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miércoles, 30 de enero de 2019

Green book

El trayecto de una conciliación. El libro verde al que alude el título (Green book), alude a The negro motorist green book, una guía que, desde mediados de los cincuenta, utilizaban los viajeros afroamericanos para encontrar lugares de hospedaje que fueran receptivos a su condición étnica. Esa guía le facilita el pianista afroamericano Don Shirley (Maseharla Ali) a quien, durante ocho semanas, que comprenden noviembre y diciembre de 1962, contrata como chofer y asistente, el italo americano Tony 'Lip' Valleronga (Viggo Mortensen), para una gira que realizará, con los otros dos componentes (ambos blancos) de su trío, en el profundo Sur. Asistente. Pero no mayordomo, puntualiza Tony cuando el músico le propone los términos del contrato. Tony pertenece a un ambiente, un subgrupo dentro del universo blanco, que considera a los negros una categoría inferior e incluso una posible amenaza: en una de las primeras secuencias, Tony se levanta de la cama y descubre para su sorpresa que están presentes en la cocina varios parientes y amigos. El motivo: hay dos técnicos afroamericanos que han venido a realizar una reparación, por lo que, según ellos, su esposa, Dolores (Linda Cardellini), no puede estar sola, vulnerable, con ellos. Como si su presencia sólo pudiera ser perturbadora o infecciosa: El mismo Tony decide tirar a la basura los dos vasos que han utilizados los técnicos para beber agua (detalle que advierte, con gesto reprobatorio, su esposa). Por otro lado, ya se nos ha mostrado previamente, en su trabajo como guardaespaldas en un local, cuán contundente puede ser Tony en el uso de la fuerza bruta. Por tanto, su contratación para trabajar con un hombre afroamericano puede anunciar ciertas tensiones, más aún sí el músico se presenta, en sus dependencias, rebosantes de ornamentos que evidencian un lujo que parece inalcanzable para Tony, sentado en un trono. Como si la tortilla étnica se hubiera vuelto del revés. Pero no es esa la dirección que tomará la narración. En primer lugar, Tony no es como parece. Sus acciones se revelarán más mediatizadas por un entorno que relacionadas con una inflexible convicción íntima. Y, además, se evidenciará que no es la étnica, o no sólo, la primordial causa de colisión sino la posición social (como también evidenciaba la reciente Viudas, de Steve McQueen).
Green book (2018), de Peter Farrelly es una película que pretende convertirse, en sí misma, en un libro verde que se extendiera a toda la realidad, como la luz verde de un semáforo. Su espíritu es conciliador. Puede dar la impresión, para una mirada superficial, que la película se pliega, con suma habilidad, a un libro verde de convenciones que busca complacer al espectador que ansía el gesto justo, la confrontación con vaselina y la exposición de injusticias que no resulte demasiado amarga ni virulenta. En cierta secuencia, su coche se detiene en un semáforo. A su lado, se detiene otro en el que una pareja joven les mira con expresión indignada, porque el negro sea quien va en la posición del asiento de atrás con lo que ese implica: Tony sin mirarles les saca el dedo corazón. Es un gesto realizado para el público, uno de esos gestos que complacen y hacen sentir bien. Pero aunque se despliega entre convenciones, no resulta tan agarrotada por las mismas, como un manifiesto reciente sobre la etnia afroamericana, Black Panther, de Ryan Cogler, ni se extravía, entre la impostura y la capciosidad del panfleto, como Infriltrado en el Kkklan, de Spike Lee. Green fluye como un eficaz engranaje, cuyas costuras pueden resultar familiares, pero no por ello adocenadas ni vacuas. Puede que no afile, pero tampoco adultera.
Green book, la película, es como Tony. Es como parece pero a la vez no es como puede parecer. En su paradoja reside su singularidad. En cierto momento le dice a Don que él sabe cómo es. Es cómo aparenta, como el mismo espectador le ve. Otro espécimen de la convención del italoamericano. Pero, al mismo tiempo, como le espeta, quizá sea más negro que él porque es alguien que vive al día para sobrevivir, no con los lujos de los que disfruta Don, quien, a su vez, parece alguien estirado, que demuestra cierta condescendencia con Tony, por su superior cultural (no deja de corregir imprecisiones linguisticas de Tony). Por eso, en principio, la narración sorprende por cuáles son los términos de la inicial confrontación entre ambos. Más que una confrontación étnica, es una confrontación de clase la que se evidencia, como si Tony fuera la representación populista que contrasta con el melindroso Don (al que inicia en la degustación de la comida Kentucky fried chicken que Don considera, en un primer momento, una ignominia ya sólo porque tendrá que mancharse por tener que usar las manos). Hay una secuencia espléndida que define cómo es Tony, más allá de su pertenencia y lo mediatizado que esté por su entorno, y que a su vez define, o revela, a través de la mirada de Tony, a Don, tras su mascara de actitud altiva: En la primera noche en un motel, Tony observa desde su terraza cómo los otros dos músicos hablan, junto a la piscina, con dos chicas, mientras, en su terraza, Don les mira, acompañado solo de su botella de brandy. Tony capta su soledad. No ve un color de piel, ve cómo se siente. Una mirada que echa a la basura no dos vasos que han tocado dos negros sino la suficiencia del prejuicio. En una secuencia se define a un personaje, y cómo comprende a otro personaje (y cómo es este tras la apariencia que porta como máscara protectora).
El trayecto de la narración se complejiza cuando evidencia otras sombras, las que se manifiestan en la misma sensación de desubicación, e incluso inconcreción de Don, como si fuera un espíritu exiliado que parece extraviado en la tierra intermedia que habita, entre lujos pero también permisos que le conceden los que dominan el escenario, los blancos, lo que es más manifiesto en el territorio que recorren, ese en el que hay lugares en los que, por su condición étnica, no es aceptado (sea para comprar un traje o para comer en el mismo comedor que los blancos). Aún más, es alguien que no es suficientemente blanco pero, por su desahogada posición económica, tampoco demasiado negro. Y además, debe esconder, furtivo, su naturaleza homosexual. Por lo tanto ¿qué es?, le espeta desolado a Tony. Qué es o cómo puede ser en una realidad en la que se siente desajustado, aislado en su campana protectora, o despreciado por los que permiten acceso a su presencia como mera figura recreativa (con su máscara de distinción por la música que interpreta). Don evidencia su desvalimiento, cuando teme que Tony le abandone por otros dos italoamericanos con los que se ha cruzado. No hay énfasis. La emoción es queda, como un temblor que se esfuerza en disimular. El recelo o la susceptibilidad, que es parte de la coraza de quien teme ser herido, deja asomar la necesidad y el afecto consolidado. Si además ese momento refulge sobremanera es gracias a la extraordinaria interpretación de ambos actores. Los matices dominan su relación, particularmente meritoria en el caso de Viggo porque se enfrenta a un personaje que sobrevuela el cliché. Ali, con su gestualidad y forma de moverse compone, como una sutil partitura, la rigidez que es máscara protectora. Uno y otro se desprenden de peso durante su viaje. Del mismo modo que Don le ayuda con las cartas que escribe a su esposa Tony, hombre torpe con sus sentimientos, o incita a moderar sus impulsos más contundentes (el recurso a la violencia para resolver una situación), Tony, con su asistencia, con una asistencia que es apoyo, logrará que Don se libere de ese encorsetamiento que le ha aislado en la distinción aristocrática (acorde al entorno blanco, es decir, de clase) que destila la música clásica que interpreta, impulsándole a exponerse, como cuando toca al piano, o de modo más preciso, cuando se suelta e improvisa la música de jazz con un grupo en un bar. Uno y otro se empapan de flexibilidad. Este es un relato sobre la conciliación, pero no sólo entre etnias.

sábado, 26 de enero de 2019

Glass

Todo es sólo apariencia, como si un cristal impenetrable se posara sobre algo terriblemente valioso (Notas desde un manicomio, Christine Lavant).Esta es una obra sobre otra forma de mirar, sobre cómo lo posible es posible. Esta obra, en términos de comic, no es una edición limitada, sino un relato sobre los orígenes. Es una obra que pone en interrogantes los límites, el cristal impenetrable de las apariencias, de un relato impuesto (las convenciones e inercias, las cuadrículas del organigrama de la realidad supuestamente consensuada cuando más bien está condicionada), y origina otra forma de mirar, de relacionarse con la realidad, con uno mismo. Es una obra que rescata la singularidad de la uniformización que apresa nuestra mirada. Es una obra trazada sobre los añicos, sobre los fragmentos de un cristal que se quiebra. Aquel que impide la percepción de lo que es, como una pantalla que niega, y se proyecta en la imagen conveniente, la imagen que se considera necesaria (para una imposición de una estructura de realidad en la que somos piezas que ignoramos que somos añicos). Son los añicos que resultan de la fractura, del dolor y la falta, la fisura del desvalimiento y la impotencia: tus emociones son huesos quebradizos (La horda), tu cuerpo se rompe con un mínimo golpe (Mr Glass). En el principio, la fragilidad. Todo depende de cómo enfoques el escenario de la realidad, si será un proyección de lo que deseas que fuera, y que intentarás configurar con tu intervención, que es interferencia, violentación (Mr Glass), o si será enajenación resultado de tu fractura, multiplicada en añicos que no logran encontrar el nexo armónico (La horda). Si será, por tanto, una negación, una reacción despechada, cerebral o planificada (Mr Glass) o compulsiva (La horda). El cristal que se interpone, al invertir la mirada, puede generar una horda que refleja esa colisión emocional, un cortocircuito en el discernimiento que genera una bestia que no es sino el desesperado intento de gritar la impotencia mediante el desquiciado intento o impulso de controlar la realidad que se escurre. En la familiaridad con la caída y la precipitación se gestan los monstruos del anhelo de dominio sobre la realidad, la ilusión del superpoder de quien domina cualquier circunstancia y supera cualquier contrariedad. Pero los añicos son también piezas de un puzzle, que en otra dirección, otro sentido, se reajustan, recomponen, como la conexión de una sinapsis quebrada, y reajusta, con la comprensión del discernimiento y la asunción de la propia condición, y vínculos en un conjunto, otro escenario, otra forma de habitar la realidad.
Lo irrompible, división o fisura (pero también quebrar), cristal. Es la traducción de los tres títulos interrelacionados, El protegido (Unbreakable, 2000), Múltiple (Split, 2017) y Glass (2019), dirigidas por M Night Shyalaman. La ilusión de sentirse irrompible. La impotencia de sentirse dividido o no dominar la fisura, la herida de no saber desenvolverse en la realidad. El cristal que se interpone para generar una ilusión. El cristal que fácilmente puede quebrarse. En El protegido, David (Bruce Willis) era un hombre que no fue lo que aspiraba ser. Era un hombre apático, postrado en el inmovilismo vital, anónimo espectador de la vida, que se sentía cautivo de un túnel que asemejaba a confinamiento en vida (una figura intercambiable, indiscernible, con su capucha, en los márgenes del terreno de juego de la realidad): Es un guarda de seguridad en un estadio donde contempla aquello que no ha podido ser. Es un espectro en vida (como evidencia esa poderosa imagen de él embutido en su chubasquero con capucha, a contraluz y de espaldas, contemplando el campo de juego). La consciencia de su condición excepcional de irrompible, ya que nunca ha sufrido ningún percance físico, será propulsada por su opuesto, o alter ego, Eliah Price/Mr Glass (Samuel L Jackson), quien sufre, desde su nacimiento, una constitución extremadamente quebradiza. Esa revelación le confrontaba con la recuperación de sentirse alguien, singular, centro de foco o campo de juego de la vida, pero también con los monstruos del sueño de inmunidad y potencia excepcional: le confrontaba con la vertiente siniestra del sueño de ser un héroe, protagonista escénico. Mr.Glass era su mirada invertida.
En El protegido eran recurrentes imágenes que aludían a la inversión (la vida del revés, la inversión de las perspectivas, el ángulo vital desajustado): el plano de la niña que, en la secuencia inicial, le mira boca abajo en el interior del tren; el hijo mirando del mismo modo la tele, justo cuando informan del accidente del tren; Mr. Glass, de niño, observando su primer cómic, descubrimiento que reajusta su vida, porque le confiere un sentido a partir de entonces (la fantasía en la que refugiarse, esa posible otra realidad, que su mente puede generar; su constitución, por tanto, en personaje: no Eliah sino Mr Glass, aquel que puede intervenir en la realidad); Eliah corroborando, al caer en las escaleras, que, efectivamente, la impresión (sospecha, intuición) de David, en el estadio, de que aquel hombre portaba escondida una pistola con culata de marfil era cierta. La impotencia de su vulnerabilidad extrema le había conducido a provocar accidentes en masa para encontrar a quien fuera su opuesto, aquel que fuera inmune, irrompible. En Glass, hay otro plano invertido, desde la perspectiva de la identidad 24 de Barry/La horda, La bestia (James McAvoy), cuando mira a David y las cuatro chicas que mantenía prisioneras, y que David ha rescatado. Son los opuestos: la afirmación, el discernimiento de su singularidad, de su capacidad empática, un poder excepcional para discernir, sentir, a los otros a través del mero contacto físico, en suma, la confianza en la propia potencia, servicial, porque no implica avasallar la realidad ni a los otros, como si estuvieran en función propia. Y la negación, la huida de la vulnerabilidad mediante la ilusión de dominio, la potencia excepcional (que supera los límites convencionales de la fuerza humana), que implica infligir daño (la violencia sobre los otros contrarresta el daño sufrido, la impotencia y el desvalimiento, la fragilidad no asumida, la fisura no confrontada).
¿Cuál es nuestra 'misión'?¿Para qué estamos en esta vida?, le preguntaba plantea Mr. Glass a David, en la última secuencia de El protegido. Es la pregunta que alentaba la sonámbula modulación de esa prodigiosa obra, y que se extiende en Glass, una pregunta que en algún momentos nos hemos hecho, cuando el desamparo nos domina en la perspectiva incierta de la vida. En El protegido, ¿no podría representar el accidente de tren el reflejo de un siniestro deseo oculto generado en la frustración de David, apuntalado por el rechazo de aquella agente de deportistas, a la que no logra siquiera ni seducir?. Su acción de superhéroe, salvar a la familia cuyo hogar ha sido asaltado por un hombre que simplemente dice, me gusta su casa, irrumpiendo con violencia, ¿no reflejaba la restauración de su propio hogar, su propia vida? ¿no era elocuente ese plano en el que cae sobre la lona de la piscina, y es engullido por ella, como si cruzara el umbral de su propia herida?. Su misión en la vida quizá sea esa, ayudar a los demás, no preocuparse de su resentida imagen en el espejo. Encontrar la fuerza en su propia condición de hombre que sabe entregarse a los demás, esa es su excepcionalidad. Saber vivir en los márgenes (la heroicidad que no necesita hacerse visible, notoria), consciente de la propia vulnerabilidad, despoja de la inconsistencia de las vanidades. En Múltiple, el desvalimiento, ocultado tras las veintitrés identidades de Barry Wendell Crumbs, reflejaba el de Casey (Anya Taylor Jones). Si Mr. Glass era el reflejo siniestro de David, Barry lo es de Casey. El primer plano de Múltiple condensaba el estado emocional del que parte, y que se desplegaba en el cuerpo siniestro de la narración. Un plano que reflejaba el desequilibrio interno de Casey, aislada en un espacio público, con una expresión que evidenciaba su extravío y desazón interna. La cámara con un efecto de retrozoom apuntalaba esa sensación de emociones suspendidas en la inestabilidad. El trayecto narrativo alternaba dos vías que revelarán el por qué de ese estado, y cómo la confrontación con el monstruo que representa ese hombre dividido y múltiple, Barry, es el reflejo o la proyección fantasmal de su fisura interior. El confinamiento que sufre, cuando es secuestrada, junto a dos compañeras de instituto, por Kevin, reflejaba su confinamiento emocional: La impotencia ante el persistente abuso sexual que sufría, desde niña, por parte de su tío. A través de la confrontación con su reflejo siniestro encontraba la fuerza para enfrentarse a su circunstancia (La bestia no la mata porque se reconoce en ella al ver las cicatrices de sus automutilaciones: ha sufrido daño, dolor, como él: está también rota). En cierta secuencia de Glass, Casey comparte con Barry cómo por fin denunció a su tío. Por eso, ella sabe ya cómo siente Barry, qué generó su fractura interior, y cómo la bestia no es sino la extrema inflamación emocional de la no asunción de la fisura emocional. Ella logró confrontarse con su monstruo. Barry, aún extraviado en su múltiple escisión, aún no lo ha conseguido (aún se acoraza en La bestia).
En Glass, David y Barry son capturados durante su enfrentamiento, y recluidos en un sanatorio mental, en donde también está recluido, en aparente estado de catatonismo, el conector entre ambos, Mr. Glass. La doctora Staple (Sarah Paulson) concreta el cuadrilátero, como un cuadrado que apuntala un confinamiento. Es la mirada que cuestiona su presunta singularidad. Sus supuestos poderes fuera de lo corriente pueden tener una explicación que evidenciaría su enajenación, sus delirios de grandeza. No hay singularidad intuitiva en David, y La bestia no posee cualidades sobrehumanas sino que es otra expresión, aún más desquiciada, de su escisión. Todo puede tener su explicación, como si todo se pudiera ajustar a una ecuación. Son seres ordinarios que se creen especiales, superhéroes, seres con unas cualidades que les distingue del resto de los humanos. Pero su percepción está desenfocada. Se han creado sus personajes de modo inconsciente: Son el cerebro, el héroe reticente y el anarquista. Habitan la realidad de su fantasía, resultante de su desajuste con la realidad.
Shyamalan modula con soberano magisterio la narración, como una gestación. Durante sus dos primeros tercios se genera con sutileza, como si se fuera sedimentando y perfilando un cuerpo, la sensación de una narración en proceso, larvada, en correspondencia con esa aparente ausencia de Mr. Glass, cuando realmente su mente, como se revelará, se mantiene activa, ya que está elucubrando un plan que reconfigurará de modo radical el escenario, incluso de la percepción de la realidad. Cuando su personaje interviene en los acontecimiento la narración, se propulsa y se torna un redoble de tambor (o una partitura narrativa) que acompasa el crescendo narrativo que encuentra su culminación, prodigiosamente modulada, en la confrontación en el exterior del sanatorio. La narración es pura partitura musical: en los primeros pasajes se alternan variaciones de las composiciones musicales de James Newton Howard para El protegido y West Dylan Thordson para Múltiple. En los últimos pasajes, las dilatadas (nuevas) composiciones de Thordson marcan el compás de las acciones cual metrónomo (o se entrelaza de modo orgánico con la duración de la secuencia). Shyamalan conjuga armónicamente todas las piezas. No sólo los personajes en ese sanatorio, sino los tres vínculos emocionales afuera que tienen Mr. Glass, David y Barry: la madre del primero, Mrs. Price (Charlayne Woodward), el hijo del segundo, Joseph (Spencer Treat Clarke) y Casey: un magnífico plano desde el interior del sanatorio les encuadra a los tres junto a la doctora (el elemento disonante, el elemento que tampoco es lo que parece en cuanto interferencia).
A Barry le controlan en su habitación con la luz. Barry no consigue armonizar con la luz. Cuando Mr. Glass entra por primera vez en su habitación, es una sombra que le habla. Es la sombra que le desata. Barry (o La bestia en Barry) es la furia larvada propia que él desata: en el túnel, la cámara permanece sobre el rostro de Mr. Glass, en primer término, mientras al fondo del encuadre La bestia (el cuerpo de su furia) abate a tres guardianes. Shyamalan prefiere jugar, en muchos momentos, de modo elocuente, con el fuera de campo: cuando la bestia se abalanza sobre dos guardianes en el aparcamiento, caen entre dos coches, sin que veamos qué hace con ellos, sólo veremos como arrastra después sus dos cuerpos inermes; cuando muerde al policía caído, la cámara encuadra, desde la perspectiva del policía). Mr. Glass es el conector entre Barry y David, como si él hubiera sido el artífice, el demiurgo, que posibilitó la circunstancia que determinó que fueran como son, o que les fuera revelada su condición excepcional. Es quien generó el accidente que evidenció un sentido, o potencial, ignorado para ambos. Esa es su paradoja. Las sombras generan luz aunque a la vez la naturaleza de su proyección esté más bien relacionada con los abismos. Los abismos de la compulsión de control sobre la realidad y la vida. Mr Glass es el artífice de una ficción, esa fantasía en la que David y La bestia son el héroe y el villano que se enfrentan públicamente en un escenario relevante, significativo, como la dos torres que han edificado en Filadelfia. Pero también, otra paradoja, es la mente que dinamita una realidad sostenida sobre las apariencias, el impenetrable cristal que impide discernir algo terriblemente valioso.
En las extraordinarias secuencias finales cambia el ángulo repetidamente. Se invierten, o subvierten, las miradas, y las posiciones. Se evidencia cómo se puede ser derrotado aunque se posea los poderes más excepcionales (físicos o mentales). El poder es de otros. Figuras en las sombras de las apariencias. Son aquellos que quieren apuntalar, sedimentar, en nuestra sociedad la convicción de que nadie es singular, de que nadie posee cualidades extraordinarias. Son aquellos que, desde su posición encubierta, inoculan una narrativa conveniente. La narrativa de los límites, o de las limitaciones, que dominan la realidad, la narrativa que impone unos límites sin que parezca que lo hace: inoculan la cuadrícula que todos sintamos como escenario corriente que no es reclusión ni enajenación ni restricción, sino lo que es o debe ser (que lo sintamos como realidad, no como ficción, arbitrio). Inoculan la convicción de que no es un escenario condicionado, por tanto, de que no limitan nuestras posibilidades, nuestro potencial. Es la narrativa que hace sentir que todo está en su sitio, que la apariencia es lo que es, que no hay torres que caen porque enseguida otras se levantan (como las dos que se edifican en Filadelfia) para sentir la ilusión de que las piezas siguen siendo las mismas. No hay daño, no hay fisuras, se puede seguir mirando la misma pantalla, sea la del móvil, o las que nos inoculan para que sigamos encorvando la mirada y cumpliendo la misma función o rutina en nuestra correspondiente casilla en la circulación de producción en serie en la que somos piezas intercambiables que consumen lo que les hacen desear consumir. Inoculan el placer de sentirse nada, cualquiera, disimulada tras la ilusión de que se dispone de la propia parcela o casilla invulnerable, la ilusión de individualidad cuando se es un número intercambiable. En las bellas secuencias finales (un portento de escanciamiento emocional, de lírica tristeza), tras la eliminación de las figuras singulares a las que se intentaba inocular la percepción de su mera enajenación de seres ordinarios, las miradas de los que sabían de su singularidad, se reafirman en la posibilidad de lo posible. La realidad se puede mirar, habitar, de otra manera, una manera que puede percibir lo valioso que puede haber en la misma, esto es, en nosotros. Ahí es donde se generan las sublevaciones. Un extracto de la magnífica banda sonora de West Dylan Thordson.

miércoles, 23 de enero de 2019

The old man & the gun

El ladrón que sonreía porque se sentía vivo. Forrest Tucker (Robert Redford) es un septuagenario atracador que es descrito por los testigos, en los diferentes bancos que roba, como cortés, caballeroso, amable. Y feliz. Persuade a los empleados de los bancos, para que le den el dinero, con la indicación de que porta una pistola bajo la chaqueta. Pero lo que desenfunda es la sonrisa. Es un detalle que desconcierta al policía que se muestra determinado a capturarle, John Hunt (Casey Affleck), quien, de modo sintético (una de las cualidades de esta excelente obra), se nos presenta en tres planos como alguien que porta un fatiga combinada con hastío como fuerza de gravedad constante en su rostro, aunque se muestra esforzadamente efusivo con su esposa, Maureen (Tika Sumpter) y sus dos hijos: de nuevo esa capacidad única de Lowery, como en los pasajes iniciales de la espléndida En un lugar sin ley (2013) y la magistral A ghost story (2017), de condensar con naturalidad, con pocos trazos, una sintonía íntima. Quizá uno sonríe porque disfruta con lo que hace, y el otro no porque ha perdido el entusiasmo en su dedicación. De alguna manera, el propósito de capturarle reanima a Hunt, en lo que también influye el hecho de que estuviera en el banco, con su hijo, durante uno de los discretos y sutiles atracos de Tucker, que en esa ocasión realizó con sus dos compinches, Waller (Tom Waits) y Teddy (Danny Glover). Aunque lo que le reanimará, más bien, será conocer, durante su investigación, la personalidad de Tucker.
Esa excelente secuencia del atraco está modulada al son de la extraordinaria banda sonora de Daniel Hart, otra de las cualidades que singulariza a The old man & the gun (2018), de David Lowery, con quien Redford ya había trabajado en la estimable Peter y el dragón (2016). La música conecta con el cine de los setenta, como su matizada elaboración visual, en la que predominan los colores vivos (pero también las sombras tenues), y su precisión narrativa, que deja respirar la duración de los planos: particularmente memorable el plano, desde el interior del hogar de Tucker, durante su conversación con Waller, quien le pregunta si es intencionado que viva enfrente de un cementerio, el cual se distingue al fondo del encuadre. Quizá porque él no dejó de sentir la vida en sus elecciones vitales, entre atracos y fugas. La película está inspirada en el homónimo artículo de David Grann, publicado en el New Yorker en el 2003, sobre el atracador Forrest Tucker (1920-2004), que no desistió en su vida delictiva de atracador, ni en sus fugas de la cárcel (una secuencia extraordinaria:el montaje secuencial de dieciséis fugas). La obra, en concreto, se centra en parte del periodo de cuatro años tras su más célebre fuga: con un kayak de la prisión de San Quintin, en 1979. Durante esos años, junto a sus dos amigos, consiguió resonancia mediática por sus diversos atracos, por los que fueron apodados como Los talluditos.
Esta es también una película sobre Robert Redford. En el montaje secuencial de sus fugas se muestra un imagen de su huida en la espléndida La jauria humana (1966), de Arthur Penn, en la que moría en una electrizante conclusión, también una de las más desoladoras que ha dado el cine. Su bigote es el que portaba otro atracador, el que le propulsó al estrellato, Sundance Kid, en Dos hombres y un destino (1969), de George Roy Hill (de la que retoma la frase inicial de que está basada, en su mayoría, en una historia real). En la notable Un diamante al rojo vivo (1972), con la que comparte una templada mirada irónica, salía de prisión y se embarcaba en la organización de un atraco. En la notable Brubaker (1980), de Stuart Rosenberg, no se fugaba sino que era más bien el director de una prisión a la que intentaba aplicar unas medidas justas que hasta entonces no eran moneda común. Esa ha sido la imagen de Redford, suavemente a contracorriente, sin acritud ni extremismos, como la luminosidad que irradia este cuento moral sobre el impulso de vida que no hace concesiones al estancamiento, la rutina y el apoltronamiento en el mullido hábito.
Esta es también una historia sobre las conexiones vitales. O sobre la singularidad de las conexiones. La que se gesta en la distancia, entre Tucker y Hunt, ese tipo de conexión que reanima un rostro con una sonrisa, apuntalado por Hunt con ese gesto del dedo en la nariz de los cómplices del robo (o compañeros de viaje vitales) en El golpe (1973), de George Roy Hill. O el amor que se consolida entre Tucker y Jewel (Sissy Spacek). En cierto, momento, ambos sentados en el porche de la granja de ella, Jewel comparte cómo cuando comienzas a perfilar la propia vida das por sentado que es lo de que debe ser, ese tipo de vida, esa familia, ese marido, pero en un momento dado, pasado el tiempo, te preguntas si era así, si realmente fue una elección, o tenía algo de inercia, como quien se encarama a la línea habitual de transporte de un modelo y unas rutinas. Creías que quizá sabías lo que querías, pero quizá no era así. Tucker optó por el modo de vida en el que sabía que se sentía vivo, entre atracos y fugas. Si te detienes, no estás vivo, dice ella. Y a él si le detenían, tarde o temprano se fugaba, para volver a la actividad que le satisfacía. Siempre en movimiento. No para ganarse la vida, sino porque, sencillamente, sentía que esa era la vida. Por eso, Hunt se alegra de no haber sido quien le detuviera. Recupera a través de él esa sonrisa que desafía a las rutinas que entumecen, y atraca a las sombras de la apatía y el desanimo. Una bellísima composición de Daniel Hart para su magnífica banda sonora.

sábado, 19 de enero de 2019

Las 18 mejores series del 2018

En muchas de las más destacadas series emitidas en el 2018 se resaltan, se exploran, nuestras carencias y faltas, nuestras inconsistencias y desenfoques vitales, nuestros desajustes. Somos ficción, personajes que ignoramos que lo somos en un laberinto que es un espejismo (Westworld). Somos prisioneros, haya barrotes visibles o no, y nuestros ofuscados impulsos y nuestras indecisiones pueden tornarse cadenas férreas (Fuga de Dannemora). La realidad, la sociedad (cuyo emblema puede ser una mansión, un pueblo), asemeja a un escenario infectado, maldito, en el que nuestro desajuste evidencia las posibilidades truncadas o desaprovechadas, las torpezas de nuestros pasos en la realidad (La maldición de Hill House, Castle rock). Nuestros desajustes, las faltas que nos lastran, se reflejan en escenarios virtuales, duplicaciones sublimatorias, sustitutivas, fugas en la que contrarrestar lo que no logramos ser ni controlar (Westworld, Maniac) o en realidades paralelas, (Counterpart, Castle rock), en un caso u otro, narrativas alternativas. Duplicaciones y contradicciones, la dificultad de ser, el entrecruzamiento de escenarios, un asesino a sueldo (que se enmascara en identidades de camuflaje) y un actor (que busca encarnar múltiples personajes) en uno mismo (Barry). El espía o el asesino a sueldo se sostiene sobre la escenificación y la duplicación, un universo de apariencias que puede ser juego que bordee la enajenación o escenario que se tambalee como arenas movedizas cuando no resultan tan evidentes las distinciones (Killing Eve, The americans). Cuando se intenta de modo denodado convertir a la realidad en la pantalla que se desea modelar puede determinar el maquillaje de la heridas y el daño que se inflige para mantener esa ilusión cuya materia es más bien el veneno disimulado en la sonrisa (Heridas abiertas). El miedo de convertirse en un desecho cuando se anuncia la vejez y el retiro del escenario principal se conjuga con el desprecio hacia los desechos sociales, aquellos que no logran encontrar su lugar en el escenario laboral, y adquiere el cuerpo siniestro de quien vive aislado en su universo ensimismado que aún no sabe de relaciones emocionales tangibles (Mr Mercedes). Los desajustes del inevitable deterioro de la edad, la degeneración orgánica, mientras el actor que somos aún forcejea por no perder el equilibrio en las vicisitudes de la vida que aún le hacen sentir vivo, útil, efectivo, no ya una figura que meramente debe abandonarse, esperar el cierre de la función (El método Kaminsky). La confrontación con el deterioro también puede implicar la confrontación con la suficiencia, otro tinte, además de aquel con el que se disimula las canas, con el que se cree que se controla y domina la realidad, como si se habitara una mansión aristócratica, en consonancia con las distinguidas cualidades del intelecto (The ABC murders). El escenario político también ha sido diseccionado en sus inconsistencias y corrupciones, desde diversos ángulos, en algunos casos con inspiración en sucesos reales, como Un escándalo muy inglés, o la exploración de las negligencias de las agencias gubernamentales, enmarañadas en la falta de colaboración y soberbias varias, en The looming tower. En otras, abstracciones que evidencian la supurante perfidia que define a los actores de ese escenario en el que lidian estrategias y mezquindades, como en House of cards o Bodyguard. No importan qué posición adopten, o a qué facción representen, unos y otros, no hay diferencias en sus modos y actitudes. Es la naturaleza de la bestia que somos, explorada en esa abstracción que hiere como el hielo que domina el escenario de The terror: La siniestra sombra del canibal que podemos ser (que no necesita de carne visible).
18. Un escándalo muy inglés
17. Counterpart
16. House of cards
15. Heridas abiertas
14. The americans
13.The ABC murders
12. Killing Eve
11. Barry
10. Bodyguard
9. The looming tower
8. Fuga de Dannemora
7. Mr. Mercedes
6. El método Kominsky
5. Castle rock
4. La maldición de Hill house
3. The terror
2. Maniac
1. Westworld. Más allá de las cualidades del conjunto, hay capítulos específicos que merecen ser destacados. El capítulo séptimo de Castle rock (dirigido por Greg Yaitantes), que alterna tiempos, y ofrece otras perspectivas sobre acontecimientos; la realidad, una multiplicidad de ángulos, realidades posibles, que pudieron ser, o que pudieron ser de otro modo, la realidad es la misma y otra cuando se observa desde otra perspectiva; todo depende del ángulo. El capítulo quinto de Fuga de Dannemora (dirigido por Ben Stiller como los otros seis capítulos que conforman la miniserie), centrado en la fuga de los dos reclusos que encarnan Benicio del Toro y Paul Dano (una interesante ocurrencia estructural: el sexto episodio vuelve atrás en el tiempo y relata las circunstancias, los sucesos, que determinaron la reclusión de ambos). El sexto capítulo de La maldición de Hill House (dirigido por Mike Flannagan como el resto de la serie), en el que a través de elaborados movimientos de cámaras asocia, vincula, el espacio de la muerte, la funeraria, con el escenario que marcó el desajuste vital en los hijos, la mansión. El décimo y último capítulo de The Terror (dirigido por Tim Mielants), vaciado que es a la vez despojamiento, en la confrontación de unos personajes con la intemperie de la inmensidad de la naturaleza inhóspita, pero también consigo mismos, con su resistencia, con sus límites, con su capacidad de ser dominado por los instintos, o por la enajenación. Y el octavo capítulo de Westworld (dirigido por Uta Briesewitz), la confrontación con un laberinto que es un simulacro, con un sentido que es una ilusión.

Shyamalan, el cineasta de cristal - Libro colectivo (con mi texto sobre Señales)

Ya está a la venta, Shyamalan, el cineasta de cristal (ed. Berenice), coordinado por Raúl Cerezo y José Colmenarejo. Colaboro con un texto sobre la espléndida Señales (2002)

viernes, 18 de enero de 2019

Glass y lo posible / Origin story


Para contrarrestar el inane ombliguismo de cineastas como Von Trier o Guadagnino, con La casa que construyó Jack y Suspiria, o la forzada provocación de Lanthimos, con La favorita, siempre habría cineastas como Shyamalan. Qué magistral, aguda, incisiva, constructiva, conmovedora y armónica es Glass. Hay cineastas que, efectivamente, hacen sentir que lo posible es posible. ( y esta sublime composición es su más elocuente expresión)

jueves, 17 de enero de 2019

La favorita

Conejos, palomas y bestias arribistas. Erase una vez una batalla campal en pos de la posición privilegiada. Erase una vez la historia de una arribista que quería destronar a la favorita. Esta es una fábula, ya que no falta la presencia,, como reflejo o telón de fondo, de animales, sobre una cuestión más vieja que el mismo universo. Una fábula que sangra, o más bien supura. Es una sátira que se regocija con la distorsión y el desquiciamiento como el niño que disfruta embadurnándose con heces. En cierta secuencia de La favorita (2018), de Yorgos Lanthimos, se dilatan dos sendos primeros planos sobre los rostros de la reina Anne (Olivia Colman) y la arribista Abigail (Emma Stone), de rodillas, en posición subordinada y, aún más, humillada, por la presión que ejerce la reina sobre ella mientras masajea sus inflamadas piernas. La dilatación, como la cuerda que rasga la carne hasta llegar al hueso, y las expresiones de ambas, condensan la desolación, la miseria de una, por su deterioro físico, y de la otra, ya que todos sus esfuerzos, carentes de escrúpulo alguno, no la privan de las sordideces de su condición subalterna (en suma, su deterioro ético, por eficiente que sea, no le libra de también ser humillada). Sería suficiente para transmitir las emociones de ambas mujeres, y las ideas subyacentes, que condensan el substrato de la película, las miserias de la lucha por el poder. Pero Lanthimos siente la necesidad de establecer tres sobreimpresiones, los rostros de ambas mujeres, y de un conejo, ese conejo que segundos antes Abigail ha pisado hasta que la criatura ha gritado por el dolor. Las ideas se subrayan, lo que una ejerce sobre el animal, lo sufre con la reina. Aún más, se superponen en las imágenes una multitud de conejos para remarcar que es una característica definitoria del ser humano, da igual que sea 1708, año en el que transcurre la acción dramática, o en el que estamos ahora, y da igual el escenario, sea la corte de una reina, o cualquier entorno laboral. La cuestión es luchar, sin que importen los medios utilizados y a quien se pise, para conseguir la posición privilegiada. Pero en toda pirámide jerárquica siempre hay alguien por encima, excepto para quien sea la reina. Aunque a esta le pueda pisar la propia vida, o el deterioro que conlleva, y que no es controlable.
A Lanthimos le gustan las metáforas animales, el formato de fábula, lo que es manifiesto en el título de anteriores obras, Canino (2009), Langosta (2015) o El sacrificio de un ciervo sagrado (2015). En esta ocasión resulta relevante la presencia de los conejos. Nueve son los que tiene como mascotas la reina Anne, acorde al número de hijos que perdió. Son el recordatorio de su fracaso íntimo. Su deterioro físico no deja de corresponderse con su creciente extravío. Por su favor luchan la actual poseedora del título de favorita, Sarah Churchill, duquesa de Marlborough (Rachel Weisz) y la aspirante Abigail Hill (Emma Stone), recién llegada, aristócrata degradada por la quiebra familiar, que determinó que, literalmente, su padre la vendiera. Su posición actual ha sido abocada a el entresuelo de la servidumbre en donde su lecho es el suelo de una habitación tan abarrotada como el camarote de los hermanos Marx en Una noche en la opera (1936). No ha variado su actitud de clase, por lo que recurrirá a cualquier estrategia para recuperar la posición perdida, y sin límites en sus aspiraciones (con el único techo que supone la misma reina, o mejor dicho el tacón de la reina). Las sesiones de tiro al blanco con palomas que realizan Sarah y Abigail condensan su condición competitiva, y su falta de escrúpulos a la hora de eliminar a quien obstaculice sus propósitos. Lo que las diferencia es su atavío, que refleja su posición de poseedora de título y aspirante.
El planteamiento, sin ser original, resulta sugerente, y las tres actrices realizan un magnífico trabajo actoral. En concreto, Emma Stone, vuelve a demostrar que es una de las mejores actrices actuales por cómo sabe reflejar a través de su mirada, de su expresión, qué piensa y siente. En cierta ocasión la actriz declaró que su sueño sería interpretar siempre así a sus personajes. Una aspiración que se ve corroborada por su admirable dominio del matiz. Desafortunadamente, la obra se desequilibra en sus denodados esfuerzos por ser peculiar en su tratamiento cinematográfico. El planteamiento expresivo de las dos obras anteriores se resentía de cierta insuficiencia por recurrir a ciertas heterodoxas formas de narrar de los sesenta y setenta, a una forma de considerar el símbolo o la metáfora, o su exposición en primer término, como una sublevación con respecto al cine convencional u ortodoxo. Parecían obras a las que les hubiera pasado la fecha de caducidad, incluso desorientadas en su forzado hermetismo, como habitaciones que no se hubieran ventilado hace tiempo. La favorita resulta más accesible, pero su referente es otro cineasta en boga de los setenta, Ken Russell, proclive a las extravagancias, la procacidad y la escatología, los aspavientos y desquiciamientos formales, tanto en la composición de los planos, como en el montaje. El propósito, la provocación en sí. No importa la sutileza, porque no tiene que ver con la naturaleza grotesca de la (supuesta) irreverencia. A Lanthimos le atrae el enrarecimiento y las turbiedades, pero siempre parece pasarse de revoluciones, y pierde la medida en el juego con el desequilibrio. Lanthimos abusa, en determinados pasajes, de las lentes largas, en ocasiones, incluso el ojo de pez. Subrayan la distorsión, pero a la vez se superponen sobre la misma situación, como si el aspecto formal fuera en una dirección distinta a la situación, o incluso la desenfocara, como quien te mete un dedo en el ojo. En otras ocasiones efectúa montajes paralelos que redundan, de nuevo, en el énfasis grosero como reflejo distorsionado (el lanzamiento de naranjas a un hombre desnudo, no precisamente apolíneo, por parte de los aristócratas en paralelo a la decisiva acción saboteadora de Abigail). Por eso, por buscar el impacto, paradojas, la sátira mordaz pierde filo, o meramente logra estocadas, en forma de espasmos, en secuencias puntuales, y sobre todo, gracias a las prestaciones de las tres excelentes actrices. Tantas sobreimpresiones, o muecas, expresivas, para incomodar diluyen la irreverencia, o la reducen al efecto de un eructo en una recepción de gazmoños y relamidos. Aunque siempre habría quien prefiera los brochazos a las pinceladas.