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miércoles, 30 de noviembre de 2016

Midnight special

¿Qué sabemos ver? ¿Cómo miramos? La luz no es salvación ni es un arma, la luz simplemente revela. Los límites de la realidad en buena medida corresponden a los límites de la percepción. No se quiere mirar a un fuera de campo que es incógnita de posibles. Se quieren respuestas, y las respuestas se asemejan pronto a los juicios, a las condenas, a las mullidas liberaciones que eximen del esfuerzo de las interrogantes que buscan el discernimiento. ¿Cómo desciframos lo real? Por lo tanto, ¿qué realidad construimos?. ¿Qué necesitamos, qué anhelamos, cuáles son los límites que nos imponemos, que no sabemos ni queremos superar?. 'Midnight especial' (2016), de Jeff Nichols comienza con el plano de un esparadrapo que tapa la abertura de una mirilla. Y culmina con una mirada que sonríe, una mirada que mira hacia un fuera de campo que es luz de amanecer. Su cabeza está cubierta de pequeños esparadrapos. Pero la mirada ya logra ver, ve la luz porque ya sabe cuál es su materia, su 'posibilidad'. 'Midnight special' sigue el trayecto de una luz que es perseguida. Sigue el trayecto de la liberación de una luz abocada a la noche, aquella que está prisionera de la espesura de nuestros límites. Sigue el trayecto de una luz que evidencia qué poco sabemos ver de lo que hay a nuestro alrededor, perdidos en miradas que sólo ven armas o buscan salvaciones, o simplemente no saben ver porque no se preocupan de ver, porque ya no hay inquietud en este mundo de miradas ensimismadas. Si hay realidades que no somos capaces de percibir, Nichols construye el relato sobre la incógnita y la insinuación.
En primer lugar, el enigma que se convierte en motor y cuerpo de la narración. Pronto,se logra intuir la condición singular, más bien insólita, del niño de ocho años, Alton (Jaeden Lieberher). La primera vez lo vemos es una luz, proyectada por la linterna que porta, bajo una sábana, como un fantasma. Las apariencias, por lo que lo transmite el medio televisivo, son las de un secuestro, realizado por su padre, Roy (Michael Shannon) con la complicidad de su amigo, Lucas (Joel Edgerton). Para una secta, con la que vivía desde hace dos años, es una pieza transcendental, una entidad simbólica que representa la salvación ante un inminente apocalipsis. Por lo tanto, por su utilidad beneficiosa, como mercancia religiosa, debe ser recuperada. Para tal propósito, cualquier medio es válido, incluida la violencia, aunque tenga que ser ejercida por quien no está acostumbrado a ello, alguien, como señala, que es sólo un electricista. Pero la misión, por lo tanto la subordinación a un propósito elevado, implica la enajenación (una realidad falsificada para el ser común para alimentar su ilusión de singularidad aunque sea mediante la posición privilegiada en un apocalipsis: no es nada en esta vida, pero será alguien especial en ese imaginario tránsito). Para el gobierno es, en cambio, una amenaza, una posible arma. Su capacidad de leer signos y coordenadas de los archivos secretos gubernamentales suscita la suspicacia sobre cuáles son los propósitos, aunque les desconcierte sobremanera que sea un niño de ocho años quien es capaz tanto de hablar diversidad de lenguas como de saber, de un modo enigmático, esos datos que nadie debe saber (una realidad conveniente, de dramaturgias secretas del teatro geopolítico, que se mantiene oculta para el ser común). Para unos y otros el niño representa algo, salvación o arma.
Progresivamente la condición insólita del niño, sobre el que las interrogantes se escurren, se irá evidenciando: esa potente luz que emana de sus ojos, por lo que debe vivir siempre en tiempo de noche; es capaz de reproducir en lengua hispana lo que un locutor de radio (que no se oye de modo explícito según nuestras capacidades auditivas) está diciendo; provoca que los fragmentos de un satélite caiga sobre la gasolinera (porque siente que le observan). Tiene la capacidad de escuchar y ver más allá de lo que cualquier humano pueda escuchar y ver. Transgrede la percepción que tenemos del espacio, de su (re)presentación: en un monitor se le ve en una posición, y en cambio a través del cristal se le ve en otra. Esa es su poderosa, y subversiva, condición, más allá de que el enigma se resuelva y se revele su pertenencia a una realidad que no vemos, pero está ahí, como una capa o nivel que quizás no veamos porque no sabemos ver.
En segundo lugar, la caracterización de los personajes principales se define por la insinuación y la sugerencia, más bien por la percepción de los talantes: Roy parece una sombra de expresión grave y pesarosa, un rostro permanente fruncido, de ahí el poderoso contraste con su expresión amplificada, sonriente, en el plano final. Ya se ha superado casi la mitad de la narración cuando se revela quién es Lucas y por qué acompaña a Roy, o cómo se unió a él, un amigo al que no veía en años, que un día apareció en su puerta y solicitó su ayuda. El detalle de que no dudara en unirse a él, por amistad, pese a las interrogantes sobre la desconcertante condición de su hijo Alton y su condición de perseguido por la ley, dice mucho de él, como bien expresa su mirada, compasiva, solícita. Es alguien que mira de frente, alguien que confía y se entrega. Los semblantes y los cuerpos de Roy y Sarah (Kirsten Dunst) que transmiten fragilidad, como si se hubieran recuperado de una conmoción, insinúan una realidad herida que les obligó a desprenderse de su hijo por circunstancias que les superaron, y que ahora intentan recuperar, como si se recuperaran a sí mismos, náufragos de una realidad que sacrificó la luz porque prefirió las suspicacias y la enajenación, las armas y las salvaciones de pantallas que son mero ensimismamiento. 'Midnight special' alza nuestra mirada para que nos asombremos con todo lo que nos hemos olvidado de mirar y de querer conocer. David Wingo, en una nueva cautivadora colaboración con Nichols, compone una magnífica banda sonora que se funde con la narración como una segunda piel

martes, 29 de noviembre de 2016

Paterson

Constantes y variables. Rutina y poesía. El día a día es como una línea de autobús con sus correspondientes y previstas paradas. Cada día realizas las mismas o parecidas acciones, los mismos rituales, despiertas junto a la mujer que amas, tomas ese desayuno que te gusta, estableces un semejante intercambio de frases con tu superior, por lo menos su sentido no diverge, realizas tu tarea de conductor, escribes algún poema que comienzas a crear antes de arrancar y desarrollas sentado ante una cascada sobre la que destaca un puente, paseas al perro aunque no sea lo que más te apetezca, bebes una cerveza que puede ser otras tantas cervezas en el mismo bar, eres testigo de otros capítulos de la vida de los mismos personajes con los que te cruzas día sí y día también y conversas con la mujer que amas. En 'Paterson' (2016), de Jim Jarmusch, Paterson (Adam Driver) es conductor de autobús y poeta, es uno y otro, es inercia y es impulso, alguien que parece querer postrarse y alguien que sabe reaccionar como una cerilla que se enciende cuando se produce una circunstancia imprevista que parece peligrosa, como que alguien saque una pistola por despecho amoroso.
En la línea de puntos de la circulación de la vida se producen a veces rimas, y a veces no. A veces sientes que conectas, en otras no. Sientes que encuentras tu gemelo, que encuentras tu reflejo en alguien, o tu entorno, o la vida que llevas. O te siente fuera, ajeno, solo, desconectado, frustrado. Paterson se llama como el pueblo que habita. Paterson conoce a una niña poeta que ha escrito un poema sobre una cascada, como él escribe sus poemas,en un interludio que es respiración en el trasiego cotidiano, ante una cascada, como al llegar casa se percata de la fotografía de una cascada. La poesía no deja de ser encontrar la sensación de fluir en la entumecida circulación de la rutina. Hay millones de moléculas que varían mientras otras permanecen constantes. Paterson no deja de cruzarse con gemelos. Paterson encuentra en la mujer que ama, Laura ( Golshifteh Farahani), su gemela, su hogar. En cambio Everett (William Jackson Harper) sufre la desconexión, el abandono de la mujer que ama, y no logra asimilar que ese relato no tendrá continuidad, que la historia se terminó, que no habrá manera de reiniciar la conexión. No es su gemela. La realidad no se pliega a la voluntad o deseo siempre que queremos. Paterson se siente más bien conciliado con su vida, pero en cambio su superior no deja de relatar cada día una serie de contrariedades que amargan su vida.
La distinción, la singularidad, reside en tu mirada, en cómo extraes poesía, música, de cualquier detalle con el que te encuentras entre la espesura de constantes, son los fulgores de lo peculiar, los fulgores que tu misma mirada, tu percepción, convierte en música, poesía, sea una caja de cerillas que deriva en un canto de amor, tu percepción del tiempo que deriva en una reflexión sobre las diversas dimensiones y un uhm (siempre lo que se escurre entre las palabras y a las palabras) que es esa interrogante que no deja de encender tu mirada y percepción y te arranca y rescata del aturdimiento de parecer cautivo de una rueda que es siempre la misma como el mismo recorrido que realizas con tu autobús. Una cerilla se enciende, y sus letras parecen un megáfono, la mujer que amas, Laura, que se llama como la mujer que amaba Petrarca, te enciende, y te hace sentir que la vida se amplifica, parece que se habita de un modo singular y diferente, como esas cortinas que Laura diseña. Con Laura cada día parece singular como ella logra que el ámbito del hogar parezca distinto con sus ocurrencias. Es un dulce que anima el amargor de la rutina como esos dulces que ella cocina de diseño también tan peculiar. Es música, quiere aprender a tocar la guitarra, y te hace sentir que cada día aprendes a tocar acordes distintos.
¿Cómo miras tú y cómo mira Marvin? ¿Divergen ambas miradas o se reflejan?: Miras la cerveza cada día, y puede que te preguntes por qué una y otra vez, por qué es el mismo espacio encima de la cama cuando despiertas. Si la cerveza es sólo cerveza puedes quizás acabar sintiéndote como el que tuvo que asumir que la mujer que amaba no le correspondía. Una caja de cerillas es mucho más que una caja de cerillas. El espacio que ves una y otra vez cuando despiertas es también el de la mujer que amas que siempre despierta a tu lado, desnuda. Las conexiones se pueden realizar donde y con quien menos las esperas, a veces la vida te sorprende con imprevistos trayectos o no previstas paradas. Puede ser un hombre de otras tierras, un japonés que está de paso, en tránsito, como tú no dejas de sentirte a veces hombre en tránsito y hombre extraño de otras tierras. En el extraño encuentras un cómplice, un gemelo, una conexión imprevista, es un hombre que ama la misma poesía que tú, que escribe poesía como tú, que mira como tú, y que, precisamente en ese entorno que parece ser el emblema de que fluyes y encuentras conexiones, las cascadas y el puente, vuelve a darte cuerda, con el regalo de un cuaderno en blanco, y logra que arranques como un autobús que se estropeó por un cortocircuito eléctrico, y tu mirada vuelve a reanimarse, a encontrar en los detalles de la vida, los pasajeros de la línea de autobús que conduces, los objetos que te rodean, la página en blanco en la que trazas la poesía de tu mirada singular. El uhm también es un ajá.

domingo, 27 de noviembre de 2016

Los inútiles

Un carnaval, una fiesta de disfraces, no es más que el ilusorio interludio que oculta las insatisfacciones y frustraciones. La imagen de un ebrio Alberto (Alberto Sordi), disfrazado de mujer, sosteniendo el espantajo de un cabezudo, como si fuera su reflejo, condensa su escisión, la configuración de su vida sobre el autoengaño y la evasión, una imagen deformada de una vida cotidiana entretejida con vanos rituales que demoran el enfrentarse a las propias carencias. Por un instante, Alberto siente vértigo. Por un instante, se abre el telón como se levanta la costra de una herida. Su vida es un escenario en el que transita ensimismado, como quien cree que clava con un alfiler el tiempo. Pero este se fuga, como su hermana desaparece de su vida, no de escena. Hasta ahora las reprimendas a su hermana eran parte del repertorio en que había constituido su vida, hijo convertido en mascota de su madre en la que se refugiaba mientras dejaba su vida desperdiciarse en vanos recreos, y fútiles disipaciones, como un adolescente que no es consciente de que ya no lo es pero aún vive y actúa como si lo fuera. Sus reproches a la hermana, para que no hiciera daño a la madre, con sus amores clandestinos, no eran sino una complementaria forma de autoengañarse, como adolescente que se cree que actúa como adulto. Alberto es uno de los 'vitelloni' de 'Los inútiles' (I vitelloni, 1953), de Federico Fellini.
Ennio Flaiano, uno de los guionistas junto a Fellini y Tullio Pinelli, comentó que el término 'vitelloni' era una deformación de 'vudelloni', el intestino largo o persona que come mucho, un hijo que sólo come pero no produce. Son jóvenes sin empleo que viven de la familia. Su estación estelar es el verano, en el que dan rienda suelta a su gusto por los placeres epicureos, y permanecen en hibernación durante el resto del año. Viven fueran del tiempo, como si no fueran conscientes de su discurrir, como si renegaran de dar el paso a la vida adulta que implica asunción de responsabilidades. Su modelo y guía es Fausto (Franco Fabrizi), el seductor que afanósamente intenta conquistar a cualquier mujer que le resulte atractiva (y el espectro de posibles no deja de ser amplio), despreocupado de las consecuencias de su seducción. Fausto no ha tenido que vender su alma para alcanzar la inmortalidad. Vive felizmente sin los escrúpulos ajenos a la noción del paso del tiempo, como quien aún se siente inmortal. La sucesión de avatares que sufre a lo largo de la narración no dejan de reflejar ese forcejeo entre su inclinación a la inconsciencia del niño o adolescente irresponsable y una realidad que no deja de de llamarle al orden, como un carraspeo que se convierte en reglazo en los nudillos.
Fausto deja embarazada a la hermana de uno de sus amigos, Moraldo (Franco Interlenghi), por lo que se ve forzado, por la presión del padre, a convertirse en un adulto, en alguien útil, al asumir sus responsabilidades casándose con ella. Pero en cada recodo de su trayecto vital se encuentra con una tentación que no puede desaprovechar. Significativamente, la primera será en una cine. Fausto no se resigna a vivir en la cruda realidad, sino que desea seguir sintiendo que es protagonista galán en una pantalla. No puede asumir que su vida se fosilice, como un objeto apartado ya convertido en antigualla porque renuncia a la vida, por lo que también seduce a la esposa de su jefe en la tienda de antiguedades donde trabaja. Una y otra vez, como un niño travieso deja la mano que le agarra y echa a correr tras una fantasía, pero vuelve al redil, a la relación que le confronta con sus responsabilidades, al hecho de que ya no sólo es hijo sino también padre. Por su lado, el entusiasta escritor, Leopoldo (Leopoldo Trieste), colisionará con la real y siniestra condición de ese mundo idealizado del arte a través del inquietante actor, Sergio (Achille Najeroni), quien deja palpable que el acceso a la ilusión pasa por la sórdida condición del intercambio. Absorto y arrobado en la lectura de su obra, la pantalla de su sueño, alza la mirada y descubre que ambos son dos figuras solitarias en la intemperie de la noche, que aquel que parecía escucharle y que podía posibilitar que su sueño se hiciera realidad, le guiaba más bien hacia un rincón oscuro en donde dar rienda suelta al placer carnal. El cumplimiento de los sueños exige un peaje.
Inmovilidad o movimiento vital. Figuras inmovilizadas que contemplan desde la orilla la vida en la que no se deciden a sumergirse. Figuras que ignoran que dejan la vida pasar, inmóviles en las arenas movedizas de la peana en la que permanecen detenidos como estatuas (como ese camarero, a su vera, de mirada perdida, que hiede a vida truncada, mientras juegan una vez más al billar; o la talla del ángel que Fausto y Moraldo intentan vender en monasterios o conventos, cual precedentes de los estafadores de 'Almas sin conciencia'). Los componentes de este grupo de amigos, por un lado, viven en la autocomplacencia o ensimismamiento, y por otro se pliegan o se resignan a lo que la realidad inmediata les ofrece, adaptándose, subordinándose. Sólo uno de ellos, Moraldo (Franco Interlenghi), alter ego del cineasta, abandonará (o escapará de) este pueblo de provincias, esa Rimini natal del propio Fellini, que convierte en emblema emocional de la raíz que pudo haberse convertido en cadena. Moraldo mira hacia atrás en el tren que se marcha y hacia una vida que abandona, de la que se libera, y de la que se despide con añoranza, condensados en esos travellings de retroceso sobre cada uno de sus amigos en sus hogares, o prisión de provincias de la que no saldrán. En la estación sólo está presente Guido, ese niño de doce años que tiempo atrás con el que se había cruzado en plena noche. Mientras él retornaba de una de sus juergas, el niño se levantaba a las tres de la mañana para dirigirse a realizar su trabajo como ferroviario en la estación. Era el reflejo de lo que podía ser, su caustico reflejo distorsionado (las responsabilidades de ser adulto a través de un niño).
Paula, la niña en la secuencia final en la playa de 'La dolce vita' (1960) refleja por contraste la degradación de Marcello (Marcello Mastroiani). Su rostro demacrado sentencia la asunción de una renuncia, de una resignación a ser un vano espectro más sin conciencia ni escrúpulos, cualidades que no parecen tener cabida en la realidad que habita. Por eso, es ya incapaz de oír (entender) a Paula, emblema de la nobleza o inocencia, que le grita al otro lado del pequeño entrante del mar (como si fuera una herida ya imposible de curar, una distancia ya insalvable). En cambio, el niño Guido refleja, no sin ironía, la asunción y determinación de Moraldo de convertirse en un adulto, de ponerse en movimiento, de decidirse a configurar su propia vida y responsabilizarse de la misma, en vez de vivir estancado en una fantasía o subordinado a un escenario programado, esa vida predeterminada y restringida de acciones rituales que nos pueden atrapar en el cepo del hábito y la inercia, en la avenencia que es concesión, y desaparecer en la impersonal intercambiabilidad de ser uno más en los compartimentados ritos de paso de la vida. Los que hay que logran rebelarse, y protestar, o probar en otro lado, conscientes de lo real, de que el tiempo se fuga, y de que la vida no deja de ser un escenario, pero por lo menos se puede luchar por intentar configurar el propio, como Moraldo. Son, como el propio Fellini, los que alientan la posibilidad del cambio, la superación y la mejora del espíritu humano. Los que no dejan de dirigirse hacia delante sin olvidarse de mirar atrás. Los que se internan en territorios desconocidos sin olvidarse el equipaje de la memoria, porque en el contraste entre lo que se fue y puede ser se propulsa la reflexión que habilita los umbrales. Nino Rota compuso otra hermosa banda sonora en su larga y fructífera colaboración con Fellini.

viernes, 25 de noviembre de 2016

El increible hombre menguante

Ese singular fenómeno que llamamos vida está definido por cómo nos relacionamos con ella. Sobre unas medidas y proporciones que adquieren los rasgos del hábito y la adaptación (después viene la mecánica inercia). Quien se interroga quiebra los engranajes, pierde el paso o impulsa otro tipo de paso. Pero ¿y si un fenómeno fuera de lo corriente te precipita en una situación fuera de toda medida o proporción de relación con la realidad? Miras de frente y ves una nube que se aproxima, y la pantalla de la realidad se modifica, y puede ser el rostro de un gato o los rasgos de una araña. Quizás sientas que ya la carencia de límites, pues sobre límites instituidos configuramos nuestra relación con la realidad, es una prisión.¿Cuáles son los barrotes de nuestra celda, los límites que imponemos o la mutabilidad de la relación con el entorno, la pérdida de centro? Es lo que le sucede a Scott (Grant Williams), que descubre que está menguando, en 'El increible hombre menguante (The incredible shrinking man, 1957), de Jack Arnold, con guión de Richard Matheson, que adapta su propia novela.
Primero, Scott percibe que la ropa le viene grande. La relación de adaptación a la realidad se realiza sobre ajustes, cómo te vistes la realidad, las medidas son las adecuadas, todo funciona en su adecuada proporción. Si hay desajuste, la relación entre el yo y la realidad se desestabiliza. La desestabilización pudiera posibilitar la modificación de percibir y habitar la realidad. Cuando los médicos informan a Scott de que su anómala degeneración, su mengua, fruto de una aleatoria combinación de radiación y sustancia fumigadora, parece irremisible, su esposa, Clarice (April Kent), le dice que le apoyará en todo momento sea cual sea la derivación de su degeneración, encuentren o no una cura. La sonrisa confortadora se demuda cuando a Scott, en ese instante, se le cae el anillo de casados. La voluntad se ve demolida por la ineluctabilidad de una certeza, La firmeza de los sentimientos se ve derrumbada por la impotencia, por la desesperación que irá transfigurando la forma de relacionarse con quien ama como se acrecienta progresivamente el desajuste de proporciones entre los dos que se aman. Uno y otra ya habitan la realidad de un modo diferente, desde perspectivas que cada vez divergen más. Scott siente que se aleja, que se reduce su posibilidad de relación con el entorno. Se ve como un adulto con estatura de niño, o desde otra perspectiva, como un enano en un mundo de gigantes. Es una anomalía, un monstruo, una atracción de feria. Su último reducto de relación con quienes le rodean son enanos en una feria. Pero también pierde contacto con ellos, cuando su mengua prosigue, distanciándole de unos y otros.
La distancia define progresivamente su vida, con respecto a la realidad que consideraba familiar, con la que se reconocía, en la que se sentía pieza entra otras piezas de un engranaje que transmitía ilusión de certeza, previsión y familiaridad. La alteración de relación con la realidad se radicaliza. La normalidad se ve transgredida. Ya no se habita el mundo como la realidad consensuada por aquellos que se sienten integrados, normales, sino que es un Otro. La relación con otras criaturas se modifica. Su gato ya no es alguien a quien arrulla antes de dormir sino un amenaza que quiere devorarle, o jugar con él, como una aleatoria encarnación del destino que se descubre ahora caprichoso. O debe enfrentarse con una araña por el dominio de su propia realidad. El sótano de la casa se convierte en escenario transfigurado, inhóspito, en el que debe extremar sus reflejos de supervivencia para no desaparecer de una existencia en la que ha empezado a ser invisible. En una realidad modificada, por variación de proporciones, una caja de cerillas puede ser el compartimento en el que poder refugiarse para dormir, un lápiz ser el objeto sobre el que sostenerse cuando le arrastran las aguas hacia el colector, una aguja la espada con la que combatir a la araña, un hilo la cuerda con la que ascender por un cajón, unas tijeras el lastre con el intentar arrastrar a la araña al vacío tras clavarle una aguja que ha convertido en garfio al que va atado un hilo que une a las tijeras.
Y decrece, y decrece, hacia el infinito, sin límites. Es nada y es otra cosa, y tiene que buscar el sentirse algo. Y eso conlleva una relación con la realidad, con la vida, que implica modificación de adaptación continúa para sobrevivir. Porque la realidad ya es un espacio hostil de modo extremo. Ya no podrá encontrar la placidez de la inercia establecida de la adaptación y ajuste a unas medidas y proporciones. Su relación con la realidad no dejará de alterarse. Y así será hasta el infinito, hasta que un día desaparezca cuando quizá se enfrente a una bacteria. Pero mientras, en el proceso de asunción de la naturaleza cambiante de su relación con el entorno, de adaptación a la permanente y sucesiva modificación en abismo de la adaptación a la realidad, Scott ha encontrado cómo sentirse algo, alguien, infinitesimal e infinito a un mismo tiempo, en el hecho de luchar por su propia vida, por su propia existencia, da igual la medida o proporción en la que se relacione con la realidad.

jueves, 24 de noviembre de 2016

Aliados

Dos personas se atraen. En su tanteo, actúan, simulan, urden estrategias, promocionan una versión mejorada de sí mismos, o la que creen que el otro puede valorar más. Quizás disimulen lo que sienten, mientras intentan discernir qué siente el otro. En ciertos tiempos, o en ciertas sociedades, se formalizaba el proceso de cortejo. Uno y otro conocían los pasos que el procedimiento requería para conseguir el fin establecido o deseado. Los roles estaban bien perfilados. Se seguía la línea de puntos y se alcanzaba la meta, o se era rechazado como pretendiente, pero entre medias al menos no se extraviaban en difusos procesos. Si no hay formalizaciones, la incógnita o incertidumbre entra en juego como las variaciones de una meteorología que alterna borrascas con anticiclones del modo más imprevisto. Más que un pretendiente, lo que hay son contendientes. Y la finalidad es conseguir convertirse en aliados. Hasta que se consolida ese estado, la disputa es un juego de representación, una partida de ajedrez, un intento de definir una coreografía conjunta sin conocer un previos pasos de baile establecidos por pautas instituidas de cortejo. En ese proceso se es otro, se actúa, para lograr discernir cómo es el otro. Claro que toda consecución establecida sobre unos modos de actuación, más que exposición, puede generar dudas sobre quién es el otro, quizás la consolidación de esa alianza se sustenta sobre superficies, y la duda o la vacilación no dejen de aparecer con el paso del tiempo, como grietas que comienzan a resquebrajar una máscara, o una capa de pintura. Al fin y al cabo, de quién te enamoraste, quizá de un actor o de una actriz, de un personaje que buscaba priorizar las facetas más seductoras. Es un escenario, y lo real es un desierto. De repente, irrumpe una figura, y hay que encajarla en el contexto. Llega del cielo lo inesperado, y su rostro no es visible. Hay que intentar averiguar cómo es. Y no sabes cuánto pueden durar los procesos. Puedes dudar que tras una máscara haya otra, y al final sólo el vacío. La magnífica 'Aliados' (Allied, 2016), de Robert Zemeckis, con guión de Steven Knight, se inicia con una imagen del desierto. Irrumpen las piernas de un paracaidista, Vartan (Brad Pitt), un militar canadiense del ejército británico.
Vartan y Marianne (Marion Cotillard) se conocen en medio de una representación. Actúan con identidades que no tienen que ver con ellos. Simulan que son un matrimonio, aunque no se conocieran de antes. Pero la simulación tiene un propósito. Tienen que realizar una misión, asesinar al embajador alemán en Marruecos. Se ajustan a unos papeles, y la emoción brota entre la mascarada. Otro juego escénico delata lo que se gesta entre ambos. Cuando él le reprende por no percatarse de quitar el seguro al arma en las prácticas de tiro, poco después ella se desabrocha la camisa para probar si él tiene 'otro' seguro puesto. La devolución escénica indica la latencia de unos sentimientos en gestación, que se visibilizan en términos de contienda. La atracción va abriendo brecha en la simulación, y los sentimientos se desabrochan definitivamente mientras una tormenta de arena les rodea en el coche. La cámara gira alrededor de ambos como un torbellino, y ya anuncia el que sacudirá sus vidas un año después, ya en Londres. Ya consolidada la relación, ya establecido un escenario que se supone manifiesto, sin pliegues ni dobleces, surge la duda que interrogará si lo que es visible no será una representación. Cuando a Vartan le comunican que sospechan que Marjorie sea una espía alemana, él recordará las palabras de ella cuando aseveró que para fingir adecuadamente había que sentir lo que se suponía sentir. Los límites entre ser y representación por lo tanto son difusos. Aunque duda de que la mujer que ama no se corresponda con quien aparenta ser, al mismo tiempo la duda contraria establece su semilla, aunque otra interrogante más se sume posteriormente, cuando se plantea otro quizá: quizá le estén probando antes de ofrecerle un cargo superior. Sea la razón que sea, la tormenta de arena ofusca la percepción de Vartan. En la fiesta en la que le plantean esa segunda posibilidad, un avión alemán está a punto de estrellarse sobre su hogar. Cae en las cercanías. Pero Vartan no sabe si son sus dudas las que están haciendo tambalear su hogar o si la mujer que ama es quien dice ser. Se cuestiona al mismo yo, como a la propia realidad, la condición de los otros. Quién es ella, qué percibo yo.
En ese trayecto de esclarecimiento se estira la cuerda de la tortura de la expectativa, como modélica aplicación de un genuino tropo del melodrama: Vartan necesita la corroboración de aquellos que la conocieron antes que él. El primero ya no ve, el segundo está al otro lado del canal, envía la foto con un aviador, pero este es derribado, debe él mismo realizar un vuelo hasta Francia, pero cuando llega se entera de que está detenido por la policía, debe asaltar la comisaría, y para remate deberá enfrentarse con unos soldados alemanes. Una imagen es la enseña de su duda: una imagen rota: es la imagen de su boda, de la que ha cortado su propia figura. Ha perdido la visión como ese primer testigo, que ahora le reprocha que por una orden suya perdiera un ojo, y casi la vista del otro. Vuela, pero las hélices de su discernimiento están atascadas, como si hubiera perdido altura, abatido como ese avión que a punto está de estrellarse sobre su hogar. Lo que parecía ser quizá sea una apariencia movediza, por eso se hacen necesarias de nuevo las estrategias iniciales del cortejo para saber qué actitud tiene el otro. Se siembre de trampas, para ver si el otro cae, y así de ese modo se desvelen sus intenciones, su implicación. ¿Quién es aquella que amo?. ¿Si ella es lo que dicen, una espía alemana, además implica que es falso que me ame, también es eso parte de la representación? Si ella no es lo que parece por extensión él es nada, un ojo vacío, un hombre que no sabe ver, y que ama una mera ilusión: ¿es ella un rostro que ha superpuesto sobre un desierto vacío sobre el que simplemente ha caído?. En la bellísima coda se realiza, en un prodigioso ejemplo de condensación, la perspectiva de quien hasta entonces era una pantalla difusa sobre la que forcejeaban las conjeturas. Sólo en un instante se había quebrado el punto de vista, como una fisura que ya dejaba entrever, por la mirada de la extraordinaria actriz francesa (que además mira hacia el fuera de campo, como ella se ha convertido en un incierto fuera de campo para el hombre que ama), lo que en esa coda se desvela: lo que ella siente, cómo se ha sentido, por qué actuaba como actuaba. Queda entrevisto lo que pudiera haber propiciado otro relato alternativo desde su perspectiva. Y queda la dolorosa huella de la dificultosa consecución de una alianza sin que entren en juego los torbellinos de las tormentas de arena que convierten el territorio de los afectos en una contienda o una espesura difusa que quizá sea la cuenca de nuestro propio ojo vacío. Alan Silvestri compone una notable banda sonora