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sábado, 31 de octubre de 2020
Mi análisis de Harry el sucio en Solaris. Textos de cine.
viernes, 30 de octubre de 2020
La flor (Periférica & Errata naturae), de Mary Karr
El effie’s es otro elemento, no menos extraño que las profundidades oceánicas, y con unas leyes iguales de incomprensibles. (…) En casa, en la soledad de tu cuarto, garabatearás varios cuadernos con un sinsentido jeroglífico, con la esperanza de hallar esa verdad precisa e inefable. El Effie’s es un sórdido y siniestro local que protagoniza uno de los diversos pasajes con los que Mary Karr enfoca, como un trayecto y unas coordenadas, su propia adolescencia, en La flor (Periférica & Errata naturae). Pero, a la vez que señalada como una experiencia que representa un umbral en su propia proceso de definición, como quien comienza a entreverse en la línea de puntos que devuelve una aun escurridiza pero ya no tan imprecisa imagen en el espejo, puede condensar su relación con la realidad y consigo misma durante ese periodo, entre los 12 y los 17 en los que comenzaba a perfilarse (florecer) esa mujer que no dejará de moldearse ni afinarse. De hecho, Mary Kerr contrasta la evocación con anticipaciones de lo que será de muchos de los que compartieron aquel periodo de tiempo, e incluso de sí misma, como si el desajuste siempre se mantuviera en su relación con la realidad, pero de un modo cada vez más fructífera, como si por lo menos hubiera cimentado una mirada propia que se afirma en una singularidad que sabe que es el núcleo, aún movedizo como las mareas, que a veces pueden ser marejadas, en es ese complejo yo que está constituido de tan diversos y múltiples materiales que puede resultar complicado discernir lo natural de lo impuesto, lo propio de lo adherido (el desajuste, en ese sentido, es interrogante en constante proceso). En Los Angeles las drogas operan su magia transformadora hasta que la ciudad se alza como epicentro geográfico del dolor, una ciudad que se te revela tan saqueada y arruinada como Troya. Cuando ya tengas bien cumplidos los cuarenta, cada vez que debas volar hasta allí por trabajo y observes el asfalto del aeropuerto desplegándose a partir del óvalo reluciente de tu ventanilla, te sentirás en el lado equivocado de una pista psíquica.
De hecho, la narración se inicia con una despedida, con un viaje, la marcha de ese pueblo de Texas, Leechfield, hacia Los Ángeles, o la amplitud y posibilidad de otros lugares, otras formas de poder ser y relacionarse. Leechfield, ese lugar donde nada ocurre, donde la vida parece que se estira sobre la repetición como un bucle que asemeja a un abismo. Ese lugar de rutinas, tan familiar que parece una tela de araña que te envuelve como una adherencia pegadiza. La casa me sumía en una especie de nebuloso tiempo abisal. El aire acondicionado zumbaba. La nevera arrancaba y se apagaba. Vivía en un estado de espera permanente, aunque no sé qué esperaba. No parecía que nada en absoluto se avecinara desde parte alguna. En el principio, la falta de acontecimiento. En el principio, el desajuste, ese vislumbre de que tus padres, o alguno de ellos, y tú no tenéis nada que ver: Lo cierto es que, por el motivo que sea, os habéis convertido en extraños el uno para el otro. Él desembarcó en Normandia, conduce una camioneta, alterna en el bar de la Legión americana o en el de los veteranos con otros trabajadores en ropa de faena. Tú abarcas la resbaladiza superficie del surf y la psicodelia. El ambiente entre vosotros se ha enturbiado. Eres un simple espantapájaros en su lente telescópica, y él otro en la tuya. Un tú, que es parte de un nosotros, que parece un ser de otra dimensión. También Mary Karr alude a quien era con esa edad con un tú, porque era otra, en proceso de formación. Era ella misma y era otra. Como a veces se superpone el yo que se es ahora cuando se evoca quien se fue. Cualquier fábula que haya podido narrar sobre quién era yo entonces se diluye cuando leo letras sueltas escritas sobre mí. Tendemos a revestir de sabiduría adulta el yo en blanco que la infancia ofrece en realidad. ¿Se refleja cómo nos sentíamos o nos evocamos a través del filtro que somos ahora?
Hay otro en un principio que se revela como un umbral que transfigura nuestra relación con la realidad y los otros. No damos los mismos pasos, la atmósfera parece otra, las esquinas y las líneas de la realidad se reconfiguran en otro tipo de simetría. Ese primer amor. Nuestros rasgos ni siquiera se han definido del todo cuando somos niños. De modo que en cierto sentido aún no existimos. Por lo tanto nos burlamos de nosotros mismos por amar con tanta facilidad, estrangulando de paso a nuestros primeros objetos de amor. (…) Antes de que tamaño hechizo nos embruje, solo existen los rostros de los padres, los de otros parientes. Los de la gente que nos viene dada; que son nosotros, en cierta medida. Los primeros seres amados son otra cosa. Y, al inventarlos, nos inventamos a nosotros mismos. Una perplejidad que irá, lentamente, con el tiempo, tomando forma en pensamientos y palabras. Esa capacidad de ocultar con la impasibilidad todo el torrente de emociones que se siente (o quizás sea un mero espacio hueco). El semblante del amado o de la amada parece una superficie serena, como el rostro de una estatua, pero aun así nos puede sofocar como si sus ojos fueran los de la Gorgona, pero ¿es su mirada o la nuestra que colisiona con esa superficie que parece impertérrita, como si nada pudiera afectarla y todo tuviera bajo control? ¿Era Chejov o Tolstoi el que se quejaba de las personalidades con hondura que uno puede fabricar tras <<el retal de un rostro>>? Y por supuesto, los contrastes entre lo imaginado y lo soñado y la experiencia real, cuando los cuerpos ocupan ya el primer plano, apartando a las fantasías que ocupaban el periodo de las anticipaciones y expectativas. Es verdad, esperabas que el acto físico crease una mágica complicidad emocional (Sin embargo, durante mucho tiempo, el sexo será un mero sustitutivo de la cercanía que ansías; casi un usurpador).
El tiempo se puede sentir, a medida que crecemos, que pasa muy rápidamente, pero los días pueden sentirse que avanzan muy lentamente, como si fuera una espesura gomosa, especialmente en la adolescencia, cuando el cuerpo se agita aún más convulsamente, como si la velocidad fuera la opuesta, y ese desajuste creara una sensación de cortocircuito. Sientes que nada ocurre, sientes que todos los días son los mismos, que no hay acontecimiento que distinga unos de otros, y que tú eres meramente una pieza más de un engranaje ya predeterminado. Un vago agotamiento ha corrido una cortina sobre todo lo que ves (…) tiene la sensación de que cada movimiento ha sido urdido de antemano y solo das tumbos como una pieza de ajedrez. (…) No existen largos episodios de esa temporada aciaga. No hay conspiraciones perdidas, ni dramas enrevesados. Solo breves fragmentos de memoria, escenas eliminadas, instantes capturados donde tu débil interpretación se vuelve plana. Hay un periodo en el que, simplemente, decides abotagarte en esa inacción, como si nada valiera la pena, como si la sublevación fuera tu negativa a ser lo que se supone que tienes que ser, como una protesta que aboga por salirse de un escenario que no satisface. No hay una trama ni un papel que resulte sugerente. Sientes que el engranaje chirría. Forjáis una amistad basada casi por completo en la indolencia, una pasión monástica por la inactividad. Es un periodo en el que te buscas, en el que intentas sintonizar entre lo que tú deseas y lo que un entorno demanda, en el que te ajustas a formas de comportarte y actuar que son parte del repertorio al que todos parecen plegarse. Pero tu desajuste duele, como si el esfuerzo por no desentonar con esa ficción establecida, por no ser alguien que se sale de la casilla del debe de modo ostentoso, y por ello, pueda ser purgado o anatemizado, te estuviera consumiendo. Básicamente, esperas fabricarte una actitud o una identidad nueva, un método para maniobrar por los pasillos que derive en palizas psicosociales menos rotundas que las recibidas en secundaria (…) Cada día, después de clase, exangüe tras la tensión de tan variadas y falsas actuaciones, te tiras en el suelo a saborear el bálsamo de las reposiciones de comedias de situación de los años cincuenta. Incluso, coqueteas con la idea del suicidio, como la imagen poética, sublimada, de tu desajuste vital, una idea que remarca tu distinción frente a un anodino entorno.
Y buscas otros incentivos que te hagan sentir algo, o te
aturdan de un modo que no te hagan demasiado consciente, o sensible, a la falta
de estímulo de tu entorno. Si existía un
lugar en los setenta del que huir, ese era Leechfield, con su demoledora
monotonía (…) aquel primer año de instituto sería el último de virginidad
farmacológica. Por eso, ese pasaje, Effie’s, como si Alicia cruzara a
través del espejo en un antro de figuras deformes, desquiciadas y deshilachadas
(como lo que ya se ha roto o no ha logrado tejerse), como si se mostrara la
real catadura de la ficción de imágenes promocionales tras la que se escondía
la realidad hasta entonces, se torna en esa experiencia que adquiere la
condición de umbral en su vida, como la heroína que se introduce en la cueva
del dragón, que no es sino la sombra su propio desajuste, esa sombra que
induce, como un canto de sirenas, a naufragar en el aturdimiento y la negación,
una forma de borrarse en vez de perfilarse aunque el proceso duela. Es como si te envolviera una capa
sustanciosa, una recompensa por haber escapado de la guarida del dragón. Con
respecto a la validez de la idea, un yo inmutable siempre firme, llegas a la
mitad a lo sumo. Pero la mitad ya es un
buen trecho, más de lo que muchos conseguirán en toda su vida. Tardarás décadas
en dar vida a ese Tú Misma. Pero seguirás moldeándolo. Seguramente, lo que hace
todo el mundo, hasta que el cuerpo aguante.
jueves, 29 de octubre de 2020
Veredicto final
El comienzo de Veredicto final (The verdict, 1982), es toda
una lección de cómo saber definir la circunstancia vital de un personaje, con
rasgos sintéticos y elocuentes. Ya el primer plano nos muestra a Frank Galvin
(Paul Newman) jugando al pinball, lo que nos transmite la soledad del
personaje, y la inacción en la que se desenvuelve su vida, encasquillado en un
bucle, como Sisifo con la roca. Le vemos asistir a funerales, dejando su tarjeta
de abogado (lo que indica a qué debe rebajarse para encontrar clientes), hasta
que en uno de ellos, el hijo del fallecido, indignado, le expulsa de malas
maneras. Cuenta en el bar sus batallitas del pasado, pero su expresión tras
concluir el relato, expresión de extravío, evidencia cómo es alguien que ya no
tiene casi presente. Su vida es un plano general (como el de la secuencia) en
la que solo se siente distancia (incluso de sí mismo). Y bebe, bebe mucho, para ahogar o narcotizar
tanto su soledad como su frustración, expresado en un contundente y largo plano
fijo, sostenido en la gran interpretación de Paul Newman (ninguna tan brillante
como esta, ya lejos su tendencia al histrionismo en los inicios de su carrera),
casi conteniendo los temblores a la hora de llevarse el vaso a su boca,
temblores que delatan que está en un tris de explotar. Y así es, llega a su
despacho, y comienza a destrozarlo todo, rabioso y dolorido, como quien ha
llegado a su límite de resistencia, hiriéndose incluso accidentalmente (en un
plano en ligero contrapicado, que resalta su indefensión y el peso que siente y
le supera). Y así le encuentra su amigo Mickey (Jack Warden), sentado en el
suelo, como si ya se hubiera abandonado a sí mismo. Y le plantea un caso. Su
rescate.
Un caso que le hará recuperar la dignidad y la autoestima, enfrentándose a los intereses públicos y privados, desde la institución eclesiástica hasta la judicial, en la que los caníbales bufetes de abogados o los autoritarios jueces cuales señores feudales constatan cómo su actuación poco tiene que ver con la aplicación de la Justicia, pasando por la médica, a través de las cuales, en ocasiones en comandita, se favorece los intereses de los privilegiados. Un paisaje de corrupción, de falta de escrúpulos y almas en venta, en el que Frank lidiará por recuperar un asomo de dignidad, encarnado en esa mujer ya irreversiblemente en coma por un probable error médico (por la irresponsabilidad de unos prestigiosos cirujanos); un coma en correspondencia con el de una sociedad cuyas instituciones representativas han perdido toda noción de integridad, como si ya fuera esta un lustroso cadáver; un coma en correspondencia con el vital al que parecía abocarse Frank.
La secuencia que refleja su toma de conciencia, que le hará rechazar el trato económico, de daños y perjuicios, con la Diócesis, para olvidar el asunto, es una de las más bellas que ha rodado Lumet: Frank va a hacer unas fotografías de la mujer en coma. A medida que las fotografías, hechas con una polaroid, van desvelándose, apareciendo ante nuestros ojos, lo mismo está ocurriendo con/en la mirada de Frank. Con prodigiosa sencillez, con un afinado uso de ese recurso expresivo tan poco trabajado hoy en día, que es la duración de los planos, nos vamos sumergiendo en lo que se está dirimiendo en la mente de Frank, a través de su mirada, y de lo que supone para él esas imágenes de las polaroids. ¿Cómo va a velar, olvidar, una injusticia? Frank resucitará de su particular coma vital cual ave fénix con su perseverante propósito de no dejarse amilanar por las artimañas que imposibilitan sus diversas opciones, el soborno de testigos para que desistan, la invalidación de pruebas por el mismo juez, la utilización de una espía para estar al tanto de la preparación de su defensa, como es el caso de Laura (Charlotte Rampling), de la que él se enamora, aunque suponga asumir, como conclusión, la decepción (aunque Laura también le corresponda, no logra encajar más que su traición el hecho de que se haya rebajado aún más que Frank en su intento de resucitar su carrera como abogada, ya que se había vendido para realizar una ignominiosa tarea) y su inevitable soledad, pero ya fortalecida. Es lo que puede conllevar, al fin y al cabo, la épica de la honestidad.
El trayecto para logar materializar el proyecto pasó por varios puertos, o diversidad de directores y guionistas implicados. David Brown y Richard D Zanuck compraron los derechos de la novela de Barry Read. Eligieron como director a Arthur Hiller, quien abandonó el proyecto porque no le convencía el guion de David Mamet. Zanuck y Brown contrataron a Jay Presson Allen para que escribiera otra versión del guion, y ofrecieron el papel protagonista a Robert Redford, a quien no convenció el guion de Allen, por lo que propuso como director y guionista James Bridges, pero tampoco le satisfizo sus nuevas versiones del guion. Redford no parecía sentirse cómodo con el hecho de interpretar a un alcohólico. Contactó, sin informar a los productores, con Sidney Pollack, por lo que Zanuck y Brown decidieron prescindir de Redford. Contrataron, entonces, a Sidney Lumet, quien propuso de entrada a Paul Newman (fue el actor quien sugirió que su personaje usara colirio para hidratar sus ojos castigados por el exceso de consumo de alcohol). Lumet contrastó todas las versiones escritas y se decantó por la primera, por la de Mamet. Le gustó su enfoque descarnado. Lumet reconocíó cuánto admiraba la capacidad de David Mamet para convertir una, según él, mala novela en un magnifico guion. Si hubiera leído la novela primero hubiera pensado que era imposible convertirla en guion. El guion concluía sin que se supiera la resolución del juicio, cuál era el veredicto. Lumet planteó que si lo hubiera, aunque el hecho de que supusiera la victoria contra los poderosos (y la recuperación de Frank) no lima la aspereza de la conclusión, añadida por Lumet: Laura, en su dormitorio, con una botella de alcohol en su regazo, llama por teléfono a Frank, quien, mientras toma café, no responde (aunque dude, bien reflejado en un corte de plano intermedio, de plano medio distante a plano medio cercano). Una recurre, como él antes, a la boya del alcohol para contrarrestar su desesperación, mientras que él ya no necesita de esa muleta. La roca de Sisifo se puede superar.
Sidney Lumet realizó con Veredicto final una de sus más densas y poderosas obras, a la altura de La ofensa (1972), Llamada para el muerto (1966), Distrito 34: corrupción total (1990), Tarde de perros (1975), El príncipe de la ciudad (1981), La colina (1965), Daniel (1983), El prestamista (1964) o Antes de que el diablo sepa que has muerto (2007). Los colores gélidos, pero a la vez tenuemente vívidos, como una respiración que quiere recuperar el aliento, de la excepcional dirección de fotografía de Andrezj Bartkowiak, hacen cuerpo del clima emocional del propio protagonista. Un ejemplo más de cómo Lumet sabía trabajar eso llamado puesta en escena, a través de la cuál extraer la emoción o la reflexión, sin caer en el énfasis: el uso de los travellings, en plano general, que recogen dos conversaciones, la del obispo Brophy (Edward Binns) con el abogado de la diócesis, y luego la de Galvin con el médico dispuesto a declarar. Ambas sucesiones de travellings recogen la bajada, por largas escaleras, y salida de ambas instituciones, la eclesiástica y la sanitaria, hasta que uno de ellos sube a un coche (en cada caso la cámara encuadra desde el lado opuesto); figuras empequeñecidas por la inclemente institución, y que además asocia a ambos representantes, dado que posteriormente los abogados untarán al médico para que no declare, y sí desaparezca del escenario. La primera intervención de Frank en el juicio está recogida por un movimiento de cámara que se aleja de él, mientras que la última se realiza mediante un movimiento a la inversa, de aproximación. Un círculo se cierra, que ya no será un bucle. Eso se llama sutilidad.
martes, 27 de octubre de 2020
Domingo negro
En cierta secuencia de Domingo negro (Black Sunday, 1977),
de John Frankenheimer, Kavakov (esplendido Robert Shaw), agente israelita del
Mossad, convaleciente en el hospital tras resultar herido por una explosión, comparte
su cansancio vital, cómo ya se siente sin fuerza ni ánimos: en treinta años que
lleva realizando su labor de ejecutor
el mundo es el mismo, como las mismas guerras, los mismos amigos y enemigos y
las mismas víctimas. Nada ha variado. Su esfuerzo ha sido fútil. ¿Para qué
propósito proseguir si todo propósito resulta vano? La maquinaria del que apodan
El último recurso, el que sobrepasa
las reglas para solucionar un conflicto, se resiente de haber visto demasiadas
veces cómo predomina, como una realidad que se encasquilla en un bucle, el reverso
en su tarea, y que le ha afectado por otra parte demasiado de cerca, como la pérdida
de su esposa y dos de sus tres hijos. Además, reconoce que ya le cuesta matar.
Lo que en su trabajo supone cometer un error que pudiera ser fatal, como aquel
en el que incurre en las primeras secuencias, cuando asaltan la casa en la que
se encontraban los componentes del grupo operativo o terrorista palestino Domingo negro, y no acaba con la vida de
Dahlia (Marthe Keller) cuando la sorprende, desnuda, desvalida, en la ducha. Y
ahora Dahlia se encuentra en Estados Unidos con el propósito de preparar un
atentado a gran escala. Es su objetivo, es su error que rectificar, y por añadidura, como le señala un agente
egipcio, es su creación, su monstruo (ya que a Dahlia le nutre el resentimiento
por la pérdida de sus seres queridos a manos del Mossad). Es además el primer
momento en el que vemos los rasgos humanos de Kavakov, hasta entonces sólo un
agente cumpliendo su función cual eficiente engranaje que parece imperturbable.
Pocos minutos después de su confesión a corazón abierto, su compañero, Moshevsky (Steven Keats), será
asesinado cuando intente evitar que Dahlia, vestida de enfermera, le asesine a
él. No hay manera de eludir el bucle. A partir de entonces Kavakov volverá a
ser el último recurso, una maquinaria
que tiene bastante de espectro, no lejano del personaje que encarnaba Burt
Lancaster en otra magnífica obra de Frankenheimer, El tren (1964).
Pero Dahlia no es el único monstruo creado (la respuesta a una opresión). El cómplice de Dahlia, Lander (Bruce Dern), es un exsoldado norteamericano, ampliamente condecorado en la guerra de Vietnam (lo que se podría calificar como héroe) que padeció seis años de reclusión en un campo de concentración vietnamita (y uno de ellos en una estrecha caja de bambú de dos metros de largo y de ancho). Un hombre resentido porque al regresar al (supuesto) hogar se encontró con que era alguien ignorado por las instituciones, marginado, un recuerdo incómodo, a lo que se añadió el abandono de su esposa. Ahora es piloto de un dirigible que sobrevuela un estadio para grabar imágenes de los partidos. Una pieza periférica del engranaje de la sociedad que le ha ignorado. Su propósito es lanzar más de 200000 dardos sobre los que representan el consejo de guerra de la indiferencia hacia su sufrimiento. Una de las secuencias más memorables de Domingo negro es aquella en la que realiza una prueba de la máquina de los dardos en un retirado almacén en el desierto. Ante la pared de metal horadada por los 200000 dardos (como horadado también quedó el guardián del almacén) exclama extasiado que asemeja a un firmamento. Además, su personaje es la figura que horada cualquier noción de ejemplaridad en cualquier facción representada en la película, sea palestina, israelí, estadounidense, y hasta egipcia, y abunda en la condición fronteriza, casi nihilista de la obra que señala de frente un horror del que todos son responsables (y víctimas).
Domingo negro es, además, un ejemplo modélico del admirable talento de Frankenheimer para, con milimétrica precisión, y un dinamismo exultante, orquestar tensas y crispadas secuencias de acción, horadadas por detalles descarnados (como él mismo volvió a demostrar con la persecución inicial de Tiro mortal, 1989, en la que el protagonista acaba vomitando sobre el delincuente persigue cuando le atrapa, o especialmente con Ronin, 1998). En su cine, la violencia duele, hace sangrar; los transeuntes que mueren en el fuego cruzado se sienten como cuerpos que pierden la vida. Aparte de las citadas secuencias del asalto inicial o la del hospital (con la excelente elipsis de la muerte de Moshevsky: entra en el ascensor con Dahlia; cuando se abren las puertas en el otro piso, ella sale y él yace en el suelo, muerto), brillan sobremanera la percutante persecución por las calles de Florida de Fasil, dirigente de Domingo negro o la tenebrosa secuencia en la que Kavakov interroga al comerciante que ha traído los explosivos en un barco poniendo el cañón de la pistola en su boca. Y, particularmente, la soberana lección de tensión narrativa (en progresión y constante vilo) que son los 45 minutos finales que transcurren en el estadio (y sus aledaños), alternando la acción del partido (y las reacciones en las gradas), con las maniobras de Lander y Dahlia para hacerse con el dominio del dirigible, (superar primero la contrariedad de que Lander no fuera el piloto asignado, y desembarazarse después de los estorbos), y los intentos de Kavakov para impedir que culmine con éxito su propósito (el momento culminante: el nuevo cruce de miradas de Kavakov y Dahlia, y la distinta reacción del primero). Apoyado en la excepcional banda sonora de John Williams, Frankenheimer imprime una sensación de desesperada urgencia que no decae un instante. La última imagen muestra a Kavakov suspendido en el aire, como probablemente su vida seguirá suspendida entre su condición de eficiente último recurso y su creciente cansancio vital. Se suele incluir Domingo negro entre las películas de catástrofes que predominaron en esa década (catástrofe que se cierne sobre los presentes en el estadio), pero no era corriente en ese tipo de obra su complejo y matizado retrato de personajes (bien desarrollados e interrelacionados los tres protagonistas) ni su cortante y concisa narrativa (como lo es el pasaje mismo en el que el dirigible provoca el pánico entre los asistentes al partido). De ambas cualidades quizás tomó buena nota Steven Spielberg para la también excelente, y sombría, Munich (2003)
lunes, 26 de octubre de 2020
Mengele Zoo (Capitán Swing y Nórdica libros), de Gert Nygardshaug
Los libros de Historia
le habían contado sobre el sufrimiento humano
y la brutalidad del ser humano, sobre el deseo por el poder y sus
obscenidades, sobre la necesidad y la miseria, pero aún no había encontrado el
verdadero libro de historia, aquel que contara sobre la brutal destrucción de
la naturaleza, sobre la soberbia del hombre ante las plantas y los animales, el
libro de historia que pusiera al ser humano en el lugar que le corresponde: la
mayor alimaña del planeta. Sustancialmente, esa es la razón del título
elegido para esta primera obra de una trilogía, Mengele Zoo (Capitán Swing y Nórdica libros), del escritor noruego Gert Nygårdshaug (1946). Somos la mayor
alimaña del planeta. Hemos configurado un
mundo a imagen y semejanza del doctor Josef Mengele, quien durante la
segunda guerra mundial realizaba crueles y aberrantes experimentos con animales
y humanos. Mengele Zoo es un visceral cuestionamiento de nuestra inconsecuencia
e inconsciencia. Fue publicada hace treinta años, y su publicación ahora en
castellano no hace sino dejar en evidencia que hemos alentado el crecimiento de
nuestro tumor, como un virus que se expande inclemente y voraz. Las sociedades con sus ciudades, coches, asfalto y petróleo son un
cuerpo sin cabeza, un amenazante tumor canceroso que crece sin control. Este
es el relato de la gestación de una conciencia combativa. Mino, su
protagonista, cuando es un niño en una apartada aldea de una selva tropical, se
fascina con las mariposas, con su deslumbrante y sorprendente belleza, a la que
vez que se sobrecoge con la crueldad que despliegan los soldados que imponen su
cruel capricho, y los gringos que
arrasan la selva para la extracción de petróleo o caucho. Había otros muchos países con armeros, soldateros, carabinero y gringos
voraces que trabajaban para una u otra compañía. Asediaban a la gente pobre,
mataban animales inocentes y destruían los grandes bosques. Y así seguirían y
seguirían hasta que en el mundo solo hubiera gringos y coches. Entonces todo el
planeta apestaría.
domingo, 25 de octubre de 2020
Mishima
"Pronto descubrí
que la vida consta de dos elementos contradictorios: uno eran las palabras, que
pueden cambiar el mundo. El otro era el propio mundo, que no tiene nada que ver
con las palabras." De acuerdo a esas palabras, a esa visión, de Yukio
Mishima, Paul Schrader estructura su admirable Mishima (Mishima: a life in four chapters, 1985) a través de
diferenciadas visualizaciones del presente (reflejo del difícil equilibrio
entre la serenidad y la convulsión), del recuerdo y de la imaginación. El
presente, con tenues colores ( como si se anunciara que la vida se va a
apagar); la planificación, la sucesión de encuadres de espacios del hogar de
Mishima (Ken Ogata) la mañana del 25 de noviembre de 1970, el último despertar
de su vida, evoca la armonía serena, la completitud que emana del cine de Ozu
(espacios, objetos, cuerpos, pétalos de un mismo racimo de vida); en cambio, un
encuadre agitado, convulso, es el que refleja la pérdida de centro en el trance
final, cuando, junto a cuatro acólitos de su ejército personal, toma como rehén
a un general, y suelta una soflama ante las tropas, con la que cuestiona el
materialismo que domina a la sociedad japonesa, en detrimento de sus
tradiciones, y les incita a que se levanten para proclamar de nuevo la
soberanía del emperador, recibiendo como respuesta la burla y el desprecio. El
mundo no tiene que ver con sus palabras, no responde, el encuadre desespera, se
desequilibra, no hay armonía, sino escisión. Su muerte, el seppuku, también se
tiznará de temblores que enturbian la glorificación, o la condición sublime con
la que quiere dotar al Gesto que es culmen (los temblores de la indecisión de
quien debe rematarle y matarse a sí mismo; el retrozoom que disloca las
perspectivas, con los músculos de su cuello tensándose en el momento de abrirse
el vientre, como si lo orgánico borrara a la idea o dejara en evidencia que no
es como la poetización del gesto en la obra literaria, en la conclusión de Caballos desbocados, que luego se
visualiza con un bello crepúsculo de colores dorados: la muerte no es poética
sino convulsión).
sábado, 24 de octubre de 2020
Bésame, tonto
En principio, Bésame, tonto (Kiss me, stupid, 1964),
iba a suponer la cuarta colaboración de Billy Wilder y Jack Lemmon, pero
compromisos del actor lo impidieron. Wilder recurrió a Peter Sellers, quien
después de seis semanas de rodaje sufrió trece infartos nada menos. La ciudad
de los prodigios. Recién casado con la actriz sueca Britt Ekland diez días
después de conocerla, pocas semanas después se tomó unos cuantos estimulantes
sexuales para conseguir el orgasmo
definitivo. Lo que no consiguió fue el infarto definitivo. En tres horas
tuvo ocho, y en los siguientes días cinco más, pero ninguno fue fatal. Si Wilder
quería proseguir el rodaje con Sellersdebía esperar seis meses, a lo que no
estaba dispuesto, por lo que recurrió a Ray Walston, que había interpretado a a
unos de los ejecutivos que usaban el apartamento de C.C Baxter (Jack Lemmon),
en El apartamento (The apartment,
1960). Pero a diferencia de esta Bésame tonto, no fue bien recibida ni por
público ni por crítica, calificada como demasiado vulgar. Aunque más bien diría
descarnada. Carece del amortiguador filtro (de la carga de profundidad
implícita) que sabía aportar de entrada la inocua apariencia de Jack Lemmon en
las previas El apartamento e Irma la Dulce (Irma la douce, 1963), con
las cuáles comparte remarcables vínculos como la prostitución, sea por la utilización
instrumental de la mujer o por el uso de cualquier medio para conseguir el
ascenso laboral o el éxito, la posesividad (los celos) y la enajenación del
personaje masculino. Orville (Ray Walston) es un cruce entre el arribista CC
Baxter y el celoso Nestor, ambos encarnados por Jack Lemmon en, respectivamente,
El apartamento e Irma, la dulce. La ofuscada enajenación de Orville, por sus
obsesivos celos, marca como fuego la narración. Es la radiante presencia de
Felicia Farr, como su esposa Zelda (curiosamente la actriz era la esposa
realmente de Jack Lemmon), en la que no pareciera que hubiera doblez alguna, la
que hace más dolorosamente manifiesta la enajenación de su marido, pero a la
vez no deja de evidenciar, como reflejo, lo que él había sido (aquel hombre
sensible que compuso una canción para ella) o lo que podría ser si no le cegara
su codicia y su inseguridad (que se transmutaba en celos).
Bésame, tonto es una nueva adaptación de la obra teatral L’a ora della fantasia, de Anna Bonazzi, que ya había sido llevada a la pantalla por Mario Camerini en 1952, Mujer por una noche (Moglie per una notte), cuya acción dramática acontece, como en la obra adaptada, en el siglo XIX. El cantante, Dean Martin, era un conde, D’Origo (Gino Cervi, la prostituta de un bar de carretera (Kim Novak) una cortesana, Geraldine (Nadie Gray). El músico, Enrico (Armando Francioli) también anhelaba el éxito, y el conde aprovecha que el conde se ha quedado prendado de la cortesana pero no sabe quién es, por lo que se le ocurre que Enrico la haga por su esposa, y así no tenga que usar como mercancía de intercambio a su real esposa, Ottavia (Gina Lollobrigida). En Bésame tonto, el cantante no se ha quedado prendado de la prostituta previamente. Simplemente, no los presentan como un cínico depredador que carece de cualquier escrúpulo, para quien la mujer solo se distingue por sus atributos físicos (es deseable o no). Dino ha seducido a casi todas las starlettes de su espectáculo en Las Vegas, a las que deja sin decir palabra (no se acuerda ni de sus nombres; como para los ejecutivos de 'El apartamento' sólo cubrían el turno de despersonalizada amante).
Orville
tiene espacio propio y esposa (mujer propia). Pero aspira al reconocimiento y
prestigio artístico. Imparte clases particulares de piano, pero compone música
para canciones (que podrían cantar figuras como Eddie Fisher, Frank Sinatra o
Barbra Streisand), con la colaboración del gasolinero, Barney (Cliff Osmond),
como letrista. Vive en un anónimo pueblo de provincias (llamado irónicamente
Climax) pero aspira a la ciudad de los prodigios, representada en la
artificiosa Las Vegas. No hay climax en su vida (a no ser que se considera
orgásmico su estado permanente de celos). Su carácter egocéntrico y vanidoso se
refleja en las efigies de grandes músicos clásicos que decoran sus jerseys, en
particular Beethoven, por socarrón contraste, ya que el músico, o su obra, es
epítome de la tempestuosidad emocional. Orville vive una ficción sin saberlo,
la del pelele dominado por las tempestuosas
emociones de los celos y la codicia del éxito. Necesita sentirse el
principal y exclusivo protagonista de la función (del escenario) del mundo y
del matrimonio. Orville es un redomado y asfixiante celoso, pero se olvida de
que es su aniversario de bodas (a diferencia de ella). Le preocupan y
obsesionan más sus obcecadas y obtusas sospechas de una posible infidelidad de Zelda
que de desplegar las correspondientes muestras de afecto a esta (demanda pero
no se entrega). Zelda es la chica más bonita del pueblo: ha conseguido a la más
codiciada, pero ahora le corroe el inseguro celo de la posesión. El apelativo
cariñoso que utiliza Orville con Zelda es el de Costillita. La considera su
costillita. El azar les posibilita una oportunidad a Orville y Barney. El
famoso cantante Dino (Dean Martin) quien, precisamente, viene de Las Vegas,
tiene que realizar un desvío de la vía principal (como la protagonista de Psicosis, 1960, de Alfred Hitchcock),
por problemas de embotellamiento (es alguien ya acostumbrado a conseguir lo que
quiere, y cuando lo quiere, o sea, rápido), por lo que recurre a un polvoriento
camino secundario y recala en Climax para repostar (es un pueblo fuera de la
circulación; en la periferia, como Orville es alguien periférico que necesita sentirse el centro).