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lunes, 30 de septiembre de 2024

Vidas cruzadas

 

La sociedad está en guerra. Y no se sabe si saldrá victoriosa, porque hay guerras más difíciles en las que combatir que los conflictos en Irak o Afganistán, como es el caso de la plaga de la mosca de la fruta. Los helicópteros no dejan de surcar el cielo de Los Ángeles realizando su labor de fumigación. Hay a quien le preocupe que eso sea contaminante, aunque a otros les contamina más otras cuestiones, sea la presencia de un perro en su hogar, las miradas de otros hombres al culo de la mujer que quiere, si se acostó su esposa o no con otro hombre tres años atrás, que no recojan la tarta que le han encargado elaborar sin preocuparse de si no lo han hecho es porque ha podido ocurrirles un desgracia, o que tu esposa para ganarse unos dólares trabaje en una línea telefónica sexual. La contaminación está, sobre todo, en esas picajosas, susceptibles, crispadas y ensimismadas sensibilidades, atrapadas en su zumbido mental, como si el de una mosca invisible estuviera carcomiendo su cerebro. La plaga que asola Los Ángeles no deja de ser una mordaz metáfora de una guerra que está resquebrajando el interior de la sociedad, sus placas tectónicas. Con un terremoto culminará, de hecho, Vidas cruzadas (Short cuts, 1993), de Robert Altman, quien conjugó, junto a Frank Barhydt, la adaptación de nueve relatos y un poema de Raymond Carver, hilvanándolos en un cuerpo de breves historias entrelazadas o interconectadas, con diversos tipos de vínculos o cruces entre los personajes que protagonizan los diferentes segmentos.

Seis años después Paul Thomas Anderson realizaría otra maraña de vidas interconectadas, en la excepcional Magnolia (1999). La descarga de una congestión vital allí se corporeizaba en una lluvia de ranas. Era una liberación. En Vidas cruzadas el terremoto es más bien su inevitable conclusión, no puede haber otro fin o clausura (aunque provisional, habrá otros). Anderson es un cineasta de intensidades, de enrarecimientos. La crispación vital la convierte en segunda piel de la narración, su montaje se urde en las propias entrañas de los personajes. Es una narración de convulsiones, como un caballo que pareciera desbocado porque se le lleva al límite donde parece que va a quedarse sin resuello. Altman opta por una distancia que contempla a los personajes como moscas de la fruta. Aunque sufran una dolorosa perdida, como la muerte de un hijo, no altera su perspectiva circunspecta, como si observara desapasionadamente los forcejeos de las criaturas tras el espejo, su condición grotesca y patética. Entre los 22 personajes principales, hay una que trabaja de payasa, Claire (Anne Archer). No deja de ser emblemático. Resulta más irrisorio, más grotesco, alguien que resulta al mismo tiempo más amenazador, pero no por ello menos patético, y que también de algún modo se disfraza, el policía motorizado, Gene (Tim Robbins), quintaesencia de lo cretino y lo arrogante. Alguien que sólo grita, desprecia al perro que encanta a sus tres hijos y a su esposa, mientras sigue disfrutando de una relación extramarital con Betty (Frances McDormand), y que se inventa las más desorbitadas excusas para justificar sus ausencias del hogar, aunque no encaje nada bien que su amante pueda tener otros amantes (y que puedan ser prioridad incluso). No es el único necio en la vida de Betty, ya que también sufrirá otra patética pataleta de su ex marido, Stormy (Peter Gallagher), quien, precisamente, pilota uno de los helicópteros que fumiga la zona aunque quizá necesitara él que le fumigaran, ya que su despecho es tan desquiciado que destroza minuciosamente el hogar de Betty aprovechando su ausencia de la ciudad..

Las emociones son el pasajero sacrificado, ausente, maltratado, o dicho de otro modo, la inteligencia emocional es revelada en su construcción deteriorada, contaminada. El cuerpo, su reflejo, articulación, y expresión se convierte, a lo largo de la narración, en representación o emblema de esa incapacidad de saber desenvolverse con las emociones, a golpe de capricho, despecho, arrebato posesivo, ofuscación, pulsión de control. Si estás contrariado, elige el atajo (short cut), follate a alguien, repróchale tus paranoias, transfiere tus frustraciones, destroza su casa. Tres amigos van a pescar a una zona apartada. Previamente, en un bar, hacen irrisión de la camarera, Doreen (Lily Tomlin) ,al provocar repetidamente que tenga que inclinarse para así verle el culo. En el río encontrarán el cadáver de una mujer desnuda. En vez de denunciarlo, no sacrifican sus tres días previstos de pesca, demorando la denuncia para cuando retornen. En ocasiones resulta grato poder contemplar un culo, en otras, la desnudez es un incordio porque es un cadáver, y no se puede admirar, más bien interfiere en otro disfrute (programado). Mientras, Earl (Tom Waits) es incapaz de empatizar con la conmoción que ha sufrido Doreen, su pareja, tras atropellar un niño, porque está más preocupado con que le vean el culo unos clientes (como si fuera su culpa). Su horizonte no es ella sino otras miradas que interfieren en su pantalla de vida (que debería para muchos tener cinta aislante y mando programador para que pudieran evitar las interferencias y modelar la vida a su gusto).

Más desenfoques o desquiciamientos: Bitkower (Lyle Lovett), el pastelero no deja de llamar a Howard (Bruce Davison) y Ann (Andie McDowell), los padres de ese niño atropellado porque no van a recoger la tarta, ignorante de la agonía que sufren, porque para él su horizonte, su vida, se reduce al trabajo que ha dedicado a esa tarta. El mundo no responde a sus desvelos, y como ignora el fuera de campo, le reviste con su frustración, con su pataleta de despecho. Una de las digresiones más poderosas de la narración la protagoniza Paul (portentoso Jack Lemmon), el padre de Howard, que aparece en el hospital después de años ausentes: el motivo, desvelado en un extenso relato en forma de monólogo a su hijo, no es sino compensar su negligencia años atrás. Rectificaciones, reenfoques. Atender en otro cuerpo, el del nieto, el cuerpo que no se atendió como debiera, el de su hijo, porque se dejó llevar por los impulsos, por los atajos, esto es, disfrutar una relación extramarital con la hermana de su esposa. El cuerpo semidesnudo, con su pubis al aire, de Marian (Julianne Moore) respondiendo al suspicaz y susceptible interrogatorio de su marido, Ralph (Matthew Modine), sobre si folló o no con determinada persona años atrás, desnuda, deja en evidencia, como una bofetada en los morros, a la patética conducta del marido. A veces las revelaciones son irrelevantes, como en ese caso, aunque ocurriera algo entre ellos, no tuvo transcendencia alguna. En otros casos, las revelaciones desencajan como si de repente contemplaras a quien convives como un extraño, como Claire que no puede encajar que su marido, Stuart, optara por pescar tres días junto al cadáver de una mujer en vez de realizar la denuncia. Es ella la que acudirá al funeral de esa chica.

Jerry (Chris Penn) se va cargando como una bomba porque no resiste que su esposa, Lois (Jennifer Jason Leigh), trabaje como operadora sexual en el hogar, más que porque lo haga delante de sus pequeños hijos, a los que alimenta y cambia pañales mientras trabaja, porque él no soporta que lo haga con otros hombres, aunque sea una simulación. Para él es real, es excitación. A él le excita, supone que también a ella. Esa convicción le va minando, y su mente se desenfoca progresivamente. Incluso, le pide, en cierta ocasión, que le hable a él como habla con esos clientes telefónicos. El seísmo se materializa, y Jerry destroza la cabeza de una chica con una piedra, porque su mente ya se ha destrozado, el cortocircuito se ha producido, como Stormy destrozando, impotente, el hogar que ya no domina ni dominará, el de Betty. Como Zoe (Lori Singer) no resiste una vida en la que no puede sostenerse ni con la música de su cello (como ya desnuda se hacía la muerta en la piscina) y decide suicidarse inhalando gas. Otros parecen que maquillan sus desencuentros, quizás le den a la relación una prorroga hasta el próximo, o quizá hayan recompuesto la fractura y sean resistentes a cualquier terremoto. Todo puede aparentarse que se soluciona. Es una cuestión del adecuado maquillaje, o efecto especial, de lo que bien sabe Bull (Robert Downey jr), aunque su esposa, Honey (Lily Taylor) esté más fascinada por los peces escorpión de sus vecinos, a los que contempla fascinada en su pecera durante horas. Otras realidades, otros peces, otros escorpiones que no dejan de envenenarse con su incapacidad de lidiar con sus propias emociones y cuerpos, mientras de paso quizá envenenan a alguna rana que les ayuda a cruzar una vida que no pueden controlar por mucho que sea fumigada.

viernes, 27 de septiembre de 2024

La colina de los diablos de acero

 

Anthony Mann quería reflejar, la concreción, los pequeños detalles que componen el día a día de la vida de un soldado en tiempo de guerra, pero el Pentágono no estaba de acuerdo con la idea, con su retrato, en particular con la falta de disciplina que refleja en ciertos comportamientos, por lo que decidió no dar su apoyo. Pese a la dificultad para conseguir tanques o extras suficientes Mann consiguió lo que se proponía con La colina de los diablos de acero (Men in war, 1957); ¿a quién se le ocurriría ese título en español cuando además no se sabe a qué se refiere con esos diablos de acero?. “Cuéntame la historia de un soldado de infantería, y te contaré la historia de todas las guerras”. Con esta frase se inicia esta magistral obra, una de las más admirables del género bélico. Ya la frase y título nos anuncian, e indican, que nos vamos a sumergir en el arquetipo, en la experiencia prototípica, en la raíz o entraña de la vivencia de la guerra, en su esencia, la que se trasluce en el rostro de los hombres en guerra que son todos los hombres en tal circunstancia, como la posterior Hombre del oeste (Man of the west, 1958), lo era con semejante mito/arquetipo, como exponía su también abstracto pero conciso título. “El batallón no existe, el regimiento no existe, El cuartel general no existe, Los Estados Unidos no existen, ellos no existen”, son palabras del teniente Benton (excepcional Robert Ryan) en los últimos pasajes de este calvario que asemeja a una alucinación que parece negación de vida, de razón, durante un día, por unas tierras áridas, pedregosas, quemadas por el sol, un paisaje mineral en el que no parece brotar vida (aunque haya quien intente ponerse unas flores en su casco, para, precisamente, morir a continuación). Es un paisaje tan deshabitado, despojado, como el paisaje lunar del último tramo de Hombre del oeste, como si representar la esencia de la naturaleza humana confrontada con sus turbias sombras comportara el vaciamiento. La violencia del ser humano se refleja en su vacio, en un origen mineral.

Hombre del oeste parecía hilvanada con componentes del cine fantástico y terror (la irrupción del extraño, la aparición de lo insólito, la casa en medio de la nada en el campo de resonancias de castillo gótico, el pasado como manifestación siniestra fantasmal) derivando hacia la ciencia ficción, ese pueblo abandonado en aquel paisaje mineral lunar en el que los personajes se revelaban como fantasmas, o el héroe enfrentándose a sus fantasmas, a su raíz siniestra, a las sombras de las que también está constituido. No hay inocencia primigenia. La civilización se gestó con la barbarie. El hombre civilizado en busca de dinero para la educación revela su pasado como brutal forajido, como aquellos con los que se reencuentra. El inicio de La colina de los diablos de acero se asemeja a otro escenario de ciencia ficción, ese difuso paisaje, dominado por una brillante luz que arrasara todo contorno, entre humaredas, donde metal, piedra y carne se confunden, con soldados desperdigados entre la maleza y los hoyos, como figuras que no se sabe si están dormidas o despiertas. A Benton le alude uno de sus sargentos, y él pregunta, casi con desesperación, ¿Qué quiere? y el otro responde que le había indicado que le despertara a esa hora. No se sabe si están vivos o muertos (un sargento zarandea a un compañero que cree dormido para que le releve en la vigilancia, pero está muerto, acuchillado). Los personajes parecen al borde de la asfixia en este desacogedor paisaje abrasado que parece carecer de refugio. La irrupción de lo anómalo es la irrupción de la anomalía que es en sí la guerra: un jeep en el que viajan un coronel (Robert Keith) enmudecido, de mirada extraviada, atado al asiento; es el rostro de quien ya ha desertado de ser guía y orientación, porque no la hay ya donde sólo rige el caos, ese que representa, y que domina quien le asiste y protege (y que le llama padre, como si fuera su creador), el sargento Montana'(Aldo Ray), aquel que, como señala Benton, 'tiene siempre razón', porque su brutalidad es parte del mismo paisaje, el que les rodea, el de la guerra; es otro mineral, es la guerra; Montana es el prototipo de perfecto soldado, el hombre con vocación guerrera, aquel que actúa adecuadamente, el que sabe actuar porque no piensa, como cuando dispara a unos soldados americanos que no lo son sino coreanos. Cuando Benton le pregunta por qué les disparó, cómo sabía que eran coreanos si no les veía los rostros, Montana le dice que intuición, siempre hay que adelantarse a las situaciones, por si acaso. Benton no puede sino contestar que 'Dios les asista si tienen que ganar la guerra con gente como usted' (un Benton exhausto que ya no puede ni pensar, figura errante de la razón desesperada).

Pero es así cómo se ganan las guerras, porque Montana es el puro hombre de guerra, el eficiente guerrero. No hay lugar para los otros rostros, los de las fotografías de los seres queridos, los rostros que además unen a los hombres más allá de los uniformes, los rostros que les humanizan, y los rostros que les equiparan, los rostros que evidencian el absurdo de un horror, la guerra. Los soldados transitan un espacio exterior, pero pocas películas resultan tan claustrofóbicas, tan opresivas. Los personajes parecen encerrados (como si no pudieran salir, como en El ángel exterminador, 1962, de Luís Buñuel), cautivos en una prisión mineral (en otra dimensión, otro planeta), hasta sus desplazamientos parecen exasperadamente trabajosos, como si se desplazaran en una espesura ralentizada. El entorno es un continuo obstáculo, una amenaza persistente: el pasadizo que tienen que sortear, de dos en dos, porque cada ciertos segundos lanzan tres bombas los coreanos ( aunque de repente, la frecuencia varía, la rutina se trastoca, no saben cuándo lanzarán las siguientes; ¿Qué hacen?), o tienen que superar un campo de minas, y ya por último acceder a aquella colina numerada, que dominan los coreanos, una colina tan desoladora, inhóspita y terrible como la que da título a la también magnífica película, o inmersión en el horror de la guerra, de Sidney Lumet La colina (1964). La colina de los diablos de acero es la inmersión en el grado cero de la guerra, por tanto, en una alucinación, en un desesperado pasaje al horror. Una inmersión en la primigenia violencia mineral del hombre.

miércoles, 25 de septiembre de 2024

Historia de San Francisco

 

Historia de San Francisco (San Francisco story, 1952), de Robert Parrish, fue, en principio, un proyecto de Jacques Tourneur cuando en 1949, junto a Joel McCrea, quien solo aspiraba a ejercer de productor, compraron los derechos de la novela, aún sin publicar, Vigilante, de Richard Summers. Pretendían que fuera producida por la MGM, e interpretada por Ava Gardner, pero acabó siendo producida por una pequeña nueva compañía, Fidelity Pictures, fundada por Howard Welsch, como parte de un paquete de seis producciones que serían distribuidas por la Warner, aunque pocas se rodarían, caso de Gardenia azul (1953), de Fritz Lang. Historia de San Francisco es una película reconstituyente, narrada con un vigor exultante. Y además es singular, eludiendo una clara adscripción genérica. Se podría calificar su particular mestizaje como western noir. Pareciera que estamos en el territorio del western, en el San Francisco naciente, en 1856, pero su protagonista, Nelson (Joel McCrea) vive peripecias tan peculiares como ser secuestrado en un barco con destino a Shangai, del que debe huir encontrando refugio en una taberna, regida por una mujer tuerta, Sadie (Florence Bates), que parece salida de una película de aventuras piratas. A esa práctica de secuestro, mediante coerción, violencia o simplemente por aturdimiento debido a la embriaguez, para que sirvieran como marinos, se le denominaba shangaiing.

Nelson tiene algo del Dardo que encarnaba Burt Lancaster en El halcón y la flecha (1951), de Jacques Tourneur. Cinco años atrás perteneció a un grupo de vigilantes que mantenían el orden en una naciente San Francisco, pero desde entonces se ha centrado en una mina que le reporta notables beneficios. Recién llegado a una ciudad en pleno conflicto, se encuentra con dos bandos enfrentados, el de un grupo de vigilantes, comandado por un amigo, el director del periódico, Martin (Onslow Stevens), que lucha contra la corrupción, encarnada por un aspirante a cacique que quiere dominar la ciudad, usurpando cualquier tierra, Cain (Sidney Blackmer). Nelson tiene ahora el espíritu comprometido contra los abusos de poder subordinado a sus propios intereses, su mina, y a la atracción que siente por Adelaide (Yvone de Carlo), protegida de Cain, de la que se queda prendado por una pintura en el saloon (cual Lily Langtry). De hecho, evitará que Cain sea asesinado por un hombre al que ha robado sus tierras, porque ella está presente.

Este desvío, o distracción, del compromiso tendrá adversas consecuencias: será abandonado por Adelaide en mitad de la nada, tras contrariarla, y tendrá que volver a la ciudad caminando por parajes solitarios, como una playa, y luego, por de nuevo contrariarla, será ella la que ordene que sea secuestrado en ese barco con destino a Shangai. En la citada taberna se encontrara con que su amigo y colaborador en la mina, Shorty (Richard Erdman), ha sido también secuestrado, apilado con otros narcotizados en un angosto almacén para ser enrolados en un barco. La relación entre ambos recuerda a la que mantenían el mismo actor y Dick Powell en otra estupenda obra de Parrish, Un grito de terror (1951), también definida por los ágiles e ingeniosos diálogos, aunque los guionistas sean distintos (en este caso, Daniel D. Beauchamp, con aportación no acreditada de Jerome Chodorov). Ese tipo de diálogo, entre la ironía y la excentricidad, es uno de los detalles que asocian este obra con el film noir, como esa trama de conspiraciones alambicadas, con trampas que se realizan al que, precisamente, pretende realizar su particular trampa incriminatoria al otro, con arteras simulaciones y juegos de infiltraciones, que evocan al también esplendido film noir de Parrish, El poder invisible (1952). Nelson recuperará el sentido del compromiso, a la vez que la relación con Adelaide se transformará radicalmente, cuando ambos no sea vean ya como contendientes sino como cómplices que se atraen. El final es, de nuevo, singular, con un duelo que parece extraído de una lid medieval, en este caso ambos portando escopetas.

lunes, 23 de septiembre de 2024

Scaramouche

 

Scaramouche (1952), de George Sidney, fue un proyecto que la MGM tardó en realizar. Ya planteado en 1938 no se pondría en marcha hasta 1950, y en principio con la idea de que fuera un musical que iban a interpretar Gene Kelly, Ava Gardner y Elizabeth Taylor. Cuando Stewart Granger fue contratado por la MGM una de sus estipulaciones fue que protagonizara Scaramouche. Para el papel del antagonista, el marqués de Mayne, se consideró a Ricardo Montalban, pero el proyecto de nuevo sufriría demoras, porque Granger protagonizaría El milagro del cuadro (The light touch, 1952), de Richard Brooks y Norte salvaje (Wild north, 1952), de Andrew Marton. Reactivada la producción, Montalban ya no interpretaría al villano sino Fernando Lamas, pero sería finalmente reemplazado por Mel Ferrer, como Ava Gardner y Elizabeth Taylor por, respectivamente, Eleanor Parker (que teñiría su cabello de rojo) y Janet Leigh. Un actor, Lewis Stone, repetiría con respecto a la versión de 1923, dirigida por Rex Ingram, aunque en papel diferent. En aquella era el villano, en esta el padre de Philippe (Richard Anderson), amigo del protagonista, André (Stewart Granger). George Sidney se lamentaría de que se abandonara la idea de que fuera un musical y en su lugar fuera una película de aventuras de capa y espada.

No es extraño que una trama urdida (o enmarañada según se mire) alrededor de las máscaras, las identidades ocultas, los lazos ignorados, los fingimientos y una realidad histórica planteada como un escenario definido por su dominio por una clase privilegiada y la sublevación de quienes no aceptan una imposición, en los que los papeles están rígidamente atribuidos, tenga su conclusión, o resolución de conflictos, en un teatro. Un duelo final de espadachines, que dura siete minutos, que tiene mucho de coreografía (tuvieron que aprender ochenta y siete pasos en su enfrentamiento). Probablemente, este largo duelo final de Scaramouche puede ser el más singular y hermosamente elaborado, con permiso, quizás, del duelo final de El prisionero de Zenda (1951), de Richard Thorpe, otras de las cimas del género de aventuras, también protagonizada por Stewart Granger. Sidney ya había dado muestras de su talento en estas lides en Los tres mosqueteros (1949), no casualmente protagonizada por Gene Kelly, pero los mimbres de la dramaturgia en Scaramocuhe están mucho más afinados, rehuyendo los clichés y amaneramientos que diluían el interés dramático de la adaptación de la obra de Alejandro Dumas.

En cambio, la realizada sobre la obra de Rafael Sabatini, publicada originariamente en 1921, se trenza con una vitalidad más genuina, menos afectada o almibarada, jugando con sutilidad con una puesta en escena de puestas en escenas. Estamos en el mundo de las representaciones donde las máscaras pesan como lastres, y en donde los revolucionarios que quieren derrocar el estatus de privilegios de la nobleza deben difuminarse en la clandestinidad. Sólo adoptar, paradójicamente, otra máscara podrá servir para enfrentarse a esa mascarada. Y es lo que hace Andre Moreau adoptando (el papel de) la figura del actor enmascarado Scaramouche. Es su camuflaje para llegar hasta el Marques de Maynes (Mel Ferrer), su adversario, por lo que representa, en dos sentidos, uno por ser el espadachín más destacado entre los opresores nobles, y dos, porque mató, tras humillarle con su clara superioridad, al amigo de Andre, Philippe, el cual, además, aun siendo aristócrata, era uno de los más combativos disidentes contra la tiranía del régimen (sentido del compromiso del que carecía Ándre, más un vivaz bon vivant); bajo otra máscara, el seudónimo de Marcus Brutus, con el que publicaba un prospecto que clamaba por la libertad, la igualdad y la fraternidad.

Es precisamente la representación en uno de los más insignes teatros, tras ir adquiriendo el reconocimiento por sus representaciones bufas, el que posibilitará ese duelo entre ambos. Desde el escenario le lanza el reto, lanzándose hasta los palcos con una de las cuerdas, y ahí se iniciará este largo duelo que recorre todo el teatro, suspendidos en los palcos, enzarzándose por los pasillos, bajando o cayendo por las escaleras, entre las butacas de patio, hasta culminar, cuál círculo, en el mismo escenario, donde la espada de André va rasgando tanto la vestimenta del Marques como telones y decorados, como si rasgara el fin de una representación que queda al desnudo. Vence, pero para su propia sorpresa, le perdona la vida. Y sabrá por qué cuando le revelen, en ese mismo escenario, que ambos son medio hermanos. Qué extraños lazos: ¿Qué une, la sangre o el papel que uno interpreta?. Las afinidades reales rasgan cualquier tipo de máscara o decorado, y hasta pone en entredicho el fundamento de los rasgos de sangre, los cuáles son también otro escenario. La única lástima es que André no sepa elegir a la adecuada dama, y prefiera a la etérea aristócrata Aline (Janet Leigh), en detrimento de la la aguda y temperamental actriz Lenore (memorable Eleanor Parker). Claro que la visceral actriz le dará una última lección, al final, tirándole tinta al rostro cuando André pasea en una carroza con Aline, tras casarse, por su poco atinado criterio (poco disidente además, es como si hubiera adoptado el papel de su medio hermano, atrapado en una nueva máscara). Cuando Lenore se vuelve, vemos que está nada menos que con Napoleón. Lenore sabe quién dominará la próxima representación. Qué ironías. Touché y reverencia para la dama

viernes, 20 de septiembre de 2024

El reportero

 

En el espacio del desierto, el espacio de representación sobre el que se construye la relación con la vida, con los otros, se difumina, desaparece. Despojado el escenario de bambalinas, atrezzo y máscaras, queda el espacio pedregoso que no puede ser ensombrecido por los nombres. En el desierto es difícil discernir el aquí del allí, ¿y en relación a qué?. En esa amplitud en donde construir el yo desde la nada, desprendido de referencias, el yo puede sentirse extraviado en esa amplitud que hace entrever la infinitud, en el que ya no se advierte la diferenciación. ¿Qué es lo real, qué es lo que se percibe? ¿Discurrimos en un mero escenario que cuando se desvela pone de manifiesto nuestras carencias, nuestra mera condición de máscaras?. El protagonista de El reportero (The passenger, 1975), de Michelangelo Antonioni, se llama precisamente Locke, como el filosofo, encarnado por Jack Nicholson. Locke es un reportero, que ha recorrido el mundo, la diversidad, lo que ha acentuado su extrañamiento consigo mismo, ¿Quién es? ¿Cuál es su identidad si siente que su referente cultural es un mero referente, un modelo que ha construido su identidad, pero en otro entorno pudiera haber sido quizá diferente? ¿Lo hubiera sido? El desierto en el que se desplaza, es su interrogante interior. En las primeras secuencias, sin aún saber cuál es su propósito en ese entorno desértico de Chad, es un cuerpo que se desplaza, y que se frustra porque no logra su propósito. Se desplaza en poblados o el desierto con figuras que parece que le guían pero, por dos veces, más bien le abandonan durante el trayecto. Cuando retorna fallece Robertson, al que ha conocido en ese hostal de un perdido pueblo del África sahariana, descubre que ha muerto otro inquilino, Robertson, a quien había conocido días atrás. Decide tomar su identidad, aprovechándose de su parecido físico, y que su cuerpo debe ser enterrado inmediatamente por el calor. Y adopta su identidad, o sus señas de identidad, pero ¿Quién era ese otro, del que ignoraba su dedicación, y quién es ahora que intenta ser otro?.

Usurpar su posición, su identidad, es usurpar su máscara, y verse introducido en otro escenario en el que representa algo para los otros. Descubre que bajo su identidad escaparate, ingeniero, disponía de otra, traficante de armas, circunstancia que le situará en un espacio tan movedizo como amenazante. Seguir una ruta de citas prefijadas con sus contactos es seguir un mapa de signos vaciados, como las ausencias de las personas que deberían haber aparecido. También este cambio, esta ruptura, tienta al azar, como el encuentro con la joven, que encarna Maria Scheider, con la que se encuentra un par veces, siempre leyendo, como si fuera una figura descifradora, y con la que establecerá una relación en tránsito por diversos países, el último España, en donde se recorren varias ciudades y geografías, con escenarios de lo anómalo o diferente, como las edificios de Gaudi o, de nuevo, los espacios despojados, desérticos, del sur, en Almería, como si cerrara un círculo que consignara una imposibilidad, o una desaparición anunciada, evidenciada en su muerte, también en una habitación de hotel, y planificada en un largo movimiento de cámara, de siete minutos, circular.

El desierto implica también enfrentarse al tiempo (como ese hombre en camello que se cruza con él en las secuencias iniciales, y cuyo desplazamiento sigue la cámara). En el tempo es donde está una de las más destacadas cualidades de esta obra, como en otras anteriores de Antonioni, como si la red en la que se domesticara el tiempo mecánico, o lo que es lo mismo, la trama, se deshilachará, y quedara su aliento sin determinado destino, como los tránsitos de Locke, en busca de otra trama, de otro personaje, en el que a la vez que huye de sí mismo busca encontrarse, pero sólo lo hará con su ausencia en una realidad que eran meros barrotes. Esa realidad sórdida y sucia que descubrió aquel hombre ciego, en el relato que cuenta Locke a la chica en el hostal donde encontrará la muerte, que al recuperar la vista, tras el asombro inicial por los colores y los paisajes, se sintió desajustado, como una realidad que no pudiera habitar, y decidió encerrarse y acabar finalmente con su vida. Locke intentó evadirse de esa sensación, de habitar una vida en la que no se sentía, pero en la huida, en ser otro, no residía esa posibilidad de conectar con la vida, no era más que un espejismo. Esa carencia ya estaba en él, la de no saber conectar con la realidad, la de ser un pasajero ciego. ‎El reportero es otra de las sugerentes incursiones de Michelangelo Antonioni en los movedizos territorios de la identidad, incierta, difuminada, en el que los espacios y el tiempo son entidades que condensan un símbolo como reflejan la disgregación de un yo que ha perdido el vínculo con la realidad, con el espacio pétreo de la identidad. Un viaje que es un círculo y por tanto la constatación de un extravío y de una inmovilidad suspensa. Las imágenes, poco estilizadas y de realismo a ras de suelo, no son más que otra apariencia engañosa que desvela la vida como escenario y como desierto cuando los signos desaparecen o son opacidad.

miércoles, 18 de septiembre de 2024

Hannah y sus hermanas

 

En principio, el argumento se centraba en un hombre que se enamoraba de una hermana de su esposa, pero la relectura de Anna Karenina, de Tolstoi, propició varias modificaciones. En primer lugar, a Woody Allen le atrajo la posibilidad de jugar con una narrativa, como la de la novela, que variaba constantemente de punto de vista, alternando la perspectiva de diferentes personajes. Y segundo, le impactó, sintió muy cercano, un personaje, Levin, que no encontraba sentido a la vida y estaba obsesionado por la muerte. Además, impresionado como estaba con su pareja, Mia Farrow, por cómo lograba conjugar su vertiente afectiva, y relación con ocho hijos, y su vertiente profesional, decidió crear una versión idealizada de ella en el personaje de Hannah, que transmitiera la calma y la fuerza interior del Michael, interpretado por Al Pacino, en El padrino (1972), de Francis Coppola, con el contrapunto de dos hermanas más inestables. Por eso, la estructura narrativa de Hannah y sus hermanas (1986), una de las más elaboradas de su filmografía, conjuga las circunstancias de tres hermanas, Hannah (Mia Farrow),Holly (Dianne Wiest) y Lee (Barbara Hershey), con la de Mickey (Woody Allen), ex marido de Hannah, hipocondríaco obsesionado con su posible muerte. Precisamente, El hipocondríaco, uno de los múltiples intertítulos que segmentan la narración coral, es el que nos presenta a Mickey, un realizador de tv que no deja de pensar que algo fatal le va a ocurrir, que las cosas inevitablemente le irán mal. Hipocondríaco irredento, cree tener un problema en un oído, aunque no sabe ni precisar cuál. El médico solicita unas pruebas, lo que le hará pensar que le diagnosticarán un cáncer cerebral. Cuando el resultado revela que no padece nada, toma consciencia, viendo en el cine Sopa de ganso (1931), de Leo McCarey, con los Hermanos Marx, del absurdo de vivir la vida permanentemente preocupado y en vilo, ya que lo hay que hacer es procurar disfrutar de los momentos, entregándote a ellos sin miedos. Porque todo es incierto e imprevisible, como nuestras mismas emociones, cambiantes y veleidosas. En Hannah y sus hermanas, los personajes parecen desbordados por sus emociones. Al respecto, destaca el agudo empleo, con diversos personajes, de la voz en off de su mente, con sus dilemas y desconciertos, en contraste o colisión con sus acciones.

Mickey ejerce de contrapunto, hiperbólico, de las vicisitudes de los otros personajes, con sus preocupaciones (dramatizaciones) puntuales y sus variaciones de foco afectivo, sus dudas y miedos, determinaciones puntuales e incertidumbres. Hannah y sus hermanas se trama alrededor de las nociones de control y vulnerabilidad. Hannah (Mia Farrow) es una mujer que tiene las cosas claras, con una voluntad decidida que sabe dominar las situaciones -aunque mucho menos de lo que ella cree, dado los coqueteos de su marido, Eric ( Michael Caine) con su hermana Lee-. Transmite tal control que genera la impresión de que nada le puede afectar, como si fuera una columna sin fisuras. Lee se ha dejado modelar por quien fue su profesor y, durante cinco años, pareja, Frederick (Max Von Sydow), pero ya quiere tomar la batuta de su vida, no ser la extensión de alguien que tiene las cosas demasiado claras, rígida e inflexiblemente, como Frederick, con quien piensa que la relación ya se ha agotado. Pero tampoco de quien anda dominado por las vacilaciones y la indeterminación, como Eric, quien es capaz, entre mil dudas de cortejarla, creyendo que está enamorado de ella, e iniciar, incluso, una relación (que durará un año), pero que es incapaz ( a la inversa que Lee) de abandonar a su esposa, y que, como remate, meses después, tras concluir la relación, se preguntará, asombrado, cómo pudo sentir que no podía vivir sin Lee, convencido de que a quien ama es su esposa Hannah. Así de extrañas e inciertas pueden ser las emociones, o el por qué las sentimos, y por qué creemos, y las calificamos, de un modo, cuando quizá sean circunstanciales.

Es también el caso con la tercera hermana, Holly (Dianne Wiest), cuya vida es una continúa indeterminación, el extremo inseguro de su hermana Hannah, sin saber qué quiere hacer con su vida, si actriz, escritora o qué. El mundo para ella es un lugar incierto que no domina en absoluto. Será precisamente quien publique una novela inspirada en su propia familia, visión que trastornará a Hannah, pues expone lo que ella creía que nadie más sabía. Otro ejemplo de lo imprevisible que puede ser los giros en las relaciones, es el caso de Holly y Mickey, quienes, años atrás, en su primera cita, colisionaron. Mickey no soportaba sus gustos de música punk o su gusto por la cocaína, y la cita fue un fracaso. Pero tiempo después, se produce el proceso inverso de Eric y Lee. Por los cambios que se han producido en ambos, la complicidad es además chispa, y el amor surge, y de lo que parecía imposible brotar un sentimiento afín se produce esa magia de la complicidad verdadera entre Holly y Mickey, quien, además, la dejará embarazada, cuando según los médicos era estéril. Hannah y sus hermanas alterna con sabia agudeza el drama y la comedia, inclusive, dentro de la misma secuencia, con una dramaturgia, hilvanada con precisión, que alterna perspectivas y personajes en un sutil juego de espejos cruzados, y con detalles brillantes de puesta en escena, caso de ese plano general en sombras del despertar dominado por la ansiedad de Mickey en plena noche. Su sutilidad de construcción se condensa, precisamente, en los apuntes sobre arquitectura, a través del arquitecto (Sam Wasterton) por el que se sienten atraídos Holly y su amiga April (Carrie Fisher), sobre la armonía o no de la vecindad de edificaciones de distintas características. O cómo en la vida, esa armonía de construcciones hay que saber discernirla y no inferirla (proyectarla) para edificar una relación con cimientos sólidos y ciertos, con el añadido de que nosotros somos también construcciones que varían en el tiempo, y por lo tanto, las relaciones con otros también pueden variar.