En Dirigido por de Noviembre 2022, mis textos sobre Armageddon time, de James Gray, La maternal, de Pilar Palomero, El cuarto pasajero, de Alex de la Iglesia, Halloween: el final, de David Gordon Green, Buenas noches, mamá, de Matt Sobel y, para el Dossier sobre Edward Dmytryk, Cita en Hong Kong
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sábado, 29 de octubre de 2022
viernes, 28 de octubre de 2022
En la casa
La pareja formada por Germain (Fabrice Luchini) y Jeanne (Kristin Scott Thomas), en En la casa (Dans la maison, 2012), de Francois Ozon, puede evocar, en ciertos pasajes, a la que conformaban los personajes de Woody Allen y Diane Keaton en Misterioso asesinato en Manhattan (1993), de Allen. Estos especulaban y proyectaban, se montaban su película, con (la pantalla de) unos vecinos, espectadores y guionistas a un mismo tiempo, y hasta actores y directores ya que intervenían, cruzaban la pantalla e influían en el curso de los hechos (o del guion de los acontecimientos). Germain y Jeanne, aunque en especial, el primero, quedan prendidos, como lectores, del relato (por entregas, con su correspondiente continuará) que escribe Claude (Ernst Umhauer), alumno del primero. En un momento dado Germain y Jeanne acuden al cine, a ver, precisamente, una película de Allen, Match point (2005). La historia de aquel arribista (interpretado por Jonathan Rhys Meyers) que quiere introducirse en otro ambiente (ascender en la escala social), hacerse su lugar como quien conquista un trono, encuentra su (movedizo) reflejo en la (posible) historia de Claude, fascinado no por los que disfrutan de los privilegios en la cúspide de la escala social, sino por una familia de clase media que componen un compañero de clase casi bizco, Rapha (Bastian Ughetto), y sus padres, Rapha (Dennis Menochet), chofer, y Esther (Emmanuelle Seigner), y cuyos atributos caracterizadores no son precisamente los de la distinción, sino los de lo ordinario. Claude, en clase, es el chico de la última fila (título de la obra adaptada de Juan Mayorga), desde la que se tiene la mejor perspectiva (Germain reconoce que cuando era estudiante por eso prefería esa posición) y se siente atraído por la representación de la normalidad. La normalidad ¿en qué sentido?. En la secuencia introductoria, el director del colegio anuncia que todos llevarán uniforme, como emblema de igualdad, aunque una noción de igualdad que parece corresponder a la homogeneidad. Se suceden, durante los títulos de crédito, múltiples imágenes de alumnos hasta reducirse a dos, Claude y Rapha, quienes, como se revelará a lo largo de la narración, no pueden ser más distintos. Pero ¿a qué aspira realmente Claude? El desconocimiento de su contexto o circunstancia incita a la especulación, en cuanto lo aboca a lo que representa para los demás, en concreto, Jeanne y, especialmente, Germaine. Para ellos, Claude es incógnita y pantalla (seductora o intrigante). Por lo tanto, Claude, en primera instancia, es lo que representa para ellos.En los primeros pasajes pareciera que Claude, el intruso, y a la vez narrador, se condujera, o así se lo parece a Germain y Jeanne, con cierta suficiencia despectiva hacia los personajes de la familia corriente y moliente, como quien más que desear ascender hacia lo anhelado, para sentirse parte integrante de un privilegio, descendiera para solazarse en su superioridad ¿Cómo alguien que destaca entre los demás puede sentirse cautivado por una familia (tan) ordinaria? Y por otro lado ¿Por qué intriga y cautiva tanto su relato a Germain?¿Qué representa para éste?
En la casa se revela como una fascinante reflexión sobre la vida como escenario o ficción, y las relaciones como un entrecruzamiento de especulaciones, proyecciones, representaciones, en una maraña donde lo real y lo ficticio difuminan sus fronteras como si fueran parte del mismo organismo. Cuerpos que transitan entre escenarios, y miradas que especulan sobre otras pantallas que no dejan de ser esquinados y movedizos reflejos de las propias. La deriva del relato va enturbiando su corriente, al compás de un incremento de interrogantes que enmarañan el discernimiento (y la misma condición de esfinge, de incógnita, de Claude, él mismo pantalla para Germain). Porque Claude, quizá de un modo premeditado, o quizás inconsciente, se convierte (o así parece) en alguien que parece querer adoptar, usurpar, los papeles de hijo, y hasta de padre (tras el paso previo de amante), en esa familia, como si así conquistara ese espacio, esa pantalla de hogar, como si aspirara a convertirla en su trono, en su casa (reificar lo proyectado). Pantalla, por otro lado, sobre la que sobrevuela la interrogante de en qué medida será o real o inventada, en qué medida ese relato, que se visualiza para nosotros según lo lee la pareja formada por Germain y Jeanne, es invención o es narración (transfiguración estilizada o metafórica) de una experiencia ( y con qué sentido y propósito). Al fin y al cabo, los pasajes relacionados con su amorío con Esther parecieran una transposición de Madame Bovary, de Gustave Flaubert, novela que le facilita previamente Germain a Claude. ¿La insatisfacción vital de Esther que descubre, y aprovecha, Claude, se inspira en esa lectura? ¿Y en qué medida es real lo que narra?, ya que, por ejemplo, Germain piensa que quizá realmente el hijo se ha suicidado, porque así lo escribe Claude (y así se visualiza), al descubrir el amorío de su madre con él, cuando realmente, como luego se entera Germain, Rapha se ausenta de clase por una gripe. Lo que se visualiza, por tanto, no es lo real sino un relato.
La narración se corporeiza en un cautivador juego de espejos, de muñecas rusas (de relatos dentro del relato, de pantallas dentro de pantallas, de reflejos que conducen a otros reflejos). Quizá predomine lo falso, en cuanto inventado (o quizá no), en el relato que escribe Claude, pero no deja de reflejar algo en unos u otros. Revelador es el breve pasaje, ya en el tramo final, que nos muestra cuál es la constitución del hogar de Claude (cuida a un padre impedido; hasta la luz parece que falta), que abre un sugerente ángulo o fisura que modifica de manera sustancial la percepción o comprensión del relato al que hemos asistido, esto es, de las motivaciones del personaje; como podrían serlo los pasajes finales de Exótica de Atom Egoyan, aunque sin su condición de catarsis emocional: Cómo la condición de vida impedida (de falta y carencias) propulsa, propicia, las proyecciones de especular e interrogarse sobre la vida de los demás (por lo tanto, la noción de normalidad adquiere otra dimensión; es la normalidad a la que se aspira desde una vida de impedimentos). Claude reconoce que contemplaba la casa desde el parque colindante (una vida ordinaria aparentemente armónica de una familia completa, sin pérdidas ni discapacidades), como Germain contempla desde el parque figurado de su lectura la casa figurada del relato de Claude. Frente al conformismo o falta de imaginación que puede representar Rapha, Claude se distingue por el ansia de ponerse en la piel de otros, vivir otras vidas, otras experiencias, de ser esas otras vidas, de ser parte integrante de otro escenario de vida, e incluso de influir en la vida de los otros.
Si Claude se convierte en pantalla sobre la que forcejean las interrogantes, entre la esfinge y Sherezade, también el mismo arte de narrar o el mismo arte en su sentido amplio ¿De qué manera influye el arte? ¿Lo hace o tiene escasa repercusión en las vidas de los espectadores/lectores? O si la tiene ¿es positiva siempre, y por lo tanto necesaria? ¿O depende, y a veces su influencia puede ser incluso negativa, o sencillamente irrelevante, como pone en cuestión el hecho, mencionado en la película, de que el asesino de Lennon llevaba en su bolsillo El guardián sobre el centeno de Salinger? ¿O no es en muchos casos una falacia, como refleja ese espacio complementario, paralelo, de la galería de arte que dirige Jeanne, el cual pone en evidencia que lo que se califica como arte muchas veces depende de la variable de la moda, mera apariencia más que sustancia? ¿No va revelándose como una falacia el instructor del gusto, Germain (como tantos aspirantes a dictadores del gusto que necesitan de cohorte de admiradores que estén pendientes de si alza o no su dedo evaluador)? No deja de ser significativo que la sala de exposición se llame El centro del laberinto. ¿Qué hay o quién está en el centro del laberinto? ¿Con qué se encuentra Germain en su intento de desentrañar qué motiva a Claude, al que, por otra, parte pretende modelar en el curso de su relato?
En un momento dado él mismo, Germain, alude a Teorema (1968), de Pier Paolo Pasolini. De algún modo, Claude, se convierte en una figura sino equivalente, parecida, a la que encarna Terence Stamp en esa obra (además comparten rasgos físicos ambos actores, una belleza, entre lo angélico y lo siniestro; esa distinción también contrasta sobremanera con el físico poco agraciado de Rapha; lo cual incrementa las sospechas sobre las aviesas intenciones del primero al querer ser amigo del segundo). Claude parece revelarse cual variante de agente desestabilizador tanto con respecto a la propia familia de Rapha (en la que se van revelando las carencias, las frustraciones, los agujeros negros vitales, los espacios en blanco), como en relación a la pareja de Germain y Jeanne (y sus propios desajustes). Sobre todo, con respecto a Germain, cuyos espacios, los escenarios que le definen ( y presuntamente domina y rige), el laboral, el del colegio, y el íntimo, el del hogar, se tambalearán y quedarán demolidos, como su propia presunción, su arrogancia de querer transferir en el control sobre el relato de Claude la restitución de su frustración, como escritor, como demiurgo de/en la vida, de orquestar y moldear los acontecimientos de la vida. Aunque quizá también reaviva cierta llama en él, de sentir acontecimiento, de sentir que algo sucede en su vida; el relato le excita, le hace sentir un propósito que le rescata de una vida ya sin relieve, entregada a la inercia, pero quizá más porque él la está descuidando (véase su falta de reacción a la demanda de sexo de Jeanne en la cama).
Germain incentiva a Claude para que prosiga, para que continúe con el relato de sus episodios sobre su intrusión en otra casa ajena (que implica a su vez el olvido, como se irá desvelando, de la falta de incentivo en la propia casa de Germain). Acoge a Claude bajo su guía, aunque lo utiliza cual instrumento, con aspiración de moldear, de orientar, de intervenir. En ese doble papel de espectador y guía (con aspiración a director, que parece que le gustaría ser el actor protagonista) la narración se encauza en un ambivalente desarrollo en el que la fascinación o intriga por lo que relata se va enmarañando con la pulsión de intervenir, por parte de Germain, de marcar pautas, tono, actitud, de conducir y crear tramas, derivando en una jugosa colisión entre la especulación sobre lo que es verídico y el incremento de la actitud intervencionista ( que se refleja en las divertidas escenas en las que Germain aparece físicamente en las acciones que narra sobre el papel Claude), aunque progresivamente el (aspirante a) titiritero, el manipulador, va perdiendo progresivamente el control , mientras el escenario se deshilacha; la tramoya se queda desnuda, y queda el resto, el silencio, la intemperie donde los relatos son meras pantallas en la distancia.
miércoles, 26 de octubre de 2022
La casa en llamas (Chai Editoria), de Ann Beattie
La Casa en llamas (Chai editores), de Ann Beattie, es tanto el título de uno de los relatos como del conjunto. Condensa con precisión la naturaleza de unos procesos que parecen vivir unos personajes, como si observaran cómo se quema la película del proyector de su vida. Su casa es su misma realidad que ponen entre interrogantes. Algunas pueden tomar la dirección de las paradojas. Francis pensó que él mismo podría haberse ido mucho tiempo atrás, cuando se dio cuenta por primera vez de que se habría casado con una buena mujer, pero no una mujer por la que daría la vida, y que su único hijo tenía grandes defectos. ¿Se arrepentía de haberse quedado? No. Nunca había creído en la idea de la perfección. En cierto momento te planteas que tu vida quizá no es como imaginaba que fueras, pero también las preguntas palpitan alrededor del hecho de que no se producen cambios de dirección cuando se toma consciencia de que quizá tu propia vida no es como quisieras que fuera. La lucidez sobre lo que no puede ser quizá sea una pantalla sobre la que se prefiere ocultar la resignación o la dificultad o incapacidad de realizar cambios sobre la marcha de la vida, una constante que define a muchas vidas que acaban aparcadas, o enquistadas en esas insatisfacciones o insuficiencias que se prefieren asumir como inexorables.
Incluso, a veces preferimos habitar una idea de realidad. Amanda y él están divorciados. Amanda está casada con Shelby. Esos eventos son irreales. Lo real es el pasado, la Amanda de años atrás, esa Amanda cuya imagen no puede sacarse de la cabeza, esa escena que sigue recordando. Preferimos vivir en esa dimensión que nos hace sentir que los contornos de la vida no se despedazan, aunque sea la del pasado, esos momentos que se vivieron como reales acontecimientos por cuanto implicaban conmoción o asombro. Cuando aquella película desaparece, queda un vacío suspendido. Y nos sostenemos sobre las imágenes que siguen haciendo sentir que de alguna manera el proyector de la vida aún prosigue. En ocasiones, podemos sentir que hay un desajuste entre la realidad y nosotros, como si en la proyección no hubiera sincronía entre sonido y movimiento de los labios. Nos sentimos como cuerpos extraños, o advertimos que los demás son los personajes que han elegido. Cada uno se adapta al papel que le resulta más cómodo. El verano pasado leí La metamorfósis y le pregunte a J.D, “¿Por qué Gregor Samsa se despertó convertido en una cucaracha? Su respuesta (a la que sin duda le había dado vueltas eternamente con sus alumnos) fue “porque eso era lo que la gente esperaba de él”. Hacen que lo ilógico sea lógico. Yo no hago nada porque estoy esperando, estoy detenido (J.D); me la paso drogado porque sé que es mejor escaparme (Freddy); me gusta el arte porque yo mismo soy una obra de arte (Tucker). Los relatos de Ann Beattie recuerdan a los de Richard Ford, y esa es la más precisa forma de sugerir cuán excepcionales son. Nos confrontan con la conmoción de las preguntas que replantean nuestra relación con la realidad. Esa realidad que no deja de modificarse, como si se sucedieran distintas películas, y a veces perdemos pie en el cambio de una a otra, o quedamos suspendidos como miradas que pestañean para intentar percibir con precisión qué ha sido de uno mismo en ese proceso. Si las llamas nos han carbonizado o quizá sean las de un ave fénix. Aunque probablemente sean los dos casos. Es nuestra paradoja. Y Anne Beattie la refleja con maestría.
lunes, 24 de octubre de 2022
Saraband
Saraband (2003), última obra de Ingmar Bergman, es la danza (zarabanda) de un desencuentro que es desgarro. Los bailarines de los sentimientos, fueran pareja en el pasado o sean padre e hija, perdieron el paso o no acaban de encontrarlo. El entre en el que se debaten sus sentimientos es un abismo, un puente cortado. El prólogo de la narración nos presenta a Marianne (Liv Ullman) ante un mesa repleta de fotografías, pantalla de su vida. Y se cierra con su rostro, iluminado por una revelación. Se ha enfrentado al rostro enigma, que es desolación, de su segunda hija, Martha, recluida en un sanatorio, aquella que en ocasiones ya no la reconoce. Su iluminación reside en el hecho de lo que sintió al tocar su rostro. En el solo hecho de tocar. La mirada encuentra en el contacto la conciliación, sin la interposición tóxica de las máscaras (y las consiguientes dramatizaciones conscientes o inconscientes). En el primer pasaje, de ocho, Marianne, abogada, decide visitar a quien fuera su marido tres décadas atrás, Johan (Erland Josephson). ¿Por qué siente la necesidad de realizar ese reencuentro?¿Qué siente que falta en ella? ¿Nostalgia, ansia de rectificación? Entra en la casa, silenciosa, en su salón, y un par de puertas se cierran, como si un viento invisible clausurara el espacio, como si su desplazamiento cerrara compuertas, o contuviera una agitación de la que quizá ella misma ignora su raíz. El único sonido que se escucha es el de los relojes, el paso del tiempo. Confiesa ante cámara cómo ha estado observando durante diez minutos a Johan que duerme en la terraza, y cuenta cada segundo del minuto que se ha dado para coger valor y acercarse. Atraviesa no solo un espacio sino un dilatado periodo de tiempo que fue distancia, separación, alejamiento. ¿Qué peso siente que ha arrastrado durante treinta años?¿Qué siente que no fue como cree que pudiera haber sido? Me parece que estoy caminando en mi sueño como si la ficción y la realidad estuvieran unidas, escribió August Strindberg, al que explícitamente citaba Bergman en la secuencias finales de la magna Fanny y Alexander (1982), idea o sensación que ha recorrido el cine de Bergman y que encuentra una corporeización en esta secuencia. ¿Es real o transcurre en la mente de Marianne? ¿O es un recurso que pone de nuevo en evidencia cómo realidad y ficción van unidas por cuanto vivimos nuestra realidad a su vez como una ficción?
Del mismo modo, la misma entraña de la realidad, de las relaciones, está hilada entre la máscara y la carne, en su desajuste, así como en las arenas movedizas de la identidad, como bien condensó en Persona (1966). ¿Esa otra relación que se adueña de la narración, o dramaturgia, la que mantienen Henrik (Borje Ahlstedt) y su hija Karin (Julia Duvfenius), no por casualidad ambos músicos, es real o una transposición en la mente de Marianne, o simplemente ejerce de mordaz reflejo?. “¿De qué sirve intentar construir una vida, cuando estamos gobernados por fuerzas que desconocemos, y cuando ocurre que no sabemos más de nuestras emociones secretas de lo que saben acerca del proceso de formación de sus células los bulbos y brotes que ahora mismo están germinando a nuestro alrededor?”, escribió Ola Hansson en Sensitiva amorosa, libro que lee la matriarca, Helena Ekdahl (Gunn Wallgren), en una secuencia de Fanny y Alexander. La vivencia de las emociones se retrata como una infección. El desgarro, en particular de Henrik y Karin (como probablemente fue en el pasado entre Johan y Marianne), es manifiesto hasta extremos obscenos en su toxicidad. Pocos cineastas han reflejado, de modo tan físico esa fisura entre las máscaras en la que se extravían los bailarines de los sentimientos en sus relaciones, espasmos dolientes de sus emociones que se asemejan al grito contenido, el del abismo que engulle al puente. Así el escenario es rasgado con la primera evocación del estado de terminal desesperación de la relación entre padre e hija, Henrik agrediendo a Karin en un dilatado plano fijo (con un fondo rojo), en el que la figura del padre desaparece, antes de que ella logre desasirse de él y corra por el bosque (tras caer por una ladera, desaparece del encuadre, y se escucha su grito desesperado fuera de campo). El fuera de campo les tiene atrapados, el de sus emociones fuera de control, ese entre quebrado que ha creado una infección de dependencia de la que no puede desasirse la hija, como si se hubiera convertido en el reemplazo afectivo, la sustituta de Martha, la madre muerta dos años atrás. ¿A quién besa él, a su hija o al fantasma de su esposa muerta? No hay equilibrio posible entre el desbordamiento de la emoción y la coreografía de la danza de una relación o dueto que hace de sus sentimientos música compenetrada. El grito no articula, los instrumentos emocionales desafinan, queda el lamento en la intemperie (el monólogo de Henrik junto a su hija, ambos en la cama). Y ese desencuentro infectado, tóxico, se amplía a las otras relaciones en un juego de espejos, como la hostilidad patente entre Henrik y su padre Johan, imposibilitada incluso la intervención conciliadora ajena (la conversación entre Marianne y Henrik en el significativo espacio de una iglesia: las buenas intenciones se tornan gesto crispado: la amargura y la susceptibilidad imponen su dominio).
Otro rostro, el de un pasado desaparecido, el de la esposa fallecida de Henrik, Martha, a través de su fotografía, por admirada, es reflejo de lo que pudiera haber sido la misma relación entre Johan y Marianne, cuyo reverso es el rostro extraviado, desolado, sin habla, de Martha, la hija de Marianne y Johann, la encarnación de la danza de los sentimientos que derivó en degradado desencuentro, la obscena desnudez de una intemperie, como la literal del octogenario Johan en la última escena con Marianne, frágil y desvalido en su desnudez vulnerable, desprovisto de máscara (ya no esa figura imponente en su espacio rebosante de libros, como si fuera su fortín o trono), mientras su contraplano es la figura desnuda de Marianne a contraluz, una sombra. Ambos se acostarán juntos, entre temblores, un desesperado anhelo de refugio y una tardía asunción de una desnudez compartida que fue malograda por el peso de las máscaras, un contacto iluminador, que nace en el reconocimiento de la propia fragilidad y en la generosidad acogedora, al cual abocaron a la condición de la fría sombra (de la dramatización de los egos). Saraband recupera los personajes de Escenas de un matrimonio (1973), Johan y Marianne, de nuevo encarnados admirablemente por Erland Josephson y Liv Ullman, para realizar otra corrosiva ceremonia escénica de espejos rotos, miradas, rostros y desencuentro entre máscaras y carne, haciendo cuerpo de la fisura en la torpe coreografía de las emociones, como de nuevo refleja los inciertos límites entre ficción y realidad. La vida es un escenario, y es lo que transpira la misma puesta en escena, como la pantalla se rasga con la convulsa zarabanda de las emociones.
viernes, 21 de octubre de 2022
Maridos y mujeres
Einstein pensaba que Dios no juega a los dados con los seres humanos, a lo que Gabe (Woody Allen), en los planos iniciales de Maridos y mujeres (1992), apostilla pero sí al escondite. Desde luego sí parece que los humanos juegan a los dados con sus emociones, o al escondite, o viceversa, las emociones con su voluntad, porque poco tienen claro, como si les costara encontrarse, son criaturas volubles, indecisas, que parecen ir a golpe de capricho, o de impulso, como si se desplazaran en una niebla que más bien parece una maraña. Allen adopta atinadamente recursos del documental, la cámara en mano, agitada, correspondencia con esa convulsión de hervidero de emociones. Allen adopta el estilo de los reporteros de guerrilla, como si asistiera a un combate, pero de sentimientos y emociones. Además, alterna intervenciones de los personajes, que contestan a las preguntas realizadas por un anónimo entrevistador; son comentarios a sus acciones, reflexiones que ante todo delatan sus marejadas y resacas de emociones. Luces que tiemblan aún tras una tormenta. Las palabras pueden ser escurridizas, quizás más bien ciegan, quizás su cimiento sea el de las arenas movedizas. Muchas veces se dice lo que queremos que los otros oigan y piensen, como nos podemos incluso engañar a nosotros mismos, o incluso puede variar nuestra consideración según el ángulo que quizá nos aporte otro o la variación de las circunstancia. Según el escenario.
¿Qué es lo que sienten Jack (Sidney Pollack) y Sally (Judy Davis) cuando deciden separarse? ¿Por qué se desestabiliza su escenario vital cuando advierten que el otro o la otra han enfocado sus emociones hacia otra persona? Como refleja uno de los relatos de Gabe, en el que quien lleva una estable vida marital envidia al que lleva una ajetreada vida de sucesión de amantes, y viceversa, quizá es que es ese viceversa domina los dados de las emociones humanas. Quizá no se sepa qué hacer con las emociones, quizá siempre se desea lo que no se tiene, quizá ahora se quiere rutina, y ahora variación. Quizá buscar lo que sentimos que nos falta determine buscar un compartimento de vida para ese complemento, o quizás cambiar radicalmente el escenario, aunque no dejaremos de sentir que faltan componentes en la ecuación. Quizá es que nos extraviemos mucho en los quizás. Aplicar recursos del documental se revela como una ingeniosa manera de poner en evidencia la maraña de ficciones en las que nos desenvolvemos en el escurridizo documento de lo real.
Maridos y mujeres supuso la última colaboración con Mia Farrow, como su colaboración sentimental también llegó a su término de un modo también agitado. En la anterior obra de Allen, Sombras y niebla (1991), el personaje de Allen era perseguido en un nocturno universo de raigambre expresionista sospechoso de ser un asesino en serie. En la posterior, Misterioso asesinato en Manhattan (1993), el personaje de Allen se obsesiona con que su vecino ha matado a su mujer, y todo se dirime también entre otros reflejos, también cinematográficos, los espejos de la secuencia culminante de La dama de Shangai (1948), de Orson Welles. Otros espejos, en busca de reflejos que transfiguraran su realidad, cruzaba en Alice (1990) la protagonista que encarnaba Mia Farrow, insatisfecha con su vida marital, con su anodina vida estable, aunque luego también indecisa con respecto al amor que siente por el personaje de Joe Mantegna. En Maridos y mujeres su personaje, Judy, no sabe muy bien lo que quiere, como nunca expresa de modo directo lo que siente o piensa. Su reacción ante la noticia de la separación de sus amigos parece desmedida, como si le afectara a ella misma. Presenta al hombre que realmente quiere, Gates (Liam Neeson) a su mejor amiga, Sally, por si así esta reinicia su vida sentimental. Al final parece que todo, como apuntan otros, sale como ella realmente desea pero no manifiesta. Su matrimonio se rompe, y consigue consolidar una relación con Gates. Mientras, Gabe, ahora se queda solo.
En el trayecto Gabe ha sufrido otro espejismo de fascinación con otra de esas mujeres kamikazes que parecen atraerle, una infección de discernimiento resultante de esa ofuscada educación sentimental en un romanticismo tumultuoso de historias con conclusión trágica. Irónicamente, se llama Rain (Juliette Lewis), por el poeta Rainer Maria Rilke, uno de los emblemas de ese romanticismo. Rain puede ser un cielo despejado, o segundos después una tormenta; le expresa su admiración por su novela, la pierde, y su frustración la reconvierte en inclemente cuestionamiento de la novela. Con Rain se da su primer beso durante una tormenta en su momento álgido. En un momento dado, dejas la relación o te electrocutas. Aunque quizás es lo que busca alguien como Gabe, sentirse vivo con esa amenaza de electrocutamiento. Una manera de restituir una falta en sí mismo de la que huye a esas llamas cuando siente que crece demasiado el socavón en su interior, como Jack busca en otra lo que le falta en su relación con Sally, las especias del sexo, para darse cuenta de que no puede tener todos los ingredientes de la receta ideal, de que debe dilucidar qué prefiere no tener, o de qué prefiere lamentarse no disfrutar.
Concesiones, amordazamientos, lenguas mordidas, silencios abocados a tapiados sótanos. Aviones kamikazes o submarinos emocionales que torpedean tu barco cuando menos lo esperes sin verlos venir, como no sabes muy bien si dicen lo que piensan o expresan lo que sienten. Las emociones se estrellan una y otra vez, y se reconfiguran una y otra vez, en un escenario que quizá sea nuevo o el mismo que tiempo atrás, con la misma persona o con otra diferente, mientras esperamos encontrar un reflejo en el espejo equivalente a nosotros, deseando lo que no tenemos, para cuando lo tenemos, desear lo que teníamos antes. Dados que son una maraña de reflejos que juegan al escondite, sin autor o dios que ponga un poco de orden. A veces, te puedes encontrar a ti mismo, con un poco de suerte. Gabe decide que su próxima novela no será sobre sentimientos ni sobre relaciones amorosas, sino sobre política. Quizá sus trincheras sean más seguras.
miércoles, 19 de octubre de 2022
A las nueve de cada noche
En la escueta filmografía de Jack Clayton, compuesta por siete largometrajes, una producción televisiva y un cortometraje, destaca la figura de los niños. En ¡Suspense! (The innocents, 1961), son más bien pantalla, a través de los cuáles se dirimen los turbulentos fantasmas emocionales de la institutriz protagonista. En El carnaval de las tinieblas (Something wicked this way comes, 1983), es la figura central proyectora. Es la figura de su padre, o su forma de mirarle, la que se dirime en un forcejeo de reflejos, también turbulentos (la secuencia final se dirime en una sala de espejos de una feria que no deja de ser una proyección siniestra de su desencuentro con su padre: la devaluación de su figura viril en una figura falible; la no asunción de su vulnerabilidad y fragilidades). En A las nueve de la noche (Our mother's house, 1967), adaptación de una novela de Julian Gloag, son los protagonistas, expuestos a una intemperie que forcejea entre un modelo irremisiblemente ausente, su madre muerta, y un modelo que irrumpe para poseer, dominar, deteriorar y anular un espacio, la figura del padre ausente que reaparece, Charlie (extraordinario Dirk Bogarde, en un papel que no se ofreció a Richard Burton, como se pensó en principio, porque encarecería demasiado el presupuesto).
Para Charlie, el hogar y los mismos hijos se convierten en otra pantalla en la que dirimir una contienda suspendida, o interrumpida, el desencuentro en un matrimonio que determinó su huida. El resentimiento se evidencia en comentarios despectivos hacia la madre en concreto, o la mujer en general, a las que califica de volubles cuando menos, por cuanto de un día a otro pueden negar lo que antes afirmaban. No es un fantasma, por cuanto no es figura sobrenatural, pero irrumpe cual aparición en la realidad estructurada de los niños, y realiza una progresiva acción de posesión y apropiación de ese espacio. Hasta su aparición, era la casa de nuestra madre, como refleja el mismo título original (Our mother's house), y en ese posesivo ya se anuncia el territorio de combate con la figura intrusa paterna. Son siete hijos, una familia numerosa como la de la obra previa, Siempre estoy sola (The pumpkin eater, 1964), protagonizada por una mujer pródiga en hijos, pero aislada, escindida, desubicada, como un nervio seccionado, ajena al mundo, o en desencuentro en su relación con su entorno y los demás, como también en cierta medida la institutriz protagonista de ¡Suspense!, en conflicto con las inhibiciones de su deseo. Tras la muerte de su madre, los siete hijos deciden no compartirlo con nadie, con la sociedad, y optan por aislarse, por crear su propio mundo, su propia sociedad, en la que la figura de la madre sigue siendo el referente, ahora convertida en entidad trascendente. Con la madre se comunican en sesiones que instituyen y ritualizan la relación religiosa con la realidad y lo inefable: la religión como ilusión de fundación y guía de sentido a través de un fuera de campo, lo inefable, que influye y determina lo visible, la realidad; la religión como ficción o representación; la soledad esencial del ser humano en la oscuridad a la que intenta perfilar con un sentido: la oscuridad que rodea los rituales, a las nueve de cada noche, en los que Diana (Pamela Franklin) actúa como medium en la mecedora que simboliza, como metonimia, la presencia o trascendente ausencia acunadora, reconfortadora, de la figura materna.
Como organización básica establecen distribución de roles y tareas, y también configuración de infracciones y sus correspondientes penalizaciones (en la relación con la realidad se establecen cercos; la consecución de la inmunidad debe prevalecer frente a otras consideraciones; el otro es una potencial amenaza). Los colores y la luz poseen una condición amortiguada, empañada, como un objeto empapado por la lluvia. Incluso, el exterior parece una extensión en la que el mismo tiempo parece haber perdido sus referentes, como el paseo en bote entre figuras antediluvianas que realiza Charlie con sus hijos, con la significativa excepción de Elsa (Margaret Brooks), la hermana mayor, guardiana o representante sustitutiva de la voluntad de su madre, desplazamiento que concluye con la aparición de la lluvia (todo espacio parece encapotado, dominado por cierta pesadumbre). El hogar deslustrado (un posible comprador de la casa señala que su interior es deprimente) se corresponde con el interior de unos adultos que no han logrado configurar armónicamente la realidad. Charlie parece alguien que se está descascarillando, una figura descompuesta. En el prodigioso momento previo a su muerte, su expresión desnuda, de modo obsceno, su desolación y desamparo cuando expresa que la vida es un asco, decepción. Agita la lumbre, tras devastar a sus hijos con la configuración de un destino encapotado en los márgenes de la realidad, un orfanato. Un atizador apaga ese fuego de amargura que buscaba la compensación a su frustración con la apropiación material de lo que correspondía a sus hijos, la herencia de las posesiones de su madre. Los niños eligen su modelo, eligen el modelo muerto, porque el modelo vivo rezuma aún más podredumbre. Aunque sean conscientes de que el modelo que han elegido no les protege de la realidad, optan por la intemperie. Matan al padre, y se internan en la oscuridad.
lunes, 17 de octubre de 2022
Voces distantes
En el inicio de Voces distantes (Distant voices, still lives, 1988). La cámara nos situa ante la fachada de un hogar en Liverpool, en cuya puerta aparece la madre, Nell (Freda Dowie), a quién va amorosamente dedicada o cantada la película. Al mismo tiempo, las canciones comienzan a apropiarse de la banda sonora como contrapunto de impulso vital a las heridas del tiempo y de las relaciones. El siguiente plano nos sitúa en su interior, en el vestíbulo, ante la escalera que conduce al primer piso, mientras la madre llama a sus hijos para que vengan a desayunar, pero no les vemos bajar, sino que oímos sus voces en off, y ya adultos, lo que nos ubica ya en las entrañas de la presencia del paso del tiempo, con la sensación fantasmal y fugitiva del discurrir de la vida. La cámara realiza un giro de 180 grados, y encuadra la puerta, y la memoria comienza a tejer su puesta en movimiento. La recuperación del pasado se efectúa con un encadenado, sin variar el plano, en el que, ahora, a través de la puerta abierta, vemos llegar un coche fúnebre. En primer lugar, la muerte. En concreto, de la figura de quien domina, con su influjo violento y dictatorial, la vida de sus hijos y su esposa, el padre, Tommy (Pete Postelthwaite). Y, en otro encadenado, pasamos de esa imagen del coche fúnebre a la de la madre y los tres hijos posando para una fotografía, relacionada con la boda de la hija mayor, Eileen (Angela Walsh), la única que explicita que echa de menos a su padre. La cámara realizará varios movimientos a los rostros de los otros dos hijos, Maisie (Lorraine Washbourne) y Tony (Dean Williams), para ofrecer breves pinceladas de ese influjo agresivo en cada uno de ellos. Es como si un álbum de fotografía se animara, o revelara tras el posado (para un momento feliz) las heridas sufridas, las cicatrices emocionales que se disimulan. Maisie está fregando el suelo del sótano para conseguir dinero para un baile, aparecen los pies de su padre, que le tira las monedas, y después la golpea con una escoba por su supuesto comportamiento reprobable. El hijo, desde el exterior, rompe los cristales de la ventana del salón de la casa mientras conmina a su padre a que salga para pelear, insultándole con rabia; el siguiente plano nos muestra al hijo de pies en el salón, invitando, conciliador, a beber, a su padre, que está sentado, dándole la espalda; el hijo saca unas monedas y las lanza al fuego. La conciliación no es duradera, se quiebra con un sucinto gesto, una violencia sin sentido. Como en un momento posterior, durante una celebración navideña, vemos desde fuera, cómo el padre decora el árbol de navidad en la sala, y luego mira con amor a sus hijos dormidos deseándoles las buenas noches, para, a la mañana siguiente, tirar abajo el mantel con las viandas y gritar a su esposa que lo recoja.
Las evocaciones se pautarán en la narración, musicalmente, como asociaciones, huellas que se han ido sedimentando en la emoción de la memoria. La relación no es de continuidad temporal sino de índole emocional, con lo cual los tiempos se combinan y entreveran. Memoria ajena a la amargura, a la inmovilidad del remordimiento o la frustración, aunque parezcan atrapados por esa dolorosa huella, y que, realmente, se constituye en canto, en dedicatoria amorosa y solidaria con unos seres desvalidos y dolientes, marcados por los accidentes y la crueldad de la vida, por el estatismo de la misma, cubriendo los tramites de cada paso (de hija a esposa y madre) en lo que parece un teatro en el que vas pasando de un escenario a otro, según el papel que te toque, y en la que parece que sólo quedan los rituales de celebración, entre canciones y cervezas, en cualquier reunión, familiar o de amigos, por un acontecimiento (llámese boda o fecha señalada), en el que los personajes parecen transcenderse a si mismos con el provisional aliento de la ilusión, la embriaguez y la emoción entregada. Si la primera parte de la narración está marcada por el influjo violento del padre, la segunda, Still lives (Vidas tranquilas), se centra en la vida marital de las dos hijas, y la boda del hijo pequeño. Se inicia con celebración y concluye con otra. Y las mujeres continúan enfrentándose a unos hombres que remarcan su posición, aunque sin la agresividad del padre, en particular cuando Eileen cuestiona, indignada el carácter impositivo del marido de una de sus amigas, Jingles. Los hombres desenfundan su condición solidaria masculina en vez de ser críticos con él. Los roles siguen siendo como celdas.
viernes, 14 de octubre de 2022
¡Qué verde era mi valle!
Dos figuras ante un paisaje. Un paisaje que es evocación, de lo que fue y ya no es, pero que no se ha dejado de anhelar. Un paisaje, un esplendoroso y pletórico valle que contempla, en tiempo pretérito, Huw (Roddy McDowall), el niño protagonista de ¡Qué verde era mi valle! (How green was my valley, 1941), de John Ford, con su padre (Donald Crisp), y luego con su guía educador, Mr.Gruffyd (Walter Pidgeon), y que se constituye en emblema de promesa de armonía posible, deteriorado, arrasado por los residuos minerales, ya en el presente desde el que evoca la voz de un adulto Huw (Irving Pichel) ya con cincuenta años en el momento que decide abandonar su pueblo. Un deterioro no sólo generado por la propia accidentalidad y finitud de la misma vida y naturaleza sino, ante todo, por la inconsecuencia del ser humano, cuyas representaciones, las diversas instituciones (empresarial, religiosa y educacional), lo reflejan a lo largo de la (episódica) narración (fragmentos que narran una desfragmentación) por facultar más la desintegración que la armonía, el abuso o la anatemización más que la flexibilidad, la empatía y la comprensión. La progresiva disolución de la familia, por la muerte o la marcha a otros países, e incluso, otros continentes, de casi todos los hijos, menos el pequeño Huw, condensa esa desintegración.
El primer cuarto de hora de Qué verde era mi valle, para la que Philipp Dunne adapta la novela de Richard Llewellyn, publicada en 1939, que acontece en Gales a finales del siglo XIX, refleja, como pocas obras, la armonía y la conciliación, tanto de la familia Morgan, compuesta por los padres, seis hijos y una hija, así como de la comunidad (con las canciones como ritual de celebración diaria), y con las celebraciones (en concreto, de una boda), caracterizadas por la jubilosa embriaguez (planteamiento inspirador de la estructura de la posterior La delgada línea roja, 1998, de Terrence Malick, que refleja también en su inicio un paisaje de armonía para después relatar la predominante tendencia humana a la destrucción). El primer seísmo que genera las discrepancias en el seno de la familia será propiciado por las estructuras sobre las que se sostiene el entramado laboral, que poco han cambiado, y que abusa de su poder sea, en primer lugar, a través de reducciones de salario (y que suscita tanto las diferencias, irreconciliables, dentro de la propia familia protagonista, por cuanto el padre, capataz, pretende atenerse a las reglas e ingenuamente confía en las decisiones de la empresa, y en cambio los hijos abogan por la unión sindical, así cómo acciones expeditivas como las huelgas, como forma de hacer valer los derechos de los trabajadores, y que derivará en que dos de los hijos se marchen a América) o de convenientes despidos, como los que, meses más tarde, afectará a otros dos hermanos, por precisamente ser los más competentes, y por tanto exigir un sueldo superior, a diferencia de los desesperados que aceptan salarios más bajos. Ambos también optarán por la emigración a otro continente. La similitud de ese plano de las dos figuras, de Huw y Mr. Gruffyd, ante el valle, con el del final de El club de la lucha (1999), de David Fincher, pudiera contemplarse como el gesto subversivo que hubieran hecho los hijos que abandonaron el hogar para emigrar a otro país, dada la injusticia del sistema, de la empresa que rige la mina donde todos trabajan. Un acto que pudiera fundar, con la destrucción del sistema injusto, un posible qué verde será mi valle. Ese por el que aún debemos luchar derribando las torres que nos oprimen. Ese que puede conseguir que los valles sí puedan ser verdes.
Pese a la ecuanimidad que demuestra como sacerdote Mr. Gryffyd, predominará entre los feligreses la tendencia mezquina, ya que la religión sirve de excusa para la estigmatización o la condena más que para la comprensión (más preponderante que la sacrificial, comprensiva y generosa, representada en el párroco Gruffyd, lo que señaliza el fracaso de su guía, y hasta el de su sacrificio, al haber subordinado el amor por sus votos). Humillarán a una mujer por haber sido madre soltera, lo que determina una reacción indignada de Angharad (Mauren O'Hara), y una crítica encendida hacia su ignorancia sobre cómo siente una mujer. Para su desgracia ella será también víctima de esa mezquindad por haber decidido divorciarse de su marido. En la institución educativa se prioriza la disciplina que reproduce unos mecanismos de poder (el castigo, la violencia, la humillación) más que el alentar el aprendizaje y conocimiento. Los modos abusivos del profesor. Mr Jonas (Morton Lowry), quien desenfunda con facilidad su vara para infligir castigos, influye en sus alumnos, ya que hay quien también deciden abusar de su fuerza. Huw sufre la agresión de uno y otro. Sus dos primeros días de clase retorna ensangrentado, e incluso con la espalda malherida. La estructura social es también cuestionada por definirse por las relaciones de clase, o de posición social, tramada sobre la desigualdad (remarcada en la sumisión a unas reglas rituales de conducta que señalizan las categorías) y cuya única interacción se crea sobre la conveniencia (un matrimonio), como sufrirá Angharad, cuando se case con el hijo de la dueña de la empresa, quien vive en lo alto de la colina, mientras los trabajadores viven en el valle. El espacio ya señaliza cuál es la posición de unos y otros.
En la familia, en la que su cabeza es el padre, Mr. Morgan, se reproduce, de nuevo sumisamente, unas estructuras de vida que asume como inevitables, y ante las que se supone no se pueden rebelar los hijos, en equivalencia a los empleados de una empresa. Por ello, el padre no acepta la disidencia contestataria de sus hijos (que superpone, con dificultad, a su propia aflicción; el plano sostenido sobre su rostro mientras en fuera de campo se escucha la marcha de dos de ellos). Aun con buena, o ingenua, voluntad o convicción no es más que un esbirro de un sistema corrupto. Lo que, por otro lado, no justifica la violencia de aquellos que le estigmatizan por su reverencia a la ley y el sistema. El se cree su papel, ese papel es su vida, la reproducción en la célula familiar de la enquistada estructura del cuerpo del sistema. Aunque los hijos no dudan en oponerse cuando sus criterios divergen ellos admiran y aman a su padre. La rebelión no implica desprecio, simplemente disensión de perspectivas. Las mujeres se supone que tienen también su lugar, pero también saben disentir cuando es necesario, y enfrentarse a su entorno, tanto Angharad, con la mezquindad e hipocresía de los feligreses, como la madre, Beth (Sara Allgood), quien se enfrenta a todos los hombres que han cuestionado a su marido (incluso apiñándose ante la casa, y lanzando alguna piedra), y lo hace en las condiciones meteorológicas más desabridas, durante una tormenta de nieve. También, en todo momento, objeta opiniones o decisiones de su marido. De nuevo, el afecto manifiesto entre ellos no neutraliza las divergencias de perspectivas.
Clint Eastwood califica ¡Qué verde mi valle! como una de sus obras preferidas, y el mismo John Ford la consideraba como su predilecta, aunque en principio iba a ser William Wyler el director (fue quien eligió a Roddy McDowall para el papel de Huw). Particularmente, siempre ha sido mi preferida. Más allá de su certera y lúcida visión crítica que transciende el mero escenario específico de un pueblo minero galés, destaca por la captación de esos momentos excepcionales, de asombro y reconocimiento, o de unión y calidez, los pequeños detalles, el humor expansivo, la ternura insondable, la tristeza y desamparo por la pérdida o las separaciones, las canciones que elevan pasajeramente el ánimo sobre las precariedades diarias y las sombras que pesan, influjo manifiesto en el cine de Terence Davies, en sus excelsas Voces distantes (1988) y El largo día acaba (1993) también centradas en la célula familiar, y la segunda también con la perspectiva fundamental infantil: La primera vez que Huw ve a Bronwyn (Anna Lee), o cómo en un plano general ya se refleja cómo queda cautivado, y cómo, cuando ella enviuda de Ivor, uno de los hermanos de Huw, muerto en uno de los accidentes en la mina, Huw la visita para, con engolada, pero entrañable, gravedad, entre gallitos que delatan su esfuerzo y suscitan la sonrisa en la afligida viuda, se ofrece a traer parte del dinero que gane en la mina (por lo que ha optado en vez de aprovechar sus estudios para convertirse en médico); la memorable secuencia que capta el paso del tiempo, durante meses, en la larga convalecencia de Huw tras caer en el hielo con su madre (cómo se comunica con ésta que yace en el piso de arriba a través de golpes en el techo; cómo descubre la pasión de la lectura; el sublime reencuentro con su madre, a la que al advertir algo blanco en su pelo, unas canas, le pregunta qué es y ella le contesta sonriente, que la nieve quedó adherida a su pelo); la cola del velo de Angharad, al salir de la iglesia, tras su boda, elevándose por el viento, y el plano final de la secuencia en el que se percibe al fondo, como mera sombra, a Mr. Gruffyd, quien desde entonces se convertirá en una sombra que vive en segundo plano por haber perdido a la mujer que ama, aunque no perderá el vigor para enfrentarse a sus mezquinos feligreses antes de decidirse a abandonar esa parroquia con la que siente que ha fracasado. ¡Qué verde era mi valle! es una una obra summa como lúcida mirada sobre la vida, y sobre nuestra forma de estructurarla como seres sociales, que conjuga de modo armonioso la reflexión con la conmoción.