Por decir algo positivo de Gladiator
II (2024), de Ridley Scott, al menos sus secuencias de acción,
de combates o batallas, no resultan confusas como sí era el caso en
Gladiator (2000), del mismo Scott, la cual parecía infectada
por aquella tendencia o aquel virus narrativo y visual, bajo el
influjo de la MTV, que se caracterizaba por un montaje atropellado,
como si esa fuera la mejor manera de dinamizar un ritmo, esto es,
meramente acelerar el montaje con planos más breves, como un montaje
percutante. La cuestión era fragmentar lo más posible la narración
de las acciones, como adolescentes en estado orgásmico ante una mesa
de edición de video. Corroboraba la impresión, una vez más, en
aquella infausta última década de Ridley Scott, de que, desde Blade
runner (1982), se había convertido en un emulo de su propio
hermano, Tony, y volvía a suscitar la interrogante de qué había
sido del cineasta que había hecho tanto Blade runner como
Alien (1979). Desde Gladiator, su carrera no ha
deparado ninguna gran obra, pero, al menos sí algunas apreciables,
como Los impostores (2003), El reino de los cielos
(2005), American gangster (2007), e incluso, revisadas, las
dos continuaciones de Alien, aunque, aún así, lejos del magisterio
de la primera. Sus ultimas producciones, en los últimos diez años,
no superan la discreción. Y, por desgracia, Gladiator II no
es una excepción. Recurre a componentes dramáticos de la plantilla
de Gladiator: El protagonista, Lucius (Paul Mescal), hijo de
Maximus (Russell Crowe) y Lucilla (Connie Nielsen), pierde, como su
padre, también a la mujer que ama, y la venganza se convierte en
motor y propósito de su vida. Su objetivo, el general Marcus Acacius
(Pedro Pascal), responsable de la invasión de Numidia, en el Norte
de África, y más en concreto, el ataque a la fortaleza en la que
combaten Lucius y su esposa, contienda en la que ella perderá la
vida. Un acontecimiento que propicia una penosa secuencia onírica,
en blanco y negro, en la que Lucius ve cómo su esposa se aleja, y
que parece un anuncio de perfume.
Lucius se convertirá en esclavo, y
después, tras admirar Macrinus (Denzel Washington), tratante de
esclavos, sus aptitudes de combate (contra unos simios), decidirá
promocionarle como gladiador. Otro componente que se repite es la
caracterización de los dos emperadores, Geta (Joseph Quinn) y
Caracalla (Fred Hechinger), como dos desquiciados que pueden competir
en trastorno con Comodo (Joaquim Phoenix), en especial, el segundo
con su monito de compañía al que no duda en nombrar cónsul. Ambos,
desde luego, disfrutan de orgasmos con los combates y la crueldad.
Entremedias, una ocurrencia a la que, quizá, podría haberse sacado
más jugo, el hecho de que la madre de Lucius, Lucilla (Connie
Nielsen), quien, para protegerle, le envío lejos de Roma, tras la
muerte de Maximus, cuando tenía doce años, es pareja de Marcus
Acacius. Así que Lucius quiere matar a quien ama su madre. Pero
aunque no esté mal la secuencia del enfrentamiento entre Lucius y
Acacius, carece de potencia emocional, como en general toda la
película, porque su trazado dramático no acaba de funcionar, como
el tratamiento visual solo se puede calificar de insípido, con esa
carencia de color que parece corresponderse con la carencia de color
dramático. No deja de ser emblema de esas insuficiencia el mismo
protagonista. Mescal es buen actor, pero carece de la presencia o del
carisma que poseía Russell Crowe, y que dotaba de fuerza dramática
a una película que, en otros apartados no superaba la (atropellada)
discreción. Y pasa algo parecido con Pedro Pascal, a cuyo personaje, por otra parte, no se le extrae el potencial de aristas que posee, pues está harto
de la guerra, y quiere derrocar a los emperadores. Es una paradoja,
interesante, que Lucius quiera matar a quien quiere terminar con la
avidez de conquista y violencia de sus emperadores.
El único personaje, y actor, que dota
de algo de vida dramática a la narración es el ambicioso Macrinus, ejemplo de quien fue nada, esclavo, y poco a
poco ha ido progresando en detentar más posición de poder, y cuya
ambición es desatar el caos en Roma para ser emperador (ese caos que
exponía con más precisión la excelente La caída del imperio
romano, 1964, de Anthony Mann). Conspira de modo artero, y una de
sus piezas estratégicas no deja de ser el mismo Lucius, que se puede
decir que es su opuesto, como en ocasiones demuestra en la misma
Arena del Circo cuando, victorioso, prefiere no matar pese a que los
emperadores le han ordenado que lo haga con el consiguiente pulgar
para abajo. Las secuencias de acción, como la batalla inicial, o
luchas en la Arena, con rinocerontes o tiburones como compañía de
los belicosos humanos, están narradas de modo aplicado, pero carecen
de la tensión dramática necesaria (y por añadidura, se nota
demasiado que los tiburones están generados por ordenador). En otra
película reciente, Megalopolis, de Francis Coppola, se usaba
al Imperio Romano como metáfora, y no faltaban secuencias que
recreaban el Circo Romano, con sus correspondientes combates y
carreras de cuádrigas. Megalopolis era también una película
fallida, pero al menos suscitaba la simpatía su planteamiento
heterodoxo. Aunque descarrilara completamente en su última media
hora, tras el atentado que sufría su protagonista, deparaba alguna
brillante secuencia entre tanta extravagancia, como el primer beso de
la pareja protagonista sobre unas vigas oscilantes en el vacío. Y al
menos, su protagonista femenina, Natalie Emmanuel, sí poseía la
presencia y el carisma del que carece un esforzado Mescal. De hecho,
cuando su personaje casi desaparecía en ese último tramo la
narración vagaba a la deriva. Gladiator II, en cambio, se
ajusta a unos patrones convencionales pero no hay ninguna secuencia,
siquiera, que destaque en su conjunto. Por un momento, ese primer
combate de Lucius con los monos parece esbozar lo que pudiera haber
sido. Pero no hay rastro de furia, esa que Mucrinus dice detectar
como singularidad en Lucius, ni emoción alguna en su posterior
desarrollo. No se detecta esa cualidad en Mescal, como si en la
magnífica interpretación de Crowe en Gladiator. Mescal
aparenta ser más bien un noble bruto que sabe ser el aplicado
sostén, cual buen capataz, en momentos de conflicto. Pero su interpretación no empapa de ninguna manera, como si hacía la de Crowe, la narración.
Si se pone el piloto automático se
puede uno dejar llevar por la narración de Gladiator II, pero
es más bien una narración un tanto desvaída, como suele ser el
caso en el cine último de Scott, aunque las batallas fueran la
vertiente más apreciable en la anodina Napoleón (2023) y el
combate final, en la meramente correcta El último duelo (2021),
fuera su pasaje más notable; otra narración con casting erróneo,
caso de Matt Damon o Adam Driver, completamente desajustados, como
tampoco Driver brillaba en la insulsa Casa de Gucci (2021), en
la que chirriaban todos los actores que optaban por usar acento
italiano, él mismo, Lady Gaga y sobre todo Jared Leto, mientras los
más ajustados eran los que no usaban ese acento, caso de Jeremy
Irons y Jack Huston (extraña decisión sin fundamento alguno que
unos usen acento y otros no). En suma, Gladiator
II carece de la necesaria continuidad, o progresión,
dramática, por lo que su conclusión carece de todo poder catártico
(a lo que tampoco ayudan ocurrencias ridículas como la manera de
resolver que Lucius persiga a caballo a Macrinus, como si todo el
mundo alrededor se decidiera a hacerlo propicio). Una poco estimulante conclusión para una narración a la que parece que le hubieran
extraído buena parte de su sangre dramática.