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sábado, 30 de septiembre de 2017
Madre!
Perturbaciones de un creador. Hay películas que resultan interesantes por las reflexiones que suscita su enfoque expresivo, cuando tensan la relación entre desarrollo dramático y trance simbólico, entre lo real y lo imaginario, entre lo que es y lo que representa, entre el personaje y la entidad. Hay películas cuya perspectiva fluctúa entre la multiplicidad y la restricción, la convención y el riesgo. Hay películas que resultan más sugerentes durante su recorrido que tras su conclusión, cuando las respuestas han menguado las interrogantes. Hay películas que pueden verse desde variados ángulos, por ejemplo desde el principio o desde el final, y son la misma pero al mismo tiempo diferente película, una abre a lo posible y la otra enclaustra y comprime. 'Madre!' (2017), de Darren Aronofsky es todas esas películas.
1. En el principio, la incertidumbre. En el principio, la fractura, la herida, el rostro de Jeniffer Lawrence, las interrogantes. Las primeras imágenes nos sitúan en un escenario abstracto, y a la vez en el territorio de las interrogantes, que nos anuncian que el desarrollo narrativo se encargará de precisar los nexos entre unas imágenes entre las que resulta complicado establecer relación: una mujer que se abrasa; un hombre, él (Javier Bardem), que con expresión de orgásmica satisfacción, deposita un diamante como si fuera su tesoro más preciado. Un hogar arrasado por el fuego, tiempo que retrocede y recupera los cuerpos de las cenizas. Quemaduras, joyas. Por el momento, lo concreto parece deslizarse en los lindes de lo abstracto, o quizá lo imaginario. Lo concreto, el rostro de Jennifer Lawrence, en particular, su mirada, que todo lo observa como si la realidad no dejara de desencajarse, como si las piezas o nexos de la realidad se hubieran desestabilizado, o como si se encontrara en permanente estado de vulneración y amenaza. La mirada de Jennifer Lawrence (porque su personaje no tiene nombre como ninguno de los otros, o nadie los concreta) comienza a advertir fisuras: el hogar, la casa, parece convertirse en correlación o extensión de su propio cuerpo, de su propia mente. Parece percibir en las paredes una imprecisa presencia, como el feto en el vientre de un niño. La sangre que brota de la violencia horada la madera de la casa, como el ácido del alien, y conduce al sótano, donde se descubren pasajes secretos. La casa parece fracturarse, como la estabilidad del personaje de Jennifer Lawrence, que padece la distancia que siente en su marido, quien, por su parte, parece sufrir por cierto bloqueo creativo, como si la inspiración se hubiera distanciado de él. ¿O es él mismo quien dificulta la conexión con la inspiración?
La distancia entre la pareja se acrecienta, o se hace más evidente, por la progresiva irrupción de unos extraños. Irrumpen, pero a la vez son invitados por el marido, quien no parece atender los deseos y la voluntad de su esposa. Esta parece quedarse atrapada en su aislamiento, combinación de perplejidad y temor, como los contornos del encuadre parecen encajonarla, pese a que su mirada intente descifrar la espesura de los acontecimientos que no logra entender alrededor, y que no cesan de superarla, como si la fueran oprimiendo cada vez más en su desconcertado aislamiento. Se palpa la tensión entre ambos, y la gestación o no de un hijo parece una herida latente, resentimientos no expresados que permanecen tras una pared, como un feto difuso. Los extraños irrumpen como el goteo de una cañerías que se van resquebrajando: Un hombre, encarnado por Ed Harris, cuya especialización en la profesión médica está relacionada con las fracturas, con los traumas. Es un hombre que parece enfermo, cuyo cuerpo se sacude por una violenta tos, y cuya piel evidencia descomposición. Una mujer, esposa del anterior, encarnada por Michelle Pfeiffer, que se desplaza por la casa como si se apropiara de ella, como si cualquier rincón pudiera ser revelado. Unos hijos, encarnados por Domhnall y Brian Gleeson, que irrumpen con la tensión de la disputa, que deriva en agresión y muerte. ¿Son el reflejo de lo que podría ser el futuro de su relación, el reflejo de los miedos de ella, dado el atasco en el que permanece sumida su relación? ¿Son el reflejo de la fractura de su relación que parece extenderse como la grieta en una casa sin que logre controlar su expansión? ¿Se quema la relación y ese diamante es el símbolo de su brillo pretérito, el de la idealización, que se consume o ya se gasta en los propios silencios como un mero sueño que se pervirtió? ¿Circulamos en la mente de un personaje, el de ella, como en ciertas películas de David Lynch? Las interrogantes, que son fracturas y fisuras, abren posibilidades. Y a la vez se transmutan en perturbaciones, y Aronofsky suele dominar las perturbaciones narrativas, la opresión que emana de la interacción entre la mirada y los tamaños de los planos, la interacción entre lo que los personajes sienten y lo que miran, y se les escurre o sienten que les agrede.
2. En la clausura, las certezas. Desde el momento en que la narración se desquicia, del mismo modo que se tambalea el espacio físico, la casa, por la irrupción, no ya de otra pareja, con familia consolidada, y degradada, sino de una multitud relacionada con los admiradores de la obra narrativa del marido, la misma película, a la vez que se define y perfila, se derrumba, aunque Aronofsky mantenga el pulso narrativo en esa precipitación dislocada. Evidencia, por un lado, que habitamos el terreno de la abstracción y el símbolo. Aunque la perspectiva haya sido la de ella, se habla sobre todo de él. Ella es la inspiración, la musa, incluso la madre naturaleza. Él, el artista, el creador, que busca ese diamante emblemático que corrobore y afirme su singularidad y excepcionalidad. El creador que quema su inspiración, que se bloquea porque se distrae y ofusca con lo que más bien encierra su imaginación como una empalizada que él mismo construye. Se ha vaciado porque no conecta con la realidad, con su alrededor, ya extraviado en su ensimismamiento. El creador que se enajena y obnubila con las vanidades del éxito, con los placeres de los halagos y las reverencias. El escenario ajeno, exterior, en cuanto mero contraplano complaciente, abrasa la sustancia de la inspiración, el hogar interior de donde brota la carne de la creación. La joya, el diamante del éxito, es la prioridad que quema la naturaleza de la creación, la implicación de las entrañas en la expresión artística. El mundo alrededor, la naturaleza, en función del ego.
3. La enajenación y el extravío. Aronofsky ha explorado hasta ahora un variado tipo de enajenaciones. El enajenamiento de este creador, él, no dista del de la bailarina protagonista de 'El cisne negro' (2010), aunque en esta se remarcaba una escisión o desdoblamiento en la mente de ella, una distorsión en su percepción de la realidad, consecuencia de un desajuste o desequilibrio, entre el cuerpo y la idea, entre sus emociones y la sublimación a través del arte, como criatura escénica, que pretende materializar. En 'Madre!' opta por la perspectiva, en el interior del creador, de la inspiración que se ve abandonada, ultrajada y quemada, como el planeta que degradamos, y que evidencia la escisión del creador, su degradación, ya que subordina la creación a su ego. En 'Noe' (2014), la ofuscación adquiere otras dimensiones, ya que Noe se obnubila en lo que piensa que es el mandato divino, mandato que sus emociones no quieren materializar, lo que determina su conflicto interno, sin que se ponga en cuestión la transcendencia. En el lado opuesto del cuadrilátero Aronofsky coloca a su otro extremo, representante de esa enajenación muy extendida que no necesita de transcendencias sino de que su voluntad se cumpla sin reparos ni impedimentos. Tubal Cain (Ray Winstone) piensa que no hay nada que deba oponerse a la apetencia del ser humano, a su capricho: todo está al servicio del ser humano, el planeta, las otras especies y, entre los seres humanos, los más débiles al de los más fuertes, un equivalente en actitud al creador que encarna Bardem en 'Madre!'.
No dejan de ser narraciones con talante apocalíptico o agónico. En los tres casos, a Aronofsky se le espesa, cortocircuita o desquicia la narración en su último tramo. Al final, 'Madre!', adolece, como 'Cisne negro', de ser más esquemática de lo que prometía su sugerente primer tramo, aunque, al menos, sean más efectivas en la creación de atmósferas turbias que 'Noe', que no lograba densificarse, varada, al pairo. Aunque sí las tres lejos de las concisas intensidades de su mejor obra 'El luchador' (2008), protagonizada por otro personaje al margen. En 'El luchador', el símbolo se integraba de modo más orgánico en el vibrante desarrollo dramático, que tejía sobre el contraste entre unas condiciones de vida precaria, difíciles, siempre en el filo, y el espacio del éxito, o de lo 'posible', como el escenario en el que quizá conseguir librarse de esas penalidades, el del espectáculo, el cuadrilátero de lucha libre en el que combate Randy (Mickey Rourke). 'Madre!' no alcanza tampoco la vibración lisérgica de 'La fuente de la vida' (2006), aunque esta no dejara de ser un tanto errática, o a veces transmitía más la sensación de ser un vídeo clip alargado al servicio de la prodigiosa banda sonora de Clint Mansell. Aronofsly realiza una apuesta arriesgada, una propuesta dramática en el territorio de la abstracción y el símbolo que encuentra sus más efectivos logros en la exploración de una mirada que se interroga, sobre la que construye unos sugestivos pasajes narrativos que desestabilizan con las interrogantes frente a la incertidumbre. Cuando cierra contraventanas y tapia el edificio con las respuestas el misterio se transfigura en una metáfora de filo incisivo pero insuficiente como equipaje de una inmersión narrativa que se ahoga en convenciones de cine simbólico que parecen ya un tanto caducadas. El riesgo también puede adolecer de ciertas convenciones.
miércoles, 27 de septiembre de 2017
Llamada para el muerto
Un espía urde, descifra, intriga. Los espías actuan en un escenario en el que intentan camuflarse con un repertorio de máscaras. La realidad es un escenario definido por las tramas y códigos, que unos intentan disimular bajo una apariencia que pueda ser inextricable y los otros, sus rivales, desentrañar. Unos y otros, jugadores en diversas facciones enfrentadas definen la realidad como un campo de batalla en el que establecen un pulso a través de escenificaciones y manipulaciones. En ese escenario, esa realidad adulterada, son lo que aparentan y representan. El otro debe sólo percibir la máscara que distrae y oculta sus intenciones e intereses. Unos y otros se convierten en una incógnita esquiva que descifrar. ¿Qué reflejo evidencia en las relaciones íntimas y cotidianas?
Colores apagados, como las decepciones de la vida. Para la adaptación de la primera novela de John Le Carre, 'Llamada para un muerto' (The deadly affair, 1966), Sidney Lumet quería colores amortiguados, apagados, 'colores sin color', como si se les hubiera desprovisto de viveza, como un otoño que ya se encoge en un cielo que parece permanentemente nublado. El director de fotografía Freddie Young aplicó por primera vez una técnica de pre-exposición que se denominó 'flashing' o 'Pre-fogging', como si una tenue neblina se interpusiera como una sutil capa, como esa sensación difusa tras aún no despertar del todo que se superpone a la vista que aún no consigue enfocar del todo.
Charlie Dobbs (extraordinario James Mason), que en la novela es la primera aparición, en la obra de Le Carre, de George Smiley (nombre que no pudo utilizarse por cuestión de derechos), siente que su vida se ha desenfocado, marchitado. La investigación que tiene que realizar, el por qué se ha suicidado el funcionario del Ministerio de Asuntos exteriores Samuel Fennan, al que interroga, en la primera secuencia en un parque, por sospechas sobre una vinculación comunista pretérita que ha sido denunciada por un anónimo, no deja de ser una propia inmersión en su particular progresivo suicidio vital por el atasco en el que se encuentra, o más bien desquicia, la tortuosa relación que mantiene con su esposa (Harriet Anderson), y que se puede ampliar a todo el espectro, nunca mejor dicho, de su vida. En cierto momento, en otra de las confrontaciones con Ann, expresa que adoptó una actitud agresiva en el trabajo, y en cambio una dulce con ella, pero ha perdido el trabajo. Y aunque no completa la frase, los puntos suspensivos de su elocuente expresión, de quien se siente perplejamente desubicado, evidencian cómo también sabe que está perdiendo a su mujer aunque se dilate ese desencuentro en una convivencia que es más bien mutua tortura y compartida desesperación contenida. ¿Ha descifrado que ella se distancia, y busca otras direcciones, otros hombres, o su inseguridad es la que, principalmente, está determinando ese distanciamiento, e incluso que ella busque otras direcciones, otros hombres?
''Llamada para un muerto' fue una de las producciones británicas que Lumet realizó en aquellos años, entre mediados de los sesenta e inicios de los setenta. Implacables radiografías de las sórdidas miserias y turbias tinieblas morales de las instituciones, caso de la militar y la policial, respectivamente, en dos de sus mejores obras, 'La colina' (1965) o 'La ofensa' (1972). 'Llamada para un muerto' se teje sobre la corrupción de las ilusiones, la complicación y enmarañamiento de las relaciones sociales, ya expuesto en la reflexión inicial de Fennan, por cómo su vínculo comunista, en su juventud, lo contextualiza en la década de los 30 con la lucha contra el fascismo en España: aquella ilusión de transformar la sociedad, de mejorar, se vio seguida por la decepción por los pies de barro del ídolo, el sistema comunista. Lo que parecía la alternativa también se degradó al sistematizarse. Ambos, Fennan y Dobbs, cruzan un puente, en un entorno natural. ¿Qué puentes es capaz de construir el ser humano ? ¿Por qué enseguida más bien los convierte en barreras que se interponen y distancian? ¿Cómo se puede encontrar la autenticidad si parece predominar la doblez, el desencuentro, como una neblina que no deja de interponerse?. De alguna manera, la investigación supone también el rastreo de esa integridad que fácilmente parece dañarse o perderse. Fennan adquiere la condición de representación de la honestidad, o último vestigio de ella. Por eso, Dobbs desesperará por las mezquindades de la institución gubernamental en la que trabaja, el MI5, por la prioridad que dan a las conveniencias de la imagen que necesitan proyectar. Y por eso decidirá dimitir de su cargo. Esa preferencia de su superior por una resolución que apueste por el suicidio implica de nuevo optar por amordazar las evidencias. Dotar de pruebas al asesinato supone, por contra, evidenciar cómo la corrupción y la conveniencia han asesinado a la integridad, da igual que facción o sistema, y quizá así recuperar algún resquicio de la que aún pueda brotar. Por lo menos, evidenciar que la integridad no se suicida, sino que se mata por quienes fácilmente se desprenden de ella.
Por eso, el proceso de investigación evidenciará que quien era el agente doble no era Fennan sino su esposa, Elsa (Simone Signoret), una mujer cuyo dolor pasado, como prisionera en un campo de concentración, y su desilusión porque Occidente hubiera asimilado a muchos de aquellos culpables, la habían determinado a la colaboración con el otro sistema. No deja de ser el reflejo de las ilusiones dañadas de Dobbs, conjugadas en la narración, la de la amistad, por cuanto el espía comunista al que persigue es el que fue su pupilo y antiguo colaborador durante la segunda guerra mundial, Dieter (Maximilian Schell), y la del amor, su relación con Ann. La presencia de la actriz sueca hace más evidente el vínculo con el cine de Ingmar Bergman, por cómo enfoca las relaciones de pareja de modo descarnado, como si destripara, sin afectación, su obscena entraña, como si se despellejaran las emociones (que alcanzará su máxima depuración en la conversación entre el policía encarnado por Sean Connery y su esposa en 'La ofensa'). Se hacen daño entre ellos y a sí mismos, aunque parece que quisieran que la relación fuera lo contrario. Ella desespera con sus celos, y aunque tengan su base real (aunque quizá más provocada que intencional), quisiera que él no priorizara esa actitud masoquista combinada con reproches sino que más bien posibilitara una reconciliación. Porque ¿está su relación ya irremisiblemente dañada y la estiran tortuosamente o más bien la dañan porque su inseguridad y torpeza distancia pese a sus deseos de aproximación?. Al respecto destaca una excepcional secuencia, casi toda en plano secuencia de larga duración con reencuadres y variaciones de posiciones de ambos en el encuadre (o de ella, al principio en primer término, y después tras él), que además de poner de manifiesto el excepcional talento de Mason (su dominio de la expresión corporal), también el de Lumet, ya que rompe la planificación, como una convulsa fisura, con un primer plano de ella, con su gesto de dolida decepción cuando él, de espaldas a ella, muestra su resignada 'comprensión' de la tendencia pasional de ella frente a la indolencia de él, ya que ella desea fervientemente que él no acepte sus relaciones con otros, sino que pelee por ella, que demuestre su pasión (por eso su reproche de que sea agresivo en el trabajo pero no con ella).
Dobbs permanece suspendido en esa ofuscación, una dinámica de indecisa relación que le va minando, que quiere mantener a la par que le causa un desolador dolor, como ha mantenido con su propio trabajo, entre la aquiescencia del hábito y la insatisfacción. El detonante que resitue ambas, que reviente el escenario, será enfrentarse a la decepción de la amistad, pero también a su propio reflejo siniestro, ya que Dieter, que ha manipulado a Ann para mantener una relación sexual con ella, aprovechándose de su circunstancia vulnerable y despechada, fue, al fin y al cabo, como pupilo, alguien que él instruyó. Elocuentemente, el momento de la 'revelación' (quién es el agente comunista que persigue), acontecerá durante una representación teatral, en concreto de 'Eduardo II', de Christopher Marlowe. Elsa, el reflejo simbólico de su esposa, será asesinada por Dieter (en una admirable equiparación de los diálogos de la escena representada con las expresiones y miradas de y entre uno y otra). En una historia de neblinosas indecisiones, como las de Dobbs, de quien no sabe decidirse a 'partir', o a romper amarras, y con respecto a qué, o de crear otro destino, el esplendido desenlace tiene lugar, precisamente, en un nocturno muelle, entre cuyas sucias aguas desaparece el cuerpo de Dieter, el cuerpo de su decepción, la máscara de una corrupción de la que necesitaba desprenderse para empezar a enfocar en una dirección que sea la propia, y con quien sí está decidido a saber ver.
El excelente tema principal compuesto por Quincy Jones
jueves, 21 de septiembre de 2017
Kingsman: el círculo de oro
Mariposas y capullos secretos. ¿Qué diferencia hay entre un lepidopterólogo y un agente secreto? No es una cuestión que se plantee de modo explícito en 'Kingsman: El círculo de oro' (2017), de Matthew Vaughn, pero se responde aunque no sea de modo directo, porque, como se comentaba en la previa 'Kingsman: Servicio secreto' (2014), también de Vaughn, las películas de espías de la actualidad son demasiado seras, o se toman demasiado en serio. Curiosamente, no le faltaban elementos que apuntaban seriedad, y planteaban sendas de posible denso desarrollo. Pero ambas películas, aún más esta, fluctúan entre la irreverencia y la convención como un proyectil con el embrague echando humo. Y en este caso, además, se encasquilla en el bucle de la repetición, porque transmite la sensación de que prioriza ejecutar secuencias de repertorio. En cierta secuencia de la anterior, Harry se enfrentaba en un bar a un grupo de hoscos parroquianos, y efectuaba el correspondiente alarde de habilidades sin despeinarse: la secuencia se planificaba con una observación microscópica de cualquier mínima acción; cada golpe o caída ya no es que se ralentizara, sino que se hiperalentizaba. En esta secuela, aunque parezca, en principio, que se quiere plantear una irónica variante con las dificultades de Harry para recuperar sus habilidades, se reincide con otra demostración de pericia, en este caso con lazo y látigo, del agente Whisky (Pedro Pascal), agente de la réplica estadounidense, Statesman, que se camufla, no como Kingsman en una sastrería, sino en una destilería de whisky.
En la primera vertebraba el desarrollo dramático la relación instructor- púpilo entre Harry (Colin Firth) y Eggsy (Taron Egerton), sobre la que pendía la sombra de un error pretérito. Una distracción de Harry había propiciado que falleciera, sacrificándose por él, su anterior protegido en el servicio secreto Kingsman. Por otro lado, el propósito del villano, Valentine (Samuel L Jackson) era hiperactivar el instinto violento humano para que, de este modo, se agilizara el proceso de selección natural, y así se redujera el exceso de habitantes del mundo (por supuesto, sin afectar a los que disfrutan de la prosperidad económica). Se conjugaban ambas líneas dramáticas con agudeza: En una secuencia posterior, Harry se veía dominado por el arma que propulsa el comportamiento violento, y se enfrentaba en una iglesia al resto de parroquianos que también se entregan entre ellos a una ordalía de violencia. La realidad le volvía a superar, como cuando cometió el error que propicio la muerte de su anterior pupilo. Aunque la cuestión, que en la secuela se cortocircuita más, es que el tratamiento de ambas secuencias no difería demasiado. O escasamente. En esa leve diferencia residía el logro de esa obra, y a la vez reflejaba sus limitaciones. En esa leve diferencia brillaba la mordacidad de su sátira. Ya en el mismo hecho de que aconteciera en una iglesia. Porque ante todo 'Kingsman: Servicio secreto' era una sátira, y no con pretensiones superficiales, pese a que intentara aparentar que así era. Se agradecían los mordiscos de su sátira, como esa metáfora de incentivar la violencia del ser humano a pie de calle, hipérbole de las estrategias que ha efectuado esta dictadura económica asentada desde hace unas décadas, sean con medidas que restringen las políticas de bienestar público, o mediante conflictos bélicos, para eliminar excedentes humanos. Pero era en las superficies del relato donde residían sus cualidades, su vivaz levedad, y en donde se restringía. Porque en las superficies brilla la confección, más que el arte.
En esta secuela la villana, Poppy (Julianne Moore), es la más poderosa traficante de drogas. Su peculiaridad escénica: en mitad de la selva ha configurado una réplica de establecimientos icónicos de la década de los cincuenta. O los lodos del presente provienen de las sonrientes marquesinas del pasado. El cuidado de la dentífrica apariencia esconde robóticas mandíbulas que sólo saben de la consecución del propio beneficio como una trituradora implacable. De ahí, que tengan también su relevancia perros robóticos y trituradoras que convierten un cuerpo en carne picada en escasos segundos. Los apuntes más incisivos se relacionan con las decisiones del presidente estadounidense (un magnífico Bruce Greenwood) quien no esconde su alegría con el hecho de que el chantaje de la villana implique la amenaza de la muerte por intoxicación vírica de todos los consumidores de droga. Los miles de jaulas apiladas en estadios deportivos con los contaminados resulta la imagen más corrosiva y potente de la película.
En cierta secuencia, Harry reconoce a Eggsy que cuando creyó morir, en los previos instantes, fue consciente de que no tenía a nadie que recordar, que en su vida no se había enamorado, ni había creado ningún lazo afectivo, ni siquiera de compañerismo. No se diferenciaba de un hombre hueco que se asemejaba a un eficiente perro robótico. Cuando era joven dudó si ser lepidopterólogo, porque le fascinaban las mariposas, pero optó por alistarse en el ejercito. Las mariposas más bien tienen que ver con las actividades pacíficas que dar mandobles a diestro y siniestro. Por eso, cuando la violencia desaparece de su memoria entran en juego, como otra pantalla de realidad, las mariposas, e incluso interfieren cuando se reincorpora a la actividad de distribución de mandobles. Esos apuntes son los que proporcionan pasajera sustancia, como puntuales electroshocks que reaniman el engranaje robótico de la narración. Por eso, recuperar la consciencia de quién es se realiza a través del amor más incondicional, ese que tiene que ver con la relación afectiva con los animales. Pero son puntuales destellos. Ante todo prevalece el imponente despliegue coreográfico. Si la anterior acababa siendo una grata obra de superficies, un caramelo al que no le faltaba su estimulante dosis de disidente veneno, en esta se atropella en su redundancia aunque mantenga su ritmo de locomotora narrativa. En la anterior, las carreras del joven protagonista por los pasillos de la base del villano, perseguido y tiroteado por sus sicarios, evidenciaban, en su sentido más negativo, sus inclinaciones a la representación violenta de los videojuegos, en lo que una vez más se incurre aquí, en la secuencia climática, e incluso aún más alargada, con el consiguiente efecto de saturación ante tanta acrobacia ralentizada. En la anterior, su trayecto serio y denso, sólo esbozado, se diluía en las desdibujadas profundidades. En esta, priman las superficies, como una montaña rusa que amenaza con descarrillar aunque su eficaz pulso evite que se estrelle. Eso sí, ante todo, anima a dedicarse al estudio de los lepidópteros.
lunes, 18 de septiembre de 2017
Hombre
'Hombre' (1967), de Martin Ritt, empieza con una bella secuencia en la que Russell (Paul Newman) y otros dos indios apaches observan, al acecho, cómo un caballo negro 'estudia' el entorno que rodea una alberca de agua, por si hay alguna amenaza, para dirigir a ésta a la manada que comanda. Al no advertir la presencia de los indios, caen en la trampa que éstos han montado, encerrándoles tras unas vallas. No deja de ser un reflejo de cómo se siente el mismo Russell, cautivo en especial de su estigmatizada condición apache, emblema de una raza que ha sido enclaustrada en reservas, despojada de su modo de vida natural y abocada tanto a la explotación y la miseria como al desprecio xenófobo de muchos blancos. La particularidad de Russell es que es un blanco que fue secuestrado por los indios cuando niño, y aún adoptado por un blanco cuando fue liberado prefirió volver con los apaches, despreciando a la llamada civilización blanca. En la secuencia posterior, tras que Mendez (Martin Balsam), amigo al que solía vender los caballos (lo que ya no podrá ser por la llegada del ferrocarril que obliga a cerrar el servicio de diligencias), y que, como mejicano, por lo tanto más cerca de los indios que los blancos en consideración de categoría social, aboga por la conciliación o adaptación de conveniencia (aunque implique subordinarse), le informa que ha heredado el hotel de su padre. En ese momento, dos blancos muestran su desprecio, provocándoles, a los dos otros indios. Russell se acerca a uno y le golpea el rostro con la culata de su rifle. Mendez le dice que sigue actuando un salvaje, pero Russell le corrige, 'como un blanco'.
En esta respuesta se condensa el nihilista talente del personaje, y de la propia obra. Pero los 'civilizados ' también se sienten cautivos y atrapados, cada uno preso de la desilusión de un modo u otro: La pareja joven enfrentada, tras casarse, a sus precariedades y desidias (ella pasa todo el día en la cama) que no cumplen sus previas idealizaciones; el sheriff Braden (Cameron Mitchell) quien, tras que su amante durante un año, Jessie (Diane Cilento), le plantee que se casen, realiza una tétrica descripción de lo que es su vida mísera de sheriff, ante la cual lo único que desea es desaparecer (la única salida la encuentra uniéndose a la banda que posteriormente asaltará la diligencia); el agente del gobierno en asuntos indios en la reserva de San Carlos, Favor (Frederic March), cuando le espeten de qué ha servido el robar el dinero que pertenecía a los indios, responderá que 'envejecer es muy triste'; la esposa de éste, Audra (Barbara Rush) aludirá a la decepción que supone todo matrimonio (poniendo como ejemplo el suyo), porque la idealización inicial con respecto a los hombres siempre se torna en sórdido prosaísmo (la decrepitud del cuerpo del hombre que quince años atrás admiraba recitando poemas de Robert Browning). Todos estos personajes se unirán en un viaje en diligencia, que será asaltada por la banda que comanda Grimes (Richard Boone), encarnación de la depredadora falta de conciencia y del avasallamiento del otro (la purulenta oscuridad de la civilización blanca: su forma de intimidar al soldado para conseguir que le proporcione su lugar en la diligencia). Hombre del título es cómo uno de los bandidos llama al personaje de Newman, porque desconoce su nombre, pero no deja de ser un título elocuente, y cáustico, sobre la visión que ofrece de la naturaleza humana. Otro agudo detalle del guión de Irving Ravetch y Harriet Frank jr, que adaptan una novela de Elmore Leonard.
En este panorama humano tan tétrico como opresivo ( pero sin énfasis, sutilmente reflejado en la suave tenebrosidad de las imágenes, y cuidadas composiciones, jugando de modo admirable con distintos términos dentro del encuadre, la dilatada duración de los planos y secuencias, y los espacios: esa crucial mina abandonada que algo tiene de 'huis clos'), hay una excepción vital, el que encarna Jessie, mujer que afronta los avatares de la vida con una determinación que no se detiene en lamentos. Aunque haya perdido el trabajo en el hotel, porque Russell prefiere venderlo a cambio de caballos, es capaz de plantearle matrimonio al sheriff, y no amilanarse por la negativa, ni incurrir en discursos de decepción sobre los hombres ( como bien expresa ante Audra). Y, sobre todo, en el periplo que sufren, errando entre laderas escarpadas y desiertos, cuando son perseguidos por la banda, siempre planteará la necesidad de ser empáticos, de tener en consideración a los otros por miserables que sean, como reverso del escepticismo decepcionado de Russell que aboga por el preocuparse de uno porque la naturaleza del hombre, aunque se envista de civilizado, es la rapiña y el desprecio del otro. La rasgante y desoladora ironía es que la aceptación de Russell de la actitud de Jessie, admirado por su determinación, y rara honestidad, le abocará fatalmente a la tragedia, a la muerte, en una hermosa secuencia final, admirable colofón a una obra tan corrosiva como exquisita en su sutilidad y refinamiento estético, o un ejemplo de cómo transitar los senderos de la abstracción sin incurrir en la explicitud del discurso, sino más bien incidiendo en la fisicidad de un trayecto o trance en el que se palpan los elementos como manifestación corpórea de lo simbólico.
El hermoso tema principal de David Rose
domingo, 17 de septiembre de 2017
Encrucijada de odios
Dos sombras forcejean en una habitación, hasta que un cuerpo cae sobre la lámpara y se hace la oscuridad. Acaban de asesinar a un hombre. Esas sombras son aquellas de las que no se hablan en las clases de Historia americana, como apunta el inspector al cargo del caso, Finlay (Robert Young). Son las sombras permanentes del odio a quien es diferente, da igual la variante, qué seña identitaria será la depositaria del odio. En este caso porque Samuels (Sam Levene) es judío. En la novela adaptada por John Paxton, 'The brick foxhole', que Richard Brooks escribió en 1945 cuando era sargento y realizaba películas de instrucción en Quantico y Camp Pendleton, era por ser homosexual, pero por entonces el censor Código Hays no permitía su mención en las películas ya que lo consideraba una perversión sexual. La negrura abrasa los contornos, y no es casual que el falso culpable, el principal sospechoso, Mitch (George Cooper), revele lo que difusamente recuerda, por el alcohol que había consumido, en el interior de un cine. La sociedad está hecha de falsas apariencias, y de proyecciones de miedos y rechazos. Samuels apunta que durante la guerra todos enfocaban su odio hacia el enemigo contra el que batallaban, pero ahora que terminó ¿hacía qué, o hacia quién enfocarlo, si incluso hay tantos agarrotados en el odio hacía sí mismos? Será precisamente quien morirá a manos de uno de estos, Montgomery (Robert Ryan).
'Encrucijada de odios' (Crossfire, 1947), de Edward Dmytryk, es otra obra representativa de las agitaciones de encendida disconformidad que se desencadenó tras la segunda guerra mundial. Ese mismo año 'La barrera invisible', de Elia Kazan, también incidía en el antisemitismo en el seno de la sociedad norteamericana, detalle más doloroso si se considera que acababa de enfrentarse su ejercito a quienes llevaron el antisemitismo a extremos infames. La sangrante ironía es que, pese a que ese año sería nominada a cinco Oscars, por su abierto carácter crítico se convertiría en emblema de las películas con talante progresista que fueron principal objetivo de las investigaciones del Comité de actividades antinorteamericanas (HUAC), en la también infame Caza de brujas, que tuvo lugar en busca de comunistas. Su productor, Adrian Scott, y su director, fueron dos de los Diez de Hollywood que se negaron a colaborar y dar nombres ese mismo año, siendo encarcelados por un año, y 'condenados' a no poder trabajar jamás en la industria del cine. Aunque Dmytryk variaría su actitud y testificaría ante la HUAC en 1951, siendo rehabilitado.
El extravío del soldado Mitch es revelador de ese extravío social. En principio, es una figura en segundo plano, es una figura difusa sobre la que otros hablan, por lo tanto mediatizada por otra perspectiva o versión. Según el relato de Montgomery, él Mitch y otro soldado, Floyd (Steve Brodie), decidieron emborracharse; durante esa noche Mitch conoció a Samuels, cuando este le abordó; esa noche finalizaría en el piso de Samuels: Mitch se sentiría indispuesto, por lo que decidió marcharse, y después lo harían Montgomery y Mitch. Por lo tanto, ese relato deja abierta la posibilidad de que Mitch quizá decidiera volver y por tanto asesinar a Samuels, por lo que le convierte en principal sospechoso. Ese relato se revelará no precisamente objetivo, y sí interesado. Sus omisiones y distorsiones se relacionan con la conveniencia, ya que Montgomery fue efectivamente el asesino. Su extravío es de otra índole. Es el del mero odio, que necesita descargar su propia amargura. El de Mitch es el de la intemperie. Su figura difusa se irá perfilando a la vez que evidencia su propia difusa memoria, reflejo de su estado emocional. Su embriaguez era resultado de ese estado de desamparo por la añoranza de su esposa, por la separación. Se ha vivido el trauma de una guerra y falta recuperar la sensación de hogar reencontrado, como figuras que aún son sombras que esperan recobrar su condición de presencias.
Al respecto, es magnífica la secuencia en la que encuentra pasajero refugio en el hogar de una chica de alterne que conoce en un bar, Ginny (Gloria Grahame). Tras quedarse dormido, no sabe cuánto tiempo (esa perdida de referencia temporal también refleja su desubicación), conoce a un hombre, encarnado por Paul Kelly, que llega al piso, y que, en escasos segundos, se presenta primero como el marido del que se ha separado Ginny y poco después, rectifica, presentándose como un admirador que la conoció en el bar. No queda claro quién puede ser, otro reflejo de esa circunstancia de indefinición, desconcierto y desubicación. Precisamente, su intervención, más adelante, será decisiva, cuando confirme que Mitch estuvo en ese piso a la hora que se calcula que fue asesinado Samuels. El sargente Keeley (Robert Mitchum), quien en ningún momento piensa que Mitch puede ser el asesino, e interviene para ayudarle, y el inspector Finlay (magnífico Young) encarnan la mirada templada, razonable y lúcida. Son el contrapunto que puede enfocar una dirección en el extravío.
sábado, 16 de septiembre de 2017
Gente en domingo
Hay una estupenda secuencia que conjuga las dos líneas de la esplendorosa (por su afinada construcción narrativa y porque irradía exuberante vitalidad) 'Gente en domingo' (Menschen am sonntag, 1929), la primera obra de Robert Siodmak y Edgar Ulmer. Aquella rodada como si una cámara invisible captara, entre el ajetreo y bullicio de la ciudad, cómo en una isleta en medio de la calle un chico se fija en una chica que se encuentra esperando a alguien, y la ronda, como el pájaro que acecha y da vueltas alrededor de su presa/víctima (no es ociosa la comparación, porque en la obra no se deja de destacar esa inclinación masculina en su forma de tratar a las mujeres) hasta que se decide a abordarla. Documento y ficción se conjugan armoniosamente.
En la obra se alterna la línea documental, aquellas secuencias que captan la vida de Berlín, su trasiego, su circulación de vehículos y gente, incluida una maravillosa secuencia en la que se suceden diversos rostros que son fotografiados (la imagen se queda estática durante unos segundos en cada caso para resaltar tal efecto), otra forma de expresar lo que representan los cuatro jóvenes ( o cinco si añadimos la chica, esposa de uno de ellos, que se queda en casa durmiendo todo el domingo) que se van de excursión a la playa de un lago próximo, emblema de esos cuatro millones de personas que viven en Berlín ( y que esperan su próximo domingo); de hecho los protagonistas no son actores profesionales, y sus profesiones en la película son las mismas que tenían en la realidad (Wolfgang, el chico que alude a la chica, tratante de vino; ella, Christl y su amiga Briggite, dependientas en una tienda de discos, Erwin, taxista, y Anna, la 'bella durmiente' esposa de este, modelo). De algún modo, como el C.C Baxter de 'El apartamento', Billy Wilder, autor del guion, se los retrata como representantes del hombre o la mujer común, unos de tantos rostros en la multitud, si la asociamos con 'The crowd', la multitud, título original de 'Y el mundo marcha' (1928), de King Vidor, antecedente, en cierta, manera de El apartamento, y no sólo por la coincidencia en el travelling que entra en las oficinas de un edificio para aislar a un empleado, y hasta de esta obra de Siodmak y Ulmer.
Y, por otro lado, la ficción, en su sentido amplio, no sólo porque es la línea narrativa con trama (la excursión de los cuatro; la previa discusión de Erwin y Anna cuando ella quiere ir al cine, y en el enfrentamiento se queman las fotos de los artistas que el otro admira, y que tienen colgadas en la pared), sino porque juega con aguda ironía sobre el entramado de estratagemas y representaciones/escenificaciones ( en busca de un fin o de un anhelo) en los cortejos y en las relaciones amorosas. Wolfgang, en cuanto ve que sus acercamientos hacia Christl se ven frustrados, desvía su atención e interés hacia su amiga Brigitte (lo que no implicaba que Christl no sintiera interés; era una cuestión de formas según las fases o trámites de un proceso (de cortejo); expuesto con agudeza en el plano en el que la vemos tumbada acariciándose el rostro con la mano de él, pero cuando la cámara realiza un travelling lateral vemos que él está acariciando con su otra mano a Briggite; bello, de hiriente intensidad, es el primerísimo plano del arrobado rostro de Christl que sigue acariciando la mano de él, ignorante de lo que se 'trama' a su lado).
Se conjuga de modo admirable la atmósfera solar y sensual, la armonía de unos cuerpos en relación con la naturaleza/lo natural, con la aguda observación de la ficción/un escenario de sentimientos y deseos en juego. A este respecto, es mordaz también el detalle que resalta cómo ambos amigos varían el objetivo de su mirada/deseo, en cuanto han saciado el mismo tras la persecución de otra pieza y ahora aparece a la vista otra posible presa (cuando asisten a las dos chicas que intentan recoger el remo que se les ha caído al agua, y les dan el teléfono escrito en un papel, sin preocuparse de que son testigos de ello Christl y Briggite), aunque, realmente, ante todo se preocupan de su mismo placer (el apunte final de que incluso igual el domingo que viene van a ir a un partido de futbol). Por ello, no deja de resultar afinada ironía el que Anna, como contraste, haya estado durmiendo todo el día, ajena al teatro (o película: por eso es agudamente pertinente el uso de las fotografías de estrellas en la discusión de la pareja) en el que han estado inmersos los otros (en pugna por satisfacer sus sentidos, mientras ella ha permanecido 'sin sentido')
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