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domingo, 30 de septiembre de 2012
Marian Marsh, la hija del chocolatero
La estrella de Marian Marsh refulge en la memoria especialmente por las dos producciones de la Columbia que protagonizó en 1935, las excelentes 'Crimen y castigo' de Josef Von Sternberg y 'Horror en el cuarto negro' de Roy William Neill. H
ija del dueño de una empresa de chocolate alemán, había nacido en Trinidad (hoy Trinidad y Tobago) con el nombre de Violet Ethelred Krauth. Su primer nombre artístico fue el de Marilyn Morgan con el que intervino en pequeños papeles en obras como 'Los ángeles del infierno' (1930), de Howard Hughes o 'Whoppee' (1930) de Thorton Fredman, con Eddie Cantor. Se convirtió en Marian Marsh tras firmar con la Warner, y alcanzó notoriedad con 'Svengali' (1931), de Archie Mayo, para la que fue elegida por el protagonista, Lionel Barrymore. Interpretó 'Sed de escándalo' (1931), de Mervyn LeRoy, junto a Edward G Robinson, o 'El ídolo' (1931), de Michael Curtiz, con John Barrymore o 'Su gran sacrificio' (1932), de Michael Curtiz, junto a Richard Barthelmess. Dejó la Warner en 1932, y decidió aceptar ofertas de producciones rodadas en Alemania o Gran Bretaña. Retornó para firmar con la Columbia, por dos años. En 1934 rodó la obra queconsideraba su predilecta, 'A girl of limberlost' de Christy Cabanne, con Louise Dresser. Se retiró del cine en 1942 tras interpretar varias producciones no muy relevantes.
Horror en el cuarto negro
‘Horror en el cuarto negro’ ( The black room, 1935), de Roy William Neill, se trama sobre una perversa ironía. La mano del destino se asocia con una mano deforme, inútil. ¿Cómo se va a cumplir la profecía? Esa perversidad de planteamiento,
que aún llega a ser más retorcida, cuanto más complicado parece que pueda cumplirse, me hacía pensar que el argumento de Henry Myers y Arthur Strawn podría considerarse un proverbial antecedente de los (irónicamante) imprevistos desenlaces de un episodio de ‘La dimensión desconocida’. La profecía, cual maldición, en cuestión se refiere a dos hermanos gemelos, Gregor y Anton, hijos del Barón Berghman, en el Tirol, porque se piensa que se repetirá lo que ya ocurrió con dos gemelos de una generación anterior. Se dice que Anton matará a Gregor, en una estancia del castillo, con un pozo, conocida como ‘El cuarto negro’ (un fascinante decorado). Anton tiene una mano, la diestra, deforme, inútil. Ambos son interpretados, ya adultos, cuarenta años después (en 1834), por Boris Karloff (en una de sus más elaboradas y afinadas interpretaciones). Ambos son contrapuestos, Gregor, que rige las tierras, es tiránico, un bruto al que además se acusa de asesinar a las mujeres de sus tierras. Anton en cambio, es elegante, de modos amanerados, refinados. La arrogancia de Gregor se refleja en que haga volver a Anton, que viene acompañado de un gran dogo alemán, cuando se supone que tiene que cumplirse la profecía. Gregor piensa que puede dominar a la vida, decidir la muerte de otros, retar al destino. Uno de los atractivos de la obra es imaginar cómo se producirá esa profecía, dado que Gregor, en su ‘partida de ajedrez’ apuesta fuerte para que no pueda cumplirse, empezando por ser quien elimina a quien se supone que va a ser su ejecutor. Quien muerto, además, le facilitará que no tenga que abdicar, y abandonar las tierras, como le pedía el pueblo, ya que podrá seguir en el poder representando el papel de su hermano, lo que propicia un tercer personaje, a Gregor interpretando a Anton, realizando toda una elaborada puesta en escena en la que tiene que ajustarse a otra identidad. Narrativamente, depara varias secuencias esplendidas, aquellas en las que tiene que eliminar a quien descubre quién es realmente, o quitar de en medio rivales para conseguir a la mujer que desea, Thea (Marian Marsh), aunque, en su arrogancia, no considera que una criatura ‘inferior’, como un (leal) perro, pueda complicar sus planes. Por supuesto, los caminos del destino se cumplen, por muy retorcido que sea el modo en que su mano lo realice.
En la imagen promocional, Boris Karloff, Marian Marsh y el hermoso dogo alemán.
Plácidas pausas de rodaje: Boris Karloff y Jack Pierce. Una larga y duradera colaboración
Boris Karloff se rebela contra su 'creador' caracterizador, Jack Pierce, 'cortándole la cabellera' durante el rodaje de 'La torre de Londres' (1939), de Rowland V Lee. Trabajaron juntos en numerosas ocasiones desde 'Frankenstein' (1931), de James Whale. Pierce llegó a firmar un contrato como exclusivo maquillador de Karloff, durante los siete años de contrato de Karloff en la Universal.
En rodaje: Humphrey Bogart y el maquillaje (II)
En rodaje: Humphrey Bogart y el maquillaje (I)
En un lugar solitario
Entre una mirada crispada reflejada en un retrovisor y una figura detenida bajo un arco, como una figura suspendida de una cuerda invisible, antes de desaparecer en un incierto futuro en el que no parece que pueda haber una mirada que lo haga presente, un hombre vivió unas semanas mientras fue amado. Antes su corazón habitaba un solitario lugar. Dixon (Humphrey Bogart), era un guionista que se sentía ajeno al mundo que vive, un mundo del cine cuya única pantalla es la codicia y la humillación (y al que no puede evitar enfrentarse, aunque eso perjudique su carrera, como con el director que hace sangrante burla del actor alcohólico que es sombra del que disfrutó del éxito décadas atrás). Dixon está enfrentado a los demonios de su decepción, está hastiado, furioso, por tener que degradarse realizando trabajos adocenados que desprecia para personajes mediocres que desprecia, lo que determina una violencia contenida (que tiene sus irreprimibles puntuales explosiones de intemperancia) que le hace susceptible de parecer sospechoso de un crimen, y que, tiznada de fatalista recelo, dañará la luz del amor posible, ese que encuentra en una imprevista encrucijada de su vida, en Laurel (Gloria Grahame), pero que es agrietado por el peso de los reflejos de sus tinieblas, quedando suspendido en el vacío como una marioneta. En suma, Dixon es alguien que ha perdido la ilusión, pero tan crispado y rabioso, que desaprovecha la oportunidad de dar cuerpo al amor con el que se encuentra.
'En un lugar solitario' (In a lonely place, 1950) es una de las grandes obras de Nicholas Ray, fronteriza como su personaje, como su misma condición genérica, cine negro que rompe sus supuestos moldes, lírica y corrosiva. No importa casi la investigación del crimen, sino sus resonancias sobre los protagonistas. Lo que se explora es ese agujero negro, ese lugar solitario, aquel en el que debió morir, estrangulada, la chica que Dixon había requerido esa misma noche para que le relatara la novela sobre la que tenía que dar su parecer pero no le apetecía nada leer : la decepción que arrastra, o que le arrastra a él, y que le complica, como si estrangulara aún más el lugar solitario que es su corazón, ese que se siente tan asfixiado que ya sólo responde con la furia, un lugar solitario, su corazón, tan rebosante de ponzoña acumulada, que no la podrá extraer ni el amor de quien irradia lo opuesto, la luminosa serenidad, la templanza, Laurel (es admirable el trabajo interpretativo de Grahame, tan contrastado con el que realizara con Lang, por ejemplo; y cómo aquí contrasta con la crispación que emana de Bogart, que pareciera contrahecho de la rabia que parece lastrarle como unas incrustaciones en sus entrañas).
El cine es el arte de la sugestión, te hace sentir que vives lo que hay en la pantalla, como si fuera real (como dice la chica asesinada, hasta hace poco pensaba que eran los propios actores los que inventaban los diálogos; en la pantalla se produce la ilusión de realidad). La luz se refleja en el rostro ‘poseído’ de Dixon (cual proyector) cuando le sugestiona de tal modo al detective Brub (Frank Lovejoy), al narrarle cómo cree que se realizó el asesinato, que aprieta tanto el antebrazo sobre el cuello de su esposa, Sylvia (Jeff Donnell), que está a punto de ahogarla. La realidad está tramada con proyectores, y nuestra mente es una materia muy sugestionable. Sylvia empezará a dudar de Dixon, primero con los relatos del capitán de policía, Lochner (Carl Benton Reid), sobre el pasado violento de Dixon, y sus especulaciones ( cómo , por ello, cree que es el más factible sospechoso de haber cometido el crimen), después con la reacción de Sylvia, que no ríe, como ella esperaba, ante sus dudas, y apuntalado por las desatadas reacciones violentas de Dixon, como cuando golpea en la carretera al otro conductor con el que está a punto de colisionarse, y está a punto de estrellar una piedra en su cabeza ( si no lo hace es por el grito de Laurel). Su confianza se ofusca, y se hace miedo y duda, y sedimenta el pensamiento de que Dixon puede llegar a matar. La pantalla de la realidad se enmaraña, los temores derivan en omisiones y silencios, en especulaciones en las que la turbina de la mente se desata, y propician que, precisamente, los temores se cumplan (la reacción violenta de Dixon en la carretera es tras haber descubierto que ella no había compartido con él las conversaciones con el capitán de policía, o Sylvia).
La desconfianza o distancia que percibe en ella a su vez ofusca a Dixon, quien se agarraba ya a su amor como a un clavo ardiendo, como si por fin hubiera recuperado la vida y no quisiera asfixiarse, estrangularse, de nuevo en el lugar solitario en el que erraba como espectro furioso hasta conocerla: esas bellísimas frases que él escribe para su guión, pero que le definen o reflejan a él (a la vez que son premonitorias de su historia; ¿quizá es ya alguien que frustra un amor posible porque anticipa, por temor, que será un fracaso?): ‘Nací cuando te besé, morí cuando me abandonaste, viví durante las semanas que me amaste’. Ray extrae de las tinieblas tumescentes, turbias y ásperas un lirismo tan delicado como desgarrado y desesperado; lo siniestro se conjuga con lo poético en una sorprendente y arrebatadora alquimia. El brote violento se transforma en una intemperie doliente, como en la conmovedora secuencia en la que tras golpear a su representante, pocos minutos después le pide perdón en los baños, o, sobre todo, en las hermosas y sobrecogedoras secuencias finales, la despedida de Dixon y Laurel (tras que haya estado a punto de estrangularla). Y la mirada extraviada en una realidad de reflejos, a la que ya sólo respondía con su furia (lo único presente, como esa mirada en el retrovisor) se desvanece en la noche, exiliado quizá definitivamente en un lugar solitario. Aunque, por unas semanas, vivió mientras fue amado.
sábado, 29 de septiembre de 2012
Paulette Dubost, la mujer centenaria que alargó su personaje con Renoir
Paulette Dubost, fallecida a los 100 años el pasado día 21, tuvo su papel más notorio con Jean Renoir en 'La regla del juego' (1939), en la que interpretaba a Lissete ( en principio su personaje iba a tener menos presencia, pero acabó adqui
riendo más relevancia). Reincidió con Renoir en 'Desayuno en la hierba' (1959). Trabajó con Marcel Carné en 'Hotel du nord' (1938), Max Ophuls en 'Le plaisir' (1952) y 'Lola Montes' (1955), Francois Truffaut en 'El último metro' (1980) o Louis Malle en '¡Viva María! (1965) o 'Milou en mayo' (1989)
Richard Conte, rostro esculpido en el Noir
Richard Conte quizá no fue un actor deslumbrante, pero siempre resultó efectivo. Su rostro, sobre todo, podría estar esculpido en un imaginario Monte Rushmore del film noir. Aunque sus primeros papeles fueran dentro del género bélico, como su primer personaje de envergadura, en Guadalcanal (1943), de Lewis Seiler, tras la que intervino en dos obras de Lewis Milestone, que parecen anverso y reverso, la cargante The purple heart (1944) y la excelente Un paseo bajo el sol (1945), cuyo gesto, chasqueando los dedos, cuando pedía un cigarrillo era evocado por Harvey Keitel, en su conversación con Jim Jarmusch en Blue in the face (1995), de Wayne Wang y Paul Auster. Tras La campana de la libertad (1945), de Henry King y 13, Rue Madeleine (1947), más escorada al cine de espías (aunque con modos estilísticos que adoptaría el film noir procedural) en lo que restaba de década, bajo contrato en la Fox, abundarían las obras en los lindes del film noir: Solo en la noche (1946), de Joseph L Mankiewicz, Una vida marcada (1947), de Robert Siodmak, Yo creo en ti (1947), de Henry Hathaway, Vorágine (1949), de Otto Preminger, o Mercado de ladrones (1949), de Jules Dassin, en los que encarnó personajes a ambos lados la ley, desde quien lucha contra los que explotan a los trabajadores, a un falso culpable pasando por gangsters. También intervino en oscuros melodramas como la discreta El otro amor (1947), de Andre De Toth u Odio entre hermanos (1949), de Joseph L Mankiewicz. En los 50 siguieron predominando los films noir, entre los que destacaron especialmente las esplendidas Agente especial (1955), de Joseph H Lewis y Los hermanos Rico (1957), de Phil Karlson o la notable La gardenia azul (1953), de Fritz Lang. Transitó el melodrama, como en Mañana lloraré (1955), de Daniel Mann, el género de aventuras exóticas en La legión del desierto (1953), de Joseph Pevney o Slaves of Babilony (1953), de William Castle o la comedia en Llenos de vida (1956), de Richard Quine. En 1959 fue uno de los mezquinos héroes de Llegaron a Cordura de Robert Rossen, y al año siguiente ingresaría en la cofradía de Frank Sinatra. Con él trabajó en La cuadrilla de los once (1960), de Lewis Milestone, Asalto al Queen Mary (1966), de Jack Donohue o Hampa dorada (1967) y La mujer de cemento (1968), ambas de Gordon Douglas, año en el que dirigió su única obra, Águilas cruzadas. Su última intervención destacable fue en El padrino (1972), de Francis Coppola, tras la que protagonizaría, hasta 1975, año de su muerte, varias olvidables producciones italianas, como la que cerró su filmografía, en la que interpretaba a un exorcista, Lucifer: el ángel maldito, de Franco Lo Cascio y Angelo Pannacciò.
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En rodaje: Henry Hathaway, Brian Donlevy, Victor Mature y Coleen Gray
Annabella, la estrella errante
Annabella dio sus primeros pasos en el cine con un pequeño papel en 'Napoleón' (1927), de Abel Gance. Y ascendió al estrellato con 'El millón' de Rene Clair, con quien reincidiría en 'Catorce de julio' (1933). Se convirtió en una de las fig
uras señeras del cine francés. Fascinante estaba como la bailarina arabe en 'La bandera' (1935), de Julien Duvivier. Trabajó con Pal Fejos, en 'Tú erese mi amor', Marcel L'Herbier en 'Veille d'armes' (1935), Antole Litvak en 'L'equipage' (1936) o Marcel Carné en la sugerente 'Hotel du Nord' (1938). En 1937 fue 'fichada' por Hollywood, pero ella puso la condición de que las producciones en las que interviniera fueran rodadas en Inglaterra. La primera fue 'Wings of the morning' (1937), con Henry Fonda, dirigida por Harold D Schuster, con quien reincidiría en 'Cena en el Ritz' (1938). También trabajó para Victor Sjostrom en 'Bajo el manto purpura' (1937), Walter Lang en 'La baronesa y el mayordomo', junto a William Powell, o Allan Dwan en 'Suez', en donde conocería a Power. Su decisión de no subordinar su amor a su carrera propició que el Estudio, tras interpretar 'Bridal suite' (1939), de Wilhelm Thiele, con Robert Young, no le ofreciera papeles aún teniéndola en contrato. Annabella se centró en el teatro, y volvió a las pantallas en 1943 con 'Tonight we raid on Calais' de John Brahm y 'Bomber's moon' de Edward Ludwig. Tras 13, Rue Madeleine decidió reconducir su carrera en Francia, también trabajando en España, en 'Don Juan' (1950), de Jose Luís Saenz de Heredia y 'en 'Quema el suelo' (1952), de Luís Marquina. Ese mismo año decidiría retirarse del cine.
viernes, 28 de septiembre de 2012
En rodaje: Tim Holt
Más allá del Missouri - Imágenes de un rodaje
John Hodiak, las corazas de la virilidad
John Hodiak no fue un actor de cualidades interpretativas especialmente remarcables, pero era una de esas presencias que tampoco desentonaban o chirriaban en pantalla, y hasta resultaba efectivo. Quizá nunca brilló más que en la película qu
e supuso su 'trampolín', 'Náufragos' (1943), lo que revela el buen ojo de Alfred Hitchcock, ya que el contraste entre su 'elementalidad' y su rotunda virilidad contrastaban muy eficazmente con la sofisticación y el artificio ( histriónico) del personaje/actriz de Tallulah Bankhead. No le duró mucho su condición de galán, en 'La campana de la libertad' (1945), de Henry King, o en unas producciones en las que dejaba en evidencia que quizá no dominaba tanto los turbios recovecos psicológicos, caso de dos noir, 'Solo en la noche' (1945), de Joseph L Mankiewicz o la apagada 'La hija del pecado' (1947), de Lewis Allen. En 1949 fue declarado veneno para la taquilla. Sus papeles ya eran parte de un reparto con buen número de estrellas, como en 'Sublime decisión' (1948), de Sam Wood, junto a Clark Gable, Van Johnson o Walter Pidgeon, 'Soborno' (1949), de Robert Z Leonard, junto a Robert Taylor, Ava Gardner, Charles Laughton y Vincent Price, ''Malaca' (1949), de Richard Thorpe, junto a Spencer Tracy, James Stewart o Sidney Greenstreet, o 'Fuego en la nieve' (1949), de William A Wellman, o contrarreplica del protagonista o secundario estelar como en 'Ambush' (1949), de Sam Wood, 'Más allá del Missouri' (1951), 'La historia de los Miniver' (1951), de HC Potter, 'El caso O'Hara' (1952), de John Sturges o 'La furia de los justos' (1955), de Mark Robson. Sí fue protagonista de una pura serie B, 'A lady without passport' (1950), de Joseph H Lewis, con Hedy Lamarr. Este actor de ascendencia ucraniana y polaca, que había dado sus primeros pasos en representaciones teatrales rusas en la iglesia católica ucraniana (lo que supuso que tuviera que eliminar el fuerte acento para consolidar su carrera de actor), tuvo su mayor éxito en el teatro, sobre todo con la representación, durante dos años (1953-55), de 'El motón del Caine'. Desgraciadamente, sufriría un fatal infarto, con 41 años, cuando se encontraba afeitándose en el baño para acudir al rodaje de 'On the treshold of the space' (1956), de Robert D Webb
Foto: John Hodiak no fue un actor de cualidades interpretativas especialmente remarcables, pero era una de esas presencias que tampoco desentonaban o chirriaban en pantalla, y hasta resultaba efectivo. Quizá nunca brilló más que en la película que supuso su 'trampolín', 'Náufragos' (1943), lo que revela el buen ojo de Alfred Hitchcock, ya que el contraste entre su 'elementalidad' y su rotunda virilidad contrastaban muy eficazmente con la sofisticación y el artificio ( histriónico) del personaje/actriz de Tallulah Bankhead. No le duró mucho su condición de galán, en 'La campana de la libertad' (1945), de Henry King, o en unas producciones en las que dejaba en evidencia que quizá no dominaba tanto los turbios recovecos psicológicos, caso de dos noir, 'Solo en la noche' (1945), de Joseph L Mankiewicz o la apagada 'La hija del pecado' (1947), de Lewis Allen. En 1949 fue declarado veneno para la taquilla. Sus papeles ya eran parte de un reparto con buen número de estrellas, como en 'Sublime decisión' (1948), de Sam Wood, junto a Clark Gable, Van Johnson o Walter Pidgeon, 'Soborno' (1949), de Robert Z Leonard, junto a Robert Taylor, Ava Gardner, Charles Laughton y Vincent Price, ''Malaca' (1949), de Richard Thorpe, junto a Spencer Tracy, James Stewart o Sidney Greenstreet, o 'Fuego en la nieve' (1949), de William A Wellman, o contrarreplica del protagonista o secundario estelar como en 'Ambush' (1949), de Sam Wood, 'Más allá del Missouri' (1951), 'La historia de los Miniver' (1951), de HC Potter, 'El caso O'Hara' (1952), de John Sturges o 'La furia de los justos' (1955), de Mark Robson. Sí fue protagonista de una pura serie B, 'A lady without passport' (1950), de Joseph H Lewis, con Hedy Lamarr. Este actor de ascendencia ucraniana y polaca, que había dado sus primeros pasos en representaciones teatrales rusas en la iglesia católica ucraniana (lo que supuso que tuviera que eliminar el fuerte acento para consolidar su carrera de actor), tuvo su mayor éxito en el teatro, sobre todo con la representación, durante dos años (1953-55), de 'El motón del Caine'. Desgraciadamente, sufriría un fatal infarto, con 41 años, cuando se encontraba afeitándose en el baño para acudir al rodaje de 'On the treshold of the space' (1956), de Robert D Webb
Fuego en la nieve
Fuego en la nieve (Battleground, 1949), de William A Wellman, es una película de guerra, surcada por el aliento de ciertas películas de aventuras, las que describen la gesta de una resistencia, la supervivencia, en las condiciones más adversas, como las de los expedicionarios que recorren una larga distancia, un territorio inexplorado, para alcanzar el polo sur en Scott en la Antartida (1948), de Charles Frend. En este caso, la nieve también es protagonista, la padecen durante casi toda la narración los componentes del regimiento 327 de la División 101 aerotransportada, que resistieron y lucharon, durante algo más de un mes (entre mediados de diciembre del 44 y casi finales de enero del 45), en el sitio de Bastogne, parte de la (crucial) ofensiva de las Ardenas. Se les calificó como los apaleados bastardos de Bastogne. Aquí no hay patrioterismos, se retrata el cansancio, el desgaste y el miedo (en varias ocasiones los personajes salen corriendo, temerosos de otro enfrentamiento, o ante la caída de unas bombas); parecen desgreñados espectros en la permanente niebla: por eso es tan liberador ese hermoso momento en las secuencias finales en las que por fin hace acto de aparición la luz del sol entre las nubes (que además propicia el ataque de los aviones a los cañones alemanes).
Lo que se canta es su resistencia: la obra comienza con el regimiento marchando al son de la canción que entona su sargento, Kinnie ( el gran James Whitmore), y termina con los soldados, desharrapados, exhaustos, tirados en el camino, esperando que por fin les den el permiso anhelado, y que al concedérselo, marchan del mismo modo que al principio para aparentar, o insuflar, a los soldados que llegan una estimuladora presencia de ánimo. Porque su resistencia fue la de toda la División, ya que el éxito de la empresa parecía incierto, brumoso; en cierto momento, los alemanes enviaron emisarios para plantear las condiciones de su rendición) La película, a su vez, describe admirablemente la entraña de lo que es un campo de batalla; de hecho, es su título original, Battleground. Wellman había retratado con ese verismo, pocas veces igualado, la errancia del soldado en los diversos campos de batalla, en También somos seres humanos (1955), en la campaña en Italia, cuyo título original condensaba también concreción y abstracción, Gi Joe: en una se destaca el escenario, en la otra al sujeto, que son todos, los soldados, para quienes las zanjas, como también se refleja en Fuego en la nieve, son su hogar provisional ( al que a veces dedican horas a excavar para nada, ya que les ordenan que de nuevo se pongan en movimiento).
Esta es también una obra coral, aunque alguno cobre más protagonismo, como es el caso de Holley (Van Johnson; lo iba a interpretar Robert Taylor pero éste pensó que no encajaba con el personaje). Hay que mantener la presencia de ánimo, pero tampoco olvidar que no eres inmune, y que no estás de paseo en el campo (como el soldado que se detiene para poner flores en su casco en La colina de los diablos de acero, 1958, de Anthony Mann). A ese respecto es difícil olvidar, en los primeros pasajes de la marcha, la ironía con que están contemplados los trasiegos de Holley con esos huevos que intenta freír en su casco, pero las complicadas circunstancias (como si la guerra fuera un molesto telón de fondo) determinan que lo aplace una y otra vez, haciendo equilibrios con el líquido en el casco, mientras marcha, o porque se lance al suelo cuando les bombardean, para que no se derrame. El guión de Robert Pirosh reflejó sus experiencias en la batalla de las Ardenas, aunque no sirviera en concreto en la 101 División. Los personajes están trazados con concisos y eficaces rasgos. Hay quien en su reloj mantiene la hora que tendría en su ciudad natal en Estados Unidos; quien para conseguir algún permiso se rompió la dentadura, y ahora la porta con los consiguientes riesgos de perderla en cualquier momento, y a veces parece que esa frustración la descargara en su aspereza; quien nunca había podido disfrutar de la nieve, y goza lanzando bolas de nieves, como si fueran de beisbol (estupendo ese plano en el que Holle y Jarvess (John Hodiak) leen las noticias, y una bola surca el encuadre), y muere congelado en la nieve; quien se queda desolado cuando descubre que en otro regimiento nadie se acordaba del nombre del chico con el que llegó a la división ( secuencias después cuando les bombardean le pregunta a un compañero si recuerda su nombre); hay quien es tan alto que sus pies, descalzos porque no quiere que se le calen las botas, siempre quedan al descubierto cuando se tapa con la manta para protegerse de la nieve que cae, y que muere cuando desde el hoyo en el que está oculto intenta recuperar sus botas.
Los personajes cavan una y otra vez zanjas, y marchan una y otra vez. Resisten, como los pies del sargento Kinnie que cada vez parecen cubiertos de más tela para protegerse del frío. Y el miedo no les abandona, porque nadie puede decir que no lo sienta, como no sabes en qué momento puedes sentir el arrebato de realizar una acción audaz, en la que resultas herido, y preguntarte después por qué se te ocurrió tal locura, como sentir la tentación de correr en dirección opuesta para evitar un nuevo enfrentamiento con las balas de un enemigo. Wellman, con la inestimable colaboración del director de fotografía Paul Vogel, logra transmitir la palpable fisicidad del trance, de unos expedicionarios en las condiciones más adversas, y amenazadoras, que muchas veces parecieran en un territorio inexplorado, incierto; entre tanta niebla que no se despega del paisaje, no sabes dónde estás: incluso, en varios momentos los personajes reconocen que no saben si están en Bélgica o Luxemburgo. Del mismo modo, ya no sabes si alguien con tu mismo uniforme es de los tuyos o un alemán infiltrado. Esa sensación de desconcierto, de desubicación, en una nada, en la que todo parece posible y poco se puede distinguir, como papel en blanco parece el paisaje de nieve surcado de árboles tras los que no sabes quién puede estar apostado, es uno de los aspectos más logrados de esta notable obra en la que unos hombres lidian con el otro bando, con el entorno y consigo mismos, tres enemigos ante los que algunos caen, por una causa u otra, pero otros resisten. En el campo de batalla no se conquista territorios no explorados, desconocidos, sino la supervivencia.
En las imágenes de rodaje: William A Wellman, Van Johnson, John Hodiak, Ricardo Montalban, Richard Jaeckel, George Murphy, Don Taylor, Denise Darcel o Marsall Thompson y (de visita en el rodaje) Frank Sinatra, Joel McCrea, Elizabeth Taylor, Walter Pidgeon, Louis Calhern, Keenan Wynn o la familia de Wellman.
jueves, 27 de septiembre de 2012
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