Las acciones clandestinas que tienen que cumplimentar (cual trámites), o sufrir, las dos amigas protagonistas de Cuatro meses, tres semanas y dos días (2007), de Cristian Mungiu, para que una de ellas realice un aborto, también se constituían en reflejo de un conjunto social (que supura). Las acciones que tuvo que cumplimentar, y sufrir, en algunos trances junto a su marido Sacha, Anna Starobinets, la propia autora de Tienes que mirar (Impedimenta), para realizar el aborto, porque habían diagnosticado a su feto la enfermedad poliquística recesiva (un crecimiento excesivo de los riñones que determinaría su muerte casi instantánea al nacer), no son clandestinas, sino en la desabrida espesura, e intemperie, de un sistema institucional médico. Tienes que mirar habla de lo inhumano que es en mi país el sistema al que se ve arrojada una mujer obligada a interrumpir un embarazo por razones médicas. Este libro habla de la humanidad y de la falta de humanidad en general (…) No se puede recuperar lo perdido (…) pero el sistema se puede corregir y esa es mi esperanza. No es la sociedad rumana de Cuatro meses, tres semanas y dos días, sino la rusa, para cuyo sistema médico no hay emociones, sino tramites o funciones. La exposición que sufre en la consulta del médico, ante varios estudiantes, como muestra de su caso excepcional, puede evocar aquella secuencia en El hombre elefante (1980), de David Lynch, en la que el cuerpo de John Merrick era expuesto desnudo en un claustro ante otros médicos. Era una sombra perfilada. Así se siente Anna. Estoy tumbada sin bragas, me ruedan lágrimas por la mejillas, niños así no sobreviven, pero nada de eso me ocurre a mi. Estoy reflexionando. Entiendo que con fines puramente educativos, enseñas un <<cuadro típico>> a los estudiantes y a los médicos principiantes es importante. Pero llega a pensar que quizá debiera haber solicitado un cobro de dinero ya que la utilizaban de ese modo, sin ni siquiera pedirle permiso.
.En el tránsito que sufre Anna se siente nada, un mero objeto impotente, o una molestia, sea para la limpiadora que pretende que Anna, aunque no pueda contener la orina, coja un papel de permiso en recepción antes de utilizar el baño, o sea para una clínica o maternidad privada para la que su presencia es una perturbación, como la nieve en un aparato de televisor, en la pantalla inmaculada que quieren proyectar. Llamo a varias clínicas y maternidades con buena reputación, de pago y gratuitas. Tampoco se dedican a esas cosas. <<¿Qué cosas?>><<Ya sabe: abortos en embarazos avanzados! (…) Todas esas clínicas, Con sus globos, con sus revistes Tu bebé, con sus fotografías de recién nacidos, con sus sujetadores pre mama. Ninguna de ellas es para ratas. Anna, que ya tenía una hija de ocho años, buscó contrastar toda opinión médica posible porque no quería abortar. Pero la evidencia era ineludible. Anna no podía optar por la negación. Pero dado el tratamiento que sufrió en Rusia, fuera por médicos o funcionarios, optó por realizar el trámite del aborto en otro país, Alemania, en concreto, en Berlín, porque en Rusia si ha ido al hospital a matar a un niño nonato, su obligación es sufrir. Tanto física como moralmente. Juntar las camas, sentarse en una cafetería, las consultas con psicólogos, las novelas policías en inglés, cualquier forma de aliviar el alma dolida, aunque sea un momento: todo es obra del demonio, como la anestesia epidural. Y esa la cuestión sustancial que quiere denunciar con este libro. ¿Por qué esa necesidad de que quien vive ese trance, deba sentir dolor de cualquiera de las maneras, como si fuera un castigo que debe aceptar resignada.? Incluso, tras realizar el aborto, para tratar sus secuelas emocionales, no le plantean otra opción que el internamiento, porque esa es la esterilizada y cuadriculada mentalidad del sistema ruso. Un cóctel de antipsicóticos, antidepresivos, tranquilizantes, falta de respeto, negligencia y desánimo no puede hacerle bien a nadie.
En la notable, y desconocida, The girl in white (1952), de John Sturges, centrada en Emily Dunning, la primera mujer que, en 1902, fue aceptada como interna médica en un hospital estadounidense, el jefe del hospital, que en principio había mostrado su reticencia a contratarla porque estaba convencido de que una mujer, por su presunta veleidad emocional, no está capacitada para tal labor (o responsabilidad con criterio riguroso), acaba reconociendo no solo su errónea preconcepción sino, incluso, cómo, gracias a ella, ha comprendido que es tan importante el trato al paciente como el mismo tratamiento médico. En Tienes que mirar es lo que no deja de interrogarse, con perplejidad y desesperación, Anna. ¿Por qué la tratan como si no importara en absoluto lo que ella siente? Como si fuera la mera portadora de una inconveniencia, y por ello cualquier expresión suya emocional fuera obscenamente improcedente. ¿Acaso no es normal que el profesor que me comunica que mi niño no sobrevivirá, no exprese dolor ni compasión ? (…) No existen rituales ampliamente aceptado para expresar la compasión (…) la ausencia de normas de comportamiento obligatorias en las instituciones médicas supone un problema del sistema. Otro absurdo del sistema médico ruso es que no permite, siquiera, que el hombre acompañe a la mujer en ese trance, como si quedara exento desde la fase en la que el bebé se considera sólo un feto o un embrión (y por tanto aún una abstracción). Afortunadamente, para Anna, su marido la acompaña durante el trance que sufre en Berlín. Y es quien, como un explorador, realiza la primera aproximación a ese bebé que no pudo ser, el momento más descarnado y desolador para la madre. Por alguna razón, yo no temo tanto a las complicaciones. Tengo miedo a mirarlo. Las dos miradas confluyen, y comparten, la misma experiencia, el mismo dolor. Ambas miradas miran de frente la pérdida, lo que no pudo ni podrá ser. Su bebé no es una abstracción, un embrión, algo que la extrajeron, una avería en el sistema, sino el cuerpo de una ilusión que, en esa ocasión, quedó truncada. Un trozo de la madre, un trozo del amor que ambos gestaron y afianzaron. El sistema médico ruso no mira, pero ellos miraron porque tenían que mirar, porque hay que mirar de frente tanto a lo que nos hace sentir plenos como el vacío de lo que perdemos. No puedes mirar solo lo que conviene mirar, porque miras lo que prefieres mirar y eso no es sino una prótesis de realidad, una relación con una falacia o un espejismo. Su amor se afianzó aún más si cabe porque miraron al núcleo de la vida, donde también quema y duele, y lo hicieron juntos. Anna sí daría a luz a otro hijo, sin ninguna contrariedad, años después.