Es la red la que
decide que existes. Y hasta cuándo. ¿Cuándo dejamos de sentir las
coníferas y las convertimos en una mera imagen? ¿Cuándo la vida es esa vida que intentabas esquivar? La
multiplicación de dispositivos, extensiones de la que ya somos extensiones, ha
intensificado la relación virtual con la realidad y los otros. Y a la vez ha
evidenciado, de modo más remarcado, qué nuestra relación con la relación
también ha sido, en un grado u otro, virtual. Nos relacionamos con la imagen de, no con la materia, con la
imagen de quien nos decimos que amamos, no con esa persona real. Proyectamos, cosificamos. Y simplificamos, de
modo conveniente, la relación con la realidad como si fuera un mapa de rituales
y rivalidades, de líneas rectas y causas y efectos, deseos y consecuciones. Coníferas (Acantilado), de la escritora española Marta
Carnicero Hernanz (1974) es una obra de múltiples capas porque desentraña una relación con la
realidad que, en sí, es más bien retorcida y difusa. Esa vida que intentamos
esquivar, lo sepamos o no. El hecho de
que, si no eres una presencia que palpita en las redes, existe un mundo donde
quien palpita eres tú. Un escenario: Las Walden: Una comunidad donde
nadie dispone de un móvil, esa criatura que se ha apoderado de nuestra vida
convirtiéndonos en ávidos consumidores del nuevo modelo que en poco tiempo sale
al mercado. La hipertrofia de la necesidad. Somos consumidos cuando no creemos
consumidores. En ese espacio natural parece que es posible la conexión real.
Joel, un periodista, se siente atraído por Alina, una vecina. Se envía cartas,
aunque la dirección es la de su vecina, para de ese modo propiciar contacto. Un
ardid, una estrategia, que ya insinúa que las direcciones y los movimientos no
son los que parecen aunque sí ciertamente retorcidos. Alina tiene injertado un chip que ejerce de
reserva de recuerdos por si progresa su demencia heredada. Una primera
dirección. ¿Quiénes somos si perdemos nuestros recuerdos? ¿Quién es aquel que
amamos si no lo recordamos?. Quizá estemos en la misma dirección que obras
recientes como la notable Little fish
(2021), de Chad Hartigan, en la que un virus propicia que perdamos nuestros
recuerdos, y temes que quien te ama cualquier día te mire como si fueras una
completa extraña, o Supernova
(2021), de Harry McQueen, en la que a uno de los integrantes de la pareja le
han diagnosticado una enfermedad que implicará el deterioro de su mente, y por
tanto, que un día quizá no reconozca a nadie, incluso al hombre que ama.
Es una dirección, pero no es la dirección, sino una de tantas que se multiplican. Durante la narración se menciona a un doctor Durden, que nos hace sospechar su conexión con el Tyler Durden de la visionaria El club de la lucha (1999), de David Fincher, una de las obras que más lúcidamente nos ha diagnosticado aunque poco se hizo para evitar la dirección en la que nos hemos precipitado en nuestra progresiva enajenación como fotocopiadora sociedad de extensiones. La mención del Keyzer Soze, personaje interpretado por el excepcional Kevin Spacey en Sospechosos habituales (1995), de Bryan Singer, afianza la impresión de que los relatos pueden ser reales o no, y quizá haya diferentes direcciones dentro de la maraña narrativa, más si se dice que es Alina es intérprete musical, pero también lo es cierto personaje masculino que ha sufrido cierto accidente, y ha sido operado, y está conectado a un simulador en el que se recrean recuerdos, dirección que conecta con la magnífica Te amo, te amo (1968), de Alain Resnais, y con la posterior, y no menos espléndida, ¡Olvídate de mí!, de Michel Gondry. En la primera, ¿nuestros recuerdos no evidencian, más allá de que no se ajusten a lo que fue, cómo realmente nuestra misma relación en aquel tiempo pasado se tramaba sobre una ficcionalización, en suma, la película que nos montábamos?, En la segunda, si borras tus recuerdos de quien te ha abandonado neutralizas el dolor, pero también la mejor escuela de aprendizaje. ¿Y si te reencuentras con ella de nuevo? ¿Todo se repite? Una opción que se explora en Coníferas: ¿Y si bloqueo los recuerdos de quien amo porque ha sufrido tal decepción con mi conducta y actitud que considera el abandono?
Simuladores, bloqueos. Lo que se evoca quizá sea una mera idea, un deslucido reflejo, aunque también puede ser el modo de aprender cómo se cometieron los errores que dañaron una relación que aspiraba a ese sacrosanto estado de un nosotros, reflejo de una sintonización y conexión. Pero ¿cómo si el yo más bien se relaciona incluso con la persona que se ama como si esta fuera una pantalla en la que se proyecta, la cual se retuerce cuando no alivia las inseguridades y los miedos y no se ajusta, como réplica adecuada, a la película que quisiéramos que fuera? Sólo podemos ver en los demás lo que llevamos dentro. Por eso, la vida se convierte en una vida que se intenta esquivar, porque queremos que se ajuste a como desearíamos que fuera, lo que propicia el cortocircuito mental, y es cuando Coníferas, obra de múltiples capas y direcciones, conecta con la magistral Carretera perdida (1997), de David Lynch, el proyector atascado de una mente desenfocada, la de otro músico. Ambas obras exploran los turbios recovecos de quienes quedan atrapados en la oscuridad de la mente que es incapaz de amar porque quien se ama es un personaje que se escurre, porque nunca se puede controlar ni el fuera de campo de su presente ni el de su pasado. Y necesitamos controlar. Necesitamos que se ajuste a la imagen de lo que deseamos que sea. Por eso, las coníferas no son coníferas, sino la imagen de una conífera. Si hubiese sabido quién era, si la hubiese recordado, si la hubiese conocido, habría sido muy diferente. Pero en aquel entonces no era nadie para mí, tan solo una foto de perfil en una red, una casa de madera rodeada de coníferas, con un porche blanco y un tejado a dos aguas, y la promesa de una vida plena que añoré sin haberla vivido.