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viernes, 31 de mayo de 2019
EL CERCO Y EL INFINITO. ESCENARIOS DEL SENTIMIENTO EN EL CINE DEL SIGLO XXI. YA A LA VENTA EN LA WEB DE LA EDITORIAL 8MM
SUMARIO:
INTRODUCCIÓN.
ANÁLISIS DE PELÍCULAS:
1. Deterioros, degradaciones, desconexiones, rupturas.
La duquesa de Langeais (Jacques Rivette, 2007)
Amour (Michael Haneke, 2012)
En un lugar sin ley (David Lowery, 2013)
Amor bajo el espino blanco (Zhang Yimou, 2012)
Deseo, peligro (Ang Lee, 2007)
Lejos del cielo (Todd Haynes, 2002)
Revolutionary road (Sam Mendes, 2008)
Delta y Pleasant days (Kornel Mundruczo, 2002 y 2008 )
Twentyninepalms (Bruno Dumont, 2004)
Respira (Melanie Laurent, 2014)
Like someone in love (Abbas Kiarostami, 2012)
Cherry pie (Lorenz Marz, 2014)
Después del amor (Joachim Lafosse, 2016)
Los climas (Nuri Bilge Ceylan, 2006)
5x2 (Francois Ozon, 2005)
Martes, después de navidad (Radu Muntean, 2010)
To the wonder (Terrence Malick, 2012)
Euphoria ( Ivan Vyrypaev, 2006)
Nubes de verano y Mujeres en el parque (Felipe Vega, 2002 y 2006)
2.Desenfoques, distorsiones, perturbaciones, proyecciones, sublimaciones y pruebas de enfoque
La vie nouvelle (Philippe Grandrieux, 2002)
Shame (Steve McQueen, 2011)
Zoo (Robinson Devor, 2007)
Paraíso: amor (Ulrich Seidl, 2012)
La pianista (Michael Haneke, 2001)
Canibal (Manuel Martín Cuenca, 2013)
Más allá de las colinas (Cristian Mungiu, 2012)
Hadewijch (Bruno Dumont, 2008)
Hombres, mujeres, niños (Jason Reitman, 2014)
Blue jasmine (Woody Allen, 2013)
Elle (Paul Verhoeven, 2016)
Young adult (Jason Reitman, 2011)
36 (Nawapol Thamrongrattanarit, 2013)
En la ciudad de Sylvia (Jose Luís Guerin, 2008)
Aloys (Tobias Nolle, 2016)
Two lovers (James Gray, 2008)
Her (Spike Jonze, 2013)
Phoenix (Christian Petzold, 2014)
La mejor oferta (Giuseppe Tornatore, 2012)
Vicky Cristina Barcelona (Woody Allen, 2008)
Behind the candelabra (Steven Soderbergh, 2013) y The girl (Julian Jarrold, 2013)
La Venus de las pieles (Roman Polanski, 2013)
Pasiones secretas y Los ángeles exterminadores (Jean Claude Brisseau)
It follows (David Robert Mitchell, 2014)
The myth of the american sleepover (David Robert Mitchell, 2010)
Attenberg (Athina Rachel Tsingari, 2010)
Mary is happy, Mary is happy (Nawapol Thamrongrattanarit, 2013)
L'age atomique (Helene Klotz, 2012)
Cuando tienes 17 años (André Techiné, 2016)
Un amour de jeunesse (Mia Hansen-Love, 2011)
Somersault (Cate Shortland, 2004)
Tu dors Nicole (Stephane Lafleur, 2014)
Joven y bonita (Francois Ozon, 2013)
3. Donde la emoción perdió su centro: Penumbras, fluctuaciones, extravíos, indecisiones, intemperies y extrañezas.
Aliados (Robert Zemeckis, 2016)
La ciudad de las estrellas (Damiel Chazelle, 2016)
Asuntos privados en lugares públicos (Alain Resnais, 2007)
Las hierbas salvajes (Alain Resnais, 2009)
Para todos los gustos (Agnes Jaoui, 2000)
Un cuento francés (Agnes Jaoui, 2013)
Juegos secretos (Todd Field, 2006)
All the real girls (David Gordon Green, 2003)
The good girl (Miguel Arteta, 2002)
El tiempo de los amantes (Jerome Bonnell, 2013)
Margot y la boda (Noah Bambauch, 2007)
Knight of hearts (Terrence Malick, 2015)
Castillos de arena (Olivier Dahan, 2014)
Enxaneta (Alfonso Amador, 2013)
10.000 KM (Carlos Marquet-Marques, 2014)
¿Qué hora es allí? (Tsai Ming Liang, 2001)
Traición (Kirill Serebrennikov, 2012)
Deseando amar (Wong Kar Wai, 2000)
Bajo la arena (Francois Ozon, 2000)
El pasado (Asghar Farhadi, 2013)
3 corazones (Benoit Jacquot, 2014)
45 (Andrew Haigh, 2015)
Tokyo blues (Tran Anh Hung, 2010)
The grandmaster (Wong Kar Wai, 2013)
The invisible woman (Ralph Fiennes, 2013)
After (Alberto Rodriguez, 2009)
Je l'aimais (Zabou Breitman, 2009)
Mud (Jeff Nichols, 2013)
Una nueva amiga (Francois Ozon, 2014)
Frantz (Francois Ozon, 2016)
Antes del frío invierno (Philippe Claudel, 2014)
The deep blue sea (Terence Davies, 2011)
L'Annulaire (Diane Bertrand, 2006)
Puro vicio (Paul Thomas Anderson, 2014)
4. Reinicios, despertares, gestaciones y alquimias de amor
Villa Amalia (Benoit Jacquot, 2009)
Calle Cloverfield 10 (Dan Trachtenberg, 2015)
My blueberry nights (Wong Kar Wai, 2007)
Una vida en tres días (Jason Reitman, 2013)
17 fois Cecile Cassard (Christophe Honoré, 2002)
Restless (Gus Van Sant, 2011)
Monster's ball (Marc Forster, 2001)
La desaparición de Eleanor Rigby (Ned Benson, 2014)
Concussion (Stacie Passon, 2013)
Una pareja perfecta (Nobuhiro Suwa, 2005)
Pit stop (Yen Tan, 2013)
Flandres (Bruno Dumont, 2006)
The spectacular now (James Ponsoldt, 2013)
Magia a la luz de la luna (Woody Allen, 2014)
The lunchbox (Ritesh Batra, 2013)
Embriagado de amor (Paul Thomas Anderson, 2002)
Amelie (Jean Pierre Jeunet, 2001)
La camarera Lynn (Ingo Haeb, 2014)
De óxido y hueso (Jacques Audiard, 2012)
Vendredi soir (Claire Denis, 2002)
Algo debe romperse ( Ester Martin Bergsmark, 2014)
Carol (Todd Haynes, 2015)
Loving (Jeff Nichols, 2016)
Rumba (Dominique Abel, Fiona Gordon y Bruno Romy, 2008)
Antes del atardecer (Richard Linklater, 2004)
Un lugar donde quedarse (Sam Mendes, 2009)
Antes del anochecer (Richard Linklater, 2013)
Tropical malady (Apichatpong Weerasethakul, 2004)
Sólo los amantes sobreviven (Jim Jarmusch, 2013)
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Clara y Claire
La maraña virtual: el naufragio y la balsa. Un particular, pero revelador, enfoque de la Historia del siglo XXI podría hilvanarse a través de las múltiples conversaciones telefónicas generadas por los contactos establecidos en la realidad virtual. Un documento sobre las ficciones que somos capaces generar, o cómo esa red, o más bien maraña, ha evidenciado, de modo más ostensible, la naturaleza primordialmente virtual de las relaciones, en particular, en su génesis, en la gestación de las atracciones, y su entramado de proyecciones, urdimbres y escenificaciones. Cuántos no han adoptado una identidad falsa, o han simulado ser alguien que no es en una enrevesada combinación de datos reales e inventados. Imposturas como camuflaje, como protección, o simplemente como juego escénico, distracción, erótica de la manipulación o de la inmunidad. Identidades en las que poder ser, en la superficie ilusoria protectora, lo que no se es, lo que se quisiera ser. Urdir con las apariencias fantasías con las que sentir dominio y control, sin necesidad de que sean expuestas o evidenciadas con su ratificación en el espacio de lo real. Clara y Claire (Celle que vous croyez, 2019), de Safy Nebbou, es un lúcido condensado de lo que ha podido deparar este siglo en esa interacción de escenificaciones, en ocasiones unidireccional, en otras quizás dual, sean convergentes o no. Un escenario de compensaciones, y resarcimientos. Un espacio que evidencia nuestras infecciones y nuestros desquiciamientos emocionales. Por eso, la narración de Clara y Claire alterna las sesiones de Claire (Juliette Binoche) con su psicóloga, Catherine (Nicole Garcia), sustituta del psicólogo con el que inició su tratamiento, con el relato que evidencia cómo se enmaraña la realidad virtual a través de identidades o escenificaciones sustitutivas. Lo que piensas que soy es lo que quiero que pienses, no lo que soy.
En el principio el despecho. Una relación truncada. La sensación de abandono. Curiosamente, entre los estrenos de esta semana, otra obra, Rocketman, da igual que sea en otra época, décadas atrás, también se centra en los desquiciamientos del sentimiento de abandono, en los monstruos o demonios que genera, en la configuraciones de identidades escénicas que compensan las carencias vitales en el espacio real. El hilo de Ariadna de la propia narración recorre el laberinto de la mente de Claire para revelar el origen de su infección. La tentación de mostrarse como se quisiera ser. En su caso, más joven, no alguien ya mediada la cincuentena, sino con treinta años menos. Su ficción: Clara. Su objetivo: Alex (Francois Civil), un amigo del último hombre que le ha abandonado. A través de la apariencia que siente que puede cautivar a quien le suscita sensaciones que sentía dañadas, por la negación y abandono de otros hombres, se resarce y a la vez siente de nuevo esa ilusión amorosa (la proyección sublimatoria). La ficción y lo real convergen, la escenificación y los sentimientos que comienzan a afianzarse. La ilusión de la pantalla y la sugerencia de la voz despiertan y desatan, a través de la distancia, de lo aún no tangible, que posibilita la proyección de las sublimaciones, que ambos, aunque ella sea mediante una apariencia falsa, se sugestionen con la convicción de que entre ambos se está creando una conexión, un vínculo, excepcional. Ironía: él es fotógrafo, pero se enamora, sugestiona, con una imagen que no es, que no se corresponde con la mujer real. Aunque ella se invente, también lo siente. Y ese desajuste, entre cómo se ha presentado y cómo es, le suscitará el conflicto consiguiente. Ya no sólo se resarce de lo padecido, ya no es la compensación de un despecho, sino que siente, como si se amplificara, por esa pantalla que alienta la abstracción, la intensidad de lo sublime, el acuciante vínculo físico. ¿Revela su impostura?¿Espera que quizá él reconozca en su mirada ese vínculo que transciende las apariencias, como cuando se queda detenida delante de él entre el movimiento agitado del tráfico de gente en la estación?.
La narración de Clara y Claire adopta en su estructura esa perspectiva en abismo, en dirección vertical, por la sucesión de capas, relacionadas con las revelaciones según los diversos ángulos, o en dirección horizontal, por cuanto contempla también lo posible o relatos alternativos. Lo que fue y lo que podría haber sido. El y sí. En una relación tramada sobre lo imaginario, la narración también visualiza la opción imaginaria. Lo que pudiera haber sido. Confronta un desarrollo condicionado por la mentira, o la ficcionalización, con cuál pudiera haber sido el desarrollo de acontecimientos si se hubiera rectificado con la verdad, aunque no deja de ser una posibilidad imaginada. Es decir, se visualiza lo que su imaginación desearía que pudiera haber sido. La realidad como capas o pliegues de apariencias y relatos. En la red virtual y en este escenario llamado realidad las relaciones se fundamentan en lo que se finge o aparenta, en la alteración conveniente de la impresión de la realidad según el relato que urdamos.
En cierta secuencia inicial, Claire alude a la vivencia virtual como naufragio y balsa. Sientes que flotas, apuntilla. Como si la gravedad de la existencia, esa que te hace sentir peso en las emociones, fuera extirpada, y quedara la ingravidez de la fantasía, la posibilidad de las invenciones, de los relatos e identidades, como liberación, camuflaje, fuga, o pasajera ilusión de acontecimiento. Una ilusión que embriaga, y enajena, y se torna adicción. Una ilusión en la que parece que te desprendes del reflejo en el espejo que no quieres ver ni asumir, esa fragilidad que te descascarilla, como si tu realidad fueran añicos que permiten que el vacío se asome: el lodo de las desesperaciones de la soledad o de no sentirse reconocida, apreciada o admirada, por los demás. Cuando ya no sólo no eres centro de encuadre, sino quedas fuera de foco. Cuando eres sustituida por alguien sientes que ya no eres nada, como un utensilio averiado que es reemplazado por la versión actualizada, por el nuevo modelo, alguien más joven, por ejemplo. Cuando la realidad nos hace el vacío, y nos convierte en difuminados, y frágiles, reflejos, cual añicos, puede ser útil envolverse en los reflejos que nos sirvan como fulgor de camuflaje. La impostura en la que cubrirnos con una coraza y con la que, a la vez, poder desplegar las afiladas lanzas con las que satisfacer resentimientos, despechos y rencores. La red virtual es un escenario confortable en el que confundirse con múltiples identidades que podemos ser, con las que nos queremos proyectar y presentarnos a los demás. En cierta secuencia, mientras le notifican una tragedia, Claire asciende unas escaleras, y el tramo finaliza ante el vacío. La cámara se aleja, para encuadrarla como un figura ínfima, porque su ficción no generaba realmente direcciones, sino ilusorios reflejos. No puedes competir con lo que no existe, aunque sea tu invención. Ese ruido sordo de soledad que se esconde entre las urdimbres del despecho y las apariencias de sublimación, como si fuera otro órgano más, genera dependencias, monstruos, y quizá un daño que sea irreparable.
miércoles, 29 de mayo de 2019
La ceniza es el blanco más puro
La vida como despojamiento. Este es el relato de un despojamiento. O cómo de una vida sólo puede quedar, como una cáscara, la imagen, la imagen de lo que se creía ser, o de lo que se anhelaba. Tres pasajes componen La ceniza es el blanco más puro, de Jia Zhang Ke. Cinco años transcurren entre el primero y segundo, y diez entre éste y el tercero. Como las capas que se desprenden, o más bien se despellejan. En el principio, entre los despojos de los otros, la imagen. La imagen implica sensación de dominio de escenario, es decir, de la realidad. En Datong, ciudad minera que ha empobrecido considerablemente desde que cayó en picado el precio del carbón, Bin se siente el protagonista de una particular ficción que él siente como realidad. Es un gangster que controla las situaciones. Un gangster jianghu, lo cual le hace sentir que le dota de cierta condición mítica, que rige el escenario de una sociedad paralela de fueras de la ley que divergen con respecto a las autoridades legitimadas (esas que han propiciado el empobrecimiento de la sociedad). Un mundo paralelo, que no deja de ser un mundo de fantasía (o ensimismado: esa elocuente secuencia en que, todos hombres, contemplan una película). Y, como extensión, así se siente su pareja Qiao, (Zhao Tao). Hasta que el sueño se revienta con unas patadas. No son seres míticos ni invulnerables, no son el emblema corporal del jianghu, las artes marciales en la antigua China. Bin será vapuleado por los que jóvenes que desean dominar el escenario. Y Qiao deberá recurrir a un arma que carece de componente mítico: una pistola que señalará no el inicio de una carrera sino su fin.
El segundo pasaje, cinco años después, es como una procesión de fantasmas. La fantasía se ha inundado, como serán cubiertas edificaciones de Hubei por las aguas. Alrededor, la precariedad, como si el entorno se encontrara en permanente amenaza de disolución o cierre. Qiao, que fue condenada a cinco años de cárcel por uso indebido de un arma ajena, busca en Hubei a quien representaba el príncipe de sus sueños, como si este hubiera esperado paciente y devotamente. Pero los sueños se ahogan, aunque no las ranas, porque aquel príncipe decidió esconderse en una realidad pragmática, tras que fuera derrocado de su fantasía de gangster, y arrinconó cualquier veleidad romántica, aunque realmente no sentía ninguna, para buscar otros cuerpos que suplieran al que había sido recluído por proteger el suyo, porque él era la imagen que ella reverenciaba. En estos pasajes, la modulación de la duración de los planos es otra, como si ya la realidad fuera a la deriva, o se hubiera estancado como una naturaleza muerta. En el primero pasaje, comentan cómo en un volcán, cuando alcanza la temperatura más elevada, la ceniza es el blanco más puro. En este segundo pasaje, la ceniza vital es gris, esa grisura que linda con la lividez. Como si ya se hubiera desprovisto de sustancia, como las entrañas que son arrancadas. En un tren Qiao se encuentra con alguien que le habla de una investigación sobre platillos volantes. Pero es otra impostura. Otra imagen en forma de hombre. Sola, en la oscuridad, en un espacio abandonado, es testigo de cómo una luz atraviesa el cielo. El vacío es ya una oquedad en la que las luces volantes son los residuos de tantos sueños vanos.
En el tercer pasaje, la anulación o despojamiento implicará al mismo cuerpo. Ya no es sólo que quien representaba su sueño no era como pensaba o quisiera que fuera, sino que, aún más, ya es sólo un cuerpo impedido. Además se convierte en lastre. Diez años después, Qiao se reencuentra con Bin, abocado a una silla de ruedas desde que sufrió una apoplejía. El volcán no sólo se apagó, sino que se arrastra como si se convirtiera en una chepa adosada. El escenario es el mismo de hace quince años, Datong, pero ya es otro, porque han variado las posiciones, por lo que rebrotan los resentimientos. Como si el único jugo vital que quedara fuera el de la amargura. O la capacidad de engañarse. Qiao cuida de quien ya no sólo no controla el escenario sino que es un desecho marginal impedido. En las secuencias iniciales, se combinaba durante sus primeros minutos, el formato de 1:85 con la pantalla cuadrada. Ya anticipaba esa reclusión en la imagen. Alrededor, nada. El plano final encuadra a Qiao a través de una cámara de vigilancia. Mira hacia la distancia, hacia donde se ha marchado el cuerpo que ayudó a que volviera andar. Hacia la distancia del sueño que una vez más le recuerda que vive bajo las aguas de la decepción.
martes, 28 de mayo de 2019
Rocketman
La sonrisa postiza del payaso. En cierta secuencia de Rocketman, de Dexter Fletcher, Elton John (Taron Egerton) despliega una sonrisa forzada ante el espejo. En la secuencia posterior, su amigo, y letrista, Bernie (Jamie Bell), ante su extravagante atavío emperifollado, le pregunta por qué sale al escenario con esa ridícula parafernalia. El hombre tras la máscara ha perdido la sonrisa, pero el payaso aparenta que lo que hace con su colorido disfraz, su mascara, su identidad escénica. Reg Dwight, pues ese es su nombre real, y Elton John su nombre escénico, ha entrado en barrena emocional. La siguiente secuencia es una sucesión de elipsis temporales que evidencian una inmovilización vital, un montaje secuencial de diversas actuaciones mientras la cámara da vueltas en círculo alrededor suyo pero lo único que varía es su parafernalia, la sucesión de atuendos extravagantes. Es lo mismo con diferentes máscaras. Elton John, en la cúspide de su éxito, comenzó a sentirse abandonado, y buscó refugio, entumecimiento, en cualquier sustancia tóxica y el sexo indiscriminado y desaforado. El exceso para negar la carencia. Quiso desaparecer en sus máscaras y el abotargamiento de la embriaguez, para esconderse de la desazón de su extravío, de su decepción y frustración, porque no se hubiera consolidado el amor que sentía por su manager, (Richard Madden), y aún siguiera sin sentir ninguna muestra afecto por parte de su padre, (Steven McKintosh), quien además había formado una nueva familia, con dos nuevos hijos, como si fuera la corrección de un fracaso anterior, su familia previa. Como hijo y como enamorado no encuentra sino vacío. Como si flotara en el espacio exterior a la deriva, como ese rocketman/hombre del cohete, lejos de la realidad y la vida, aunque se encuentre protegido por una burbuja de lujo, gracias a su éxito como músico.
Rocketman aplica, en buena medida, la plantilla de Bohemian rhapsody, de Bryan Singer, lo que no es de extrañar dado su éxito. Incluso su director, Fletcher, sustituyó en aquella, durante las dos últimas semanas, a Bryan Singer. El trayecto dramático comienza con sus orígenes, o desajustes familiares, prosigue con sus primeros pasos en la industria musical y, en cierto momento, llega al momento crítico de la caída libre íntima, que finalizará con la consiguiente resurrección o asunción de las inconsecuencias y contradicciones. De hecho, se inicia con su momento crítico, un escenario no realista en consonancia con la enajenación del cantante, en proceso de asunción de cómo es y cómo siente. El propio escenario de su mente en conflicto, que repasa su vida, en una sesión de psicoterapia en grupo, como quien desenreda el hilo que le conduzca al Minotauro, el que él mismo ha gestado con su extravío en una serie de adicciones que son fugas por no confrontarse con sus frustraciones. La narración alterna pasajes de su vida con los de esa sesión en la que, progresivamente, acorde a esa asunción o discernimiento de su falta vital, se irá desprendiendo de la máscara o disfraz escénico con el que comienza (que representa, además, a un demonio). Se libera de sus demonios, de su egocéntrico sentimiento de abandono.
En consonancia con ese enfoque no realista, que evidencia el artificio, se suceden, de modo intermitente, números musicales (aunque lejos de la brillantez de la espléndida El gran showman, 2017, de Michael Gracey), más allá de las secuencias centradas en sus actuaciones, algunas de las cuales, incluso, se representan como una fantasía, como su primera actuación en Estados Unidos, en la que él y su público se suspenden en el aire, lo que evidencia esa conexión que le propulsará al éxito. Aunque el hombre del cohete más bien se sentirá perdido, o dicho de otro modo, ahogado (la secuencia en la que se escenifica la canción Rocketman comienza cuando se lanza al agua, casi como un gesto suicida, y la primera visión es la de un niño en el fondo, él mismo, en su infancia, con un traje de astronauta).
Hasta coincide con Bohemian rhapsody en la condición homosexual de sus protagonistas. Al respecto, no faltan desorientaciones pasajeras (alguna de las cuales implica matrimonio por simplemente sentir que puede ser querido) o disimulos convenientes cara a la galería por cuestiones de imagen (que reviertan en beneficio económico). En la película de Singer, Mercury no sabe muy bien quién o qué es, más allá de su persona escénica, y se siente solo, como si no lograra conectar con nadie, y por esa desorientación o desajuste su conducta deriva en intemperancias que implican infligir daño a quienes quiere, o le quieren, porque la enajenación se torna en una embriaguez. En Elton John, por añadidura, se torna adicción al lamento y victimismo, como un Calimero con parafernalia ridícula, incluidas extravagantes gafas que parecen diseñadas para un buzo por su desorbitado tamaño, hasta que aprende a sentir que pisa suelo firme, o firmeza emocional, con el discernimiento de sus inconsecuencias y desquiciamientos. Los títulos de crédito indican que desde hace 28 años ya no consume sustancias tóxicas. Aunque aún no se ha liberado de su compulsión por las compras. Hay adicciones, como el consumismo, que sí se legitiman. Compra todo lo que quieras (y puedas). Sigamos flotando en una realidad cosmética. Por eso no hay que olvidarse de pasear la postiza sonrisa de payaso.
domingo, 26 de mayo de 2019
La luz azul
Los planos de La luz azul (Das blaue licht, 1932), opera prima de Leni Riefensthal, son acordes de música, trazos de luz como la cascada de agua que brota de la montaña como una hendidura que parece también aludir a una división, como una frontera, la que separa las diferentes lenguas que se hablan, alemán e italiano, o la que separa a los habitantes de ese pueblo construido a la vera de esa cascada de la presencia de una mujer que se diferencia, y desentona, Junta (Leni Riefensthal), porque ella es música y luz, emanación de la naturaleza con la que sí parece conjugada, a diferencia de los habitantes del pueblo, incrustaciones de las piedras de sus casas, rostros secos, figuras envaradas. Junta es un cuerpo extraño, por eso será acusada de bruja, y perseguida, y apedreada (por esas miradas de piedra), porque es la única que asciende esa montaña en la que, en las noches de luna llena, se advierte una luz azul que provoca que los hombres quieran escalarla, aunque todos pierdan la vida en el intento. Todos se despeñan. Junta, en cambio, asciende. Quizá porque su mirada esté más viva que esas miradas de piedra. Junta ve en los cristales que proyecta aquella luz emanaciones del mismo agua que brota de las entrañas de la naturaleza. En la mirada de los lugareños domina el miedo, la mirada torva, escasa, o la mirada ávida, codiciosa, que verá en aquellos cristales fuente de riqueza.
Hay otro cuerpo extraño que irrumpe en ese pueblo, Vigo (Matthias Wieman). Su llegada en una diligencia está teñida de esa atmósfera de extrañeza, cual incursión en un espacio fantástico, como los viajeros que llegan a un territorio en el que pende la sombra del dominio de un vampiro. Los lugareños parecen seres abatidos, mortecinos. Pero su contraste no es un no muerto, sino la encarnación exuberante de lo vivo. El cuerpo de Junta resalta como un sembrado de colores en una somnolienta penumbra. La rigidez de las vestimentas de los lugareños, que parecen encajonados en sus atavíos, contrasta con la de Junta, cuyas ropas parece que fueran a desprenderse, o danzar, como si su piel y vestimenta fueran pliegues de una relación frontal con la naturaleza, en la que no hay distinción entre agua y piedra y la piel de Junta.
Los planos son cantos de esa conexión, y despliegan, mediante trazos que son variaciones de intensidades, las colisiones o atracciones. Los raccords son musicales, las secuencias son travesías, desplazamientos. Los primeros planos en sacudidas de plano y contraplano se orquestan como en el cine silente, en un juego de modulaciones que tiene bastante de coreografía, como las miradas que intercambia Junta con los habitantes del pueblo en la primeras secuencias y que ya define su distancia y separación con respecto a ellos, como también se refleja en los contrastes: la disposición comprimida de los lugareños sentados en las mesas, y cómo a la derecha del encuadre, surgiendo de un túnel, irrumpe el cuerpo vivaz de Junta.
Las secuencias se estiran y despliegan, vibraciones de la naturaleza, de la materia, de los cuerpos, o de los rostros, sean humanos o de animales, como el agua que fluye y deriva en excursos que son paradójicamente expresión de un centro, la conjunción de las partes. Y esta narración es un recordatorio de una conexión posible. Los cuerpos ascienden la piedra de la montaña donde refulge la luz azul, pero sus propósitos divergen: hay quien se desplaza en la naturaleza, y quien brega con ella. Hay a quien le importa la luz como un fragmento de la piedra o del agua, porque siente que agua, luz y piedra están juntas, y hay quien pretende extraerla para sentirse montaña, por eso, estos, no saben ver, sólo temen o codician. Por eso Junta, quien sabe desplazarse y conjugarse como cuerpo, quien sabe ser agua y luz y música, no será sino un cuerpo extraño que se hará leyenda porque no deja de ser una anomalía, una figura fantástica, por saber habitar la naturaleza en armonía como una cascada de agua que se derrama.
jueves, 23 de mayo de 2019
La última lección
Distorsiones o la catástrofe inminente. La distorsión del sonido y la luz, una mirada que mira más allá, más allá de la ventana, otro encuadre de realidad, lo inusitado o lo que falta. Una figura, que parece desajustada de su entorno, sus alumnos, concentrados en sus tareas. Una figura que decide arrojarse por la ventana, como si abriera una fisura en la pantalla de la realidad, como si dejara en evidencia que hay una que no advertimos, o preferimos no discernir ni atender. La secuencia introductoria de La última lección (L'Heure of sortie), de Sebastien Marnier, es modélica. Sedimenta la atmósfera de extrañeza, que se irá enrareciendo progresivamente, como una perturbación que adquirirá la condición de turbio malestar. Y conmociona con las interrogantes que no dejarán de multiplicarse. El por qué se ha precipitado al vacío es la primera de otras tantas que confrontan con otros vacíos, abismos o agujeros negros. Esta atmósfera de enrarecimiento e inestabilidad evoca, en cierto grado, la de Take shelter (2011), de Jeff Nichols. Una narrativa que más que emplazarte te desubica, cada vez más, en una terra incognita, en la que no sientes que haya asideros, sino el extravío, lo incierto, el caos, las fisuras que quiebran cualquier orden. En aquel caso, el protagonista, Curtis (Michael Shannon), se cuestionaba a sí mismo, su discernimiento. Sufría unas pesadillas terroríficas, con figuras sin rostro, fuerzas invisibles, cuando no las figuras familiares que le rodeaban, que imprevistamente le agredían o irrumpían en su espacio, queriéndole arrebatar lo propio (sus hijos, la vida). ¿Por qué? ¿Y por qué aquellos extraños cielos? ¿Era inminente una catástrofe? ¿Era una cuestión de percepción excepcionalmente aguda o la evidencia de un trastorno, quizá heredado porque su madre empezó a perder la noción de la realidad, ya no había certeza de cuando percibía algo o no. ¿Cómo podía ser capaz de proteger, cuidar a su familia, darles refugio si su mente se extraviaba en una incierta intemperie?. El yo inestable, pero también la sensación de una realidad cada vez más inestable, que parece anunciar una catástrofe. La hora de la salida. Es el título original de La última lección, también con extraños cielos, con un fulgor de luz que parecíera arrasar contornos. La hora en que acaban las clases, pero también el momento en que acabe todo dado cómo tratamos a nuestro entorno con tal inconsciencia y desprecio.
El profesor suplente, Pierre (Laurent Lafitte), piensa que en principio el conflicto, la perturbación que siente, está relacionado con la relación desajustada con los otros. Pierre vive solo, y está solo. No mantiene ninguna relación sentimental. Se siente desubicado. Aunque no le gusta reconocer que es así. Si hay algún problema está fuera. Es de otros. ¿Su recelo con respecto a ciertos alumnos tiene ver con una distorsión perceptiva, una proyección relacionada con su falta emocional? Pierre imparte clases, como sustituto, a esos alumnos aventajados, un grupo especial por sus cualidades intelectuales y sus resultados. Entre ellos, un subgrupo entre ellos, que componen dos chicas y cuatro chicos, muestran una actitud que Pierre siente como hostil y arrogante. ¿Es así o quizá sea porque están afectados por la muerte de su profesor? Y, a la vez que le molesta, y descoloca, lo que siente como suficiencia, como si fueran la encarnación de los chicos de El pueblo de los malditos, de Wolf Rilla o John Carpenter, mentes tan arrogantes que son anuladoras, se preocupa porque sufren abusos y desprecios de otros alumnos, que llegan a la agresión física. Pierre no logra encuadrarles, discernir cómo son. ¿Por qué se obsesiona por intentar entender por qué actúan cómo actúan?¿Por qué siente que hay en ellos algo anómalo que siente amenazante, como si pudieran ser los sibilinos responsables de la muerte de su profesor? ¿Es una distorsión perceptiva? ¿Se convierten en una pantalla sustitutiva de su vida íntima definida por las carencias?: La realidad se desajusta, abre fisuras que le desestabilizan, como esas llamadas persistentes en las que escucha un sollozo pero nadie contesta, como en su piso alquilado parecen propagarse las cucarachas (¿o también comienzan a ser consecuencia de su distorsión perceptiva, de la tensión que le supera, que ya proyecta actitud suspicaz hostil en esos alumnos?)
Pierre se convierte en un investigador que sigue a esos chicos y es testigo de sus desconcertantes rituales, en un ambiente despojado como una cantera, también un escenario mineral que podría evocar el de otro planeta, otro entorno medioambiental, como si traspasara el umbral a otra realidad. ¿Sus acciones están relacionadas con la soportabilidad del daño o la desquiciada atracción por la violencia y la humillación?. Su desconcierto se incrementa cuando les sustrae algunos de los dvds que tienen guardados en una caja enterrada. Son imágenes de catástrofes medioambientales, matanzas de animales (esos aberrantes maltratos que preferimos ignorar para seguir disfrutando de los placeres gastronómicos), la propagación del plástico en cualquier entorno, como un letal virus por su condición no reciclable. ¿No son entonces una amenaza sino el reflejo extremo, incluso desquiciado, por tender a la autodestrucción, de una intemperie vital, de una desesperación por la falta de futuro, por cómo estamos maltratando a nuestro planeta? Entonces, la mirada que no comprendía, la mirada del profesor, se torna mirada solidaria que comprende que la amenaza no está en un primer plano, que incomoda porque evidencia su soledad, sino en un plano general, ese que evidencia la catástrofe que, gradualmente, estamos generando con nuestra inconsciencia e irresponsabilidad. El infierno no son los otros. El infierno lo estamos creando entre todos.
miércoles, 22 de mayo de 2019
El hijo
La quemadura de la película que deseamos proyectar. El hijo (2019), de David Yarovesky, podría también había sido el título de Superman (1979): un bebé cae del incierto espacio exterior en una especie de nave (cual pequeño huevo sorpresa) en una apartada zona rural, será adoptado por una familia, y pronto evidenciará que posee unos poderes que no son precisamente humanos. Aunque hay que indicar que su título original es Brightburn. ¿Y por qué y cuál es esa quemadura ardiente?. Ya apunta que su trayecto puede ser el reveso de Superman, en cuya figura no deja de mirarse como distorsión tenebrosa y turbia. Hay también que precisar que, en este caso, la pareja que lo acoge. Tori (Elizabeth Banks) y Kyle (David Denam), deseaba tener un hijo. Aún más, se encontraban imbuidos en los preliminares de un nuevo intento cuando se escucha un estruendo que genera un temblor que colapsa el sistema eléctrico: en el bosque colindante con su hogar ha caído algo que proyecta una nube flamígera. Resulta desconcertante, aunque sea elocuente, que, entonces, se efectúe una abrupta elipsis y se sucedan unas fotografías de su hijo a lo largo de los años hasta que alcanza la edad de los doce, Brandon (Jackson A Dunn), momento en el que se producirá su transfiguración en Quemadura brillante.
Esa abrupta elipsis juega irónicamente con la falsa apariencia de la normalidad. Pudiera ser efectivamente su hijo que nació de un, por fin, fructífero coito. Aunque pronto se evidenciará que esa elipsis está vinculada a cierta inclinación al auto engaño, a la necesidad de crear la realidad conveniente a nuestros deseos: Pensar que es nuestro hijo, como cualquier otro hijo que llega a la pubertad, y tendrá sus correspondientes rarezas, veleidades e intemperancias, que implican confrontación con la autoridad paterna o desbordamiento de ciertos deseos cuyo impulsos habrá que empezar a gestionar (cuando te indican que los deseos o impulsos no hay que reprimirlos no hay que llevarlo al extremo de irrumpir en mitad de la noche en la habitación de la chica que te gusta). Se maquilla la realidad, se esconde y tapia bajo candados, y se niega que es un bebé, procedente de quién sabe dónde, cuya naturaleza se ignora. No importa, será como se quiere sea. Ya el desarrollo narrativo, progresivamente, evidenciará la anomalía que resquebrajará de arriba abajo la película configurada como supuesta normalidad acomodada a los convencionales deseos. La quemadura brillante abrasará esa película, como cuando el proyector se encasquilla, se quema literalmente la película, y finaliza, por tanto, la proyección.
Si por algo se puede recordar, en cuanto calado en el imaginario colectivo, el cine de estas dos primeras décadas del siglo XXI, es por la relevancia adquirida por parte de los superheroes. Durante estos últimos meses, pocas obras habrán generado tanta conversación como Vengadores: endgame. Una obra estimable, probablemente de las más sugerentes y equilibradas entre las integradas en el específico universo Marvel, pero sin duda suscita la interrogante de por qué otras muchas películas ya no generan conversación o debate ni siquiera en círculos cinéfilos, cuyos focos de interés parecen cada vez más restringidos y desarticulados (incluso parece que a los círculos más esnobs les atraen ciertas películas más bien por su heterodoxa apariencia formal, como quien porta un uniforme distinto frente al cine que representa la autoridad dominante, de la que el cine de superhéroes puede ser emblema, ya sólo por la misma privilegiada difusión que disfruta). Ciertamente, el cine de superhéroes parecía haberse encasquillado en cierta redundancia y autocomplacencia (comprensible por el éxito en taquilla). ¿Por qué variar las formulas a no ser que se vean signos de alarma?. Aunque No han faltado obras que han aportado sugerentes variaciones, via el tratamiento humorístico, como Thor: Rangarok, o las dos centradas en Ant man, u optando por una densificación sombría, variante en la que destacaría, aún más que las obras sobre Batman, dirigidas por Christopher Nolan (sigo prefiriendo Batman vuelve, Tim Burton), Logan (2016), de James Mangold, la cual me parece la obra más estimulante centrada en un superhéroe, por enfocar en la fragilidad, las insuficiencias, el deterioro. En el universo catódico, la reciente The umbrella academy ahonda, con ingenio, en esos aspectos, en las vertientes más desazonadoras o patéticas, en la intemperie o el extravío vital, dispongas o no de una cualidad singular o excepcional, en la que el humor armoniza con las sombras (que son también las del sentimiento de desajuste o frustración), ya presentes en las estimables obras de Del Toro sobre Hellboy, también de Dark Horse comics, que conecta por un lado con los aspectos más sugerentes de la saga X men (en particular con la que me parece la más lograda, Días del futuro pasado), con el enajenamiento explorado en Chronicle, de Josh Trank, y sobre todo, con otra de las más singulares e inspiradas producciones centradas en superhéroes, Watchmen, de Zack Snyder (quien después se ha extraviado en la ampulosidad).
James Gunn irrumpió en este territorio con una mirada que también intentaba enfocar en los aspectos menos lustrosos, como quien encuadra en las prendas desgastadas. Lo hizo con Super (2010), centrada en El rayo escarlata, que no poseía precisamente superpoderes. La excentricidad, o extravagancia, del planteamiento la sintetizó, como si la esterilizara, limando asperezas, en una probeta, en los Vigilantes de la galaxia. Ahora produce El hijo, con guión de su hermano Mark y su primo Brian. Ya se había anunciado el proyecto antes del conflicto que determinó que fuera apartado de la producción de la tercera parte de Guardianes de la galaxia, pero pareciera cargada de toda la rabia generada por esa circunstancia (las ridículas presiones de la corrección política, o el quiste de la imagen conveniente). Aunque al final rectificaran, y se haya reintegrado como director al cargo, como si hubiera ejercido el persuasivo poder de Quemadura brillante, o la amenaza de descargarlo, porque a diferencia de Superman, cuya finalidad es puramente altruista, salvar el mundo, salvar a quien sea, Quemadura brillante quiere destruir el mundo, destruir a quien sea. La narración de El hijo se define por su turbiedad progresiva, que genera, incluso, en ciertos pasajes, manifiesto malestar, como si te clavaran un cristal en la retina. Lo literal puede servir de metáfora. Se percibe una feroz respuesta a la tiranía de lo politicamente correcto y el cultivo, casi como injerto mental, de la imagen conveniente como pantalla de realidad proyectada.
La apariencia del transfigurado Brandon no es muy lustrosa, como el vestuario de El rayo escarlata, o de Spiderman en ciertos pasajes de otras de las mejores, y más mordaces, obras de superheroes, Spiderman: homecoming (2017), de Jon Watt. Una tela que parece tricotada como si capucha y capa fueran unidas en una misma puntada, pero resulta efectivamente siniestra, como su misma figura insinuada en los fondos de cada plano, como presencia que fuera infectando el encuadre, y su realidad alrededor, su entorno, para apropiarse del mismo, o más bien, destruirlo. Un malestar siniestro que colinda con lo grotesco, que encuentra su guinda en ese desquiciado predicador televisivo, encarnado por Michael Rooker, en las secuencias de créditos finales. Es una película que puede satisfacer, por tanto, a quienes desean que alguien pulse el botón que nos haga desaparecer de la faz de la tierra. Total, no dejamos de engañarnos, o engañar, con la realidad que modelamos y proyectamos a nuestra conveniencia. Esta película la precipita al vacío desde las elevadas alturas en las que el (auto)engaño despliega su convicción de que controla la realidad.
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martes, 21 de mayo de 2019
La viuda
El rastro de la sombra. Un objeto que encuentras puede ser el inicio de un hilo que te conduzca a una historia imprevista. Puede ser un objeto que alguien ha extraviado, u olvidado. Quizá una llamada de auxilio, como la botella con mensaje de un naufrago, o un señuelo, unas migas de pan que crees que pueden conducirte a la sensación de hogar que sientes que has perdido, pero más bien propician que te internes en la oscuridad que precisamente negabas, o de la que no logras huir aunque no lo sepas. Puede ser la oscuridad de la pesadumbre, esa que implica cierta sensación de extravío. En La viuda (Greta, 2018), de Neil Jordan, es así como se siente Frances (Chloe Grace Moretz). Ha perdido a su madre, y parece que el resentimiento, por algo que le reprocha, dificulta la reconciliación con su padre, Eric (Colme Feore). Como si esa reconciliación implicara el olvido. Y no quiere desprenderse de la huella de su madre. Un objeto puede asociarse con alguien que has perdido. Encontrar un objeto parece que puede rectificar esa pérdida. En uno de sus tránsitos en el metro, como emocionalmente se siente en un estado transitorio, encuentra un bolso, que parece haber extraviado alguien. En su interior, encuentra la identificación y las señas de quien parece haberle perdido. Se alegrará de recuperarlo, como ella se alegraría de recuperar a su madre. Ese bolso pertenece a Greta (Isabelle Huppert), con quien consolida una amistad, aunque su amiga y compañera de piso, Erica (Maika Monroe) apunte que transfiere en ella una figura sustitutiva de su madre, posibilidad que ella rechaza como algo inconcebible.
La negación es el mejor sendero para propiciar no unas baldosas amarillas sino arenas movedizas. Sin saberlo, prefieres ocultarte en un túnel, como si te apartaras de la realidad, en un espacio que niega cualquier vulneración. Esa mujer, Greta, vive en una pequeña casa, pero para acceder a ella hay que cruzar un túnel. Como si se internara en lo profundo del bosque, y encontrara una casa de madera en la que no sabe que habita la bruja porque sólo ve el reflejo de su madre en ella. Una mujer sola, desvalida, que ha perdido a su hija y marido, a la que sugiere que compre un perro para que sienta afecto. Porque el vínculo que crea con ella no difiere de la calidez leal de un perro, con el cual cruzarán otros sombrío túnel tras liberarlo de la muerte anunciada en un refugio de animales. Pero quizá sea sólo ese deseo. El deseo de salvar lo que es imposible de resucitar. Quizá, más bien, sin percibirlo, confinándose en la negación, esté propiciando que las sombras se extiendan. Y esas sombras generan monstruos. O quizá sean los temores, cuando en vez de una llamada de auxilio mas bien percibas una perturbación.
El acecho emocional es el reflejo siniestro de una dependencia con respecto a una falta, una ausencia irreparable. Una falta que se siente como boquete, que no se quiere aceptar. La nostalgia por la presencia de la madre se torna en abrumadora presencia de quien demanda atención como un implacable parásito. Las sombras te devuelven el reflejo de tu acecho a una figura ausente, porque no has asumido tu falta, y el reflejo se revela como un monstruo. Jordan ha transitado con frecuencia, tanto en su filmografía como en su obra literaria, el territorio de las fábulas, en particular su vertiente siniestra, desde En compañía de lobos (1984) a Ondine: la leyenda del mar (2009) pasando por la subvalorada Dentro de mis sueños (1999), sus singulares y sugerentes aproximaciones a los vampiros, en Entrevista con el vampiro (1994) y Byzantium (2012), la alusión a la fábula de la rana y el escorpión en Juego de lágrimas (1992), la difuminación de límites entre fantasía y realidad, entre la sublevación de la imaginación y la enajenación (¿o es clarividencia?), en Contracorriente (1997), o la melancólica reflexión sobre la fabulación, la interacción con la realidad a través de los relatos, en una de sus obras más hermosas, Amor a una extraña (1991)
Jordan concentra con habilidad el escenario dramático en pocos personajes y espacios, y modula con agudeza los cambios de dirección que transmutan el escenario, entre lo que parece y es, como si se abriera en abismo a la vez que se cierra como una trampa. Alguien parece huir de la sensación de vulneración, de su fragilidad, y se confronta con quien vulnera su realidad como si se internara en la misma como una infección que se propaga. ¿Cómo disciernes al otro? En una espléndida secuencia, el acecho de Greta a su amiga Erica parece el de una figura que no resulta visible, como si su no visibilización reflejar el hueco siniestro de la ausencia de la madre. Incluso, en cierto momento ya resulta difícil discernir la realidad. ¿Qué era un sueño o qué era real?¿Podía haber sido la relación otra, incluso opuesta, si no hubiera visto aquel objeto, repetido, en el armario?. El espacio, el escenario, se torna segundo protagonista. En una de las más inspiradas secuencias no logra salir de la casa de la que quier huir como, al fin y al cabo, ella no logra escapar de la asfixia de su pesadumbre, y se confronta, precisamente, en el sótano con el reflejo siniestro que corporeiza ese ahogo vital (probablemente, el momento más estremecedor visto este año en una pantalla). Como evidencia, en otra brillante secuencia, quien corporeiza la sombra terrible de su madre muerta, que no es sino la consecuencia de un desenfoque vital, una figura borrosa, para quien mira desde la muerte (o desde la no aceptación de la misma), no desde la vida que supone reiniciarla como una muda de piel. Migas en el bosque, bolsos. A veces, el señuelo capcioso que se utiliza para atraer a la niña extraviada puede revelarse como el rastro que deje en evidencia el camuflaje de la oscuridad. Y no hay mejor manera que usar su misma arma para vulnerar su ilusorio dominio.
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