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sábado, 30 de diciembre de 2017
El grito
Del mismo modo que, sobre todo en las primeras secuencias, la niebla domina el paisaje de 'El grito', basado en un argumento del propio Antonioni, que convirtió en guión junto Elio Bartolini y Ennio de Cocini, la niebla de una ofuscación, de un desconcierto, dominará la mente de Aldo (Steve Cochran) desde el momento en que Irma (Alida Valli), que recibe la noticia de la muerte de su esposo, le dice que su relación de siete años (aprovechando la ausencia del marido, que se ha ido a trabajar fuera) debe terminarse. Aldo no comprende nada, ni logra asimilar esa repentina ruptura, por lo que el despecho le supera cuando sus intentos de reconciliación fracasan y la golpea en público en las calles del pueblo. A partir de entonces, el trayecto de Aldo, que abandona el pueblo con su hija, y el trabajo en la acería (como si su misma realidad se hubiera fundido), se convierte más bien en una deriva, en la cuál tendrá tres encuentros con otras tantas mujeres. Relaciones, o intentos de relaciones, en las que seguirá pesando un fantasma, el fantasma del recuerdo que no ha logrado extirpar de su mente, el de Irma, que resurgirá para quebrar cualquier opción de relación con cualquiera de esas mujeres, ya que de algún modo son 'sustitutas', una impostura de relación que compense ese 'grito', ese grito de desesperación y desconcierto.
'El grito' (Il grido, 1957) de Michelangelo Antonioni, es una estimulante exploración sobre los desencuentros en la expresión de las emociones, de la desajustada relación con los otros, de la condición de éstos como fantasmas de las propias emociones en conflicto. Antonioni parece que se mueve en el territorio del neorrealismo, en un ambiente de clase trabajadora, en el que, como reflejo colectivo, se aprecia el descontento por las condiciones laborales ( una manifestación por la apropiación de unos suelos para construir un aeropuerto militar acaece en paralelo al regreso final de Aldo), pero su estilo, que radicalizará en la que será calificada como trilogía de la incomunicación, ya está veteado por una construcción alegórica, en la que lo exterior y lo interior están conjugados armónicamente, y en la que se refleja la realidad como un espacio espectral, como las fantasmales entrañas del extraviado protagonista.
El agua, como reflejo de ese desencuentro con las emociones, será elemento presente en las secuencias, en especial con las mujeres. Cuando Irma le expresa su decisión de romper la relación, tras Aldo se aprecian las aguas estancadas del rio. Elvia (Betsy Blair), la mujer a la que acude tras la ruptura, la mujer que rechazó por Irma,vive junto al río; en su orilla arregla el motor de una lancha motora que competirá poco después; pero el motor de arranque interior de Aldo se ha averiado; en su ofuscación, intenta competir con el abandono de Irma, buscando el refugio consolador de la correspondencia de quien sabe que sí sentía algo por él; pero Aldo pronto discernirá que es insuficiente, ya que es un mero gesto de despecho.
Los espacios en el cine de Antonioni son un personaje más, un reflejo de lo que acaece en el interior de los personajes. La estación de servicio, aislada en unos páramos, en la que trabaja para Virginia (Dorian Gray); el terreno destartalado en el que destacan unas grandes ruedas, como las que, a tamaño pequeño, se utilizan para enrollar el el hilo (a coser, por otro lado, se dedicaba Elvia): la vida de Aldo está deshilachada, descosida; de hecho en ese espacio árido es donde recordará de nuevo a Irma, tras que su hija le sorprenda haciendo el amor con Virginia. O las marismas en las que erra con su desconcierto en compañía de Edera (Gabriella Pallota), con quien tomará consciencia de que su deriva es una huida hacia ninguna parte, y que del pasado no puede escapar, cuando no acepta que ella se prostituya para poder conseguir algo de dinero para ambos; de alguna manera él está 'prostituyendo' un recuerdo, engañándose al establecer unas relaciones que son imposturas para contrarrestar un dolor que no le abandona. Pero tampoco se puede volver atrás, o hacer futuro de un pasado que se cortó como un nervio. De algún modo el regreso, es el retorno al vacío, al vértigo originario que le precipitó en una caída ralentizada en la fuga de su viaje. Regresar supondrá concluir, literalmente, su caída.
viernes, 29 de diciembre de 2017
El gran showman
Las sombras de lo que se quiere ser. Aquel que quise ser me engañó, expresa en cierto momento P. T Barnum (Hugh Jackman), en 'El gran showman' (2017), sorprendente opera prima de Michael Gracey. El más grande hombre del espectáculo, al que se refiere el título original (The greatest showman), quintaesencia del emprendedor y promotor hombre de negocios emprendedor que crearía, a mediados del siglo XIX, el célebre circo Barnum, también se dejó deslumbrar por los focos. Quiso ser más de lo que era, como reconoce. Probablemente, porque durante su infancia vivió las carencias y la precariedad, y por lo tanto, el desprecio de quienes sí disponían de la fortuna. Su primer intento en el negocio del espectáculo, que se saldó con el fracaso, fue con figuras de cera, lo que podría considerarse reflejo de esa inmovilidad social, de índole taxidermica, que abocaba a cada a uno a la posición social que le correspondía por nacimiento. En cambio, que su primer éxito fuera con un espectáculo de freaks, de aquellos que son rechazados por su diferencia o anomalía, no dejaba de reflejar su relación con la realidad (en conflicto o pulso latente), aunque más adelante revelará su tumor de resentimiento (más que la transgresión o aspiración de transformación de una mirada, o configuración de escenario, social, una avidez de detentar la posición privilegiada de quienes le rechazaban cuando su posición era la ínfima de la carencia). Por eso, su presentación, en el primer número musical ('The greatest showman'), se realiza en sombras. Toda luz tiene su sombra camuflada. Y hay que saber extirparla para que no se torne en abismo, el abismo de querer ser más de lo que eres, ese en el que te disuelves para convertirte en una mera figura escénica. Ese es el trayecto emocional de esta excelente obra que rescata un sentido de la puesta en escena precisa y sintética que raramente se puede encontrar actualmente en las pantallas.
Antes del logo actual de la Fox, se proyecta el antiguo, lo que ya nos sitúa, más que en juegos referenciales o nostalgias cinéfilas, en la recuperación de un sentido de la puesta en escena que descarta lo accesorio, esa capacidad de condensación que, por ejemplo, caracterizaba el cine de Fritz Lang. De hecho, su extraordinario uso del color, su exquisito sentido pictórico y su entrega al artificio (con una inventiva desbordante), puede evocar la puesta en escena de ciertas secuencias, que usaban decorados para exteriores, de 'Los contrabandistas de Moonfleet (1955). Afortunadamente Gracey no transita el montaje espasmódico al que recurrió Baz Luhrmann en la cargante 'Moulin Rouge' (2001), sino que se aproxima al dinamismo de Stanley Donen en 'Siempre hace buen tiempo' (1955). Como logra transcender la convención de su música, de reminiscencias pop, y hasta extraer emoción de ella, mediante la medida modulación del montaje, sea través de cortes de planos o movimientos de cámara, que coreografía la musicalidad narrativa (para cuyo afinamiento fue requerida la asistencia de James Mangold, que acababa de dirigir, por tercera vez, a Hugh Jackman, en la espléndida 'Logan').
Los números musicales no se convierten en interrupción, sino que hacen avanzar la narración, o expresan trances dramáticos fundamentales. Con respecto a la primera cualidad, ya resulta deslumbrante cómo en los primeros pasajes, a través de una canción, condensa el paso de los años hasta que el niño se convierte en el adulto, que se recuperará como apostilla, en la secuencia en la azotea que comparte Barnum con su esposa, Charity (Michelle Williams) y sus dos hijas, tras que él haya sido despedido de su trabajo. El tema musical se titula 'A Million dreams'/Millones de sueños, al que se acompasará hermosamente el movimiento de las sabanas, esa proyección o impulso del sueño, como una pantalla en blanco que se ansia transformar en luces en movimiento de sueños realizados (como el efecto de luces que crea Barnum para sus hijas con la lámpara sobre las sábanas). En la secuencia previa, se reflejaba su otro extremo: Barnum contempla a través de la ventana a otros oficinistas en los distintos pisos del edificio de enfrente, y cómo a su izquierda, que se revela con un leve movimiento de cámara, se aprecia un cementerio. Ese es el muy breve recorrido, el único restringido desplazamiento, de aquellas vidas que quedarán atascadas en un mero trabajo de supervivencia y trámite. Barnum se resigna a quedar atrapado en ese angosto recorrido de vida, quiere transformar su realidad, no ser lo que le imponen las circunstancias. Para crear su propia vida usa su imaginación y su inspiración, incluso la picaresca (la posesión de los títulos de unos barcos, realmente hundidos, como aval para conseguir un préstamo bancario). De lo hundido, o no existente, erige realidades, nuevos escenarios. Se arriesga sobre el vacío, para de la nada crear el prodigio que cause admiración y genere riqueza. Se sintió nada en su infancia pero quiere sentirse demiurgo de su vida, como el mago que hace realidad su truco.
Esa composición de plano, ese uso del movimiento de cámara, es un ejemplo de su elaborada puesta en escena, de la atención a la significación expresiva de cada plano, y del rechazo de la ampulosidad o sobrecarga de espectacularidad. Por ejemplo, en la secuencia de un incendio no recurre a a la multiplicación de los planos ni a la dilatación de la secuencia para hacer alarde de destrucción de decorado, sino más bien recurre a la elipsis y al fuera de campo. Prima la concisión narrativa, y la supeditación a los estados y conflictos emocionales, a la tensión dramática del momento. Sea el pulso que establece Barnum para que el productor teatral Carlyle (Zac Efron), porque le puede abrir puertas al público de las clases privilegiadas, se alíe como socio, en el espléndido número musical 'The other side'. Sea la vibrante intensidad de la afirmación de la singularidad en 'This is me', el número que canta la mujer barbuda, acompañada de los otros componentes de la troupe, cuando se sienten rechazados por Barnum porque ya no son convenientes cuando él logra acceder a los brillos de la relación con las clases privilegiadas (ese impulso de afirmación se ve reflejado en los impetuosos movimientos de cámara conjugados con los de los actores).
O el doloroso lirismo de la interpretación musical de Jenny Lind (Rebeca Ferguson). Durante su intervención se conjugan varias miradas y tensiones dramáticas. Charity vislumbra lo que podría conllevar la fascinación que suscita en la mirada de su marido, y Carlyle, ante las miradas de otros asistentes, retira su mano de la de su amada, la acróbata Anne (Zendaya). Si su flechazo se había reflejado, de modo bellísimo, en una secuencia que evoca otra de 'Big fish' (2003), de Tim Burton, también en un circo (el tiempo se detiene, mientras sus miradas se agarran, ella suspendida en el aire en pleno vuelo acróbata, como si él fuera el compañero que la coge en el aire sobre el vacío), esa tensión de clase se evidencia como interferencia que imposibilita el difícil equilibrio en la cuerda de su amor, en el también hermoso número musical 'Rewrite the stars'. La apuesta, por ambos, de lograr materializar su amor implica reescribir las estrellas, una sublevación con respecto a una rígida estratificación de escenario de realidad (ese en el que los padres de Carlyle denuncian su infracción como vergüenza). Una variante de la actitud de Barnum de transfigurar su posición en la realidad, aunque en su caso pesaba, como lastre, la furia ante el desprecio del padre de su amada por su condición de clase, quien consideraba que no podría suministrarle lo que ella demandaría por haberse habituado a los lujos. Barnum no sólo se sublevó sino que estableció un pulso que se desquició con la enajenación, esa que, en cierto punto, no atendía a lo que de verdad necesitaba o demandaba la mujer que amaba, ni era consecuente con su singularidad o diferencia, su condición de transgresor, por su ruptura de las convenciones de representación, por hacer visible en un espectáculo lo que se rechaza por temor o asco; por lo tanto, evidenciar a través de un escenario manifiesto las monstruosidades implícitas de las discriminaciones de un escenario social. Provisionalmente, se dejó deslumbrar por los focos, por los fulgores de la posición privilegiada. Se dejó engañar por su vanidad.
jueves, 28 de diciembre de 2017
Cazador de forajidos
'Cazador de forajidos' (The tin star, 1957), de Anthony Mann, comienza, como su posterior 'Hombre del oeste' (1958), con la llegada (irrupción) de un 'extraño' en un pueblo. Pero si en esta la presencia de Link (Gary Cooper) pasa desapercibida, y el extrañamiento se trama a través e la mirada de Link, como si accediera a otro mundo (por ejemplo, ante la 'aparición' del tren), en 'Cazador de forajidos' el extrañamiento se sedimenta por la reacción que suscita la 'aparición' del 'extraño' en la gente del pueblo. Por otro lado, se constituye en una una muestra más de la ejemplar capacidad de Mann para introducirnos ya en el 'nervio' de la narración, y su sutil y elaborado trabajo con la puesta en escena como creación de sentido y atmósfera. Veamos: Una figura en caballo se perfila al fondo de la calle principal del pueblo. A medida que se acerca, advertimos que trae consigo otro caballo que porta lo que parece un cuerpo tapado con una lona. La gente empieza a salir de los locales intrigada por este recién llegado. Y sí, es un cuerpo de alguien muerto lo que trae. Una mano sobresale, suspendida. Dos planos cada vez más cercanos, lo corroboran. Una mano, además, crispada, como si ya tuviera el rigor mortis (debe haber recorrido una buena distancia).
Este detalle, o 'gesto', ya introduce, o deposita, en la narración esa violencia crispada que se tensará en el desarrollo de la narración, un recurso ya utilizado, con ingenio, en otros de los westerns de Mann. Véase las reacciones de Lin (James Stewart) y Henry (Stephen McNally), en 'Winchester 73' (1950), al reconocerse en el saloon, llevándose las manos donde suelen portar sus cartucheras (que han tenido que dejar en la cárcel, como todo el mundo, por orden del sheriff), un gesto electrificado que ya define la violencia 'pendiente' entre ambos. O el irritado gesto de Howard (James Stewart), en 'Colorado Jim' (1953), cuando, al caer, se quema las manos con la cuerda, después de intentar ascender a lo alto de las rocas donde se encuentra el hombre que persigue, un gesto de furia que delata la 'urgencia' de capturarle, y que insinúa que hay en ello algo más personal que el capturar a un forajido por una recompensa. O el gesto reflejo de Glynn(James Stewart), en 'Horizontes lejanos' (1952), de echarse la mano al cuello, al sorprender a unos hombres que intentan ahorcar a Cole (Arthur Kennedy). 'Cazador de forajidos', con guión de Dudley Nichols y Barney Slater, y sutil trabajo de fotografía de Loyal Griggs, quizá ha quedado ensombrecida por los westerns más renombrados, o valorados, de Anthony Mann, como 'Hombre del oeste' (1958) o las cinco que realizó con James Stewart, 'Winchester' 73 (1950), 'Horizontes' lejanos' (1952), 'Colorado Jim' (1953), 'Tierras lejanas' (1955) y 'El hombre de Laramie' (1955), pero no desmerece en comparación, como tampoco sus otros westerns en blanco y negro, 'Las furias' (1952) y, sobre todo, la muy revalorizable 'La puerta del diablo' (1950).
El hombre que llega con el cadáver es Hickman (Henry Fonda). ¿Quién es? ¿Por qué suscita ese revuelo entre los habitantes de ese pueblo, que le siguen hasta la cárcel del sheriff, donde Hickman se baja de su caballo y entra?. Estos planos, entrando en la carcel, en plano general, no son caprichosos, dada la importancia de esa profundidad de campo, de ese movimiento alterado de la gente, que se ve a través de las ventanas del fondo. Por un lado, anuncian lo que se dirimirá en las secuencias finales, cuando la turba liderada por Bogardus (Neville Brand) se entrevea al fondo tras que hayan roto el cristal con una pedrada, y levantado la persiana con ese golpe, dispuestos a enfrentarse al sheriff para linchar a los dos detenidos (eso es saber trabajar la profundidad de campo). Y, por otro lado, condensa una cuestión de fondo, la soledad del sheriff en las situaciones delicadas, cuando es dejado a su suerte, sin apoyo, por las fuerzas vivas del pueblo (algo asi como lavarse las manos en los momentos más cruciales y necesarios). ¿Y quién es el sheriff?. Hickman entra en el cuarto trasero y se encuentra con un joven, Ben (Anthony Perkins) practicando con sus pistolas, enfundando y desenfundando, hasta que una de ellas se le cae, y al agacharse se percata de la presencia de Hickman. Este, perplejo, pregunta por el sheriff. Se oyen, fuera de campo, las voces de los 'jerifaltes' del pueblo que entran por la puerta llamando al sheriff. Ben coge su chaleco, y se lo pone, y vemos que lleva la estrella de sheriff ( la expresión sorprendida de ese gran actor que fue Henry Fonda es todo un poema).
Alcalde, juez y compañía viene a exigir (eso sí lo saben hacer bien, otra cosa es cuando se les necesita de verdad) que detenga a Hickman por traer un hombre muerto. Este coge uno de los pasquines de un forajido buscado, y les indica que ese es el muerto, y que él es un cazarrecompensas. El alcalde muestra su disgusto porque haya tenido que matarle, en vez de traerle vivo (de nuevo, la hipocresía, desvelada en los tramos finales cuando firma la orden y captura de los asesinos del doctor, vivos...o muertos, presionado por Bogardus, un compulsivo entusiasta del ojo por ojo, el cual perdió el puesto de sheriff en favor de Ben). Hickman verá rápidamente que es considerado un indeseable, ya que ni siquiera le dan habitación en el hotel. Cuando va a dejar sus caballos, el herrero no es otro que Bogardus, primo del forajido muerto, por añadidura, el cual en la misma secuencia, aparte de negarse a coger los caballos de Hickman, echa a un niño, Kip, que juega con las palomas, porque es indio. Dos figuras despreciadas, una por ser cazarrecompensas (hacer el trabajo sucio) y otro por ser indio (una sabia manera de saber jugar con los espejos en la narración, enriqueciendo el substrato simbólico). Precisamente, será la madre de Kip quien le dará alojamiento a Hickman en su casa hasta que cobre la recompensa. Y los dos hombres que, al final, se quiere linchar son dos medio indios.
Pero ¿Por qué ese título tan escueto y abstracto, 'The tin star' (la estrella de latón), alusión a la estrella del sheriff, parangonable en su concisión al de 'Hombre del oeste?. Esa es una de las cruciales cuestiones sobre las que se reflexiona, sosteniéndose sobre el aprendizaje de Ben a través de las enseñanzas de Hickman. Del que se descubrirá más tarde que también fue sheriff, pero dimitió cuando su esposa e hijo cayeron gravemente enfermos, y nadie del pueblo, y menos los representantes del poder, le prestaron el dinero que necesitaba, por lo que se vio impelido a perseguir a un forajido durante días para cobrar la recompensa. Pero fue demasiado tarde, cuando volvió su esposa e hijo habían muerto. Su escepticismo es comprensible. ¿Vale la pena ser sheriff cuando aquellos que proteges te dejan en la estacada cuando más lo necesitas?.Claro que sino, ¿en manos de quíén dejas las decisiones de hacer 'justicia'? ¿en alguien como Bogardus que encenderá al obtuso y sugestionable populacho para hacer uso de la horca como expeditivo y cruel recurso?. Sobre esta cuestión, o confianza en el sentido de lo que uno hace, se dirime en las sobrias y precisas imágenes de esta sabia obra, modelo de templanza narrativa.
miércoles, 27 de diciembre de 2017
Lo mejor del 4º trimestre
10. Demasiado cerca, de Kantemir Balagov
9. La batalla de los sexos, de Valerie Faris y Jonathan Dayton
8. El tercer asesinato, de Hirokazu Kore Eda
7. La suerte de los Logan, de Steven Soderbergh
6. El gran showman, de Michael Darcey
5. Wonder wheel, de Woody Allen
4. En realidad nunca estuviste aquí, de Lynne Ramsay
3. Columbus, de Kogonoda
2. Blade runner 2049, de Denis Villeneuve
1. A ghost story, de David Lowery
Mejor actor: 1 Koji Yakusho (El tercer asesinato) 2. Joaquin Phoenix (En realidad nunca estuviste aquí) 3. Steve Carell (La batalla de los sexos) 4. Meread Ninidze (Jupiter´s moon). 5. Hugh Jackman (El gran showman)
Mejor actriz: 1 Sylvia Hoeks (Blade runner 2049) 2 Emma Stone (La batalla de los sexos) 3 Harley Lu Richardson (Columbus) 4 Darya Zhovner (Demasiado cerca) 5 Rooney Mara (A ghost story)
Mejor dirección de fotografía: 1 Blade runner 2049 (Roger Deakins)2. A ghost story (Andrew Droz Palermo) 3. Columbus (Elisha Christian) 4. Wonder wheel (Vittorio Storaro) 5. El gran showman (Seamus McGarvey)
Mejor banda sonora: 1. A ghost story (Daniel Hart) 2. Blade runner 2049 (Hans Zimmer y Benjamin Wallfisch) 3 Columbus (Hammock) 4 La batalla de los sexos (Nicholas Brittell) 5 Handia (Pascal Gaigne)
Mejor guión: 1 Blade runner 2049 (Hampton Francher y Michael Green) 2. El tercer asesinato (Hirokazu Kore Eda) 3 La batalla de los sexos (Valerie Faris y Jonathan Dayton) 4. Wonder wheel (Woody Allen) 5. La suerte de los Logan (Rebecca Blunt)
Mejor montaje: 1 A ghost story (David Lowery) 2. Blade Runner 2049 (Joe Walker) 3. Columbus (Kogonoda) 4. La suerte de los Logan (Mary Ann Bernard) 5. El gran showman (Tom Cross)
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viernes, 22 de diciembre de 2017
Una vida a lo grande
Vida reducida, mente ampliada. En esta sociedad que busca ávida el beneficio para así degustar cualquier lujo que apetezca resulta recurrente, para la mentalidad empresarial, una medida que se considera necesaria al respecto: la reducción de gastos. Economizar es la clave para ampliar los beneficios. Una opción habitual es la reducción de plantilla, esa masa indiferenciada de peones. Por eso, reducir el tamaño puede ser una medida oportuna: no sienten que han sido despedidos sino que pueden acceder a los lujos a los que tantos aspiran (o se incentiva aspirar): los precios se acompasan al tamaño: por eso, se puede vivir en una mansión con cualquier disfrute recreativo accesible, en vez de sufrir, en la realidad a escala convencional, el estrangulamiento de las dificultades para conseguir un préstamo que posibilite un nuevo hogar, como es el caso de la pareja que forman Paul (Matt Damon) y Audrey (Kristen Wiig). Por esas restricciones deciden reducir su tamaño, para vivir no sólo una vida desahogada, sino a todo lujo. Aunque el propósito de quienes hayan conseguido ese logro científico fuera más bien evitar la sobreexplotación de la tierra, como medida respetuosa con el medio ambiente. Pero ya se sabe que para un amplio porcentaje de los seres humano el primordial medio ambiente es uno mismo y sus extensiones, aquellos a los que considera los suyos. A eso se reduce su perspectiva. Por eso, el título original de 'Una vida a lo grande' (2017), de Alexander Payne. Reducción (Downsizing), dispone de mordaces aristas.
En una de las obras previas de Payne, 'A propósito de Schmidt' (2003), Schmidt (Jack Nicholson), un jubilado que había vivido su vida como quien ejecuta, en forma de bucle, las mismas acciones en las mismas casillas (su despacho y su hogar), decide asistir monetariamente a un niño africano, con el que, además, se cartea, una buena excusa de descarga para, por fin, dotar de relato a su vida comprimida en una restringida trama, conducida por otros (su empresa, su esposa), pero, al final, por otro lado devendrá el reflejo que evidenciará como una lágrima tardía la intemperie consustancial a una vida desperdiciada, fútil y anestesiada que no había influido en nadie. No difiere de la vida estacionada del protagonista de 'Nebraska' (2013), Woody (Bruce Dern) ¿Por qué como una falena que se golpea contra la luz de una bombilla se encamina una y otra vez hacia otro estado, Nebraska, para recorrer cientos de kilómetros andando en busca del premio que cree haber conseguido? El engaño y la decepción se retorcían en el gesto enajenado de quien persigue lo que no logró conseguir, como si su vida fuera el atropello de una falsa promesa. Ambos personajes viven un trayecto físico que implica una modificación, una asunción, la comprensión de una derrota, o la consecución de una victoria provisional, aunque sea en forma de gesto pasajero, recorrer con el coche de su hijo la calle de su pueblo natal, como si por un instante no fuera alguien que meramente ve pasar los coches, o sea, la vida. Paul es un proyecto de vida de Woody y Schmidt. En las primeras secuencias, Payne planifica igual la entrada a casa, cuando llega con comida para su madre, que cuando tiempo después lo hace para su esposa. Varían sólo las figuras. Es un proyecto de vida estacionaria, pero las restricciones financieras determinan decisiones extremas. Aún más, por su condición de hipérbole, en esta fábula vitriólica.
En 'Una vida a lo grande' hay un trayecto, un desplazamiento (de grande a pequeño, pero también lo será territorial, de Estados Unidos a Noruega), e implicará una modificación de perspectiva (de mirada): La reducción de tamaño físico devendrá, como dirección imprevista, una ampliación de la mente. En principio, por la consciencia de la inconsistencia de lo que consideraba su propia firme realidad (o relación afectiva). Queda entonces sólo la carcasa de esa pompa de jabón de lujo, como el falso premio que no era sino una estrategia promocional en 'Nebraska'. En este caso la decepción ejercía de puntilla de un fracaso en retrospectiva. En 'Una vida a lo grande' afecta a un proyecto de vida, como la extracción de un sueño. Con la particularidad de que el despertar se realiza en un escenario de realidad, una versión en miniatura, una amplificación del simulacro que no dejaba de ser su realidad (o ilusión de realidad), con sus espejismos y distorsiones. En su trayecto de conocimiento Paul dispondrá de un par de contrastes o contrapuntos. Conocerá a quien vive en la escala inferior de la carencia y la precariedad. No es un niño africano que se adopta para que puede ser alimentado, sino una mujer vietnamita, Ngoc (Hong Chau), otra de tantas inmigrantes que quieren encontrar su oportunidad en Estados Unidos, pero que colisiona con las poco receptivas directrices actuales de quien gobierna en el país. Por supuesto, si encuentra su lugar no será para poder vivir los lujos a los que sí puede acceder el americano medio. Su función en ese escenario miniaturizado es el de mujer de la limpieza. Su lugar, su espacio, en los márgenes de la precariedad, con un muro como separación, donde predomina la indiferenciada y masificada carencia en el escenario amorfo de la colmena (que por supuesto no carece de las correspondientes pantallas anestesiadoras). La sociedad de la supuesta tierra de las oportunidades no lo pone fácil. Discrimina. A no ser que se recurra a la picaresca, como es el caso de otro inmigrante, este europeo, Dusan (Christoph Waltz), quien, como adaptable criatura fluctuante, sabe explotar el mercado para su conveniencia porque sabe que la clave es crear necesidades y deseos para enriquecerse con su suministro.
Paul recorre la otra dirección, hacia la vida reducida real, sea en el tamaño físico que sea, como forma de conocimiento, el conocimiento de nuestra propia insignificancia, como contrapunto del atropello de nuestra arrogancia. Lo primero queda evidenciado en las hermosas secuencias en los fiordos noruegos, por el espacio y el mismo imponente silencio (o carencia de ruido), y lo segundo se ratifica por la confirmación del irremisible cataclismo ambiental debido a los desmanes de la indiferencia del ser humano (esa que ha despreciado las recomendaciones del G8 porque ponen en peligro los beneficios empresariales, y al ciudadano medio sólo le importa su propio ombligo, y consumir todo lo que pueda conseguir, siempre presto a desenfundar la excusa de la necesidad de supervivencia).
Payne orquesta una narración irregular, con secuencias brillantes (el proceso de reducción) o emotivas (la llegada al poblado noruego), y una tónica excesivamente neutra (como el mismo empleo convencional de la música), oscilando entre apuntes mordaces y cierta vena discursiva que deshilacha, como brotes excesivos, el curso del relato. En ocasiones, se echa en falta que abundara en ciertas direcciones que apunta, o directamente que hubiera optado por otras. En otras, parece que se acomodara a la opción de la arista más mullida, valga la paradoja, como representa el vivaz carisma histriónico de Christoph Waltz que se repite como si él mismo fuera un repertorio grato de recrear una vez más. Por eso, la vena sombría resulta demasiado confortable, o amable. Por eso, la obra no cala y rasga con la necesaria melancolía, como quizá debiera. Esa que vibraba durante todo el relato de 'Nebraska' y culminaba en el hermoso gesto victorioso pasajero de Woody. Aquí, la excelente secuencia final más que culminar condensa lo que podría haber sido en su totalidad, una forma de sintetizar ideas con una emoción precisa y contenida a través del uso de la mirada.
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