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martes, 30 de abril de 2019
Vitoria 3 de marzo
Las heridas de la memoria histórica. El 3 de marzo de 1976, en Vitoria, efectivos de la Compañía de Reserva de Miranda de Ebro y de la guarnición de Vitoria de la policía cargaron contra los 4.000 trabajadores que se habían congregado en la asamblea de la Iglesia de San Francisco. No se dispararon sólo pelotas de goma. Como resultado, cinco muertes y ciento cincuenta heridos. Una acción que quedó impune. Hemos contribuido a la paliza más grande de la historia, celebró un policía tras la masacre. Una frase para la eternidad, porque quedó grabada. Víctor Cabaco, en Vitoria 3 de marzo (2018), intercala esas grabaciones reales durante la secuencia que recrea aquella brutal carga. Es la secuencia con la que culmina, no precisamente como catarsis, como en la obra que adopta como molde narrativo, centrada en otra cruenta carga policial, Bloody sunday (2002), de Paul Greengrass. El curso de la narración va dirigido hacia esa secuencia, como los rápidos de una corriente que acrecientan de modo progresivo su velocidad hasta acelerar su ritmo, como la precipitación que se desborda, en esas intensas secuencias finales de montaje abrupto, tan desasosegante como convulso.
Hasta ese momento la narración se centra en una familia, a través de la que se reflejan, aunque sea de modo indirecto, las diversas posiciones ante el conflicto. La hija, Begoña (Amaia Aberasturi) mantiene relaciones con Mikel (Mikel Iglesias), trabajador de Forjas alavesas, involucrado en las acciones del movimiento sindical. El padre, Jose Luís (Alberto Berzal), se encuentra en la tesitura de tener que posicionarse, aunque sea por omisión de información, en favor de los intereses empresariales, cuando le amenazan con detener a su hija. Quien amenaza a Jose Luís es Eduardo (Jose Manuel Seda) uno de los pocos empresarios que aboga por las tácticas de persuasión, o mediatización no violentas, es decir, recurrir a los medios de comunicación para configurar su imagen más favorable. Pero hay otros empresarios que no aprecian los modos sutiles, sino la directa aplicación represiva mediante la violencia. Y así intereses empresariales y políticos se alían para ordenar una carga que no se ande con componendas. ¿Y si se extendían esas reclamaciones como un virus entre los trabajadores de todo el Estado español?: No hay espacio para negociaciones con los trabajadores que han optado por la huelga reclamando mejoras en las condiciones de trabajo, porque son concesiones, y para ellos las posiciones que detentan reflejan quiénes disponen de poder y quiénes no. También Ana (Ruth Diaz), la esposa de Jose Luís se involucra, para interceder por su asistenta, Loli (Oti Manzano), cuyo marido ha sido detenido. Para conseguirlo intenta aprovechar la atracción que sabe que siente Eduardo por ella, como si de ese modo pudiera ampliar su sensibilización por ósmosis. Pero Eduardo no separa la sensibilidad de la pragmática. Sólo le sensibiliza la posibilidad de que ella le correspondiera.
Cabaco opta por un estilo visual que parezca la réplica del modo de representación de aquel cine español de los setenta, de apariencia deslustrada, un realismo neutro, áspero y asfixiante, de colores mortecinos, que podía transpirar tanta inmediatez como desaliño. Nos intenta remitir a un tiempo, incluso sumergir, visualmente, en aquellos sucesos a través del estilo predominante en el cine de la transición, que se extendió a los ochenta, sea en películas o series, dirigidas por Pilar Miró, Antonio Mercero, Antonio Bodegas, Jose Luis Garci o Jaime de Armiñan, que no se definían precisamente por el refinamiento o ingenio de estilo. En Vitoria 3 de marzo la elección de estilo es una decisión meditada, significante, como no resulta tan desvaída la narración que se imprime. Aun con sus irregularidades gradúa el desarrollo narrativo con eficacia y, sobre todo, se propulsa con lacerante potencia en las contundentes secuencias finales, las cuales nos logran hacer partícipes de la desesperación y desolación de padecer un abuso de poder.
lunes, 29 de abril de 2019
El bailarín
La mirada que quería aprender. El cuervo blanco al que alude el título original de El bailarín (The white crow, 2018), de Ralph Fiennes, es una expresión rusa (belaya vorona) que se aplica a la personalidad que se desmarca del resto, una personalidad singular, inconformista, que no se pliega a un molde. Así se calificaba a Rudolf Nureyev. Y esa cualidad se evidenciaba, en especial, en su forma de mirar. Una mirada que siempre miraba más allá, una mirada que deseaba aprender, una mirada, por tanto, que no se restringía al molde de realidad en el que que se le intentaba ajustar, un molde de conducta y sobre todo actitud, como suponía la dictadura del sistema comunista que imperaba en los cincuenta o inicios sesenta. El curso dramático de El bailarín alterna tres tiempos. Como su anterior obra, la también excelente, The invisible woman (2013), comienza en un punto, un momento que ya es futuro irreparable, o irremisible, un punto, por otra parte, que más que evocar asocia nacimientos. El profesor, y protector, de Nureyev, Pushkin (Ralph Fiennes) intenta explicar a un representante del poder que la deserción, o más bien solicitud de asilo, de Nureyev (Oleg Ivenko) en París, en 1961, carece de motivación política. A esta secuencia le sucede otra que narra el nacimiento de Nureyev en el tren transiberiano, en 1938. Equipara nacimientos aunque de distinta índole. Nureyev se desprendía de restricciones y controles. Se desprendía de la vida como control aduanas permanente. Su única patria, esa que no sabe de fronteras, es el arte, y en concreto, la danza. El tercer tiempo que se alterna se inicia con otro instante crucial para Nureyev, el momento en el que, con 17 años, en 1955, se trasladó de Ufa, una localidad de provincias, a una urbe, Leningrado, para ingresar en la escuela de Ballet. Su personalidad insumisa, su tendencia a no morderse la lengua, queda en evidencia con su protesta con respecto al profesor que le instruye, y la petición de un profesor que ayude a que en tres años puede aprender lo que se aprendería en seis, a lo que se ha visto forzado por iniciarse tarde en el aprendizaje de ballet.
Pero sobre todo en esos primeros pasajes queda patente su mirada diferente, su otra mirada. En varios planos se le encuadra mirando hacia la distancia, a través de ventanas. Y en ocasiones, realiza la transición entre tiempos, entre su presente en 1955 y su pasado, cuando era niño, mediante esa acción. Es una ávida mirada de conocimiento. Y queda bellamente condensado en la secuencia en la que, por fin, contempla en El Louvre, La balsa de la medusa, de Theodore Gericault. O como le dice su amigo Pierre Lacotte (Raphael Personnaz), la fealdad hecha belleza a través de la mirada, de los trazos, del artista. Y eso es lo que ha intentado hacer con su vida Nureyev. Es un detalle significativo que llegue una hora antes de que abran el museo, porque quiere ver solo, sin la interferencia de nadie más, ese cuadro. Ese momento se alterna con otro de su infancia, en el que observaba de la distancia a otros niños jugando en la nieve. Fue un niño solitario, aparte. Y se hizo adulto que estableció distancias. Lo que, en ciertos momentos, le hace ser cruel, cuando se deja arrebatar por la intemperancia. En ello reverbera cierto complejo, o la herida o vergüenza no superada de la precariedad vivida en su infancia. Fue un campesino que se siente príncipe en el escenario, pero no deja de sentir ese pretérito aún presente como un estigma o un lastre. Siente aún en otras miradas hacia él un desprecio hacia una condición inferior, y responde, por ello, en ocasiones, con arrogancia hiriente. Ha interpuesto una coraza, que incluso mantiene, en cierto grado, en relaciones afectivas. Se revela ante cualquier tipo de control, pero sus arrebatos de furia no dejan de evidenciar la contrariedad de la circunstancia que no se controla. De la misma manera que, en ocasiones, no sabe mostrar la gratitud necesaria. Alguien le indica que en la vida, de un modo u otro, se depende de alguien. Algo que parece rehuir Nureyev, aunque la ayuda que recibe, en diferentes momentos cruciales de su vida, cuando inicia sus estudios, o cuando consigue pedir asilo en Francia, sea crucial para sus logros.
A Fiennes le atraen las rupturas formales, o dicho de otro modo, más allá de los logros de sus obras, elabora una puesta en escena precisa en la que cada elección de estilo disponga de su significación, algo poco usual en la actualidad. Su primera obra Coriolanus (2011) trasplantaba la obra de William Shakespeare al tiempo presente, un presente más bien figurado, encuadrado por una cámara móvil, agitación en consonancia, y a la vez colisión, con la convulsión del verbo (de otro tiempo). The invisible woman era una obra que rompía continuidades estilisticas, una obra entre estilos, como entre miradas se tejía, entre las miradas y emociones que se ocultaban y las que intentaban aflorar, entre la construcción y la quiebra. La vida de escenarios, esa vida instituida, de relación marital insatisfactoria para Dickens (Ralph Fiennes), se reflejaba en un estilo reminiscente del relato clásico, el relato sin fisuras aparentes (como en la iluminación de elaborado refinamiento pictórico), que era progresivamente desgarrado, de modo progresivo, como un telón que no logra sostenerse, a medida que se consolidaba su amor Nelly (Felicity Jones), por puntuales secuencias impresionistas, con vacíos de sonido, rupturas de planificación que anunciaban otra posible configuración de realidad que no se consolidaba, como la inmersión en los oscuros bajos fondos, un pasadizo de rostros lúgubres que ya insinuaban cómo la vida escénica de Dickens comenzaba a desestabilizarse
En El bailarín adopta dos formatos, dos estilos caligráficos (excepcional dirección de fotografía de Mike Eley). Para los pasajes de 1955 y 1962, el formato de 1:85, y unos colores apastelados ( o paleta de colores no demasiado saturados), que puede tanto remitir a un cine de los sesenta, el que buscaba recrear la notable Mal genio (2017), de Michel Hazanavicius, pero, por el uso del Super 16mm, más bien similar al estilo fotográfico de la extraordinaria Carol (2016), de Todd Haynes. Aunque también puede evocar, aunque no con una cualidad tan pictórica, artificial, la extraordinaria dirección fotográfica de Jack Cardiff para otra obra centrada en el escenario del ballet, Las zapatillas rojas (1948), de Michael Powell y Emeric Pressburger. Ese apastelamiento domina el encuadre, como una patina que parece superponerse (o mantener un pulso) sobre la grisura ambiental, o la grisura de un modelo social represor (neutralizador). Es el color que se niega a encoger la mirada, el color que se niega a que la mirada sea neutralizada, absorbida por la medianía de un sistema que intenta que todas las miradas sean las mismas, intercambiables, impersonales, degradadas. Por eso, el estilo de las evocaciones de su infancia es un formato panorámico con colores degradados, en el que prima la tonalidad lívida. Pareciera que se estuviera absorbiendo su vida. Un combinación de blancos y azules que fueran perdido su vivacidad. Puede evocar esa sensación de vida, pero también integridad, mirada, sustraída, de los pasajes iniciales de Stalker (1979), de Tarkovski, cineasta admirado por Fiennes.
Pushkin le dice a Nureyev que el ballet no es sólo cuestión de técnica, de alardes de saltos, su propósito es expresar algo, hay que saber qué se quiere expresar. Hay que desear expresar algo. No deja de ser un comentario sobre el cine de hoy, o sobre los mismos espectadores de hoy, que no parecen muy interesados tanto en expresar algo, como en que les expresen algo con sustancia. También le señala que el dominio de los pasos no se puede forzar, hay que encontrar el paso, la interconexión de los pasos, como la película no deja de ser una elaborada y exquisita coreografía de planos que vincula acciones de su presente con su pretérito, la mirada que se perfila con su raíz (su superación del miedo escénico con la evocación de otra salida de su madre al frío exterior en busca de comida o madera, siempre con el temor de que no regresara). En la secuencia de su solicitud de asilo, la cámara encuadra sus pies dirigiéndose hacia los dos policías franceses. Se decidía por su propio paso, no el que otros intentaban forzarle a adoptar. Su propio paso, el de la mirada que no cesaba de querer aprender.
jueves, 25 de abril de 2019
La portuguesa
Anatomía del tedio. Un día se convierte en una semana, una semana en un mes y un mes en una estación, se dice en un momento dado de La portuguesa (2018), de Rita Azevedo Gomes, adaptación del relato homónimo de Robert Musil. La duración de los planos se dilata. En uno, incluso, se aprecia, al fondo del encuadre, cómo se modifica la luz, como si ese rayo de luz que hace acto de aparición representará la añoranza de una presencia. Un tiempo de espera. La protagonista (Clara Riedenstein), noble portuguesa recién casada con un noble italiano, Von Ketten, espera que este vuelva de la guerra (una de esas guerras medievales que duraban incluso décadas, también por lo que tardaban en el trayecto de ida y vuelta). Esta mujer recorre las estancias, o simplemente se dedica a una tarea u otra, o conversa de ésto y aquello con alguien, sea sirviente o no. Los planos se inmovilizan, mientras siguen dilatándose. El tiempo discurre. Las figuras dispuestas como si participaran en la composición de un retablo. A su alrededor, otros animales, gansos, perros, gatos, y algún corzo que pasaba por ahí. Abundan sobremanera los conejos blancos, pero desafortunadamente no se internan en ningún agujero negro que nos traslade a otra forma de representar la realidad, la vida, el cine, y sobre todo, la duración. La anatomía del tiempo se torna anatomía del tedio. No es tiempo dilatado, sino encasquillado. Resulta tan espesa la narrativa como en su anterior obra estrenada por estos lares, La venganza de una mujer (2012). Los planos, o retablos, son como fragmentos cuya nervatura careciera de sinapsis. Se intenta escanciar el tiempo, y en algunos planos se consigue, pero se cortocircuita, como si la narración sufriera de artritis. Una mera acumulación de planos que no encuentran su respiración compartida, como cuadrículas aisladas. Sólo los conejos saltan, pero lo dicho, no tienen prisa, y permanecen alrededor con sus orejas erectas cual interrogantes. Mientras, los personajes siguen disfrutando de ser figuras en un retablo (en algo tienen que entretenerse).
Con respecto al aspecto visual, unas interrogantes, que son también para mí mismo. Ha sido reconocida como una obra de exquisitas composiciones pictóricas. Pero no logro tampoco encontrar la conexión a través del disfrute contemplativo. Aunque juegue, como ya he señalado, con algún efecto de luz, en algún plano que otro, me parece que redunda en el registro más rudimentario de lo real, sin discriminar figuras ni términos con el foco. Pero a la vez combina ese realismo neutro con presuntas rupturas del naturalismo, como el modo de moverse, o posicionarse en el encuadre, de los personajes, o de hablar. Los planos se dilatan como si se registrara el grado cero de lo real aunque a la vez, por la violentación que ejerce el registro dilatado de las acciones triviales, como si se abriera en canal el tiempo, funciona como oclusión de lo escénico: como el inmovilismo de los cuadros como retablos. Por añadidura, puntúa la narración una mujer que entona canciones, demasiadas canciones, cual representación del coro griego, aunque más bien parece que han debido suministrarle antes de cada intervención alguna sustancia lisérgica por la estridencia de su canto, y sus movimientos descoyuntados, como si no supiera en qué realidad se desenvuelve.
Y no es una cuestión de representación analógica, frente a la digital: véase la burda digitalización de La inglesa y el duque (2001), probablemente la película más desmañada y anodina de Eric Rohmer. Hay películas que combinan de modo admirable ese registro neutro naturalista, que incluso puede ser contemplado como desaliño, con rupturas o extrañamientos de la representación realista, caso del cine de Apichatpong Weerasethakul (Tío Boonmee recuerda sus vidas pasadas o Cemetery of splendour). Es decir, que también me he visto en la otra posición, enfrentado a los mismos cuestionamientos con películas que admiro. En La portuguesa me resulta tan impostada la vertiente naturalista, como la que evidencia la representación. Tengo la impresión de que el actor es alguien que porta unas ropas que le acaba de facilitar el responsable de vestuario, que proyecta frases como si fuera la enumeración de números primos, y que se desplaza, más bien, por una realidad de cartón piedra.
Como en la reciente Dolor y gloria, de Pedro Almodovar, pero también en una obra que fue saludada como un modelo de refinamiento estético, The witch (2015), de Robert Eggers, parece que se han reunido unos escolares en sus primeras prácticas cinematográficas. Ambas películas me hacían sentir que los mismos actores acababan de terminar de clavar los correspondientes clavos en algún madero, aunque sobre todo abunde la piedra, ya que estamos en un castillo en época medieval. Claro que resulta difícil diferenciar las piedras de los humanos que se desenvuelven por sus decorados, cual versiones agarrotadas de Pinocho, declamando unas palabras que probablemente intentarán descifrar tras que digan corten. Afortunadamente, para mí, los planos se animaban con la presencia de los citados animales, con lo cual mi mirada podía entretenerse con sus saltos y movimientos, e incluso con cómo un corzo se lame una pata. Sustancialmente, es una cuestión de respiración narrativa. Ha ganado premios, y generado entusiastas loas, como las otras películas citadas, pero no puedo negar que sentí la misma tentación que Rip Van Winkle. Buscar un tronco en el que apoyarme y quedarme tal cual, como un tronco.
miércoles, 24 de abril de 2019
Vengadores: Endgame
La consciencia de nuestra pequeñez. Vengadores: Endgame (2019), de Anthony y Joe Russo, además de proseguir el continuará con el que concluía Vengadores: Infinity war (2018), comienza con la circunstancia con la que se iniciaba la serie The leftovers (2014-2017). La desaparición de parte de la humanidad. En la serie se restringía al 2%. Aquí subieron la apuesta al 50 %. En la serie se producía de modo inexplicable, como si evidenciara nuestra dependencia de lo fortuito, como la misma entraña de la existencia, quizá sostenida sobre lo aleatorio, o quizá no, o al menos se esfuerzan en esa ilusión los relatos que urdimos, en general de índole religiosa, que intentan dotar de sentido, o continuidad a esta película ya iniciada a la que somos lanzados, y de la que desaparecemos sin saber si simplemente nos apagamos como hacemos nosotros con un ordenador. Pero en esos relatos con los que intentamos conjurar nuestro desvalimiento y nuestra ignorancia, hay una estructura, un por qué, somos parte de un relato, aunque haya sido establecido por otro u otros, a los que denominamos, en general, dioses (con variadas caracterizaciones según las culturas y las épocas). En Vengadores: Infinity war, sí se sabía quién era el causante de esa supresión de la mitad de la humanidad. Un titán, Thanos, una de esas criaturas entre lo humano y lo divino que hemos creado en otro tipo de relato que sabemos que lo es, los superhéroes. El Titán adoptaba la posición de dios que decide sobre nosotros. Su propósito era instaurar un equilibrio, anular las desigualdades, la pobreza. Su potencia destructiva se fundamentaba en la compasión. Quienes no sean eliminados, disfrutarán de una vida armónica, sin carencias ni temor por la precariedad. No hay límite en los medios para conseguirlo, incluso el sacrificio de quien más se pueda amar, como en su caso una de sus hijas. Nada de priorizar la particular necesidad, sino la general.
Este titan no dejaba de ser el reflejo siniestro de la búsqueda de equilibrio que se supone también es el propósito de los Vengadores, como si, a través de su reflejo distorsionado, evidenciara sus propias inconsistencias y contradicciones, como la sombra de la desunión, en especial, representadas la opuestas actitudes o perspectivas de Iron man (Robert Downey Jr) y Capitán América (Chris Evans). Iron man, al fin y al cabo, representaba esa actitud que puede priorizar sus propios intereses sobre el general, a la inversa del Capitán América, uno de esos seres para quien lo primero es la Idea o Abstracción. En Vengadores: Endgame, se pone en cuestión la intransigencia, es decir, las sombras, de ambos posicionamientos. Ese aspecto sacrificial que planteaba Thanos, de modo extremo, evidenciaba las carencias de uno (preocuparse de la propia parcela de vida puede implicar indiferencia hacia los males generales, o de los otros) pero también los excesos del otro (la entrega a una abstracción puede determinar desperdiciar la propia vida, los propios deseos). También la figura de Thanos exponía, como reflejo, sus limitaciones, como amortiguador de suficiencias: cómo quien más potente se siente en el dominio de la realidad (como un dios) también puede sufrir en algún momento la derrota, o sentirse incapaz, por los propios conflictos, de la necesaria competencia, como era el caso de Thor, en lo que se ahonda, a través de la distorsión de lo grotesco y patético, en Vengadores: Endgame (como quien se siente Todo puede sentirse nada, todo es cuestión de actitud: puede dominarte el exceso de suficiencia, o el lamento que implica apatía, autoindulgencia y abandono). En suma, la figura de Thanos ponía en cuestión las irresoluciones o indefiniciones, que no dejan de ser las nuestras (a través del reflejo de esas figuras sublimadas de los superhéroes): ¿qué es lo que se prioriza? ¿qué visión es la que se establece como actitud vital que no sólo mire a uno mismo?. Aunque, ¿a cuántos de los cuantiosos fanáticos de estos personajes, o sagas, les preocupan este tipo de cuestiones más allá del superficial cotilleo de patio interior sobre los vínculos entre personajes, series, películas, comics? ¿No predomina con respecto al enfoque sobre estas películas la vertiente salsa rosa pero en temática superhéroe? De la misma manera que los hay que desprecian, de antemano, este tipo de película como emblema de la inanidad, no sé cuantos de los entusiastas se preocupan del substrato de reflexiones que (algunas) pueden plantear.
Resulta significativo que de ese cortocircuito, el de la impotencia y falibilidad, en el que se sienten atrapados, unos más, otros menos, los que se consideraban que dominaban la realidad con sus superpoderes, sea la asunción de la propia pequeñez (nuestra fragilidad y vulnerabilidad constitutiva, nuestra condición de seres falibles o insuficientes), representada de modo simbólico en el protagonismo que adquiere Ant man (Paul Rudd), la que les descongestione para recuperar su capacidad de impulso de acción. La narrativa de la vida puede ser otra. Por eso, la naturaleza del tiempo es fundamental. Según cómo actuemos o no actuemos el curso de la vida puede tomar una dirección u otra. En el trayecto de la vida dejamos, como piel muerta, posibles narrativas, otras líneas temporales que no seguimos. Podemos quedar atascados en el pasado también, como si no avanzáramos hacia ningún lado. A veces el futuro puede ser otro según la reconsideración del pasado. Piel viva, o piel muerta. O quizá tarde nos demos cuenta de cómo descuidamos en nuestro pasado ciertas relaciones, cómo no dijimos o no expresamos lo que deberíamos hacer dicho o expresado. Varios de los personajes se confrontarán con esas circunstancias, en algún caso, a través de relaciones sentimentales que subordinaron a las abstracciones, aunque sobre todo abundan las relaciones paterno o materno filiales en cuyo reflejo afinen cierta consciencia de sí mismos, de sus descuidos o qué fácilmente nos podemos dejar devorar, sugestionar, por los modelos.
Los primeros pasajes, los más notables, los que más conectan con la serie The leftovers, desarrollan esa sensación de extravío e impotencia, de cortocircuito emocional, por la confrontación con la pérdida, que unos han asimilado con más templanza que otros. Unos prosiguen como si, dentro de una escala menor, pudieran ser aún útiles, o su vida ser útil, tener capacidad de efecto y beneficio en los demás, de resolución de conflictos (pero los fenómenos naturales no son algo que se puedan controlar, tenemos nuestras limitaciones). Otros se han abandonado, como si nada fuera posible, como si se haga lo que se haga, el fracaso fuera el ineluctable resultado. Por eso, si se desfigura la ilusión, la sensación de control, por qué no desfigurar el propio cuerpo. Los hay que han optado por el desquite, como quien se deja dominar por la sombra de la desesperación y la reconvierte en furia avasalladora. Y también los hay que han optado por centrarse en su pequeña parcela vital, su felicidad en pequeña escala, sin preocuparse de esa escala general que implica a la sociedad. La narración, en estos pasajes, se despliega de modo pausado, dando espacio a las emociones o conflictos de los personajes. No faltan apuntes cómicos, aunque en principio más intermitentes, y de cariz irónico.
The leftovers también planteaba, además de la dificultad de la asunción de la pérdida, la necesidad de la conexión como nutriente esencial. En Vengadores: Endgame será fundamental la consolidación del sentimiento de grupo, la cohesión que se había evidenciado tiempo atrás insuficiente, que en Vengadores: Infinity war se reflejaba en la fractura narrativa, o la diversidad de subtramas, o diferentes trayectos y escenarios dramáticos, relacionados con las cuatro piedras que restaban en juego, y que dividía en grupos a los integrantes de los vengadores, en diferentes escenarios (tanto en la Tierra como en otros planetas). Era el reflejo narrativo de esa desunión o deterioro de la cohesión, evidenciada en la aparatosa Capitán América: guerra civil, entre los integrantes de los vengadores, reflejo, a su vez, de nuestra sociedad insolidaria. Las piedras adquieren de nuevo relevancia en relación a las posibles narrativas temporales que pueden reconfigurar el escenario predominante. En este caso hay una conjunción que se divide como distribución de tareas. O piezas que puedan reconstituir un puzzle.
La narración fluye armónicamente, con leves altibajos, durante sus tres horas, con puntuales momentos dramáticos efectivos (algunos no carentes de potencia emotiva, en especial, en su conclusión) e intermitentes apuntes cómicos ingeniosos (aunque los haya que resulten forzados o sean poco sutiles), sin priorizar la pirotecnia, lo que se agradece, aunque en su conjunto no resulte tan inspirada como Vengadores:Infinity war, la mejor, con diferencia, de esta serie, sobre todo por la presencia dominante, y vertebradora, de Thanos, pieza fundamental en la consecución de una armonía entre las partes, meritoria dada su estructura fractal, mientras que en esta hay sugerentes ideas o líneas dramáticas que quedan en esbozo o más diluidas, y en cambio cobra más relevancia, de la que carecía en la anterior, el personaje más insulso de los Vengadores, el Capitán América. Vengadores: Infinity war concluía con un provisional cierre con una poderosa carga resonante sobre nuestra relación con la realidad (con la sociedad que generamos): ¿De qué somos capaces para conseguir el equilibrio?¿Cómo se logra si se suele tender a priorizar el equilibrio de nuestra particular parcela, suma de ensimismamientos que sigue generando esa desigualdad, o equilibrio perverso y siniestro, de un sistema que apuntala privilegios a la par que multiplica los desechos prescindibles? Por eso, ¿Thanos era el héroe o el villano?¿O simplemente ponía en cuestión la difusa separación entre la actitud ecuánime o compasiva y la pragmática o discriminatoria? En Vengadores: Endgame se responde con la recomposición de la unión que implica asunción de la pequeñez, así como el arrojo de exponerse sin priorizar la propia parcela de vida (de ahí la relevancia de la confrontación como reflejos de Thanos y Iron man), que puede generar la necesaria solidaridad que transforme la sociedad en un escenario que no se construya sobre privilegiados y prescindibles, ni sobre discriminación alguna. Unos no se diferencian de otros. Eso sí, puede resultar necesario cierto sacrificio, pero tampoco hay que sacrificar las propias ilusiones, la realización íntima, por unas abstracciones.
martes, 23 de abril de 2019
La importancia de llamarse Oscar Wilde
Caída y deterioro del príncipe feliz. El título original de La importancia de llamarse Oscar Wilde (2018), de Rupert Everett es The happy prince. El príncipe feliz es uno de los relatos infantiles, dedicados a sus hijos, que fueron publicados en 1888 (El príncipe feliz y otros cuentos). Su utilización en la secuencia inicial y final evidencia cómo se modificó, degradó, la vida de Oscar Wilde (Rupert Everett). En la secuencia inicial, en los inicios de su esplendor creativo ( y de reconocimiento), les narra el relato a sus dos hijos, en cama, antes de dormir. En las secuencias finales él agoniza en la cama, y su relato es como el estertor que comparte con los amigos que le acompañan en sus últimos instantes. Como el reflejo desfigurado de lo que fue, como la pintura al final de El retrato de Dorian Gray, aunque en su caso por el deterioro de la pesadumbre, la desesperación y el tiempo. En el relato, la estatua del príncipe feliz toma consciencia, desde sus alturas, de las precariedades y carencias de muchos humanos que viven bajo él, y pide a una golondrina, que no se había ido con el resto porque se había enamorado de un junco, que reparta las joyas que le adornan. Hasta que los rigores del invierno determinan la muerte de la golondrina, motivo por el que se rompe el corazón de la estatua. Cuando esta sea fundida por su deterioro, su corazón, lo único que no puede fundirse, será arrojado al vertedero, junto al cadáver de la golondrina. Cuando Dios indica a un ángel que le traiga las dos cosas más hermosas que encuentre, el ángel le trae tanto el corazón de la estatua como el cadáver de la golondrina. Una bella fábula sobre la piedad.
La importancia de llamarse Oscar Wilde se centra en los años posteriores a su excarcelamiento, los tres que viviría antes de su fallecimiento con unos cuarenta seis años que evidenciaban un acusado deterioro. Wilde había conocido las alturas del reconocimiento y el éxito, de la opulencia material, y su corazón había sido quebrado cuando fue condenado a dos años de cárcel por indecencia. Reconocería que su corazón antes era de piedra, y que gracias a esa reclusión tomó consciencia de lo fundamental que es la piedad (aunque hubiera escrito años antes el relato de El príncipe feliz ya no sólo era un relato, o ya no la enfocaba desde esa distancia o intelectualización). Esa estancia, o ese pasaje, que supuso una demolición en su vida, de la que no se recuperó, es narrada de modo condensado en un magnífico breve montaje secuencial que concluye con un plano, desde la perspectiva de la mirilla de la puerta, de Wilde, desolado, contemplando el reducido espacio de su confinamiento. Su encuadre de vida ya es otro. En otro momento, alguien le pregunta cuándo dejó de creer en Dios, y él replica que fue en la estación en la que esperaba el tren que le conduciría a prisión, cuando fue increpado por varios ciudadanos. Un ejemplo, como también en la recientemente estrenada Donbass, de esa inclinación humana a congregarse en grupo para humillar y despreciar, escupir y golpear, y hasta matar, a alguien, indefenso, que ha sido estigmatizado. Everett nos hace partícipes de esa vertiente mezquina humana, encuadrando desde la perspectiva de Wilde, como si también recibiéramos el impacto de sus escupitajos.
Everett tardó diez años en materializar este proyecto. Fue determinante, para conseguir la financiación, la participación de su amigo Colin Firth. Aunque este estuviera involucrado desde un inicio, su conversión en estrella, o mejora de status, por los reconocimientos y premios que cosechó con Un hombre soltero y El discurso del rey, ayudó a que lograra al fin la necesaria inversión. Everett dinamiza la narración, que se libera de los corsés del envaramiento o de la contención ortodoxa en las aproximaciones al periodo, con un vibrante montaje sincopado, con variaciones de ritmo (y focales), saltos en el tiempo y apariciones fantasmagóricas, que transmiten la lograda impresión de lo que expresa Wilde, en los minutos iniciales, dirigiéndose a cámara: esto es un sueño, es decir, una representación transfigurada de la realidad, de la experiencia específica que vivió Wilde durante esos tres años, ese trayecto entre sombras, esa lenta caída libre hacia su desaparición, como el cuerpo que se deteriora acorde a su ánimo malherido tras su reclusión.
En prisión escribió La balada de la cárcel de Reading, algunos de cuyas frases recita, en off, el propio Wilde, en uno de los pasajes más hermosos de la película: Aquel hombre había matado lo que amaba, y por eso iba a morir. Aunque todos los hombres matan lo que aman, que lo oiga todo el mundo, unos lo hacen con una mirada amarga, otros con una palabra zalamera; el cobarde con un beso, ¡el valiente con una espada! Unos matan su amor cuando son jóvenes, y otros cuando son viejos; unos lo ahogan con manos de lujuria, otros con manos de oro; el más piadoso usa un cuchillo, pues así el muerto se enfría antes. Unos aman muy poco, otros demasiado, algunos venden, y otros compran; unos dan muerte con muchas lágrimas y otros sin un suspiro: pero aunque todos los hombres matan lo que aman, no todos deben morir por ello.
Wilde oscila entre su intemperie y sus caprichos. Se apoya en su amigo Bossie (Edwin Thomas), que le suministra ayuda material siempre que necesita, pero le arrincona cuando reaparece en escena su amado Lord Alfred Bosie Douglas (Colin Morgan), cuyo amor fue el que le condujo a prisión al ser denunciado por el padre de Lord Douglas. No puede evitar llorar cuando se reencuentra con él en la estación, como mira con cálida añoranza la fotografía de su esposa, Constance (Emily Watson), quien también le proporcionó ayuda material aunque estuvieran ya separados. Wilde también podía convertirse en un parásito que se nutre de los que le quieren, como indica Reggie Turner (Colin Firth) a Robbie, del mismo modo que de él también se nutre alguien como Bosie, con quien desafía las reglas, pero se extravía en sus márgenes, esos que no proporcionan red. Contradicciones, esos difusos límites en los que puedes matar, aunque sea de modo figurado, lo que amas. Como también a los que te aman, aunque no sea esa tu intención. La piedra y el corazón que no se funde pero se rompe porque se entrega con la piedad. El junco flexible y las alas que no se encierran en la inmovilidad, pero quedan expuestas a los rigores del frío de la crueldad y la hipocresía, porque los monstruos más terribles se esconden bajo la máscara de la virtud.
lunes, 22 de abril de 2019
El detective
La cruz azul (1910) fue el primer relato de GK Chesterton en el que aparecía el Padre Brown, o dicho de otro modo, el primero en el que demostraba su agudeza detectivesca en el esclarecimiento de casos, enigmas o crímenes. No fue su primer título. Cuando fue publicado por primera vez, en The saturday Evening Post (el 23 de julio de 1910), se tituló Valentin follows a curious trail/Valentin sigue un curioso rastro. En septiembre del mismo año, en la revista The Story-Teller, se retitularía como La cruz azul, y así también en el primero de los cinco libros centrados en este excepcional y singular personaje, El candor del padre Brown (1911). ¿Por qué ese cambio de título?: En ese relato se daba una circunstancia que no se repitió: la perspectiva correspondía a otro personaje, el jefe de policía de París, Aristide Valentin. El curioso rastro al que aludía ese primer título es el que sigue Valentin por su anomalía, una peculiaridad que intuye puede ser rastro que le conduzca a quien busca, el ladrón Flambeau, aunque el rastro, aparentemente, esté relacionado con dos sacerdotes. Valentin se pregunta por qué en su trayecto por diversos establecimientos uno de los dos sacerdotes cambia la posición de saleros o azucareros, los indicadores de precios que corresponden a nueces o naranjas, o realiza acciones destructivas como lanzar el contenido de un cazo a una pared o romper una vidriera. Todas las acciones las realizaba el padre Brown. En principio, había sido su manera de comprobar que el otro sacerdote era Flambeau: como su propósito era robar la cruz azul no protestaba por ninguna situación anómala para así no llamar la atención, y por eso se constituyó su serie de aparentemente estrafalarias acciones en un curioso rastro que pudiera ser seguido por un observador agudo. El segundo relato que escribió, El jardín secreto, también comenzaba con la perspectiva de Valentin, que organiza una cena en su casa con personajes distinguidos, por su posición, con el añadido del Padre Brown, pero el punto de vista pronto varía e incluso, la resolución del crimen revela su condición de asesino, y como conclusión, finaliza con su suicidio. Valentin sigue siendo representante de la ley, pero se convierte en inglés, y en peculiar antagonista, en El detective (Father brown, 1954), de Robert Hamer, actualización, ya que traslada la acción a los 50, inspirada vagamente en La cruz azul (con el añadido de elementos tomados de otros relatos), que ya había conocido una previa adaptación en 1934, la producción estadounidense Father Brown, detective, de Edward Sedgwick, con Walter Connolly, como el Padre Brown, y Paul Lukas, como Flambeau, antagonista que, desde otro ángulo, menos convencional, lo es menos que Valentin. El Padre Brown (Alec Guinness) persigue a Flambeau (Peter Finch), como un enigma en sí mismo que esclarecer, mientras es perseguido por Valentin (Bernard Lee), como la cuadriculada perspectiva de la ley que no sabe ni se preocupa de matices en los porqués. Su noción de causa y efecto es restringida: son los límites de la cuadrícula. Al Padre Brown le interesa el relieve, a la Ley la superficie. Y ¿a Flambeau?
Poco tiene que ver el guión con el relato, más allá de que en cierto pasaje Flambeau se vista con los hábitos sacerdotales con la finalidad de robar la cruz azul que porta el Padre Brown, pero la situación planteada difiere radicalmente de la del relato, como la misma participación de Valentin. En la escritura del guión participó el mismo Hamer, como ya había hecho en la mayor parte de sus obras previas, fueran dramas de época, noirs o comedias, como fue el caso de su obra más célebre, Ocho sentencias de muerte (1950). Una de las escasas excepciones en que no participó en la escritura del guión fue su admirable debut, el segmento del espejo hechizado de Al caer la noche (1945). Hamer fue un cineasta particularmente admirado por Alexander MacKendrick. Hay quien incluso consideró que fue un flagrante ejemplo de talento desaprovechado. Fue despedido del rodaje de School for scoundrels (1960), por sus discrepancias con el productor, pero también por su crónico alcoholismo, que determinó que no fuera contratado de nuevo. Murió tres años después, en la pobreza, mantenido por su padre.
En El detective colaboraron otros dos guionistas, una acreditada, y otro no. Vale la pena detallar la personalidad o trayectoria de ambos por su singularidad. La adaptación fue realizada por Thelma Moss, quien durante la década aún escribiría algún guión más, como el de El coloso de Nueva York (1958), de Eugene Lourie, aunque sufriera una grave depresión tras la muerte, en 1954, de su marido, Paul Finder Moss, productor de El detective, por causa un cáncer, dos días después de que ella diera a luz. Intentó por dos veces suicidarse, y recibió un tratamiento de psicoterapia con LSD. De la experiencia gestaría un libro, My self and I, que firmó como Constance A Newland, un éxito de ventas en 1962. A mediados de los sesenta decidió estudiar psicología en el Instituto de Neuropsiquiatría de UCLA, donde ejercería como profesora, y dirigiría el laboratorio de parapsicología, en el que destacó en especial su estudio de la Cámara Kirlian. Moss estaba convencida de que describía nuestro cuerpo astral. Publicó dos libros al respecto, además de diversos trabajos, y realizó varios viajes a la Unión Soviética para contrastar otras investigaciones.
También había viajado a Rusia, en 1934, el guionista que no consta como acreditado, Maurice Rapf. Lo hizo por un programa de intercambio estudiantil, y quedó impresionado por la ideología comunista. En su viaje de regreso hizo escala en Berlín, pese al riesgo que suponía siendo como era judío, y quedó convencido de que el comunismo era la ideología que podía derrotar a Hitler. Fue uno de los fundadores de la Asociación de guionistas en 1935. En Winter carnival (1939), reemplazaría a Scott Fitzgerald, ya incapacitado por su alcoholismo. Años después Rapf calificaría a la película como un ladrillo. Ese mismo año se casaría con una mujer católica, pese a las objeciones de los padres de ella. Walt Disney le contrató para convertir en guión el tratamiento de Song of South (1944), precisamente, porque era un izquierdista. Así contrarrestaría la perspectiva blanca sureña con estereotipos de afroamericanos sumisos y serviles, en la línea del Tío Tom: Sé que no crees que debería hacer esta película, tú estás en contra del Tio tomismo, eres un radical. Pero la discrepancia con el autor del tratamiento, Delton Raymond, era inevitable, así que tras siete semanas de trabajo se le trasladó al equipo de guionistas de Cenicienta, en el que pronto colisionaría con su enfoque: su perspectiva del personaje es que fuera menos pasiva y sí más rebelde con respecto a su madrastra: En mi versión lo que ella hacía era rebelarse contra su madrastra y hermanastras, dejar de ser una esclava en su propia casa. Escribí una escena en la que le dan una orden tras otra y ella se revuelve y les tira todo. Se subleva, así que la encierran en el ático. No creo que nadie tomara muy en serio mi idea. Cuando se estrenó en 1950, Rapf no constaba entre los guionistas acreditados. Antes, en julio de 1946 aparecía entre los señalados, por el Hollywood reporter, por su vinculación con el Partido Comunista. Sería incluido en la lista negra de Hollywood, en donde no volvería a trabajar como guionista. Centró su actividad en producciones industriales o publicitarias, e incluso fue crítico de cine. El único largometraje en el que colaboraría durante los 50 sería El detective, hasta 1980 que colaboró en la producción de animación Gnomos, de Jack Zander, de la que años después derivaría la serie David, el gnomo.
Sin duda, la singularidad de esta pareja de colaboradores, a la que se podrá sumar el poco aprecio de Hamer por las convenciones morales, como reflejó particularmente su mordaz tratamiento de las diferentes instituciones en Ocho sentencias de muerte (1949), puede afinar el enfoque sobre una obra tan singular como El detective: una comedia en la que el aspecto fundamental, más que los esclarecimientos detectivescos o las persecuciones policiales, es el pulso de actitudes vitales, o enfoques sobre la realidad (o relación entre sujeto y realidad), entre el Padre Brown y el enigmático ladrón de guante blanco Flambeau. En este caso, el padre Brown, aún más que detective, es sacerdote que quiere reconducir en el adecuado sendero al infractor. Se preocupa más que de los objetos, incluso aunque sean importantes para la institución católica, como es el caso de la cruz azul, del alma de los infractores. Le preocupa más saber, resolver, por qué hacen lo que hacen, y cómo conseguir que modifiquen su actitud. Le importa su suerte, su reconducción, no la sanción. Le interesa más que la recuperación de objetos, por valor simbólico o material que tengan (aunque suponga contrariar, y enfrentarse, a sus superiores eclesiásticos o a los representantes de la ley) la recuperación o arreglo del alma particular, como si esta sufriera una avería cuyo síntoma es la obstinada inclinación al latrocinio. Al Padre Brown le suscita la interrogante del por qué esa recurrente actividad infractora desde hace diez años. ¿Qué desesperación vital, qué oscuro secreto, le impulsa?. Sin duda, un sacerdote con singular enfoque en sus prioridades y en lo que desestima.
Por tanto, la perspectiva del padre Brown difiere de la sancionadora de la ley. lo que suele determinar, consecuencia de (saber) ponerse en la piel de los delincuentes, y de involucrarse hasta tal extremo en conseguir esa redención, que se ponga en situaciones delicadas ante los ojos de la misma ley (o que sus actos acaben difuminando los límites que separan orden y transgresión, bien y mal). Para él los policías son rivales, ya que su restringida perspectiva meramente busca la detención, la neutralización de una acción infractora, y a él le importa la naturaleza del infractor, ese terrenal más allá, por qué es como es y si puede hacer algo para reconducir sus opciones de vida. Ya la secuencia inicial lo condensa espléndidamente. La policía acude a la alarma de un robo nocturno en una empresa, y con quien se encuentran ante la caja fuerte con el dinero en la mano es al padre Brown. Lo está introduciendo, pero, obviamente, no creen que estuviera reponiendo el dinero tras convencer al delincuente (al que hemos visto bajar las escaleras previamente) de que desistiera de realizar el robo, sino que lo está realizando él mismo. Incluso, investigan, para intentar identificarle, porque piensan que les facilita un nombre falso (¿Brown?¿No es Smith o Jones?) cuáles suelen ser los criminales, o sospechosos habituales, que utilizan el disfraz de sacerdote para realizar sus infracciones. La ley no destaca por su agudeza sino por su suspicacia.
Esa tendencia del Padre Brown a involucrarse de tal modo (que puede resultar ambiguo o difuso) complicará de nuevo, y aún más, su situación ( incluso cara a sus superiores eclesiásticos) cuando ponga en peligro la cruz de su parroquia, la cruz de San Agustin, que él se encarga expresamente de trasladar a Paris, y que Flambeau ya había anunciado que intentaría sustraer. Pero el Padre Brown, aunque adivine bajo qué disfraz se oculta, como sacerdote, preferirá despistar a los representantes de la ley, tanto al británico, Valentin, como al francés, Dubois (Gerard Oury), por priorizar su intento de conversión del infractor. Esa primera confrontación, o ese primer pulso (tanto dialéctico como físico) tendrá lugar en un espacio subterráneo, unas catacumbas, otro espacio que alude a esa difuminación de los límites y de la constitución de una realidad sostenida sobre apariencias no sólo engañosas, sino que esconden recovecos inusitados, tanto del otro como de uno mismo. Significativo es que en ese primer duelo esté en juego una cruz, ya que el padre Brown forcejea con Flambeau para que se reconduzca en la fe, porque el robo en sí mismo refleja indiferencia, incluso negación y rechazo. Como replica Flambeau, para él valor y precio no es lo mismo, y quizá el padre Brown está achacándole aquello en lo que él incurre con cierto precipitado maximalismo. Es interesante, al respecto, el detalle de que el padre Brown resulte, en general, tan eficaz en sus deducciones como en sus acciones para despistar a los policías que le persiguen, y que no distinga nada si no porta sus gafas. No deja de ser irónico que el mundo sea tan borroso para alguien tan agudo; otro mordaz apunte sobre cómo se difuminan o emborronan los límites en su forma de actuar (que transgreden los límites marcados por la ley o su misma institución), y sobre lo difícil que resulta descifrar las apariencias. Y, por añadidura, cómo sus juicios, en ocasiones, pueden no ser certeros. Flambeu le resulta escurridizo. Por eso, su principal desafío será comprender cómo es y por qué actúa como actúa. Quiere enfocarle, comprenderle.
Perder la cruz, o no poder impedir que sea robada por Flambeau, por priorizar el querer comprender, y redimir al ladrón, determinará que se establezca un duelo de inteligencias entre ambos. Por eso, elocuente es que establezca una trampa con el reclamo de un valioso juego de ajedrez (esculpido por Benvenuto Cellini) que pone en subasta, con la connivencia de su propietaria, Lady Warren (Joan Greenwood). De nuevo, para el Padre Brown, la primera prioridad es despistar al inspector Valentin. Incluso, el ladrón no se esfuerza mucho en robar el juego de ajedrez, devolviéndoselo a Lady Warren. Parece que lo prioritario es su pulso. En este segundo asalto, Flambeau revela algo más de él, su sensación de desajuste con el mundo, su condición de hombre instruido en las artes de la espada en tiempos que privilegian las bombas u otras armas de fuego, y la equitación en tiempos ya dominados por los coches u otros vehículos de motor. Y como carece de la necesaria capacidad adquisitiva opta por robar aquello que le facilita rodearse de belleza. Esquivo y difuso, el Padre Brown aún no logra enfocar cuál es la raíz de ese desajuste con la realidad y el mundo. Aún será necesario un asalto final, mientras de nuevo esquiva a los representantes de la ley y la amenaza de una posible sanción en una prevista reunión con las altas instancias eclesiásticas, para lograr contextualizar a Flambeu. Y su herramienta será el uso de la habilidad de Flambeau, el robo de su pitillera, en la que destaca el blasón de su linaje. Su esclarecimiento dará pie a una divertida secuencia en la que, valga la paradoja, la rotura de sus gafas es accidente generador de gags.
La modulación de la narración es tan templada, distendida, como el talante el padre Brown, y fluye serena, con esa circunspección que rehuye los énfasis, pero la manera con que modula, con sutil coreografía, esa sucesión de gags, involucradas tanto las gafas tanto del Padre Brown como las del anciano experto en blasones, puede verse, también, como un antecedente de ciertas comedias de Blake Edwards, en particular El guateque (1968) y la serie de la Pantera Rosa. Sobre todo por la suma de otros detalles: en una de las secuencias iniciales, el padre Brown sale de la iglesia y un hombre se abalanza sobre él, y realizan una rápida pelea a base de llaves de judo. Pero no es un ataque, sino otra de las clases por sorpresa que ha contratado el padre Brown (un precedente de los ataques sorpresivos de Cato al inspector Clouseau, a partir de El nuevo caso del Inspector Clouseau, 1964). Del mismo modo, Flambeau puede también considerarse precedente del ladrón de guante blanco encarnado por David Niven o Christopher Plummer en, respectivamente,La pantera rosa (1963) y El regreso de la pantera rosa (1975). Como también, en esta serie de películas, o sobre todo en El guateque, son recurrentes gags generados por el contraste entre el sonido en fuera de campo y lo visible en el encuadre, como el plano fijo sobre la expresión de quien dirige la subasta que, cuando se escucha cómo se rompe el valioso jarrón del lote a subastar, directamente, sin alterar su gesto, indica que se pasa al siguiente lote.
La conclusión consecuentemente tiene lugar tras una pared falsa que se abre con un resorte. Y con otro estupendo apunte sobre la condición equívoca, o escurridiza, de las apariencias: El Padre Brown pensaba que tras el enigma descubriría una figura desgraciada, desesperada, alguna historia trágica, y sólo había un caballito balancín, los juegos de un niño, la transgresión, en suma, de los uniformes de lo adulto. Ese era su desajuste. Por eso, Flambeau había decido adaptar la realidad a su voluntad o capricho, cual niño. Crear su particular habitación secreta decorada con sus juguetes, como él los llama, es decir, decorar la realidad según su deseo. La victoria de el Padre Brown será hacerle comprender que convertir lo que roba en su propiedad priva a los demás de su disfrute. Le hace comprender que hay un mundo alrededor, otras voluntades. El mundo no gira alrededor del capricho de su voluntad. Ni se mide en términos de propiedad. Si el Padre Brown fuera alguien real hubiera sido perseguido por la Caza de Brujas acusado de ciertas afinidades con el ideario comunista.
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