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miércoles, 31 de julio de 2019
El gran Buster
El cineasta que fue cuerpo y cámara. El gran Buster (2018), el admirativo documental de Peter Bogdanovich, nos recuerda que Buster Keaton fue uno de los intérpretes y, sobre todo, creadores más singulares e ingeniosos que ha dado el cine. El humor es acción, gesto, expresión del cuerpo, y es reflexión, puesta en cuestión de la vertiente patética o irrisoria, grotesca o absurda de nuestras inconsistencias y torpezas, de nuestras vanidades y suficiencias, de nuestras ofuscaciones y retorcimientos. Buster Keaton fue tan brillante en una faceta como agudo en la otra. Como intérprete dominó la expresión de su cuerpo como pocos otros actores. Aunque fuera apodado Cara palo/Stone face, la expresión de su mirada desplegaba múltiples matices. Su cuerpo se desenvolvía como un bailarín tanto en la torpeza como en la pericia. Sus acciones, en muchas ocasiones, en relación con objetos, con su entorno o decorado, era una elaborada y refinada coreografía, en la que, en muchas ocasiones, ponía en peligro su vida (durante un largo tiempo, meses, no supo que se había roto el cuello por una caída durante un rodaje). En el encuadre, el cuerpo era un impulso en movimiento, una fuerza en colisión, con los límites de la realidad, y de modo específico, del encuadre.
Esa evidencia de nuestra condición de cuerpos en relación a fuerzas y límites se ampliaba con la misma evidencia del cine como espacio y artilugio, como presencia y límite. Utilizó diversos artilugios, algunos peculiares como ese complicada ingeniería de poleas en uno de sus cortos, pero el mismo espacio o escenario era un entramado de artilugios con el que bregar, o que dominar, fuera el interior de un barco, en El navegante (1925), co dirigida por Donald Crisp, un pueblo azotado por un huracán (que implicó calcular con milimétrica precisión cómo una fachada caía sobre él sin que le golpeara porque su cuerpo encajaba con el vacío de una ventana), en El héroe del río (1928), co dirigida por Charles Reisner, o un tren en El maquinista de la general (1926), co dirigida por Clyde Bruckman. Por eso, no fue de extrañar que la misma cámara cobrara protagonismo, como la que utiliza como instrumento de trabajo en El cameraman (1928), co dirigida por Clyde Bruckman. Aún más, como reflejaba en la excepcional secuencia de El moderno Sherlock Holmes (1924), en la que cruza la pantalla en la sala de cine, y según la sucesión de planos varia el escenario, por lo que puede peligrar su circunstancia (una caída, un atropello, ser devorado por leones...), esa variación o modificación, definida por lo imprevisto, y accidental, definía el substrato de la relación con la realidad. En relación a lo impredecible de lo real como a las arenas movedizas de la vida como entramado de ficciones. Y define la complejidad y hondura de su mirada. Una autoconsciencia de la propia mirada, del cine como intermediación (filtro y exploración), y de la realidad, en concreto las mismas relaciones sentimentales, también como entramado escénico. Pocos cineastas tan preclaros. Pocas filmografías han perdurado tanto. Incluso se podría decir que aún va por delante de buena parte del cine de hoy. Porque no hay cineasta de la época silente que dependiera menos de la palabra. Su dominio actoral del arte de la pantomima lo trasladó al dominio sin igual de los recursos expresivos visuales.
La conclusión de El colegial (1927), codirigida con James W Horne, era un alarde de corrosiva construcción elíptica. Toda una vida condensada en tres planos, a su vez mordaz ironía con respecto a lo narrado anteriormente. Tras asistir durante una hora a los denodados esfuerzos de Ronald (Buster Keaton), en lo que puede denominarse fase de cortejo, para demostrar a su amada, Mary (Anne Cornwall), que es digno de su amor (y que es capaz de hacer lo que sea por complacerla), la película finaliza con tres breves planos, uno de ambos ya casados con sus retoños, otro de ambos ancianos, y un tercero de las lápidas bajo las que yacen en el cementerio. Es decir la vida pasa en un suspiro, sin que haya mucho más acontecimiento, tras haberse roto el espinazo en ese absurdo teatrillo de pruebas y alardes de la fase del cortejo; lo que se presupone el aperitivo para disfrutar la película de la vida no es más que la película que nos montamos para lo que luego no es sino una sucesión de tramites sin mayor historia. El inicio de Siete ocasiones (Seven chances, 1925), es otro alarde de corrosiva construcción elíptica, que condensa cómo de absurdamente dilatamos los previos (el cortejo, el tanteo), o nos llegamos a enredar en infranqueables indecisiones (incapacidades de articular los sentimientos): Cuatro situaciones similares, Jimmy (Buster Keaton) conversando con la mujer que ama, Mary (Ruth Dwyer) en la cancela (umbral a cruzar) de su casa, cada una de las cuáles señala el inicio de una nueva estación (mientras en cada caso, a medida que discurre el año, el perro que les acompaña crece), sin que, como señalan los intertítulos, en ninguna de las ocasiones, en ninguna de las estaciones, Jimmy haya sido capaz de declararse, de expresar que la ama.
Por otro lado, si en El colegial se apoyaba en los alardes atléticos como soterrada ironía sobre los absurdos de los cortejos amorosos, en El cameraman lo hace con la cámara de cine, incidiendo en las idea de cómo impresionar y cómo hacerse notar, en este caso como una mirada singular (el ojo de la cámara) que propicie esa visibilidad que implica destacar entre otros, ya no sólo en el aspecto competitivo sino como figura excepcional que pueda ser advertida entre un informe entorno, o lo que es lo mismo, la idea de crear una proximidad, ser el único, superando esa distancia en la que se es uno más. Véase la presentación: Luke (Buster Keaton) está casi solo realizando unas fotos en la calle con motivo del homenaje popular a una figura destacada; de repente el encuadre se llena cuando la multitud se agolpa alrededor de él, y entre ellos varios cameramen de noticiarios. Su figura se ve empequeñecida, invisibilizada, y por azar se encuentra apiñado, sin poder moverse, junto a Sally (Marceline Day) mejilla contra mejilla (hay que ver su arrobada expresión mirándola como quien ha sentido una inusitada revelación). Son algunos de los múltiples ejemplos que evidencian de qué ingenioso modo usaba los recursos expresivos narrativos del cine. No sólo dominaba el encuadre, el montaje interno, como pocos cineastas, sino la interacción entre los planos, en concreto, las elipsis.
En cierta entrevista, a principios de los 70, en unos de los programas de el Show de Dick Cavett, en el que también estaba presente Peter Bogdanovich, Cavett preguntó a Frank Capra por qué Keaton no superó la frontera del sonoro. Capra argumenta que porque era, ante todo, un artista de la pantomima. Pero Charles Chaplin logró estirar esos modos expresivos hasta 1936, con Tiempos modernos, y después se adaptó armoniosamente al sonoro. En uno de sus cortometrajes Keaton usaba un gag que reutilizará Blake Edwards en la magnífica El guateque (1966): Keaton en un caso, y en otro Sellers, provocan una explosión cuando apoyan el pie para atarse el zapato. El guateque evidencia, del modo más fructífero, la asimilación de unos modos expresivos, aunque filtrados por el singular estilo del heredero más refinado de Keaton, Jacques Tati. Pero ese gag sirve también de metáfora de por qué Keaton se difuminó con la llegada del sonoro. En parte, fue su propia responsabilidad. O como él reconoció, fue su gran error aceptar el contrato con la MGM en 1938 que implicaría la pérdida del control creativo, en lo que se incide en El gran Buster, aunque disiento con Bogdanovich en que El cameraman, el primer largometraje que dirigió en la MGM estuviera por debajo del resto de sus obras. Me parece otra de sus obras maestras. No se menciona en el documental, pero Keaton consideraba que Doughboys (1930), en la que recreaba experiencias propias de la primera guerra mundial, y que supuso su primera interpretación en el sonoro, fue de la que quedó más satisfecho entre sus colaboraciones con la MGM. Pero a partir de entonces esa década se definiría por una serie de interpretaciones en obras no muy lustrosas junto a Jimmy Durante.
También fue determinante su particular cataclismo íntimo: su divorcio con la actriz Natalia Talmadge, quien decidió cambiar el apellido de sus dos hijos por el suyo, lo que dejó devastado a Keaton (y más vulnerable al consumo excesivo de alcohol: Juro que no quería ser alcohólico, diría años después). Es otro aspecto que aborda este homenajeado documenta, en el que, contrapunteado por las intervenciones admirativas de otros comediantes y cineastas, se recorre su vida desde su infancia, como integrante, desde los tres años, de las actuaciones vodevilescas de Los tres Keaton en los vodeviles, pasando por sus inicios en el cine en las películas de Fatty Arbuckle, sus veintiocho cortometrajes (entre 1920 y 1922), su dedicación como escritor de gags para Red Skelton o Los hermanos Marx, aunque no se menciona su fricción con Groucho Marx, durante Un tarde en el circo (1939), por sus distintas formas de plantear el humor. Los elaborados gags de Keaton fueron puestos en cuestión por Groucho como inapropiados para su estilo.
Keaton no conseguiría adaptarse al sistema. Casi se convirtió en otra vetusta reminiscencia del pasado, como Norma Desmond (Gloria Swanson), en El crepúsculo de los dioses (1950), en la que participa, fugazmente, como uno de los amigos de la actriz retirada. Dos años después compartiría con Chaplin un antológico número cómico en los pasajes finales de Candilejas (1952), que ejerció de resurrección. El éxito de sus deslumbrantes intervenciones en diferentes spots publicitarios, o intervenciones televisivas, durante esa década, propiciaron que recordaran su prodigiosa creatividad. En 1960 recibiría el reconocimiento por parte de la industria que había desperdiciado su inmenso talento con un Oscar honórifico, y no fue el único premio que recibiría antes de su muerte, por causa de un cáncer, en 1966. Esa última década se define por los contrastes extremos: comedietas surferas, apariciones fugaces en El mundo está loco, loco, loco (1963), de Stanley Kramer, de la que se olvidan en el documental, o Golfus de Roma (1966), de Richard Lester, y su peculiar colaboración con Samuel Beckett en Film (1964), el cuerpo o quintaesencia del impulso y los escombros de los signos y la realidad. Pocos cineastas como Keaton han evidenciado, y reflejado con tanta agudeza e inventiva, en particular en El moderno Sherlock Holmes, cómo la vida es esa pantalla cuyo montaje nos gustaría controlar y el cine esa pantalla en la que se proyecta lo que en la vida no logramos vivir, experimentar, o resolver, pantalla que, a su vez, nos inspira, modelo o referente para actuar en la vida. Como la mente es ese proyector que resuelve, y monta, en la pantalla de la imaginación lo que en la vida no acaba de ajustarse al guión requerido.
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martes, 30 de julio de 2019
El peral salvaje
El pozo del sentido. El peral salvaje o sentirse inadaptado, solitario y mal formado, como si la vida, progresivamente, se hubiera torcido. La ironía es quien crees diferente a ti, tu padre, incluso quizá lo opuesto, no quien consideras tu modelo sino más bien un fracaso o un perdedor, quizás no sea tan diferente a ti. Cada uno, de un modo u otro, excaváis un pozo con vuestras vidas para encontrar agua, llámese sentido, un lugar en el que os sintáis que es el propio, aunque sea en los márgenes, esos márgenes que niegan, y que parece que son fuga de la realidad por no ser lo que se quería ser, como quien siente que no conecta con la realidad, con los demás, como puede ocurrir a quien, aún joven, da sus primeros pasos para encontrar su lugar en una realidad, ante la que se siente como quien la asalta agazapado en el interior de un caballo de Troya, porque siente la real como una espesura hostil. Se siente un troyano como un virus que pretende dinamitar una realidad que no le satisface. Pero ¿qué siente el hijo mientras se perfila y define y busca negando a la vez a su padre?. No hay tanta distancia o diferencia entre uno y otro, como así cree. El proceso que conducirá a la asunción de su errónea percepción es lo que narra el trayecto narrativo de El peral salvaje (2018), una nueva prueba de que Nuri Bilge Ceylan es uno de los cineastas más admirables y sugerentes de la cinematografía actual.
La primera, y excepcional, película del cineasta turco se titulaba Kasaba (1997), que significa El pueblo. El protagonista, Toprak, retornaba de la ciudad al pueblo, como quien vuelve a su trampa. Alguien que se había preparado para otro tipo de vida, para tareas intelectuales que no tienen que ver con las que constituyen el mundo rural. Como si fuera una renuncia, la asunción de un fracaso. Su sensación es que está en medio que es en ninguna parte. Entre los tiovivos, las ilusiones, que aún vuelan sobre su cabeza, y un horizonte impreciso, recodos inciertos del camino. En El peral salvaje, Sinan (Aynin Dogu Demirkol) retorna a su ciudad natal, ciudad de provincias, tras finalizar sus estudios de magisterio. Un momento de tránsito que se siente con el vértigo, por la incertidumbre y la indefinición, de un abismo que puede arrastrar a esa condición que rechaza en su padre, también maestro, ¿su reflejo futuro?, ya extraviado en las apuestas con las que desangra la economía familiar, aunque suponga quedarse sin electricidad por no pagar las facturas. Parece un adolescente que quisiera negar la realidad que no ha sido como soñaba que fuera. Sinan quiere huir de esa posibilidad, de ese lugar, no quiere que se convierta en su trampa. En una bellísima secuencia contrasta con Hatice (Hazar Erguclu) esas dos opciones, lo que se quisiera realizar y lo que se teme que sea la vida, el estatismo que se siente como condena si apuesta por permanecer, y el vértigo de una realidad si apuesta por el riesgo (¿aunque hacia qué le arrastra presentarse a las oposiciones de puestos de trabajo que quizá le adjudiquen un puesto en un lejano pueblo, como le ocurrió a su padre?). Ese contraste es también pulso y tanteo, quizá soterrado forcejeo de sentimientos que se calibran a sí mismos, no sólo los del otro, quizá sentimientos larvados, quizá sentimientos resultantes de una ofuscación por la insatisfacción de no querer anclarse en esa realidad o temer lo que puede deparar lanzarse al espacio exterior como quien más bien sale despedido sin dirección de la explosión por una repulsa, la repulsa por un reflejo que no quiere que sea su vida, que no quiere asumir que pueda ser él, su padre. Sinan publica su primer libro como quien lanza una apuesta, esperando la respuesta de una realidad que quizá con el reconocimiento redireccione su vida hacia un escenario más deseable.
En la sorprendente primera media hora de Kasaba la narrativa fluía a la deriva, descentrada, como si sus nexos estuvieran desgajados, pero a la vez como si comenzarán a hilvanarse. Un tapiz impresionista que invitaba a la inmersión. La narración alternaba la perspectiva del personaje de Toprak, y de sus dos sobrinos. Entre la escuela, la feria y el bosque. Los personajes se desplazaban, deambulaban, observaban. Miradas de asombro, interrogantes, miradas cansadas, emborronadas. Se celebraban unas festividades, y la familia se congregaba ante el fuego, en plena naturaleza, entre los árboles, y los tiempos se enredaban y conjugaban, lo que fueron e hicieron, lo que no lograron hacer, los anhelos y las frustraciones, y las interrogantes como brasas que salieran despedida del mismo fuego. Las perspectivas,o los relatos sobre sí mismos, a veces, colisionaban. En el decurso sinuoso de El peral salvaje Sinan se contrasta con su hermana y su padre, con Hatice, con el escritor Suleyman (Serkan Keskin), con dos amigos con los que divaga sobre la falta de espiritualidad o si más bien la religión simplemente sirve para dotar de confortabilidad a la resignación por una vida de mirada encorvada y mera supervivencia. La realidad se entrecruza con lo imaginario, con lo difuso. A veces las elipsis son tan cortantes que resulta difícil dilucidar cuál es el salto del tiempo o si es realidad, sueño, o ese difuso estado intermedio en el que conviven lo real y lo inefable (la alucinación, la desconcertante percepción aguda). En Tres monos (2008) a veces aparecía el fantasma del hijo muerto cuando era niño. Fisuras que corporeizaban un clima, el de una herida que habitaba en los cimientos de una familia sin que haya cicatrizado, y que las bofetadas no podrán cauterizar. Las fisuras quebraban el relato, porque se hacía evidente que había mucho que no se había dicho, o que pesaba entre los personajes. En El peral salvaje no son sino fisuras que evidencian lo que se resquebraja, lo que no se logra asumir que se resquebraja porque aún no se consigue enfocar con precisión, la realidad, a los otros, a uno mismo, a la relación entre esos componentes de una ecuación que no quiere que de el mismo resultado que a su padre.
Una casa incrustada en una piedra. Los primeros planos de Winter sleep. Sueño de invierno (2014), muestran a Aydin (Haluk Bilginer), como una figura solitaria en un paisaje dominado por la piedra. un hombre que asemejaba a una piedra porque actuaba como juez implacable de cualquier ser humano, sin percatarse que su integridad quedaba ensombrecida por la arrogancia y el cinismo, inconsciente de su egoísmo, de cómo se había distanciado y aislado de los demás. Y era así porque no había logrado ser aquello que parecía prometer, un escritor de éxito, un hombre con influencia, como le resaltaba su hermana, Necla. Se ha convertido, probablemente para compensar una frustración que no quiere asumir, en un diosecillo en su pequeño universo de piedra. El trayecto narrativo era el recorrido hacia quizá la consecución de una transformación, la consecución de una mirada frontal a los demás, la mirada que considera a los demás, la mirada consciente de los demás. Era un hombre al que se presentaba con un plano de su nuca, un hombre a espaldas de la realidad, del enfoque preciso. También en El peral salvaje destaca un plano parecido de Sinan, que comparte el mismo recorrido de modificación de mirada y actitud. Alguien que, aún joven a diferencia de Aydin o Mahmut, el protagonista de Lejano (2002), también ha interpuesto lejanía con respecto a los otros, a las propias raíces, a uno mismo. Mahmut era un fotógrafo que ya miraba la realidad desde la distancia, como si no fuera parte de ella. En una secuencia le reprochaban que hubiera abandonado sus pretéritas ambiciones artísticas, cuando no dejaba de mencionar el cine de Andrei Tarkovski como referencia de la mirada disidente, de la mirada despierta, de la mirada exploradora, transfiguradora. Mahmut se había convertido en alguien como el escritor o como el científico de Stalker (1979). Ya no creía en nada, se había abandonado a sí mismo, apoltronado. Su mirada era una costra. La zona no existe, ya vivía en la anti-zona. Ya había perdido el impulso del asombro, el entusiasmo, ya era un mero funcionario de la mirada. En El peral salvaje, ¿ha perdido ese impulso su padre? ¿Por qué apuesta?. Quizá el pozo sea su particular zona, ese margen en el que es más allá de un escenario en el que ya no era porque no fue lo que alguna vez soñó. Su hijo deambula por esa anti zona como la mirada que busca el enfoque preciso que se desprenda de la piedra que genera interferencia en el discernimiento. Hay algunos planos en El peral salvaje en los que se insinúa esa conexión con Tarkovski, esos planos que ascienden entre las ramas de los árboles y se asocian con los cabellos de Hatice, cabellos que en otro plano se desparraman sobre su rostro. El viento a su alrededor conversa, con esa cualidad matérica que destacaba en Tarkovski. Tanto que se sugiere sin que las palabras lo expliciten.
En la excepcional Erase una vez en Anatolia, en el principio era el desenfoque. La mirada se internaba en la espesura de la realidad. El recorrido era sinuoso. Los indicios equívocos, los signos confusos. Había, incluso, deslumbramientos que ofuscaban el discernimiento. La verdad resultaba escurridiza. A veces, un golpe de azar, una injerencia imprevista, era la que la desenterraba, la que la revelaba a la mirada que se esforzaba por descubrirla, desesperada, en ocasiones, porque la sinuosidad se espiralizaba. Las apariencias podían resultar abismos cuando la mirada no lograba prenderse, cuando la realidad parecía una pantalla esquiva en la que no destacaba la singularidad que intentaba descifrarse. En aquel recorrido, se desenterraba un cuerpo. En El peral salvaje, es relevante un pozo en el que el padre intenta encontrar agua, tarea en la que le ayudan, en las secuencias iniciales Sinan y el abuelo. Cuando el hijo comprenda que no es tan grande la distancia que le separa de su padre, sino que más bien ha estado corriendo en círculos para distanciarse de su reflejo, el pozo adquirirá la resonancia simbólica que evidencia la asunción de una conjunción. Ambos, a su manera, con sus torpezas y extravíos, buscan el agua del sentido que fluya.
domingo, 28 de julio de 2019
Let us live
Sólo un cobarde mata a alguien que no puede defenderse. ¡Tú! Eres un cobarde, un asqueroso asesino y cobarde. Todos vosotros, escondidos tras vuestros uniformes, escondidos tras la ley. Sois unos cobardes que vais a asesinarme mañana. Son las palabras que es John 'Brick' Tennant (Henry Fonda desde su celda, en el corredor de la muerte, a los guardianes, en una de las secuencias de Let us live (1939), de John Brahm. Otra obra, en aquellos años, como Furia (1936) y Sólo se vive una vez (1937), ambas de Fritz Lang, o Ellos no olvidarán (1939), de Mervyn Le Roy, que ponían en cuestión la pena de muerte, las inconsistencias de los representantes de la ley, y la irresponsabilidad ciudadana que fácilmente colinda con la mezquindad. Incluso, en otro contexto, en la Francia de 1894, se podría añadir La vida de Emile Zola (1937), de William Dieterle, sobre el caso Dreyfuss, con el célebre Yo acuso que lanzaba el escritor contra los poderes fácticos, y sus abusos de poder. Lo que determinaría que él fuera llevado a juicio, acusado de injurias, durante el cual los mismos jueces imposibilitaron que pudiera utilizar, para la defensa, téstigo alguno relacionado con el caso Dreyfuss, utilizado por las altas instancias militares como chivo expiatorio por su condición de judio. Cuando sentencian a Zola un año, y aprecia las muestras de jubilo de los asistentes, espeta indignado: ¡Canibales!. Esa combativa indignación al rojo palpita, en un grado u otro, en cada una de las películas citadas.
En todos los casos la aberración se amplifica por la condición de inocentes de los acusados. Furia se inspiraba en los linchamientos que acaecieron en 1933 en San Jose, California, cuando una jauría humana linchó a los secuestradores y asesinos de Brooke Hart. Ellos no olvidarán se basaba en un suceso que adquirió notoriedad nacional en 1913, la condena, y posterior linchamento, de Leo Frank, por la muerte de Mary Phagan, de 13 años, empleada en la misma empresa, en Marietta (Texas). Tras conmutarse su condena de pena de muerte a cadena perpetua fue sacado de prisión por la turbamulta, formada en gran medida por ciudadanos de Marietta, y linchado. La consideración más extendida es que realmente era inocente, y que pesó en su condena el hecho de que fuera judío. se inspira en un caso real. El guión de Anthony Veiller y Allen Rivkin, para Let us live, adapta el artículo periodistico, Murder in Massachusetts, escrito por Joseph F Dineen, y publicado en 1936 en Harper's magazine: En 1934 dos taxistas de Boston fueron identificados por varios testigos como los responsables del asesinato de un hombre durante el robo en un teatro, en Lynn, Massachusetts. Transcurridas dos semanas de juicio, durante el que se consideraba más probable que fueron declarados culpables, los auténticos responsables del crimen fueron detenidos durante otro robo y reconocieron su culpabilidad.
Harry Cohn, presidente de la Columbia, consideró que era una historia que necesitaba de un amplio presupuesto como producción estelar del Estudio (ya que las otras películas citadas eran de la MGM y Warner). Pero presiones políticas de Massachusetts determinaron que se planteara como una producción B, y por lo tanto que no dispusiera de tanta resonancia publicitaria. Aunque esas restricciones no afectaron a la contundencia crítica de la película. Quizá hasta la propulsaron, potenciada por las ya no espesas, sino casi abrasivas, sombras de la extraordinaria fotografía de Lucien Ballard. Es más, en la narración sí son declarados culpables y condenados a la silla eléctrica, lo que convierte el último tramo de la película en una carrera contrarreloj por parte de la novia de Brick, Mary (Maureen O'Sullivan), y el teniente Everett (Ralph Bellamy), el único policía que advierte en los cuestionamientos de Mary (la bala encontrada en un nuevo robo es la misma empleada en aquel por el que acusaron a Brick) la semilla de la duda razonable. A diferencia de otros funcionarios mentales que nada se replantean como si fuera una tarea ya tramitada, Everett sí se pregunta si quizá no realizaron un juicio demasiado apresurado, y se equivocaron en considerarle culpable fundamentalmente por el testimonio de unos testigos. ¿Acaso estos son fiables, hay que dar por válidos sus testimonios sin cuestionamiento alguno?. Palpita de modo manifiesto una visceral indignación por la facilidad con que se puede complicar la vida de una persona que no ha hecho nada cuando le confunden con un criminal, como es el caso de Tennant. Indignación por la irresponsabilidad y por la indiferencia de la gente corriente que determina la vida de los otros sin remordimientos, y de los representantes de la ley, como si fueran un número más en sus trámites. Es una manera de bajar la cabeza y restringir el campo de mirada, como también hacen los guardianes en la cárcel, para quienes el recluso es otro más: sólo ven un uniforme que varía de cuerpo, pero este es irrelevante. Es el recluso, es una representación.
La desesperación ya se adhiere como segunda piel, que se torna urgencia, a través de la perplejidad y desamparo de Brick. desde la secuencia en la que en la rueda de reconocimiento son identificados como los asesinos (cáusticamente, los testigos mostrarán la misma convicción cuando al final reconozcan a los criminales). No entiende cómo no perciben en su rostro que no es capaz del acto que le acusan. Pero los policías, ironía sangrante, sólo están preocupados de tomar sus huellas dactilares, de un trámite. No son capaces de discernir en su mirada cómo es pero quieren identificarle para cumplimentar una base de datos. Nadie parece saber discernir al otro, intuir cómo es, nadie se preocupa de percibir en una mirada cómo puede ser esa persona, sino ajustarse a lo que la combinación de las apariencias parecen indicar como presunta realidad. En buena medida, porque pocos se preocupan de mirar y comprender al otro. Como le dice Everett al jefe de policía: El fiscal me dice que su trabajo consiste en conseguir condenas. En cambio usted me dice que su trabajo sólo consiste en recoger pruebas. Me parece que ustedes siguen las normas de forma muy estricta, olvidando que tratan como seres humanos. He sido policía durante veinte años, pensando que hacía un trabajo honesto, pero usted y el fiscal del distrito hacen ya que no piense así. De esa pérdida de confianza, de ese desvalimiento, brota el implícito grito desesperado del título Let us live/Permitidnos vivir. Las instituciones no parecen una salvaguarda sino una mera indiferente maquinaria burocrática que cumple robóticamente con su función sin salirse de los límites o parámetros pautados, y sin saber mirar más allá de esa cuadrícula.
En las primeras secuencias se refleja de modo admirable la ilusión y la complicidad de Brick y Mary. Son una pareja que quiere casarse y fundar su hogar, afianzar su particular lugar en el mundo. Ambos discuten sobre cuál es la mejor estrategia,o cuáles son los pasos necesarios. Brick considera que ya deberían comprar la casa, pero ella le señala que primero debería consolidar su empresa de taxis, por lo que Brick decide comprar un segundo taxi, precisamente en el lugar donde los tres atracadores robarán las armas policiales en exposición. También ironía sangrante, mientras ella asiste a la iglesia, y él la espera fuera, será cuando cometan el atraco. No hay destino generoso con las buenas voluntades. La combinación de azares no es que se tiña de fatalidad, es que se revela como mera aleatoriedad. Como en la posterior Falso culpable (1956), de Alfred Hitchcock, confundirán los rasgos de Brick y los de Baxter (Joe Linden), su amigo, al que ha acogido en su piso porque es otra figura errante suspendida en la precariedad, con los de los auténticos criminales. Brick durante un tiempo aún piensa que prevalecerá lo justo, que no puede ser condenado por algo que no ha hecho (como expresa, particularmente, a través de su evocación de lo que le decía su padre sobre cómo lo justo prevalece, encuadrado con una composición desequilibrada, por el amplio vacío en la parte superior, que está surcada por la negrura). Por eso, cuando sea exculpado, y los representantes de la ley reconocen su error, Brick da la mano conciliadora al fiscal, porque como Mary señala, por mucho que sea liberado, ya es alguien que han matado por dentro, porque ya no cree en el sistema.
sábado, 27 de julio de 2019
El camino del pino solitario
No sé si he visto una secuencia más bella y conmovedora, de lirismo más desgarrado, que evidencie el absurdo o el sinsentido de esa tendencia humana a hacer patriotismo o nacionalismo del odio, de la rivalidad con otra etnia, familia, nación o cualquier entidad grupal o identitaria, como la del funeral, ya en el último tercio de la El camino del pino solitario (Trail of the lonesome pine, 1936),de Henry Hathaway, por una de las figuras protagonistas (aún más doliente por su condición o representación más manifiesta de inocencia e indefensión), al son de una hermosísima canción (titulada como la película), entonada entre lágrimas por Tuter (Fuzzy Knight), quien, durante la narración, se caracteriza por su inclinación cantora, mientras se desplaza por la agreste naturaleza de los bosques del este de Kentucky. Hasta entonces esa música contrastaba con la inclinación a la violencia de los habitantes de esa zona, la rivalidad ritualizada entre dos familias montañesas, los Tolliver y los Falin, que se arrastra desde décadas atrás, generación tras generación, como si fuera inexorable, como si cada nuevo integrante de la familia retomara el relevo en ese enfrentamiento, en ese odio heredado que pocos cuestionan, porque se considera natural, como pasa en tantos escenarios de conflictos étnicos o naciones o de cualquier entidad identitaria. Hay alguna excepción, como Melissa (Beulah Bondi), esposa del patriarca de los Tolliver, Judd (Fred Stone), que sí cuestiona ese infeccioso empecinamiento. Pero será esa muerte, imprevista, la que propiciará, o desencadenará, que el comportamiento cerril de rivalidad violenta por fin sea desterrado.
Esta admirable obra aúna el cautivador hálito del cine primitivo (o primigenio), el que aún exploraba el cine en cada plano como si se enfrentara a un territorio desconocido, y una proverbial modernidad, porque es un cine que descubre a la propia mirada, a su capacidad de descubrir con el encuadre justo, aquel que revela, aquel que es el necesario; el artificio conjugaba impulso de inventiva y destilación de la mirada y de la emoción precisa. Hathaway reconoció cuánto aprendió de Josef Von Sternberg como ayudante de dirección en varias obras de sus películas. No conoció director con más conocimientos técnicos. Admiraba de él cómo se responsabilizaba también de la dirección de fotografía, incluso instruyó a luego admirados directores de fotografía como Lucien Ballard. De ahí también la pericia del dominio técnico de Hathaway, aunque los estilos de ambos cineastas sean tan opuestos. Mientras, por su barroquismo, el estilo de Von Sternberg, era manifiesto, visible, como una seña de identidad singular, el sobrio estilo de Hathaway se consideraba invisible, por lo tanto intercambiable, inexistente, prototipo de la ortodoxia instituida. Quizá exigía una mirada aún más atenta, el aprecio de sus sutilezas. No se es más inventivo o riguroso porque se aprecie más la firma expresiva que singulariza.
Esta cuarta adaptación de la novela de John Fox jr publicada en 1908, guionizada por Grover Jones y Horace McCoy, fue la primera película rodada en color en exteriores, y la segunda rodada con aquel technicolor tricolor de entonces, aunque fue la primera en la que su empleo fue satisfactorio. De hecho, su resultado expresivo, obra de Robert C Bruce, es extraordinario. Ya no sólo por su deslumbrante belleza pictórica, sino por cómo logra dotar de tal vibrante presencia a a ese bosque de sequoias que lo constituye en personaje fundamental. Su luminosidad y fulgor cromático, y su elevación, contrasta con esa violencia siempre latente, reflejo de los ciegos instintos primitivos que subyacen en el ser humano y que lo mantienen a ras de suelo impidiendo que se eleve. En color también rodaría Hathaway, poco después. otro esplendido western heterodoxo, ubicado en las comunidades de las montañas, El pastor de las colinas (1941), alrededor también de los odios viscerales (en concreto, el resentimiento y la venganza).
En aquellos años ya se rodaba frecuentemente en exteriores. Por eso Hathaway años después reconocería su sorpresa: En esta época rodábamos todo en exteriores reales y no he entendido jamás que muchos historiadores se extasiasen ante el estilo documental de El beso de la muerte (1947) como si fuera una innovación. También apuntaría que no fue tan decisiva la influencia del neorralismo; no es que no existiera ese influjo pero fue más determinante el de las producciones de la década de los 30. De hecho, Hathaway fue determinante, con el notable film noir semidocumental o procedural, La casa en la calle 42 (1945), en abrir brecha con un estilo de rodaje y un tratamiento narrativo próximo al documental ( con cámaras ocultas en localizaciones reales y minuciosa atención a los procedimientos, los procesos de investigación).
El camino del pino solitario confronta civilización y progreso con el inmovilismo visceral de la tradición. Como en otras de sus obras posteriores, caso de la magistral El demonio del mar (1949), incide en una cuestión básica, a través de Jack Hale ( Fred MacMurray), ingeniero del ferrocarril: la importancia del aprendizaje y la instrucción, de la educación y la lectura, para adquirir conocimiento, y así conseguir elevarse, ampliar la mirada, y superarse (transcender la tiranía del instinto, del ego). Hale se esfuerza en intentar transmitir una actitud sustentada en la razón, en la actitud templada, flexible y razonable, aunque se tope con el obcecamiento de la rivalidad entre los Tolliver y los Falin. Pero su influencia cala en buena medida en algunos de lo Tolliver; primero en la madre, Melissa ( Beulah Bondi), ya fácilmente receptiva, porque nunca había dejado de cuestionar esa inclinación al enfrentamiento violento, o en el hijo pequeño, Buddie (Spanky George McFarland), siempre acompañado de su perro, fascinado con aquellas sorprendentes criaturas en forma de grúas y otras maquinas (el asombro ante lo diferente). Y después, y sobre todo, en June (Sylvia Sidney), escindida entre su apego a la familia y sus ansias de salir al mundo, a la civilización, de aprender y educarse, de descubrir otros ámbitos, y ser otra, la que ella elija, por voluntad no por la inercia de la tradición. En consonancia con la progresiva atracción que sentirá por quien representa lo otro, Hale, se acrecentarán sus deseos de abandonar ese escenario para conocer lo que ignora.
El más reacio al influjo de Hale, o de lo que es diferente, es Dave (Henry Fonda), incluso más que su padre, aunque cede su renuencia al ver cómo la familia confía en Hale. Qué hermosa secuencia aquella en la que toda la familia, en la que nadie sabe leer, deduce a través de los dibujos en un cheque que han recibido dinero de la compañía ferroviaria. O cuán conmovedor el detalle de cómo se despide Dave de su madre, con unos versos y un beso en cada mejilla, porque se utiliza, como ritornello, en diferentes circunstancias dramática, cuando la primera intenta convencerle de que evite, o no provoque, enfrentamientos, y también cuando se teme que pierda la vida. O ese extraordinario plano del perro mirando hacia el teléfono a través del que se oye el sollozo de June cuando escucha cómo se corrobora la muerte de su hermano. Esa muerte del más inocente propiciará que, entre los Tolliver y los Falin, haya quienes decidan que tanta violencia, que ya resulta indiscriminada, no tiene ningún sentido. Incluso, habrá quien será capaz de matar a aquel con el que comparte vínculo de sangre porque ya no comparte la actitud pacífica y conciliadora sino la obtusa y la beligerante. Esa diferencia de actitudes es la fundamental.
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jueves, 25 de julio de 2019
Sólo se vive una vez
Sólo se vive una vez (You only live twice, 1937), de Fritz Lang. Las ranas que se emparejan no pueden separarse, y cuando una muere la otra también. Mientras Eddie (Henry Fonda) le cuenta esto a Joan (Sylvia Sidney), el reflejo de ambos en el agua del estanque se difumina por el salto de una rana. Signo de la fatalidad que condicionará a ambos, pero no por un abstracto destino sino por la inflexible y mezquina sociedad que imposibilita que Eddie vuelva a integrarse en la sociedad por ser un ex convicto que ha salido de la cárcel. Eddie y Joan son una pareja más que sueña con crear su espacio propio, su hogar ( detalle: Joan calcula dentro de un autobús, aislada pues sólo la vemos a ella en el plano, los gastos domésticos). Tras que haya cumplido su tercera estancia en la cárcel, consigue un puesto de trabajo, como camionero, pero, de modo inclemente (e injusto), será despedido. Además, les instan a que abandonen su habitación cuando los dueños se enteran de que estuvo en prisión. Por si no bastara con las dificultades que interponen integrantes de la sociedad para que Eddie pueda integrarse, y ellos consoliden lo que al fin y al cabo quiere cualquier joven pareja, el fatalismo, sea por destino o azar, parece que se encarniza en él cuando le acusan de un atraco en el que no participó, porque usaron su sombrero para inculparle (veinte años después Henry Fonda encarnará, en Falso culpable, 1956, de Alfred Hitchcock, a alguien a quien también asocian con un atraco que no ha cometido, aunque en ese caso será por parecido de rasgos).
Lang extrae toda su artillería expresionista de sombras duras, en una narración que llamea. Sin duda, una de sus más intensas y desgarradas obras, atravesada de primeros planos, de rostros u objetos, que asemejan a los añicos de una vida que ya está rota de un principio. No hay oportunidad para que se recomponga. Algunos planos se dilatan, como la vida que ya expira, como los primeros planos del rostro de Eddie, mirando a su celador, alternados con los de sus manos intentando abrirse las venas con una lata cuando se encuentra en la celda en la que espera para ser ejecutado, porque al ser su cuarta condena, esto implica la pena de muerte. Cuando consigue hacerse con una pistola en la enfermería y usar al doctor Hill (Jerome Cowan) como rehén para que le dejen cruzar la puerta de entrada, el exterior es una espesa bruma. No hay contornos, la realidad se ha difuminado, como sus venas cortadas, como las sombras de los barrotes de su celda en un amplio plano general. No hay escapatoria para quien, además, ya no cree que le concedan o permitan una segunda oportunidad, por eso no cree, ni siquiera al Padre Dolan (William Gargan), el cual es su amigo, que le hayan concedido el perdón porque había sido sacado de las aguas el coche con los cadáveres de los atracadores. Para Eddie la realidad ya es sólo una niebla, los otros son una espesura en la que no puede confiar. Sólo se vive una vez, con guión de Gene Towne y Graham Baker, es una ácida visión de la sociedad estadounidense, (supuestamente) representante de la democracia y las segundas oportunidades realizada por alguien que venía huyendo del poder nazi emergente. No deja de ser curioso el parecido de cierto vestuario de los nazis con el de los policías que abaten al final a Joan y Eddie.
Sólo se vive una vez dispone de uno los trabajos más inspirados y creativos de dirección de fotografía en blanco y negro, Leon Shamroy crea una atmósfera tenebrosa que logra dotar a la oscuridad, a la densa negrura, de condición de personaje, como una mancha que fuera adherida a los personajes protagonistas, y de la cual no pueden desasirse por mucho que se esfuercen. Del mismo modo, se remarcan en los encuadres que la realidad es una celda o una restricción, mediante barrotes y listones en ventanas o encuadres dentro del encuadre. El montaje sufrió un recorte de quince minutos por su violencia realista sin precedentes, en particular en la secuencia del atraco. Nada de planos del semblante de un hombre contorsionado por la agonía, nada de mostrar a una mujer que yace en la acera, nada de bombas arrojándose, nada de policía tumbado en la acera con su rostro contorsionado por el dolor, nada de furgoneta aplastando la vida de un policía, nada de gritos de terror, nada de cuerpos tumbados por doquier en la acera, nada de figuras de una niña pequeña acurrucada muerta, nada de alaridos, fueron las anotaciones de los censores. Era la segunda obra que realizaba Fritz Lang en Estados Unidos, tras Furia (1936). Había sido bien recibida por la crítica, pero en la industria no estaban muy convencidos de cómo podía encajar en el sistema. Fue Sylvia Sidney, quien había quedado muy satisfecha con la colaboración en Furia, quien le propuso al productor Walter Wanger que le contratara, aunque las tensiones creadas durante el rodaje determinaron que tardara 18 meses en rodar otra película, la excelente You and me (1938), también con Sylvia Sidney.
En Furia había planteada una descarnada visión de la carencia de justicia y de la mezquindad del hombre corriente, capaz de convertirse en una turba para linchar a un hombre que creen un asesino (independientemente de que además no lo fuera). En Sólo se vive una vez refleja cómo esos seres humanos corrientes, representantes de la sociedad, los así considerados normales, pueden no dar ninguna oportunidad a alguien que quiere integrarse, ser como cualquiera que sólo aspira a disponer de su parcela particular de vida. El trazo áspero con el que presenta a estas figuras groseras en su mezquindad, en su vulgaridad tetrica, reflejan una visión nihilista, o una escasa confianza ya no sólo en las instituciones sino en el ser humano en un sentido amplio. Inspirada la pareja protagonista, lejanamente, en las figuras de Bonnie and Clyde, Eddie y Joan encarnan la intemperie vital, como despojos en los márgenes, a los que abocaba esa rígida e inclemente sociedad, como queda descarnadamente reflejado en sus semblantes exhaustos, magullados por el frío, que entra por la ventanilla rota del coche con el que realizan su fuga hacia una frontera que no posibilitarán que alcancen vivos. No hay muchas obras que hayan logrado este lírico y sombrío hálito trágico en el retrato de dos figuras excluidas a las que el implacable y miserable sistema no les deja espacio para habitar.
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