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miércoles, 30 de agosto de 2023

La dolce vita

 

La dolce vita (id, 1959) supone un gozne o un umbral en la obra de Fellini, quien colabora en el guion con Ennio Flaiano y Tullio Pinelli. Su final parece declarar una derrota ante una realidad miserable, que tiene poco de dulce. Una realidad, da igual en qué ambiente, monstruosa y descompuesta, como ese pez de aspecto tenebroso cuyo cadáver es encontrado en la orilla del mar. El rostro demacrado de Marcello (Marcello Mastroiani) sentencia la asunción de una renuncia, de una resignación a ser un vano espectro más sin conciencia ni escrúpulos, cualidades que no parecen tener cabida en la realidad que habita. Por eso, es ya incapaz de oír (entender) a la niña, Paula, emblema de la nobleza o inocencia, que le grita al otro lado del pequeño entrante del mar (como si fuera una herida ya imposible de curar, una distancia ya insalvable). No es casual que esta secuencia tenga lugar junto al mar si consideramos el agua como el símbolo de la relación natural y fluida con las emociones, o de la fuente de la vida. La emoción es movimiento, pero el ser humano está varado, como ese pez monstruoso, en el vacío de sus entrañas. Porque no sabe vivir. No se logra la transcendencia, sino que se culmina un proceso de degradación. Es el cáustico trayecto narrativo, desde las alturas, de la inconsciencia y la vanidad, a la conversión en monstruo que no es sino una caída abisal en el aturdimiento y mero embrutecimiento vital. La gravedad de la trivialización e insensibilización vence a cualquier anhelo de elevación. Recordemos que Marcello nos es presentado en la primera secuencia subido, como pasajero, en un helicóptero. Es un pasajero de la vida trivial, que todo lo mira desde la distancia, un periodista rodeado de fotógrafos que, sin escrúpulo alguno, ejercen de intrusos en vidas ajenas porque son célebres. El helicóptero traslada un icono religioso de Jesucristo. Unas bellas mujeres son avistadas en una azotea. Pero todo es ilusorio. No hay nada sacro, no hay nada elevado. Lo único real parece sólo el hecho de desear. Aunque ¿Qué desea?. Es significativo el encuentro con Maddalena (Anouk Aimee), en las primeras secuencias. Ella expresa su desorientación vital. Hacen el amor en el hogar, inundado, de una prostituta. ¿Qué siente por ella Marcello? ¿No se refleja en el uno y el otro su propia desorientación o desenfoque vital?

Cualquier ilusión de ascensión en el film será vana, como cuando siguen a Sylvia (Anita Ekberg) a través de las estrechas escaleras que suben a lo alto del Vaticano. Es otro falso espejismo, esa opulenta mujer, otra proyección para restituir lo que se carece en lo que no es más que una trivial imagen a la que se dota de transcendencia por el deseo de elevación. En cierto momento, llama a Maddalena, para visitarla con Sylvia. ¿Por qué? ¿Llama a su desorientación? Aún más adelante, en una fiesta en una mansión de una familia aristócrata, en unas habitaciones vacías, despojadas, comparten su amor mutuo en la distancia. La distancia siempre se impone. Se pierden de vista, como se pierden de vista a sí mismos. No hay posible elevación, como no representan transcendencia alguna los andamios construidos para que las cámaras rueden el esperado milagro de los dos niños, da igual si éstos quedan expuestos bajo la lluvia, abajo, en la intemperie (con los pies en el suelo, porque quizás sólo los niños, como Paola, pueden acercar a lo real o lo auténtico). No hay nobleza, sólo espectáculo, y desesperación, necesidad de que la vidas de unos y otros que corren bajo la lluvia tras los niños, cuando gritan que han visto a la virgen, sean curadas, resueltas. La vida se escurre, como la del padre de Marcello, que le visita, y siente, tras un vahído, cómo ya no es joven que resista una noche de embriaguez. Es una figura que mira a través de una ventana, porque ya es más pasado que presente y futuro. Una sombra de lo que fue.

Todos los espacios que se transitan transmiten esa sensación vacío y orfandad, como la desierta carretera, en la noche, en la que tiene lugar, en las últimas secuencias, la violenta discusión, entre Marcello y su novia, Emma (Ivonne Furneaux), entre acerados reproches y crispados chantajes emocionales (incluidas amenazas de suicidio), para concluir abrazados en la cama (¿por qué se mantiene esa relación si él no deja de quejarse de su amor agresivo y viscoso?), o aunque sea diurnos, como cuando esperan en la calle (rodeados de elevados edificios, lo que acentúa aún más esa sensación de orfandad) a la Signora Steiner para comunicarle cómo su marido ha asesinado a sus dos hijos (como dos eran los niños que decían haber visto a la Virgen) y se ha suicidado (¿de qué tenía miedo ese hombre para decidir abandonar la vida y también truncar la de sus hijos?¿Qué vacío monstruoso percibía extenderse en la vida dentro y alrededor?). Este personaje, Steiner (Alain Cluny) es una figura crucial (no sólo en la película sino en su obra hasta entonces, porque era una figura ausente), como contrapunto detentador de sensibilidad elevada, o de esa distinción aristocrática de nobleza de espíritu que busca realizar lo sagrado (se le presenta tocando música en el órgano en lo alto de una iglesia, como si no fuera de este mundo, casi cual fantasma de un castillo gótico al que pareciera rodear una luz glauca). En cierto sentido, recuerda, como contraste, al que representaban, en La vida privada de Bel Ami (1947), de Albert Lewin, el organista, en la iglesia, y su esposa, frente a un entorno cínico, pragmático y arribista. Su drástica decisión es, en consonancia con la misma obra, la desgarradora conclusión de que aquel que quiere vivir en las alturas (las del rigor ético y el anhelo de conocimiento o superación, lejos del ensimismamiento de los intelectualoides que asisten a su fiesta o de la banal mundanidad), no puede encontrar hueco en este misero mundo. Es el anuncio de esa derrota final de Marcello, como si se hubiera ya desprendido de su último salvavidas (o posibilidad, porque ha demostrado durante la obra su condición fluctuante) de con(s)ciencia. Marcello extirpa esa posibilidad de su vida (interior) porque no la considera viable para sobrevivir sino para sentir con más agudeza el dolor ante las inconsistencias de la realidad. Prefiere enajenarse, embrutecerse, y ser uno más de los triviales espectros de la vida acomodada y epicúrea (artística), un agente de publicidad que se olvida de la escritura, de la reflexión y de la belleza, para estancarse, sin dolor, en la orilla de la vida.

La última fiesta en la que participa es un festín de abyección, de sordidez y humillaciones, de desprecios y embrutecida embriaguez. Por mucho que Marcello reaccione furibundo, descalificándoles sin compasión, ya es demasiado tarde. No es más que la rabieta resultante tanto del dolor por la muerte de su amigo Steiner como de su frustración e impotencia (sabe que no podrá ser como él; y que ser como él le distanciaría del mundo pues las elevaciones no son posibles, solo conducen a otro tipo de enajenación por aislamiento; Steiner grababa los sonidos de la naturaleza, como si ya esta fuera distancia, como si perteneciera a otra dimensión). De alguna manera, Marcello también se suicida, aceptando las bases de un contrato (ya incluso es agente de prensa, publicista de un mundo que es mera imagen). Silenciar sus restos de conciencia, e integridad, y adaptarse a una representación en la que será una deshabitada máscara más. Se deja llevar por el peso de la gravedad. Perderá su condición corporal, convirtiéndose en otro fantasma. La realidad se desvela corrompida, como ese pez monstruoso varado en la playa, como si se revelara el cuadro que oculta Dorian Gray, porque émulos de éste son muchas de las figuras que desfilan ensimismados en ese espejismo de dolce vita. ¿ Porque no es acaso La dolce vita un desfile espectral? En algunos casos bien manifiesto, como el retorno de los aristócratas del castillo al amanecer tras su ronda nocturna de fiesta (con la misma sensación de vacío que en la celebración popular reflejada en Los inutiles; varían los ambientes pero no la sustancia, o más bien, su falta). Desfiles, personajes deambulantes, realidad sonámbula, teñida de muerte. ¿Por qué no evocar el final de El séptimo sello (Det sjunde inseglet, Ingmar Bergman, 1957) con los personajes en fila siguiendo a la muerte? En el cine de Fellini abundan los desfiles, las procesiones, como si casi eso fuera a lo que se restringe lo que hace el ser humano en la realidad entre vanas representaciones deshabitadas. Una realidad (o más bien escenario) en la que los espíritus nobles como el de Gelsomina o el de Steiner quedan al margen, cuando no son extirpados o se exilian definitivamente del desfile. Esa es la sensación que queda al final de La dolce vita. Perdidos en la orilla de la vida, y sin cuerpo, sin saber de esas reales y, por ello, fértiles emociones que representa el agua. Fantasmas que prefieren ignorar que sólo habitan un escenario.

lunes, 28 de agosto de 2023

Yo creo en ti

 

Yo creo en ti (Call Northside 777, 1948), de Henry Hathaway, con afinado guion de Jerome Cady y Jay Dretler, Inspirado en un artículo de James P McGuire, se abre con unas imágenes documentales que describen la forja de una ciudad como Chicago que logró reconstruirse pese a haber sufrido un incendió que devastó la ciudad en 1879. Otras describen otro tipo de incendio, las convulsas agitaciones de los años de la prohibición y la depresión económica que alcanzaron su cenit en 1932, donde corrupción y precariedad, gangsterismo y abuso policial se engarzaban como hierro fundido. Ese año tuvo lugar un caso, que nos describe como un acta sumarial la voz en off, el asesinato de un policía en una tienda en la que entra para calentarse con un trago de alcohol que le suministra la dueña (como también al empleado de correos). Ese tratamiento de documental, por la voz en off (y el rodaje en localizaciones reales: fue la primera vez que se rodó en Chicago), se conjuga con unas tenebristas imágenes (la visión de los dos atracadores entrando, a contraluz, como dos inquietantes sombras en el establecimiento). Serían acusados del crimen dos hombres, Wiecek (Richard Conte)y Zaleska (George Tyne), encarcelados con una condena de 99 años. Hechos inspirados en la circunstancia que sufrieron Joseph Majczek y Theodore Marcinkiewicz. Once años después el director de un periódico, Kelly (Lee J Cobb), advierte que han puesto un anuncio ofreciendo una recompensa de cinco mil dólares a quien aporte información sobre los reales asesinos (el título original, Call Northside 777, es el teléfono al que deben llamar; no deja de simbolizar un llamamiento a una justicia incendiada).

El periodista al que le encarga el reportaje, McNeal (James Stewart) lo realiza, en principio, con escepticismo y desgana, hasta que poco a poco va limpiando su mirada y descubriendo que la realidad no es lo que parece (piensa que si alguien es condenado será porque es culpable) sino más bien es una ficción manipulada que hay que desentrañar para descubrir el documento de lo real. Esa sensación de intemperie de la justicia está condensada de modo magistral, a través del uso de los espacios, en la secuencia en la que McNeal entrevista a quien ha puesto el anuncio que no es otra que Tillie (Kasia Orzazewski), la madre de uno de los dos acusados, Wiecek. El largo y oscuro pasillo que recorre McNeal para llegar hasta la mujer (cual túnel hacia la débil luz), quien está fregando los suelos (dedicación que es la que ha posibilitado que ahorre en esos once años los cinco mil dólares que ofrece de recompensa; pese a que McNeal en principio especule con la posibilidad de que hayan podido prestárselos alguien relacionado con actividades criminales), como el ominoso silencio que rodea a estas dos figuras solitarias transmiten esa sensación desguarnecida, esa soledad de una mujer desasistida en su determinación, su entrega sacrificial. Y que tendrán su correspondencia en el uso de la profundidad de campo cuando Helen (Joanne de Bergh), la esposa de Wiecek, visita a su marido en la cárcel (cuando éste le dice que se divorcie de él para que pueda rehacer su vida; gesto sacrificial que McNeal tampoco había contemplado, ya que infería que el divorcio había sido solicitado por la esposa porque era consciente de la culpabilidad de su marido); o en el también inquietante silencio del espacio circular de las celdas donde están recluidos los presos.

Yo creo en ti diluye o fusiona con aguda incisión los límites expresivos entre el documental y ficción en una sutil reflexión sobre la mirada comprometida con lo real, y cómo para desentrañar la verdad hay que superar unas capas ficticias manipuladas por conveniencias, cuando no meramente enquistadas por la desidia de los que juzgan de modo apresurado, por las equívocas apariencias, sin esforzarse por penetrar en sus reales condiciones. Del mismo modo que se aplican modos documentales (o minuciosa atención a unos procedimientos), en la secuencia del detector de mentiras, en la que es su inventor, Leonard Keeler, quien examina a Wiecek, o en aquella, determinante en la resolución del caso, en la que examinan con detalle una fotografía, ampliándola progresivamente, para buscar un indicio de la fecha en que fue tomada (como aquella posterior de Blade runner, 1982, de Ridley Scott), hay admirables recursos dramatúrgicos. Por ejemplo, las dos secuencias que comparten en su hogar McNeal y su esposa, Laura (Helen Walker). La primera sirve para presentarlos, descrita su relación con un eficaz sentido de cotidianeidad que ya condensa su complicidad (se palpa que hay una vida compartida con pasado). Se incide en el contraste entre el escepticismo de McNeal, que piensa que si Wiecek fue condenado es porque las pruebas presentadas eran condenatorias sin posible mácula de duda, y la actitud voluntariosa de Laura que valora lo que hay de hermoso en el gesto de la madre, que considera signo de que su hijo sí pueda ser inocente. Resulta relevante su afición a los puzzles. La segunda secuencia entre ambos refleja cómo se está produciendo esa transformación de actitud y mirada en McNeal. No logra conciliar el sueño, entre pesadillas y, frente al puzzle, comparte sus dudas con Laura, cómo siente que las piezas del caso no encajan, a lo que Laura replica que quizá sea que debe ajustar su enfoque para que las piezas comiencen a encajar.

McNeal se irá transformando en un entregado cruzado por la justicia, sorteando todos los obstáculos que intentan impedir que cruce ese túnel para llegar a la luz (como el que atravesaba para llegar a la madre de Wiecek). Desde las presiones de las fuerzas políticas que por conveniencias no quieren que los desafueros de antaño perjudiquen la imagen presente de las fuerzas del orden, la dificultad para encontrar a la mujer que dio el testimonio falso (presionada por la policía) y los ocultamientos de pruebas. En la secuencia de la liberación hay una hermosa idea de puesta en escena: Cuando Wiecek se reúne con su madre, hijo, y ex esposa, abrazándose, la cámara panoramiza sobre la familia, y vuelve sobre McNeal, al fondo del plano, que mira hacia el presidio que acaba de abandonar Wiecek, cerrando el círculo con respecto a la primera secuencia en la que McNeal había hablado con la madre, cuando, al marcharse, la contempló en la distancia al fondo del túnel. Ahora la mirada atrás es la de la satisfacción de haber logrado que saliera de ese túnel en el que estaba perdida, desguarnecida, la solitaria justicia.

viernes, 25 de agosto de 2023

Atrapados

 

Leonora (Barbara Bel Geddes) es una cenicienta que tiene que realizar malabares cada mes con el escaso dinero del que dispone, y que ejerce de modelo en grandes almacenes que presenta las prendas o los vestidos a las clientas, para quien las revistas de moda ejercen de pantallas en la que proyecta sus ilusiones, aquellas que desea habitar, o más bien protagonizar, y con el abrigo de visón como emblema de sus aspiraciones. Es con abrigo (o con dos, una para ella y otra para su madre) como quisiera retornar a su pueblo en Denver. Para ese escenario de vida se prepara cual actriz en una escuela en la que aprende a cómo comportarse adecuadamente (cómo servir el té, cómo escuchar música, cómo mantener una conversación…), es decir, cómo desplegar el pertinente encanto (encantamiento) para conseguir a ese ideal marido que le suministre el atrezzo que componga su particular paraíso de vida cuché. Atrapados (Caught, 1949) es otra de las refinadas grandes obras de Max Ophuls que despelleja las proyecciones y ficciones, escenarios y reflejos del sentimiento amoroso. Aunque no sería Atrapados la traducción adecuada de su título original, Caught, que más bien debería singularizarse en Atrapada. Porque es Leonora la mujer reclusa, primero de unas ideas de proyecto o diseño de vida que son, realmente, celdas invisibles, cuyo reverso, o revelación de su condición de falacia, de arenas movedizas, tomará cuerpo con quien se convierta, como marido, en la aparente materialización del hombre/suministrador ideal.

Según la ecuación el príncipe idóneo debe ser un buen potentado, ese que espera que un día la reconozca nada más verla mientras presenta uno de los modelo de ropa. En cambio, más bien surgiendo de la oscuridad aparece la sombra del sueño, Smith Ohlrig (Robert Ryan), millonario empresario, trasunto de Howard Hughes (quien había despedido a Ophuls del set de rodaje de Vendetta; hay quien ya ha apuntado que esta película es su particular vendetta). La cuestión es que el príncipe se revelará ogro, alguien carcomido por la oscuridad que le corroe en su interior por falta de autoestima y exceso de soberbia. Sufre ataques de ansiedad cuando alguien le contraría o se rebela a su voluntad, y su coeficiente emocional queda definido en su gusto por el pinball como descarga de tensiones. Su misma decisión de casarse está determinada por el hecho de contradecir al psiquiatra al que suele acudir, cuando Ohlrig solía declarar que nunca se casaría con nadie, ya que piensa que todos van tras su dinero, por lo cual, la mujer que quisiera casarse con él no tendría más objetivo que ese. El rico piensa que el pobre aspira a su posición. Ohlrig está encasquillado en la película de lo que piensa que es la realidad y la motivación de los demás.

Leonora hará su primer acto de rebeldía, precisamente, durante una proyección de uno de sus negocios. Como si quemara la película del proyector. Aunque el gesto disidente más radical será romper con los lujos y trabajar de secretaria para un médico pediatra de los barrios pobres, en el East side de New Work. Quinada (James Mason, quien pidió interpretar este papel en vez del que primero le ofrecieron, el de Olhrig, para no ser encasillado en villanos o figuras siniestras) es el extremo opuesto de Ohlrig. Un médico que proviene de las clases altas y que sabe qué engañosas y vacías son esas ilusiones materiales, ya que sus padres estaban obsesionados con la cuestión del dinero y la posición social (la importancia de las apariencias); y sabe lo que es la entrega en el amor, como la que manifiesta con sus pacientes. Él mismo reconocerá que durante un tiempo vivió enajenado por la importancia que concedía al dinero. El personaje de Mason ejerce de demolición de unas certezas, como, con otros matices, lo será el que interpretará en Almas desnudas (1949), para otro personaje femenino; ejercerá de fisura. Para ambos personajes femeninos no será lo mismo su vida tras conocer a los personajes que interpreta Mason. En este caso para extirpar un enajenador modelo de vida, y abrir otras perspectivas posibles de vida, más plenas, mas reales.


De nuevo, Ophuls demuestra cómo domina el espacio del encuadre y los movimientos de cámara para crear emoción y para definir los conflictos internos de los personajes. Una escalera interpuesta en el encuadre (el símbolo de la aspiración a la ascensión social, del arribismo) en un enfrentamiento entre tres personajes, entre Ohlrig, Leonora y Quinada, hace que se convierta en un personaje más, y asociada con los movimientos de cámara laterales, que sigue el movimiento de Leonor (encuadrando tras ella a uno de los dos hombres) indica la oscilación pendular de la tensión emocional, de lo que se dirime entre los personajes, pero sobre todo lo que desgarra interiormente a Leonora ya que ama a Quinada, pero su embarazo lo siente como un impedimento para romper amarras con Ohlrig, pero también con las convenciones, con los garfios de las apariencias. Secuencias antes, un dilatado movimiento (que es propulsión, despegue) se acompasa al baile que comparten Quinada y Leonora en una pista atestada que hace que sus movimientos sean casi comprimidos, como su sentimiento que aún no puede liberarse. De hecho, el circular movimiento no se cierra, se quiebra con un cambio a un primer plano de ella, tras que él le haya propuesto matrimonio, ya que ella aún no ha compartido lo que la hace sentir atrapada, comprimida, que está casada, y que está embarazada. Una elipsis evidencia su repliegue, su decisión no compartida, con Quinada, la de volver con Ohlrig. El vacío de una mesa en un espacio intermedio en la conversación entre dos personajes, entre Quinada y su socio, Hoffman (Frank Ferguson), apoyados cada uno en el umbral de la puerta de su despacho, se revela como el peso de una ausencia que es tanto enigma como anhelo. La escalera, símbolo de los anhelos de bienes materiales o de irreales idealizaciones, como ese abrigo de visón que adquirirá variada condición dramática según la evolución de Leonora. Tras que Hoffman le haya confirmado que está embarazada, no puede evitar encoger el rostro, conmovida, cuando Quinada (que lo ignora) le regala un sencillo abrigo (reverso del de visón). En la secuencia final, en el hospital, ya juntos Quinada y Leonora, la enfermera se dispone a llevarles el abrigo, pero Hoffman le indica que ya no cree que lo necesite en su nueva vida. Una vida de mirada despejada que ha descendido a la realidad. A veces, para cumplir los sueños no es necesario ascender.

miércoles, 23 de agosto de 2023

Las águilas azules

 

David F Zanuck ofreció a John Guillermin la dirección de la excelente Las aguilas azules (The blue max, 1966), por cuánto le habían impresionado otras dos producciones de la Fox, la interesante Cañones en Batasi (1964) y la espléndida Rapture (1965). Gerald Hanley, David Pursall y Jack Seddon escribieron la adaptación de la homónima novela de Jack D Hunter. Las águilas azules es un acerado retrato de arribismo en tiempos de guerra, un análisis implacable de las miserias del estamento militar (y de las conveniencias políticas), tan o más contundente que otros más afamadas, y narrada con una proverbial precisión y contundencia. Se narra el trayecto de ascensión y caída, en la primera guerra mundial, de un militar, Stachel (George Peppard), un arribista que no huye de nada ni de nadie, ni siquiera de su conciencia. En la primera secuencia se apunta cuáles son sus aspiraciones. Aún soldado de infantería, esquiva las balas enemigas, hasta guarecerse en un hoyo enfangado. Oye el ruido de unos aviones, y en su mirada se perfila qué anhela (Guillermin hasta compone un plano con Stachel en primer término y al fondo los aviones en el cielo). Tras una elipsis de dos años, Stachel es ya oficial presto a integrarse en una escuadrilla. En pocas secuencias se condensa, de modo admirablemente preciso, la descripción del personaje, del contexto y de los personajes que representarán sus contrapuntos. Es una secuencia también fundamentada en la mirada, como continuación de la precedente: Stachel es testigo de cómo aterrizan los aviones. La distancia se ha hecho proximidad. Ya es parte de aquello a lo que aspiraba. Cuando se presenta ante su superior, Heideman (Karl Michael Vogler) evidencia cierta reticencia a reconocer ante los demás que es hijo de un humilde trabajador en un hotel. En este caso, también cobran relevancia las miradas de los otros. Casi todos los oficiales son de clase aristocrática, como Willy (Jeremy Kemp), ante quien reconoce (tras que advierta que porta en su maleta una fotografía de El barón rojo, Von Richstofen) que aspira a conseguir The blue max (título original de la película), la medalla que se concede tras abatir veinte aviones enemigos, porque infunde respeto y representa la culminación de un ascenso a lo más alto, pero importante matiz, por encima de los demás. Willy apostilla que si es la medalla o el hombre lo que infunde respeto. A Stachel le importa la mirada (cómo le perciban) los demás.

En su primer vuelo, con otro compañero, Fabian (Derren Nesbitt), mientras éste es abatido, él derriba a un avión enemigo. De vuelta en la base, insiste exasperado en que abatió a un avión cuando le comunican que no hay constancia, evidenciando más preocupación por ésto que por el hecho de que un compañero haya muerto. En un nuevo vuelo, en vez de abatir a un avión enemigo, tras matar a su ametrallador, lo captura, forzándole que a que se dirija hacia su base. Pero antes de que aterrice, al ver que el ametrallador se reanima, sí lo abate, para indignación de Heideman (el representante del sentido caballeresco en la guerra), porque cree que fue un gesto meramente cruel, no defensivo. Aunque conjugado con el respeto que les suscita su valor y capacidades, Suscita también el rechazo de sus compañeros, sobre todo cuando Stachel remarca que ahora sí se lo contabilizarán como enemigo abatido. A Stachel no le importa convertirse en nota discordante, aunque suponga desprecio. Su orgullo, amplificado por su procedencia de clase baja, se convierte en pulso de quien se esfuerza en asaltar la posición de poder. La noticia del avión enemigo abatido en el propio campo de aterrizaje alemán llamará la atención de Von Kluggerman (de nuevo, excepcional James Mason), tío de Willy, que ve en Stachel un conveniente héroe, de extracción humilde, como ejemplo incentivador en unos momentos (estamos ya en 1918, último año de la contienda) en que la población comienza a mostrar rechazo contra quienes representan el poder. Se necesitan a héroes que representen al hombre corriente, no que les vean como una elite que decide sin tener en consideración lo que el pueblo desea.

Del mismo modo que a él le utilizan, Stachel les utilizará en sus aspiraciones arribistas, impulsado por su susceptibilidad (por sus orígenes humildes) y su desprecio a la arrogancia de la clase elitista (cuyo escenario se define por los lujos). También se aprovechará de una circunstancia que no deja de suscitar su perplejidad, el hecho de que Von Kluggerman acepte, incluso propicie, su romance con su esposa, la condesa Kati (Ursula Andress). Los roces con Heideman y con Willy (anterior amante de Kati, y el mejor piloto de la escuadrilla, que acaba de conseguir la ambicionada condecoración) irán en aumento. De hecho, la muerte de Willy se producirá por ese ridículo pulso de orgullos y vanidades (se retan a pasar con los aviones bajo un puente, y en uno de los intentos el avión de Willy golpeará una torre y se estrellará). Mientras, como si fuera la estrella privilegiada, Stachel se pliega gustosamente a los requerimientos publicitarias de Von Kluggerman, y disfruta de los placeres con Kati. Como a todo arribista, como por ejemplo el encarnado por George Sanders en La vida privada de Bel Ami (1947), de Albert Lewin, le llegará su fin, cuando estire demasiado la cuerda de su falta de escrúpulos, y alguien que se siente agraviada, como es el caso de Katie, propicie su caída (conocedora de un error por soberbia de Stachel: cuando se adjudicó dos aviones abatidos porque no habían dudado que hubiera sido Willy y no él quien los había abatido). Esa caída, que es también literal, culmina en la magnífica secuencia final, cuando Stachel recibe su anhelada condecoración y tiene que pilotar un avión experimental. Las conveniencias (para Von Kluggerman) primaran sobre otras consideraciones. Sabe por el vuelo previo que ha realizado Heideman que el avión no dispone de la estabilidad necesaria, por lo que decide indicarle a Stachel que realice el vuelo con los correspondientes alardes. La muerte se escucha en off, cómo el avión se estrella, mientras, en plano, Von Kluggerman cierra el expediente de quien ya no será útil. Lo importante es el valor de imagen para el estamento militar, y si en un momento dado es conveniente un héroe vivo, en otro lo puede ser muerto.

lunes, 21 de agosto de 2023

La vida privada de Bel Ami

 

¿Qué tienen en común el pintor Strickland (George Sanders), inspirado en Gauguin, Dorian Gray (Hurd Hurdfield) y el periodista, Georges Duroy “Bel ami” (George Sanders), protagonistas de las tres primeras obras de Albert Lewin, Soberbia (The moon and sixpence, 1943), El retrato de Dorian Gray (The picture of Dorian Gray, 1945) y La vida privada de Bel ami (The private affairs of Bel Ami, 1947)? Todos ellos carecen de escrúpulo alguno en su búsqueda de la detentación de un Absoluto, ya sea el arte, el Ideal de lo Bello o la posición social privilegiada. Los demás, los otros, se convierten en instrumentos o piezas sacrificables, sobre los que pasar por encima si es conveniente, sea traicionándolos o sea destruyéndolos. Strickland subordina todo y a todos, familiares y amigos, para desarrollar su arte, y a entregarse al desatado hedonismo en Tahití. Dorian Gray, bien conocido es, no envejece (por ese trato mefistofélico con su retrato), convirtiéndose en la encarnación de la apolínea belleza, cual esfinge, ya que carece proporcionalmente del más mínimo sentimiento o empatía hacia los demás. Georges Duroy o Bel Ami (por el canalla de la canción homónima), como algunos le llaman, por último, utiliza cualquier estrategia, táctica, alianza o maniobra para conseguir esa posición social de privilegio adinerada y caracterizada por el prestigio y la influencia en el Paris de 1880.

Son retratos de vanidad, cinismo e indiferencia (carencia de empatía) nada lejanos, por cierto, a nuestros tiempos. Pero retratados con un estilo y sensibilidad, o unas formas, de otros tiempos, y no sólo por su distancia temporal, sino por sus maneras novelescas y culteranas, de estirpe decimonónica. Una auténtica rara avis Albert Lewin, incluso en su época. Empezó en labores de producción junto a Irving Thalberg durante la década de los 30, y realizó únicamente seis obras. La cuarta producción, la extraordinaria, y rareza donde las haya, Pandora y el holandés errante(1951), con James Mason y Ava Gardner, curiosamente, parece la contrarréplica a las tres citadas películas. En ésta, un hombre condenado a errar en el tiempo por las faltas cometidas en vida, se enamora de una mujer que arrastra otra condena, la de convertirse en foco de desgracia para aquellos que se enamoran de ella. El sacrificio que ambos realizan, uno por las desgracias pasadas a las que sometió a los otros cuando era pirata, y otra por las presentes, uniéndose en su amor puro y entregado en un tiempo fuera de toda dimensión temporal conocida, se encarna como la respuesta a esos otros seres que destrozan cualquier vida ajena en nombre de su ego. Quizás, también nos viene a decir, una entrega mutua de esa índole parece fuera de este mundo, definido y dominado por seres depredadores, arribistas o cínicos que sólo piensan en su propio beneficio, por su narcisismo inflamado, aprovechándose lo que pueden de los demás.

Un detalle formal singular: El uso de la pintura en estas cuatro obras. Strickland, en Soberbia, es pintor y la creatividad de su obras se contrapone a su mezquindad. No exime disponer de una sensibilidad artística excepcional de ser un miserable. En El retrato de Dorian gray, el cuadro es el espejo de su miseria interior, se descompone mientras su físico se mantiene joven. En La vida privada de Bel Ami, un cuadro, de nuevo en expuesto en color como en el anterior caso, La tentación de San Antonio, de Max Ernst (vencedor del concurso, en el que también participaron Salvador Dalí, Paul Delvaux o Leonor Carrington, entre otros), es el reflejo de una degradación, y no sólo la de Bel ami; es el precio de la tentación de sólo vivir en función de uno mismo (y dando garrotazos a los demás, como representa Garrote, la marioneta que porta desde las secuencias iniciales, cuando toma consciencia de que esa debe ser la actitud en la vida, ir dando garrotazos para evitar la precariedad y las privaciones, como él, que solo dispone de tres francos cuando quedan solo tres días para finalizar el mes). En cambio, en Pandora y el holandés errante, el cuadro que pinta el holandés errante, con Pandora como modelo (el objeto que ya se percibe, concibe, como sujeto), representa la expresión del reconocimiento del otro (la otra), o cómo, por fin, el otro es un espejo que uno reconoce y en el que se reconoce (en su mirada). El otro (la otra) ya no representa algo, ni está emborronado por el propio reflejo de uno sobre lo otro (la otra), sino que es percibido, y hasta admirado, en su singularidad.

Bel Ami es un buen ejemplo de esa criatura rapaz que se adora a sí mismo y que, por lo tanto, piensa que el mundo debe rendirse y subordinarse a su pies, por otra parte, una figura muy, pero muy, actual. La primera secuencia de La vida privada de Bel Ami (adaptación de una obra de Guy de Maupassant, publicada en 1885) en la que Bel Ami vaga por las calles, y se encuentra con su amigo, antiguo compañero en el ejército, Forrestier (John Carradine), periodista, condensa el carácter de su figura. Por su empleo de oficinista, Duroy carece del suficiente dinero, y no sabe cómo conseguirlo. Su amigo, viendo las continuas atenciones de una chica hacia él, le sugiere, con cierta ironía, que debería aprovecharse de su atractivo para las mujeres, y así utilizar su poder de influencia. La oportunidad que pueda ejercer de trampolín, para introducirse en los diversos ambientes sociales de influencia, se le brinda Forestier cuando, además de prestarle cien francos, le plantea que, pese a su falta de experiencia, se ofrezca como articulista en el periódico. Será entonces cuando, pese a que haya despreciado por dos veces, sin escrúpulo alguno y con reiteradas descalificaciones, a la chica que se le ha insinuado, acaba sentándose en su mesa junto a ella En un instante, por una intervención favorecedora ajena, su vida parece disponer de una dirección no concebible hasta ese momento.

Su trayecto, narrado con una ejemplar síntesis, donde hasta el personaje más secundario está definido con precisión, y mediante una serie de afinadas elipsis temporales tan afinadas, está constituido por una serie de capítulos, o piezas de un puzzle, que radiografían el ascenso de este arribista sin escrúpulos, quien hasta los matrimonios los contempla como alianzas o contratos convenientes para avanzar hacia las alturas. Por eso, sacrificará su amor verdadero, Clotilde (Angela Lansbury), porque no es beneficioso, en cuanto útil, y así se lo dice claramente a ella: Los sentimientos no tienen cabida. No es el corazón el que guía sus decisiones sino su mente o actitud pragmática. Por eso, opta por plantear matrimonio a la viuda de Forestier, Madeleine (Ann Dvorak), porque es consciente de su poder de influencia y su sagaz mente (es una mujer, por añadidura, que exige independencia; no acepta sumisiones según la noción tradicional del rol de la mujer). No es que Bel Ami sea una excepción en ese ambiente, sea el del periodismo o el de la política, ya que otros, u otras, actúan, con la misma mentalidad de cálculo, en un juego de tácticas para dominar el escenario de juego, y adquirir el máximo enriquecimiento, la mayor influencia y la posición más ventajosa y provechosa.

La contrarréplica la encontramos en esa turbadoramente bella secuencia en el vestíbulo de la iglesia, como si accediéramos a otro mundo ( también fuera de éste), en donde Bel Ami escucha a Norbert (David Bond), el compositor ciego que toca el órgano, a la vez que conversa con su esposa, Marie (Frances Dee). Otras sensibilidades se palpan en la atmósfera de la secuencia (con una patina de ensueño que contrasta con la atmósfera emponzoñada y opresiva, cortesía de Russell Metty, de otras secuencias), y en los gestos y mirada de Marie. Es otra dimensión sensible, ética, que Bel Ami no logra sentir, por ello no logra entender que ella esté con un hombre ciego que no puede apreciar, admirar, su belleza física. Bel Ami carece de la Gracia que distingue a su marido (ella no necesita ser agasajada por la mirada del mundo, de los otros; ella disfruta de otra música, la de esa conexión excepcional con el otro). Duroy/Bel Ami es la mirada, actitud, pragmática que concibe toda relación como una serie de intercambios de egoÍsmos simulados, convenientes, como meros funcionales peldaños de ascenso. Hasta un título nobiliario intentará comprar Bel Ami. Nada le detiene en su propósito. Pero siempre habrá alguno, o alguna en este caso, de aquellos de los que se ha aprovechado, o que ha pisado o rechazado, que quizás se la devuelva cuando más confiado se sienta ya tocando el trono del Cielo al que aspira. Y entonces añorará lo que pudiera haber sido su vida si hubiera optado, sencillamente, por encauzar su vida con la mujer que amaba.