajes. Se Considera que dañan el cuerpo, porque no respetan la creación de la voluntad de Dios, como una injerencia que degrada. Por eso, quien se convierte al judaísmo, si tiene tatuajes, se los borra. De ahí el detalle de que presente a quien se ha apartado de esa comunidad, Ronit, porque no comparte sus creencias, fotografiando a un hombre tatuado. El contraste entre cuerpo que despierta y muerte en vida vertebra la narración. Ese contraste entre ese cuerpo en proceso de deterioro completamente tatuado, o la vida que dota el color de la imaginación y la singularidad de las propias historias (el yo que no se deja escribir, tatuar su mente, por un dogma instituido), y la tumba de su padre fallecido, que Ronit fotografía al final, emblema de una vida que enclaustra y obtura la vivencia de los sentidos y las emociones: las mujeres portan pelucas (como si las borraran, o cosificaran en la uniformización postiza), o las parejas realizan el acto sexual, como si fueran engranajes con alarma en su despertador, cada viernes. El escenario social, el escenario de la observación de una tradición, la vida postiza, prevalece. Los cuerpos son envases que portan los actores de una representación, de un ritual que se extiende en los actos de su vida cotidiana, como si esta fuera la sucesión de episodios de una liturgia que abarca, y comprime, todos ellos. Por ello, la ironía pertinente que subyace en el ocurrente detalle de que el amor que se oculta sea sorprendido en una cancha de juego, en una pista de tenis.
Lelio orquesta una narración de medida concentración, en la que los rostros y las emociones son la médula espinal de una obra que propulsa el molde del melodrama (estructuración rígida del escenario social, emociones en conflicto con un entorno, sujetos en colisión desde fuera y desde dentro, los residuos de un pasado interrumpido) con una vibración genuina, como si lo redescubriera, desprendiéndose de cualquier inercia de convenciones, precisamente, a través de esa potenciación de lo concreto, los cuerpos, los rostros, las miradas: los rostros de Ronit y Esti cabeceando al son de la música de The cure, mientras sus miradas escarban en las caricias compartidas del pasado; la saliva que Ronit escupe en la boca de Esti, como la antimateria de una ostia sagrada; el primerísmo plano sobre el rostro desesperado de Dovid, como un prisionero que forcejea con los quistes de su tradición, cuando subordina el despecho de sus propias emociones a la justicia del acto razonable; la mirada de Ronit, conmocionada, como si se dotara de la vida que no creía ya posible, cuando un beso le hace sentir que una despedida no es sino una interrupción que, en esta ocasión, no será indefinida, sino simplemente pasajera. Tatuarán el cuerpo de sus sentimiento con su libertad de decisión. La hermosa canción Lovesong de The Cure

sábado, 26 de mayo de 2018

Corporate

Las miasmas corporativas. En Corporate (2017), de Nicolas Silhol, Emilie (Celline Sallette), gestora responsable del departamento de recursos humanos de los servicios financieros de la empresa Esen, tiene la costumbre, durante la jornada laboral, de aplicarse desodorante en las axilas y cambiarse de camisa, en su coche aparcado en su plaza de un aparcamiento subterráneo. Es una metáfora del hedor que transpira su dedicación, persuadir a los empleados que la empresa quiere despedir de que son ellos los que toman la decisión de dimitir gracias a la táctica de ofrecerles la opción de un traslado que no pueden considerar viable. Una retorcida estrategia que culmina otras previas tácticas de desgaste que intentan que el empleado decida dejar el trabajo. Son las miasmas corporativas que buscan camuflarse tras la imagen oxigenada, la aséptica apariencia de una actitud empresarial para la que priman los beneficios, los números, no las condiciones laborales del empleado, en todo momento potencialmente prescindible. La empresa no se siente responsable de sus trabajadores, simplemente son sus instrumentos. En la empresa que dirige Froncart (Lambert Wilson) se destacan dos términos, corporate, que alude a que lo importante es la empresa, en la que se supone todos conforman un equipo, como se refleja en esas primeras imágenes, en la que compiten con trineos en la nieve que conducen perros. Pero es una ilusión que esconde sus colmillos. Y la segunda, es este término que se ha extendido como una infección en el territorio empresarial: proactivo. Esa palabra que se supone incentiva la determinación del emprendedor, sin depender de voluntades ajenas, pero no deja de ser el eficiente proceso de enajenación para conseguir (o aprioparse de) la incondicional entrega del trabajador, instrumento que piensa que dispone de voluntad.
Emilie dejará de aplicarse el desodorante cuando tome consciencia de que ya no será gestora de las miasmas, sino que estas la utilizarán como chivos expiatorio para limpiar cualquier mácula de responsabilidad en el suicidio de un empleado que se lanzó al vacío desde uno de sus pisos. Un trabajador que no aceptó la huidiza estrategia de la empresa, y buscó la respuesta directa, y en primer lugar, en quien debía ser específica, con respecto a su evaluación, o sus difusos términos, su gestora de recursos humanos, Emilie, quien sintiéndose acosada, le expone con crudeza, o con la actitud directa que debía haber adoptado en principio en vez de rehuirle, que ha sido despedido. La corporación como simulacro de armonía de conjunto, simulacro hasta en las acciones de purga de sus empleados.
El guión de Silhol y Nicolas Fleureau, se hace eco de una dinámica laboral predominante en las corporaciones, la que determinó una sucesión de suicidios entre los que eran despedidos en France Telecom, en la que trabajaron los padres de Fleureau. Se registraron 35 suicidios entre el 2008 y 2009: la empresa, tres años después, sería imputada por acoso moral a los empleados. No mata la verdad, sino la mentira, como expresa Emilie en cierto momento. La narración matiza con precisión la evolución de su personaje. Quien actúa como el modélico prototipo de esbirro, de mando intermedio, modifica su actitud, en primera instancia, por sentirse eliminada del juego como movimiento estratégico conveniente para la empresa. Se encuentra en la posición de aquellos a los que notificaba, de modo aviesamente indirecto, que la empresa no contaba ya con ellos. Pero a medida que avanza ese proceso, que se convierte en otra guerra de guerrillas, de movimientos tácticos, rostros que varían sus semblantes, o se tornan sobre todo ya huidizos. Emilie acerca su actitud a la que representa la inspectora laboral, Marie (Violaine Fumeau). Le pide incluso que la permita acompañarla en la inspección de las condiciones de seguridad de un edificio en construcción, en donde de nuevo se hace manifiesto que las medidas de seguridad para los trabajadores no es la prioridad, sino la agilización de procesos para economizar gastos.
La narración se define por su capacidad sintética, y una medida distancia. Queda ya reflejado en el plano de apertura. Desde el exterior, vemos cómo, en su despacho, Emilie conversa con una empleada a la que esta sugiriendo un cambio en la empresa, esto es, aplicando la táctica de zapa de desgaste para que, por no poder encajar la posibilidad de ese cambio, decida dimitir. Las cristaleras están decoradas con unas finas rayas horizontales, lo que transmite la idea o sensación de prisión o cautiverio, además de la interposición de distancia que representa el mismo cristal. Todo es cristal, hasta las buenas maneras o las sonrisas de condescendencia o interesada avenencia. Pero, afortunadamente, Emilie dispone en su escenario íntimo del reflejo que la ayuda a tomar un riesgo que es raro que se adopte en nuestros tiempos de pragmática de la mirada baja o mirada a otra parte, esa que no se ve capaz de enfrentarse a la autoridad de su empresa, pero suspira aliviada, aunque no lo manifieste, cuando otro compañero es el que resulta despedido y no uno mismo. Emilie tiene un marido que decidió un año atrás dejar su propio trabajo para trasladarse junto a ella, cuando fue contratada por la empresa, dedicándose durante gran parte de esos meses al cuidado del hijo mutuo. Esa actitud sacrificial, entregada, que no prima el propio interés en primer lugar, y que es capaz de cuestionarla sin vaselina pero manteniendo el fiel apoyo, es el principal estimulo que la propulsa a combatir al inclemente escenario del cristal que procrea zombificados esbirros proactivos.

viernes, 25 de mayo de 2018

Caras y lugares

La transfiguración de la mirada. Las fotografías cubren los huecos de la memoria, dice Agnes Varda de las fotografías de JR que fusionan rostros y lugares. La cineasta también fusiona su creatividad con la del fotógrafo que esconde sus ojos bajo unas gafas negras y su real nombre bajo el seudónimo de JR, para parir Caras y lugares (2017). Su título en francés evidencia esa fusión, Visages villages. Separa a ambas palabras una letra. Agnes y JR tatuan la realidad. Empapelan, decoran, edificios, construcciones de diversas índole, pero también vagones de un tren o el armazón que componen unas decenas de contenedores, con fotografías ampliadas. En un vagón de un tren, los pies de Agnes, en otro, sus ojos, ya desgastados, que miran la realidad con cierto desenfoque. Uno porta gafas oscuras, y otra ya contempla la realidad como una película borrosa. Pero ambos, con su mirada aguda, transfiguran la realidad.
La mirada de Agnes no cesa de viajar, de desplazarse, en el espacio, en concreto, en este proyecto, en zonas rurales, esa periferia menos visible. y con su imaginación, fusionando presente y pasado, ficciones y vivencias: Su memoria, a través de reencuentros, como con un cartero que conoció veinte años atrás, cuya efigie en una fachada parece que sostiene una caja por la posición de sus manos alrededor de una persiana semiabierta, u homenajes, como a su amigo Guy Bordin, que posó para él, tanto vestido como desnudo, allá por 1955, empapelando con su fotografía un bunker que fue arrojado a la playa, que también aparece en Inmersión (2017), de Wim Wenders. Una fotografía que, por efecto de la marea alta, de la erosión de las olas, desaparece en poco tiempo. Lo efímero y la memoria. Los pasajes que narran una vida, y el sendero que encamina a la inevitable muerte, un final de recorrido, sin más, como Agnes, ya con 88 años, señala que la espera, frente a la tumba de quien poseía el don de captar el momento decisivo, la inmensidad en lo efímero, Henri Cartier Bresson.
Los lugares se empapan con la vida de las personas que viven o trabajan en los mismos, como influyen, y empapan, la vida de sus habitantes y trabajadores. Agnes empapa su mirada, para celebrar esa fusión o conexión. En una calle donde ya sólo vive una mujer, empapelan su fachada con su imagen, lo que suscita las lágrimas emocionadas, agradecidas, de la mujer. Su lugar, no es sólo cualquiera, es también una singularidad. Su lugar. Su historia. Agnes persigue las historias, como gata curiosa que es, para empaparse con ellas, para captar las singularidades, y aprender de ellas. Aunque, como dice, siempre siente que cada encuentro es una despedida, porque piensa que no volverá a ver a esas singularidades con las que se cruza. Pero en ocasiones sí, como ese cartero.
En una fábrica componen el retablo de una armonía, como propósito, como toda colaboración, sustancia nuclear en la convivencia humana. Dos grupos alzan sus manos hacia el otro. No hay subordinaciones, distintas posiciones, sino colaboración. En el puerto de El Havre, en donde sus trabajadores son sólo hombres, decide recordar la presencia de la mujer, como un gesto que también contiene una sublevación. Empapela una montaña de contenedores con las gigantes efigies de tres de las esposas de los trabajadores, una de ellas, la única mujer camionera en un total de 80 en una empresa. Agnes quiere ver la realidad, y transfigurarla, revelarla y modificarla con la mirada que busca y aporta otros ángulos posibles que desafíen a la realidad que se tapia con estratos inmóviles. Unas edificaciones abandonadas pueden iluminarse con múltiples rostros en sus fachadas. Pero una cosa es la transfiguración y otra la adulteración, esa que cosifica y uniformiza en esta realidad, o sociedad, en la que prevalece la producción, producción y producción, y entre ellas, por supuesto la producción de imagen. La compulsión de la rentabilidad. La imagen empapelada de una cabra con cuernos se torna declaración de principios, apología de la naturalidad, esa que se adultera cuando algunos ganaderos deciden extraer sus cuernos para evitar el daño a la mercancía por las recurrentes peleas que mantienen las cabras.
Agnes, con la colaboración de JR, de nuevo transgrede límites, a la par que fusiona, integra, celebración de la vida como conjugación y colaboración. La realidad se puede reescribir, modificar, así como los otros pueden alterar el propio relato de vida. Agnes no recrea sino que responde a la célebre secuencia de la carrera en el interior del Louvre, en Banda aparte (1964), de Jean Luc Godard. Agnes alaba a Godard como un cineasta necesario, por cómo transformó el cine (aunque, en concreto, esta película, mitificada, que fue saludada como ruptura considero que ha envejecido como inconsistente película de adolescentes). Pero un intento de encuentro con Godard, quien también recurría a las gafas oscuras, como recurso de caracterización en la configuración de su imagen singularizada, como personaje, y con quien rodó, como actor, un cortometraje en 1961, evidencia que en la vida otras narrativas interfieren en la propia, las truncan o contrarían. La mirada aguda puede tener sus desenfoques, como la mirada ya borrosa por el desgaste del tiempo puede aún ser la mirada lúcida, inconformista, que no deja de escrutar, explorar, la mirada de la realidad (la otredad) para revelarla a la vez, en ejercicio de fusión y conjugación, con la transfiguración de su propia mirada.