Se podría ver, de entrada, El signo del zorro (The mark of Zorro, 1940), de Rouben Mamoulian, como un reflejo de los tiempos. Frente a la reticencia del gobierno norteamericano a intervenir en la guerra, y seguir prefiriendo mantener cordiales relaciones diplomáticas con el gobierno alemán, en Hollywood alentaba un ánimo comprometido que no cejaba, de modo más directo o de modo más solapado, de concienciar y de llamar la atención, desde mediados los treinta (e igual en el cine británico) sobre la pérfida amenaza que se expandía en Europa (este mismo en año, en la notable El halcón del mar, de Michael Curtiz, se asociaba a las ansias imperialistas de Felipe II de lograr que en el mapa del mundo sólo existiera la palabra "España" con las del tercer Reich). Ambas actitudes podrían equipararse a las de Diego Vega (Tyrone Power) que, cuando vuelve a California de la Escuela Militar de Madrid, se encuentra con que ahora ya no es su padre, Alejandro Vega (Montagu Love), el alcalde sino otro, Don Luis Quintero (J Louis Bromberg) quien, con la ayuda militar del capitán Esteban Pasquale (Basil Rathbone), ejerce el abuso de poder, enriqueciéndose a costa de la población. Su padre, un caballero, no concibe como opción el enfrentamiento armado porque según él implicaría que se rebajaría al nivel de Quintero y secuaces. Diego, entonces, decide optar por la acción, por la resistencia armada en solitario, pero bajo la máscara de otra identidad, la de El Zorro (más claro no se puede predicar sobre la necesidad de que el país tome una postura comprometida). Su mascarada necesitará otra mascarada, actuar como si fuera lo opuesto, un remilgado y melifluo petimetre.
También puede contemplarse al Zorro como una mezcla de Pimpinela escarlata y de Robin Hood. Con respecto al primero, por su doble máscara: De cara a los demás actúa como un atildado y amanerado petimetre que exaspera e irrita a unos, como a su padre o Fray Felipe (Eugene Pallete), que ven en él a una patética figura sin ninguno de los atributos deseables de virilidad, valor o sentido del compromiso, como figura inocua e irrisoria para sus contrincantes, pero a otros, Quintero y Esteban, les parece, de modo conveniente, una figura inocua, incluso risible. Con respecto al segundo, se equipara en su lucha contra quienes detentan el poder, y su propósito de repartir entre el pueblo el botín de sus robos a los tiranos. El signo del zorro supera a la versión realizada dos año antes, Robin de los Bosques (The adventures of Robin Hood, 1938), de William Keighley Michael Curtiz, la supera, por ejemplo, en un importante aspecto: cómo integra de modo armónico la comedia en su trama. Si en Robin de los bosques primaba el trazo grueso, en la de Mamoulian prima la sutil ironía, sobre todo en las secuencias relacionadas con las escenificaciones de Diego como atildado petimetre (en este sentido, hay que alabar la excelente labor del subvalorado Tyrone Power, quien sabe rehuir el riesgo de la afectación con aguda viveza).
En ese juego de máscaras hay que destacar una de las secuencias más logradas, la relacionada con el primer encuentro o diálogo con la que será su amada, Lolita Quintero (Linda Darnell): tras una incursión en el reducto del tirano Quintero, para fugarse se oculta bajo los hábitos de un monje; Lolita cree que es Fray Felipe y solicita una confesión, en la que revela su insatisfacción con su vida y sus dudas si ingresar como monja, lo que Diego (con su rostro en sombras por su capucha; cuyos ojos se visibilizan en específicos instantes; casi como una coreografía de luz y oscuridad) cuestiona haciendo hincapié en sus encantos. Se crea una intensa y sensual situación entre ambos que propicia que ella, cuando advierta bajo el hábito su espada, no lo denuncie ante los soldados que entran. Situación que tendrá su continuación, en cuanto a intensidad sensual, en el baile que compartirán secuencias más tarde, él bajo otra máscara, la de su petimetre personaje: en el baile se revela de un modo más manifiesto lo que las máscaras no pueden esconder, el exultante deseo que ambos comparten, es decir, su sintonía: sus cuerpos conversan, fluyen, de modo natural. Otra singular danza, aunque opuesta, será el magnífico vibrante duelo del climax entre Diego y Esteban (por cierto, sin dobles: Rathbone salió con dos arañazos en su frente, declarando su admiración por la maña de Power). El signo del Zorro es una estimulante y exultante muestra del género de aventuras, como reflejan los mismos acordes musicales del tema principal, compuesto por Alfred Newman, que Max Steiner emulará en otra gran obra del género, El halcón y la flecha (The The flame and the arrow,1950), de Jacques Tourneur.
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