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sábado, 31 de julio de 2021

Secretos y mentiras


Secretos y mentiras. Todos sufrimos. ¿Por qué no compartimos nuestro dolor? Son las exasperadas palabras de Maurice (Timothy Spall) en las secuencia climax de Secretos y mentiras (Secrets and lies, 1996), de Mike Leigh, cuando, en su familia, ha reventado la caja de pandora de las revelaciones, aunque más bien como espasmos violentos que evidencian tanta congestión emocional y frustración vital como resentimiento y falta de autoestima. Son revelaciones extemporáneas o forzadas por la circunstancia (imprevista), no intencionales. Maurice es alguien amable y empático. Se ha esforzado en hacer feliz a los que le rodean, del mismo modo en que en su trabajo de fotógrafo busca provocar la sonrisa de los que posan ante su cámara (ejemplificado en varios montajes secuenciales; mordaz detalle: en varias sucesivas fotografías no logra que una de las dos personas que posa sonría, o se muestra remisa por un motivo u otro). Cuando expresa esa sentencia, que condensa el planteamiento de la obra, ha llegado a su punto límite. Durante demasiado tiempo se ha plegado a la pesadumbre de su esposa, Monica (Phylis Logan), quien no ha superado el hecho de que sea estéril (hecho, por lo tanto, que no puede compartir, por vergüenza, con los otros). Una cosa es la empatía y otra ser indulgente con el excesivo orgullo (o la bilis de la vergüenza social). 


Por su parte, Hortense (Marianne Jean-Baptiste), oculista, se ha preocupado por saber la verdad y conocer, tras la muerte de su madre adoptiva, quién es su madre biológica, Cynthia (Brenda Blethyn), la cual es hermana de Maurice. Quiere verla. Aun cuando la relación con sus padres adoptivos fuera armoniosa quiere saber cómo es quién la dio a luz. Por tanto, las profesiones de Maurice y Hortense son dos dedicaciones que tienen que ver con la mirada, como la obra  explora la espesura que se enquista entre las apariencias y la verdad, o cómo en el escenario social abundan quienes priorizan la conveniente presentación de uno mismo (que implica las omisiones que se juzgan pertinentes), es decir lo que parece, en vez de los que apuestan por la asunción y confrontación de lo que es. No deja de ser interesante, de modo complementario, revisar esta obra realizada pocos años antes de que internet se convirtiera en parte fundamental y orgánica de nuestras vidas.


La progresión dramática, como la posterior, y también magnífica, Todo o nada (2002), que será aún más opresiva en su desarrollo, se modula sobre esa congestión vital hasta una conclusión catártica que implica ver y dejar verse. Ya no son seres escénicos que retienen información sobre ellos mismos porque priorizaban la vergüenza sobre el dolor. Nadie veía al otro porque cada uno estaba ensimismado con sus penas e insatisfacciones. La anodina y frustrada vida de Cynthia gira en un vacío en el que no sabe qué hacer con su tiempo ni con su soledad (con expresión desesperada aprieta sus pechos mirándose en el espejo) solo animada, o más bien agitada, con sus constantes desencuentros comunicativos con su hija, Roxanne (Claire Rushbrook), barrendera, que siempre concluyen con descalificaciones y gritos. Parece que no acaban nunca de barrer sus emociones en permanente colisión, como suciedad acumulada. Uno de sus puntos de fricción deriva de la amargura de Cynthia por un pasado, o unos errores cometidos por inconsciencia, que ha determinado un presente más bien inmóvil (como si siguiera atascada en aquel pasado); no quiere que se convierte en ella, una madre soltera joven de 21 años, edad que precisamente cumple ahora Roxanne, por eso insiste hasta la exasperación en que tenga cuidado en no quedar embarazada. Descarga su frustración sobre ella con su apabullante exceso de preocupación, por haber tenido descendencia de modo accidental, como Mónica en ocasiones descarga sobre su marido, con sus intermitentes arrebatos coléricos, la frustración de no poder tener hijos. Una tuvo hijos que no pretendía tener (al menos en ese momento o circunstancia) y la otra no puede tener hijos. 


El hecho que posibilitará que todas esas crispaciones, esa congestión purulenta de secretos y mentiras, deriven en la catarsis vendrá determinado, o será una de sus consecuencias inesperadas como el agua que arrastra un primer dique reventado, por el esfuerzo de Hortense por saber quién es su madre biológica, hecho que, en primera instancia Cynthia duda que sea cierto, ya que Hortense es negra, hasta que en cierto momento de su conversación recuerda cuál pudo ser aquel encuentro sexual que tuvo con quince años, un encuentro amoroso no precisamente agradable que había marginado en su memoria. Un hecho que también, como para Mónica el no tener hijos, implica vergüenza, motivo por el que aún no lo ha compartido con su hija Roxanne. Hay otros personajes que también se convierten en reflejos de las otras direcciones o narrativas de lo que pudiera haber sido cada vida, según las decisiones que se toman, los impulsos por los que no dejamos arrebatar, las contrariedades o la combinación de los azares. El hombre que vendió el negocio a Maurice reaparece tras años de ausencia. Una vida que tomó otro rumbo, incluso en otro país, y en las antípodas, en Australia, pero ha retornado como un despojo desesperado, una vida rota, como su misma relación sentimental; es una vida sin presente, amargada, que busca, de modo indirecto, que Maurice reconduzca su vida contratándole como asistente. Maurice ve en él la narrativa alternativa de lo que pudiera haber sido su vida. Pero hay un contraste más poderoso que tiene que ver con la actitud. En Maurice no hay amargura por la contrariedad de no poder tener hijos con la mujer que ama. Con ella, o con cualquiera, se esfuerza en transmitir energías positivas, amables, atentas y empáticas. Secretos y mentiras es una hermosa obra que hace de la apología de la verdad, o sinceridad, necesidad terapéutica. Luego llegó Internet a nuestras vidas y nos permitió escondernos entre sus pliegues para presentarnos del modo más conveniente o meramente descargar nuestras frustraciones. La reescritura y la descarga como dinámica escénica de este (virtual) siglo XXI.


miércoles, 28 de julio de 2021

Le pornographe

                               

 ‎Lo estoy intentando, pero no es fácil. ¿Qué puedo esperar para mañana? Al menos un poco más de fuerza. Esta frase, que expresa su protagonista, Jacques (Jean Pierre Leaud), condensa el aliento vital de extravío que transmite la escurridiza entraña de esta extraordinaria obra no estrenada en España, Le pornographe (2001), de Bertrand Bonello. En esta obra de fractal narrativa no hay un centro, o lo es el descentramiento de Jacques. La narración está despedazada como el interior del propio protagonista, y a la vez parece a la deriva como su aliento falto de resuello vital. El primer tramo parece que nos lleva en una dirección (las vicisitudes del rodaje de una película porno), pero las direcciones se abren en varios senderos a medida que progresa el relato, como la misma desconcertada búsqueda de dirección de Jacques los disemina. En ese primer tramo asistimos a un retorno, el de Jacques, que fue un reconocido director de películas pornográficas, hasta que dejó de hacerlas en 1984. Alrededor de tres lustros después retoma la actividad, pero ¿cómo se conjuga su enfoque con el que en la actualidad se demanda?. Su vida ha permanecido en ¿pausa? ¿transición? junto a una mujer, arquitecta, que ama, pero que decidirá abandonar (aunque él sepa que es la decisión más absurda que ha tomado en su vida) tras que, en su retorno, sienta que realmente no ha retornado, sino que no sabe dónde se encuentra, qué cimientos tiene su vida. La arquitectura de su vida sin duda es inestable.

Durante el rodaje de esa película pornográfica, sufre ese cortocircuito vital. El productor le dice que ya está viejo para ese trabajo. En los momentos previos a la secuencia climática, con una felación que precede a un coito, Jacques indica a la actriz que no gima, sino que, expresivamente, sea más bien contenida; el productor, insatisfecho con cómo progresa la secuencia, y las faltas de indicaciones que efectúa Jacques, decide intervenir y exige a la actriz que gima de modo manifiesto. ¿Por qué Jacques demanda esa contención?¿Por qué su expresión de desconcertado espectador mientras los contempla realizar el acto sexual?  Quizá ya no sabe su mirada hacia donde se dirige, qué construye (y qué ha construido con su vida), como si la realidad hubiera sido envasada al vacío. Decide construir su propia casa, él solo, sin más ayuda, aunque le suponga dos años o más, en un prado, junto a una mansión. Contornos de un vacío. Decide recuperar la relación, el diálogo, con su hijo, Joseph (Jeremie Rennier), estudiante de arquitectura, una relación extraviada desde que el hijo descubrió a qué se dedicaba su padre. Jacques recuerda que en aquellos finales de los 60, en el 68, realizar porno era un acto político. Su finalidad no era el sexo en sí mismo, sino la diversión, un talante vital que era reflejo de una actitud contestataria que replicaba. No deja de ser elocuente que Jacques dejara su actividad de pornógrafo a mediados de los ochenta, cuando la irrupción del sida influyó en la reorientación de la actividad sexual en unos parámetros opuestos a aquellos de finales de los sesenta. A principios del siglo XXI, el porno, o el enfoque sobre el sexo explícito, es más bien una actividad industrial ajena a la realidad, una mera fantasía, como refleja la misma localización, una mansión lujosa que conecta con finales del XIX o principios del XX. Una actividad recreativa encapsulada en una vitrina, sin contexto, sin potencial réplica a su tiempo. ¿No es en lo que ha derivado este siglo XXI?

Joseph se dedica al activismo, reparte hojas por la calle, para despertar a la gente de su aturdimiento y entumecimiento intelectual y vital, ya que los gobiernos sienten que la amenaza del ciudadano de a pie no es concreta, por tanto no factible, de ahí la confortabilidad de su posición de poder. El ciudadano es una entidad abstracta, uniforme e intercambiable, sin capacidad ni deseo de réplica. Según Joseph y sus amigos las instancias del poder necesitan que sientan que la amenaza puede ser real. Decepción e ilusión combativa convergen entre padre e hijo. Joseph recupera, como reflejo en el tiempo, la inquietud combativa que quedó diluida tras su amago a finales de los sesenta. En el extravío de Jacques se vislumbra la desorientación de una desilusión a la que le cuesta recuperar de nuevo el paso, porque aquel tiempo de posibilidad de cambio quedó ya en recuerdo, un enfrentamiento con lo establecido diluido como una imagen desvaída (un mojón en el camino de la historia). ¿Qué es lo obsceno? Lo que hace Jacques, sus películas pornográficas, no es obsceno, como apunta él mismo. Lo es lo que los gobiernos hacen con sus ciudadanos. O hurgar con preguntas en la vida de alguien, escarbar en su intimidad. Porque esa es la desnudez que más te hace sentir expuesto, no la gelidez que emana del rodaje de una felación.

Jacques pasea su desconcierto con ese aire desencajado (como el mismo deteriorado físico de Leaud, como si sólo el frondoso cabello fuera el único residuo que permanece de un pasado perdido; un icono cinematográfico momificado como el cine de Francois Truffaut era la vertiente momificada de la supuesta actitud transgresora con respecto a los patrones del lenguaje del cine que representó la Nouvelle vague). Es un personaje, un símbolo, fuera de lugar, a la deriva. La narración (siempre serena, firme) también parece que fluyera acompasada a esa deriva, con sus meandros narrativos, con cortantes transiciones (que más parecieran flecos que abren puntos de fuga en un descosido), con saltos de perspectiva, como los que abundan desde el momento en que irrumpe, aparece, Joseph en la narración, el eco de lo que Jacques no fue, como si reflejara esa escisión, ese extravío (la pérdida de un entusiasmo, y a la vez la necesidad de sentir que aún construye algo, aunque sea una casa, aunque suponga derribar otros cimientos que realmente eran firmes, como abandonar a su esposa, Jeanne). Son tanteos, intentos, de una nueva dirección, a veces con decisiones que se quedan enredadas en la propia confusión, cual calambres vitales (como cuando siguen a una mujer hasta su propia casa), pero se desplaza, interrogante, como los contornos que delinean ese proyecto de casa en el prado, porque busca esa dirección perdida. No resulta fácil recuperar la sensación de que aún se puede dar a luz con la propia vida.

 

lunes, 26 de julio de 2021

El empleo

                               

El empleo (Il posto, 1961), de Ermanno Olmi, es el relato del trayecto desde la ilusión de acontecimiento, que embriaga con los posibles la irrupción en el mundo adulto, sea con el primer empleo laboral o sea con la primera fascinación sentimental, a la asunción  de un futuro que será condena a una dilatada realidad inmóvil y una exposición al reverso de lo posible, la decepción. Domenico (Sandro Panseri) es un adolescente que pugna junto a numerosos aspirantes, mediante la superación de diversas pruebas, por conseguir su primer puesto de trabajo en una empresa, su particular parcela en el mundo adulto. Toda una odisea de variopintas pruebas cargada de tensión cuya consecución, tras superar un primer peldaño como mensajero uniformado, implicará asumir, como un administrativo más, que el próximo movimiento, de una mesa a otra, espejismo de avance, quizá tarde veinte años. La consecución de su particular parcela o casilla es también la de su particular celda. El sonido del reloj se distorsiona sobre un primer plano de su rostro cuando toma consciencia de que su horizonte es encierro. El logro se torna perspectiva de atasco. Ha pasado de la niñez al mundo adulto para encajar en una cinta corredera que le lleva sin variación ya alguna hasta su vejez. El principio era ya el fin. Y la primera chica que le gusta, a la que le cuesta incluso preguntar su nombre, no acudirá a la fiesta de la empresa, una ausencia cuyo motivo ignora, si es por causas ajenas a su voluntad o refleja su falta de interés. Pero ya lidia por primera vez con la decepción, quizá meramente provisional, o quizá anticipo de lo que no podrá ser. En el escenario laboral lo posible es extraído, ya prefijado su futuro, mientras que en el sentimental se torna vértigo.

Ermmano Olmi realizó un extraordinario documental sobre Milán para la serie Capitales culturales de Europa (1983). El empleo no será un documental, pero puede parecerlo, a la vez que es un relato que parece brotar de los ojos de Domenico, de su forma de mirar un mundo que comienza a descubrir. En El empleo, que también transcurre en Milan, la ciudad es Domenico. Una vida en proceso de construcción, que también determina derruir, dejar atrás comportamientos, actitudes, como refleja la secuencia inicial de su despertar, en la que, aún en la cama encoge los morros para reprochar a su hermano que haya cogido una correa suya para sujetar los libros, exigiéndole que se la devuelva, pero es reprendido por su madre ya que él ya no necesita esa correa, porque va a empezar a trabajar. Ya no es un niño. Su mirada se abre, ojos como platos que reciben al mundo, cuando se dirige a la ciudad para su primera entrevista de trabajo, o cuando observa a los otros aspirantes, otros y a la vez él mismo. Esa apertura e incursión también implica la irrupción de otro acontecimiento, de otro mundo, cuando se queda cautivado por Antonietta, que se hace llamar Magali (Loretta Decco), quien también aspira a un puesto de trabajo en la misma empresa. Olmi matiza con aguda delicadeza el proceso de acercamiento, de gesta de complicidad, con un café compartido, en el que indeciso duda si coger la cucharilla que se le ha caído, con la espera caballerosa a que llegue el tranvía de Magali, con la nerviosa expectativa de ver si también a ella la han contratado, y entra por la puerta de la sala de espera en la oficina, o con la mirada que mira atrás, cuando le llevan a su departamento en otro edificio anexo, como si temiera que ya no se vieran más. La ciudad de Domenico se expande y erige nuevas construcciones, algunas elevadas como Antonietta.

El paisaje de su vida se modifica con nuevos rostros que se constituirán en presencias recurrentes, familiares, caso de los nuevos compañeros de trabajo, a los que en principio observa como si fueran seres de otro mundo, encajonado en su butaca. Su vida se estructura sin que él lo aperciba, porque para él aún todo es novedad, y aún no sospecha que en un sólo día ya se perfila lo que será su vida, del mismo modo que le asignan el vestuario, o uniforme, primero como mensajero o asistente de ujier, con un sombrero que parece de oficial militar, y segundo como administrativo (su traje y corbata, su gabardina), adecuado para su labor, reflejo del puesto que ya ocupa en la organización (social, laboral). Como también se adapta  e integra en el tiempo o espacio de recreo, el de las festividades, caso de la celebración de Nochevieja a la que asiste, también en principio, como si fuera un intruso, mirando alrededor con su gesto encogido y su expresión tímida, con su botella de vino y su canotier, figura diminuta en un espacio inmenso (que el plano general remarca, con él al fondo en una de las mesas, y las otras personas asistentes en ese momento, una pareja, sentada en una mesa en primer término), mientras espera que llegue, y entre por la puerta, Magali, expectativa que no se verá cumplida. Domenico se involucra en ambos espacios, como quien va aprendiendo a pedalear en unas nuevas realidades sociales, en las que es relevo (suplencia de alguien recién fallecido del que repasan sus pertenencias para separar lo personal de lo que es de la empresa: una muerte que implica, para el resto, avance en las posiciones en las mesas). Aunque ya entrevea que el pedaleo será el mismo hasta el fin de los tiempos. A no ser que algún día pierda el puesto.

sábado, 24 de julio de 2021

Rápido, tu vida (Errata naturae), de Sylvie Schenk

 

Un extranjero es un ser extraño. Tú siempre te has sentido así: como alguien que no forma parte (…) Un pie dentro y otro fuera, formar parte y sin embargo ser distinta. Louise, la protagonista de la magistral Rápido, tu vida (Errata naturae), de la escritora francesa Sylvie Schenk (1944), no entiende ni comparte las reticencias de su padre a su relación sentimental con un alemán, ya que para él cualquier alemán, todo alemán, representa lo que él sufrió con los alemanes cuando ocuparon Francia durante la guerra. Para él es un alemán, una representación, no una singularidad. Es una recurrente manera de relacionarse con los otros. Los otros son representaciones de algo. Es una actitud que compartimenta, y que incluso se afirma con respecto a algo, y el sentimiento de agravio suele ser uno de los motivos preponderantes. Louise no entiende esa actitud o perspectiva porque es una noción restrictiva del concepto de extranjero. Ella, de hecho, se siente extranjera con respecto a su realidad alrededor. Louise, por tanto, representa la actitud contraria, la actitud que se interroga sobre sí misma, sobre cómo siente, y sobre cuál es el fundamento de su relación con la realidad. Por eso, para ella es un goce también cuando rompe amarras con respecto al entorno en el que transcurrió su infancia y su adolescencia, un pueblo rural. Quizás has llegado ahora a tu otra vida (…) No cambiarías por nada el tambaleante mundo que te rodea. Louise es la actitud que no se pliega o adapta fácilmente a unas coordenadas preestablecidas, a las que se supone que hay que ajustarse en el paso a la vida adulta y su afianzamiento. Prefiere tambalearse. Por eso, su tránsito es el de la constante interrogante. Por eso, la narración opta por la segunda persona. Se dirige a sí misma no como si fuera una ella sino un tú, no la completa extrañeza de la tercera persona sino ese estado intermedio de relación con un pie fuera y un pie dentro, una perspectiva que no se pierde de vista, porque por un lado, en parte, como estado natural, se siente a gusto en la incertidumbre que puede confrontar con lo que es (más que con lo que parece), y por otro lado como quien se contempla a sí misma desde fuera como un personaje en una ficción, una desconcertante y sorprendente entidad a la que contempla como si fuera testigo de un documental observacional, pero con la destilación de la vibración poética de un yo que se pregunta por todo porque no da por sentado ningún contorno. Un desajuste que, en principio, implica consternación. La literatura entera solo ha tratado un tema: el ser y el parecer, la vida como ilusión, como sustitutivo, como tapón sobre la nada. La vida es un engaño centelleante. Lo que sigue siendo auténtico es el sufrimiento, el grito, el corte en la carne, el desamparo de Henri, su sed de venganza.

En esa edad de formación en la que se perfila cómo uno se integra, o no, en un contexto, se pregunta por qué siente lo que siente por alguien, si es más por la necesidad, u otros condicionamientos, que por la real conexión. No sabes qué quieres de Henri, estabas muy sola y te has entusiasmado muy rápido (…) Si observas tu vida de estudiante percibes sus carencias, cómo, desarraigada de tu antigua vida, flotas sobre un suelo vacío (…) Tienes diecinueve años, necesitas amigos, deseos  propios, una dirección, un lugar en la juventud, quieres ser parte de algo. En la confrontación con experiencias nuevas, como el mismo sexo, no deja de sentirse como una actriz en una circunstancia contaminada con todas las referencias previas o las fantasías de las mismas expectativas. Tu nombre suena ajeno, ¿qué tiene que ver con Louise este cuerpo desnudo? (…)  Tienes la sensación de no estar realmente ahí, tienes la sensación de estar imitando a alguien. En términos generales, cuando sus sentimientos parece que la desbordan y desmontan toda coordenada preestablecida sobre cómo se supone que debe sentir y cómo deben establecerse las relaciones, no deja de cuestionar el fundamento de las relaciones sentimentales, en qué medida más que ajustarse a las reales conexiones se pliegan más a una idea o un precepto, a la circulación pragmática de un escenario social, como un animal salvaje al que intenta domarse. ¿Qué pasaría si vuestro amor fuera solo una forma de presentarse el amor? ¿Aprendida, imitada, transmitida desde hace siglos por la literatura? ¿Hace falta amar? ¿Es el amor un fenómeno de la civilización?¿El brillante envoltorio en torno al sexo? ¿Es el amor un paso obligatorio para sentirse adulta? ¿El ardiente final de la inocencia y la niñez? ¿El portal adornado y engañoso a la rutina gris del matrimonio, de la familia, del trabajo? Esos pensamientos te dan vértigo. Y ¿Por qué debería amarse solo a un hombre y no a dos o varios, incluso al mismo tiempo?

Sylvie se interroga por todo, y observa con detalle, dos cualidades que van unidas. Ejerce de maestra, en su sentido más genuino. Le enseñas a prestar atención a las cosas y las personas, lo que puede escribirse sobre los colores, sonidos, movimientos y rostros, lo llevas a la ventana y lo animas a atribuirles formas de animales a las nubes, le muestras cómo plasmar de forma sugerentes pequeños dramas y, si hace falta, inventarlos (le enseñas autoficción, fantasía y crónica vital en una). La realidad es una materia potencial de interrelaciones que no se advierten a primera vista por la mirada vaga que simplemente se acomoda a los hábitos y las rutinas. Los otros son un potencial de historias. ¿No sentimos que desaparecemos cuando no hay acontecimiento alguno en nuestra vida, es decir, que no hay ninguna historia en nuestra vida, nada que nos pase, nada que podamos relatar a otros? La sensación de no existir realmente se basa quizá en que no tienes historia. Louise admira la escritura de Marguerite Duras en Hiroshima mon amour: en su libro encuentras esos balbuceos y estremecimientos de silabas y sentidos, oyes los latidos de un corazón, un estallido de emociones en estado puro, aunque seguro que Duras ha sopesado con el máximo cuidado cada palabra. La escritura de Schenk dispone de cualidades semejantes. No es igual, porque la escritura de Duras probablemente sea de las más singulares que ha deparado la literatura, pero se desplaza con fluidez en ese terreno intermedio de la narración y la destilación de pedazos de emociones con una admirable coreografía sintáctica. Es la inmersión en la experiencia del yo, en sus mareas y corrientes, pero también un desplazamiento hacia un otro tú que no es solo ese propio tú que ejerce de fructífera distancia en la que nos podemos observar para afinar y modificar en proceso nuestra forma de relacionarnos con nosotros mismos, los demás y el afuera, sino con ese tú que es ese otro singular con el que establecemos una relación más próxima que con cualquier otro, la relación que se convierte en la fundamental prueba de nuestra capacidad empática para sentir a los otros. ¿Comprendemos de verdad el punto de vista, cómo siente, aquel que se supone que amamos, más allá de lo que representa para nosotros como figura excepcional romántica? Por eso, la narración se revelará como un trayecto hacia la capacidad de poder poner voz a la experiencia del otro. O cuando la extranjería se dota de armonía con la capacidad empática.

miércoles, 21 de julio de 2021

Otro país

                                 

Guy Bennett (Rupert Everett) es un joven estudiante cuyas aspiraciones son las de alcanzar la posición más distinguida que ofrece el sistema o escenario social, en concreto, la Universidad de Cambridge en la década de los 30. Aspira a ser, en el último año, uno de los dos Dioses, uno de los dos principales prefectos estudiantes. Pero su naturaleza dispone de una inclinación que no es bien vista (o no encaja en la mascarada legitimada del escenario social), es homosexual. Aunque numerosos jóvenes disfruten de esa práctica como placer recreativo, no es una cualidad distintiva para el gobierno de las apariencias, basamento fundamental de ese sistema (social, educativo). De hecho, es castigada, como se expone en las primeras secuencias, cuando un profesor sorprende a dos alumnos masturbándose mutuamente. Las consecuencias de su exposición (al sumidero de la vergüenza pública) pueden ser tan funestas que uno de los dos alumnos opta por el suicidio. En suma, Guy quiere ser parte integrante e incluso detentar una de las posiciones más privilegiadas de un sistema que no aceptaría una vertiente de su naturaleza si se hiciera pública. A diferencia de Guy, su amigo Judd (Colin Firth) rechaza el sistema del que es parte. Se declara marxista y comunista. Cuestiona la estructura de clase de un sistema que se regenera con la integración de los vástagos como futuros progenitores que recrearán el mismo sistema. Una estructura de clase que define a una sociedad piramidal, con posiciones jerárquicas escalonadas que prioriza y fomenta la imposición, de la misma forma que categoriza en términos de lo que es digno o indigno; como en el estamento militar, degrada a quien comente una infracción, y la homosexualidad lo es.  Las consecuencias de la degradación que sufrirá Guy, cuando sea expuesta y castigada su práctica homosexual, determinará su reenfoque sobre la sociedad de la que es parte. Tomará consciencia de que su país no es ese sino otro.

Otro país (Another country, 1984), de Marek Kanievska, se basa en una obra teatral de Julian Philips que adapta él mismo.  Guy Bennett se inspira en Guy Burgess, que sería conocido más adelante como uno de los Cinco del Círculo de espías de Cambridge (The Cambridge spy ring), junto a Donald MacLean, Kim Philby, Anthony Blunt y John Cairncross. Durante las décadas en las que cada uno ocupó un cargo en algunos departamentos gubernamentales, enviaron abundante información a los rusos (tanta que estos incluso dudaban de su fiabilidad). Bennett y McLean serían los primeros que evidenciarían sus filiaciones cuando decidieron abandonar Gran Bretaña en 1951 para asentarse en la Unión Soviética. Philby lo haría en 1963, lo que propiciaría las confesiones de Blunt y Cairncross, aunque su implicación no se desvelaría hasta 1979 y 1990, respectivamente. El hecho de que no fueran detectados durante tantos años determinó que se deteriora considerablemente el aprecio y respeto de los servicios secretos estadounidenses con respecto a los británicos. Su eco puede rastrearse en La sombra del delator (The whistle blower, 1986), de Simon Langton, adaptación de una novela de Alan Hall publicada en 1984, en la que los servicios secretos ordenan los crímenes de varios peones dentro de la organización, como estrategia de distracción y camuflaje para ocultar el hecho de que un importante mandatario, un sir, ha ejercido de espía durante décadas.

Ya se había realizado una producción televisiva un año antes, An englishman abroad (1983), de John Schlensiger, con Alan Bates como Bennett en 1956. En Otro país, la narración se inicia con Guy Bennett, avejentado, ya en la década de los ochenta, asentado en otro país, la Unión Soviética. Relata a una joven periodista británica el momento determinante en que su concepción de la realidad y de la vida fue modificada. Ya queda también insinuado, por una fotografía en una repisa, cómo, a la vez, también fue aquel el tiempo en que conoció a quien considera aún el amor de su vida, Harcourt (Cary Elwes). Las ilusiones deterioradas por la decepción, por la degradación infligida por un sistema corrompido por su miseria intrínseca. No solo ese amor contrasta con una inflexible estructuración de clases que posibilita tanto las conveniencias (y los correspondientes intercambios de intereses) como la satisfacción de las fobias o enemistades personales si se dispone de la posición adecuada en el sistema que propicie la maniobra beneficiosa. En cuanto Fowler, un aspirante a prefecto que desprecia a Bennet, intercepta una nota que este envía a Harcourt por medio de un joven estudiante de un curso inferior, sabe que será una manera de frustrar sus aspiraciones. Dispone de la prueba adecuada que no puede ser negada (aunque otros prefectos hayan disfrutado durante esos años del placer del sexo con Guy; lo que no se puede probar no existe; esa es la doblez del escenario social). No importan los méritos personales. Si a alguien se sorprende efectuando una infracción, como una relación homosexual, considerada ilícita aunque sea gozada por muchos, quedará marginado o relegado en el sistema. Bennett no podrá aspirar a ser un dios en el sistema educativo de Cambridge, aunque previamente hubiera conseguido convencer a su amigo Judd de que aceptara el puesto de prefecto, por él, y por evitar que Fowler fuera  el prefecto, pese a que Judd no cree en ese sistema ni en esos supuestos privilegios de posiciones jerárquicas (que individuos como Fowler utilizan para el abuso y la satisfacción personal). Judd es flexible porque prioriza su amistad. Su integridad es de tal calibre que subordina sus convicciones por razones empáticas. Y su integridad, su singularidad irredenta, su cuestionamiento de lo que la mayor parte de los estudiantes acepta, encaja y reproduce como lo que debe ser (aunque suponga insatisfacciones cuando ocupas una posición inferior) será el reflejo que ejercerá de determinante influencia para que Bennett modifique su forma de habitar la realidad, de percibirla y concebirla. Figuradamente, su residencia será otra. Literalmente, será otro país. Cuando le pregunte la entrevistadora qué es lo que echa de menos de Inglaterra, irónicamente dirá que el cricket, un reglamento intrincado que al menos puede disfrutarse como un juego sin las funestas consecuencias que depara la infracción de los reglamentos de la sociedad de la que es emblema.

En 1987, a Kanievska le propondrán dirigir Golpe al sueño americano (Less tan zero), adaptación de la exitosa novela de Brett Easton Ellis, publicada dos años antes. Es el cuestionamiento de otro sistema, el estadounidense, también centrado en tres jóvenes de clase alta, privilegiada económicamente, que acaban de graduarse. Narra sus primeros pasos, o su colisión, cuando intentan definir su lugar en la vida con sus propios proyectos, en especial en la deriva del personaje que encarna Robert Downey jr, cuyo desajuste se agudiza a medida que progresa la narración: todos sus proyectos de iniciativas empresariales se ven dificultados, en primer lugar por la falta de apoyo familiar cuando se encuentra en una crítica situación de deuda con un traficante de drogas. De nuevo, las apariencias son el bastión fundamental. Desafortunadamente, Kanievska no pudo controlar el montaje. Si ya se había suavizado el planteamiento previamente, con los diferentes guiones que se habían encargado, aún lo sería más en el proceso de montaje, con el añadido de que la productora, dada la reacción del público entre 15 y 22 años, en un pase previo, que consideraban al personaje más interesante, el de Downey jr, desagradable, decidió buscar el modo de suavizar ese efecto, así como amplificar la carencia de aristas del ídolo las adolescentes, Andrew McCarthy. Si los dos protagonistas masculinos de Otro país están admirablemente perfilados, así como su entorno, en Golpe al sueño americano, queda más bien diluido el contrapunto del personaje encarnado por McCarthy (más allá de que la novela careciera de un protagonismo tan concreto, y más bien fuera coral). El resultado resulta por tanto irregular. Pero quedan apuntados cuestionamientos no carentes de vitriolo a otro sistema social sustentado también en la estructura de clases y la detentación de privilegios, y sus correspondientes hipocresías, dobleces y sombras turbias (el reflejo de los negocios ilegales con respecto a los legales). Quizá la frustración con el resultado de Golpe al sueño americano fuera determinante para que Kanievska tardara trece años en dirigir otra película, irónicamente titulada Dónde esté el dinero (Where the money is, 2000), en la que Paul Newman encarna a un veterano ladrón de bancos ingresado tras sufrir aparentemente un infarto.

lunes, 19 de julio de 2021

El gabinete de los ocultistas (Impedimenta), de Armin Öhri

Todos deberíamos establecer como criterio absoluto el hecho de que el ámbito de lo posible es, con mucho, más grande y extenso que el de nuestra capacidad intelectual. ¿El ser humano no ha tendido a actuar como si supiera más de lo que se sabe con sus presunciones y suficiencias, o convicciones reconvertidas en dogmas que ejercen como imposiciones? Por otra parte, las apariencias pueden ser tan difusas que quizá no diverjan, por capciosas, de las arenas movedizas, como la capacidad de nuestro discernimiento puede arrastrar diferentes lastres que ejercen de interposición o filtro ofuscador. La realidad, e incluye a uno mismo y los demás, se revela como un territorio en el que el discernimiento de la multiplicidad de capas y ángulos proveerá del más preciso conocimiento. El gabinete de los ocultistas (Impedimenta), de Armin Öhri (1978), escritor natural de Liechenstein, puede parecer, en primera instancia, una novela de intriga, caracterizada por una narración tan sobria como escueta y fluida, pero, progresivamente, irá revelando el complejo relieve de sus múltiples capas y sus diversos ángulos. En El gabinete de los ocultistas, la doble exposición fotográfica es la aguda metáfora que ejerce de hilo de Ariadna en las diversas vertientes de la novela que, en su primera capa, funciona como esclarecimiento o pesquisa de unas incógnitas que intentan resolver el dibujante criminalista Julius Bentheim y el estudiante de leyes y fotógrafo Albrecht Krosick. El aparente accidente con el que se inicia la novela ¿lo es o es un accidente provocado aviesamente? Por añadidura ¿estará relacionado con los sucesivos crímenes que posteriormente se perpetrarán, y cuyas víctimas serán algunos de los asistentes a aquel evento, una celebración de nochevieja, el paso de 1864 a 1865, en una mansión en la que se celebraba, además, una sesión con una ocultista?. ¿Aleatoriedad o interconexión?¿Hay una intencionalidad subyacente o los hechos carecen de vínculo alguno? Es la difusa frontera entre lo real y lo aparente. La misma práctica del ocultismo se define por la convicción en la realidad (más allá de las apariencias) de lo que la racionalidad no considera posible. ¿Abre el territorio de lo posible o meramente se fundamenta en la sugestión y en supersticiones infundadas?, y esto se extiende a la misma creencia en Dios, el del cristianismo, cuya inconsistencia de base es desmontada: Si todo tiene una causa, también Dios debería tener una causa y entonces no podría ser omnipotente. ¿Cómo es que sencillamente no puedo aplicar al universo entero la suposición de que Dios podría existir sin más, sin motivo? Quien plantea esa incisiva interrogante es uno de los trece que compondrán ese gabinete de ocultistas cuya pretensión, precisamente, no es la de la convicción sino la de irreverencia, el cuestionamiento irónico de esas creencias en lo que (se presupone que) es cuando no es sino una mera ilusión.

 En cierto momento, como apoyo de su propósito, Albrecht fotografía a una joven con una doble exposición, la de una calavera superpuesta a su rostro (como en la conclusión de Psicosis, de Alfred Hitchcock) que sirva, irónicamente, de presunta fotografía de un fantasma, una belleza joven a la que se le entrevén los huesos bajo la piel blanca como la porcelana. La joven se llama Adele y también ejerce efecto de doble exposición en la mente de Julius, enamorado de Filine, pero que se siente atraído por Adele, cuya imagen, cuando la pintó desnuda, se había colado una vez en sus pensamientos al besar a Filine y, ahora, con Adele sentada junto a él, buscaba en vano la imagen de Filine. ¿Qué siente? ¿Qué ve en cada una de ellas? La trama de la pesquisa detectivesca y la sentimental convergen y se superponen, de la misma manera que lo social o colectivo y lo individual. El padre de Filine, un pastor, no acepta en su hija esa condición de cuerpo deseable o de voluntad que siente deseo, por lo que la recluye en un convento de monjas. Como expone en un sermón: Quien se sienta atraído por una mujer hermosa fíjese siempre en que su encanto se limita a su piel. Pues si los hombres reconociesen lo que aparece debajo de ésta, una repugnancia infinita los invadiría. Su perspectiva cristiana, sustentada en la repulsión de lo orgánico, también contempla una doble exposición: sobre la piel también se superpone una calavera.

También se superpone en la naturaleza humana, de modo constante, lo brutal sobre lo cultivado. La frontera entre cultura y barbarie no era más que una frágil y fina línea, siempre a punto de desaparecer para permitir la intrusión de grandes horrores y atrocidades inimaginables en la llamada civilización. La sociedad de 1865 es una sociedad en la que comienza a tomar cada más relevancia una figura con actitud beligerante como Von Bismarck. Una sociedad que restringe lo posible, regula de modo inflexible cómo se puede amar y a quién, y estigmatiza lo que no se califica como digno o decente, o se ajusta a la higienizada apariencia modélica.  La dilucidación de la confusión sentimental de Julius, que se extiende a la interrogante sobre qué son los sentimientos (no está demostrado científicamente lo que son los sentimientos en realidad (…) Probablemente, no sean más que reacciones químicas que se generan en nuestro cerebro. Pero las experimentamos y es precisamente por lo que creemos en ellas), se imbrica con el esclarecimiento de la pesquisa criminal. Qué extraño era que alguien pudiese llegar a convertirse en un asesino por el hecho de que la sociedad amenazase el amor que sentía. Y qué cruel era que un ser humano pudiese utilizar una relación en realidad legítima y de corazón para extorsionar a otro. En qué clase de mundo vivimos. Falsas apariencias y crueldad se revelan como el basamento de la exploración de esa doble exposición que constituye, en diversos grados y en diferentes vertientes, nuestra relación con la realidad, sea entonces o ahora. Aunque también, como resistencia, la actitud de quien logra discernir la constitución de la realidad, y de uno mismo, desprendiéndose de los lastres de su ofuscación y de los impedimentos de las manipulaciones ajenas. Es posible que todos seamos meros personajes en la historia de alguien. A veces, ese discernimiento implica advertir en qué medida somos personajes de un relato o una función que ignoramos que lo sea, sea ajena o propia, porque incluso los mismos sentimientos se enmarañan con las ficciones.

sábado, 17 de julio de 2021

Network

                             

Consideramos la realidad tal como nos la presentan. Era la observación, que no crítica, de Christof (Ed Harris), el director del programa televisivo El show de Truman, ya que él la convertía en credo (de conveniencia), cual mesías o profeta manipulador de masas en su programa. Su ubicación, o posición, desde la que controla la emisión de esa ficción televisiva (la vida corriente de un hombre cualquiera), cuyo protagonista, Truman (Jim Carrey), ignora que lo es, ya que piensa que es su vida real, es de las alturas que disimula un falso cielo. Nuestra percepción, interpretación y asunción de lo que es la realidad, está mediatizada. Aunque pensemos que no es así, y estemos convencidos de que es como es, conjugación de un debe ser y una condición natural, por tanto ineluctable (asunción complementada con el obcecado orgullo de no considerarse ser sugestionable o manipulable). Toda proyección o representación cultural se sustenta sobre ese precepto de crédula inercia ignorante (léase credo religioso, político, étnico, cualquier construcción de identidad cultural, al fin y al cabo). El show de Truman (1998), de Peter Weir, con agudeza nos planteaba reflexionar sobre esa condición. Y cómo el medio televisivo, ya en concreto, es un ejemplo de esa mediatización y programación de la mirada. Una pantalla que nos sugestiona y moldea nuestra vida (nutre y forja nuestro imaginario colectivo; modulaba nuestras descargas; función que se ha ampliado, extendido, durante este siglo XXI a Internet). Elocuente era el plano final de la película, en el que dos espectadores al ver que ya no habría más episodios de El show de Truman, se planteaban buscar otro programa. Siempre habrá otro programa, otra pantalla donde ensimismarse, y donde proyectarse, o narcotizarse y entumecerse, de un modo u otro por delegación.


Ya en 1976, Network (Id), de Sidney Lumet, anunciaba lo que hoy ya es una realidad enquistada en nuestra cultura, mediante una acre y áspera radiografía de los entramados del medio televisivo. Se consideró una hipérbole, incluso una grotesca exageración, aunque se calificara como sátira, pero sus responsables pretendían reflejar una siniestra realidad. Lumet señalaba que para ellos no era una sátira sino un reportaje. Hoy ya no resulta chocante para quienes la rechazaban. Ahora la califican de visionaria. Quizás incidiera en esa reticente percepción el histrión verbo del guionista, Paddy Chayefski, uno de esos raros ejemplos en los que el guionista se convierte en estrella y atracción. Sus diálogos tienden, y quizá por momentos en exceso, al tono sentencioso, con frases cargadas de significado, cual aforismos que condensan lo que bordea el discurso sermoneador, por eso abundan los monólogos que sientan catedra: incluso, en ocasiones puede parecer que ciertos diálogos son intercambios de monólogos sentenciosos. En suma, pueden resultar en algunos casos reflexiones que tensan la credibilidad de la espontaneidad de un dialogo, y por añadidura, el dramatismo emocional de las conflictivas relaciones, amortiguado su artificio gracias a la fabulosa prestación de los actores, en especial William Holden o Peter Finch, que hacen carne de palabras grandilocuentes con su expresividad. Las palabras desafían los límites del realismo con sus elaboradas metáforas y sentencias que no dejan espacio a la vacilación ni al balbuceo, y la calidez naturalista del tratamiento visual, con la predominancia de colores suaves, servido por la dirección fotográfica de Owen Reizman y la fluidez nada abrupta del montaje (excepto en el asesinato final), ejerce de singular contraste. Por esa la aparición de las sombras manifiestas sobre determinados rostros cobran tanta relevancia significativa. Son las sombras tras la apariencia capciosa. El tratamiento cinematográfico, a medida que progresa la narración, resulta más severo. Es una mordaz estrategia cinematográfica que había utilizado previamente con brillantez en Tarde de perros (Dog day afternoon, 1975).

Ese barroquismo verbal de tajantes sentencias y reflexiones condensadas, como ensayos en breves dosis, resulta también pertinente porque precisamente nos narra la historia de un presentador de noticiarios, Howard (Peter Finch), el cual, después de veinte años, es despedido, pero acaba, paradójicamente, convirtiéndose en un profeta televisivo. ¿Cómo se genera ese tránsito? Porque en su aparición televisiva posterior a la notificación de su despido anuncia que en su último día como presentador se suicidará delante de las cámaras. Declaración que genera un evuelo entre las altas instancias de la cadena, que en ese momento, además, están siendo absorbidas por otra compañía, que quiere reestructurar la cadena (con los consiguientes marionetistas condicionamientos de sus intereses económicos: Adelanto de lo que ocurrió poco después en la industria cinematográfica en ese país, cuando los detentadores del poder serían meros agentes económicos, indiferentes a cualquier inquietud o veleidad artística, y ya extendible a cualquier ámbito, no sólo el de la comunicación). Pero, paradojas, su amigo Max (William Holden), sulfurado por esos nuevos cambios en la cadena, que no tienen en consideración ya no sólo el valor del trabajo bien hecho, sino la mera opinión de quienes tantos han años han dedicado a esa labor, como si fueran subordinadas piezas, fácilmente prescindibles, de un tablero, cede a las súplicas de Howard y le concede una última aparición para pedir perdón. Sin embargo, al ver que este se desboca con un virulento discurso que cuestiona la mediocridad de la sociedad, él también quemado con las aviesas tácticas corporativas (como la supeditación de la sección de Informativos, que él dirige, a otras voluntades de la corporación que les compra, sin que nadie se lo notifique previamente), no permite que nadie corte la emisión, aunque sepa que pone en riesgo su puesto de trabajo, por no plegarse a las instancias superiores. Lo que no se espera es que Howard se convierta en todo un fenómeno televisivo, porque hay quien ve en Howard toda una atracción mediática. En concreto, la arribista Diana (Faye Dunaway), la cual había estado preparando un programa sobre grupos guerrilleros (como aquel Ejército Simbólico de Liberación que secuestró en 1974 a Patty Hearst), grupos extremistas radicales (aunque en fricción con el partido comunistas por sus tácticas violentas) que incluso se grababan en sus atracos. La idea de Diana contemplaba el desarrollo de guiones que desarrollarán, como continuación ficción, las grabaciones reales que emitan como introducción.  ¿Qué importa lo real? ¿Importa si se distingue o no mientras capte la atención y genere audiencias? Importa cómo se presenta a los espectadores para que estos se sientan interesados.

Diana, en suma, convence a Hacket (Robert Duvall), el representante de la empresa que absorbe la cadena, todo un tiburón, puro ecónomo de audiencias y números, que, como indica ella, carece de deseos o ilusiones sentimentales (es un programa humano). Diana logra convencerle enseñándole todas las portadas que Howard, por su intervención televisiva, ha conseguido en los principales periódicos. Por tanto, es noticia (atracción de feria) y hay que aprovechar esa oportunidad para ganar audiencia (e incrementar beneficios). Así que quién se había convertido en una figura molesta por expresar ante las cámaras lo que, se supone según las conveniencias sociales y mediáticas, no debía decir, esto es, verdades incómodas, con el discurso del desaforado delirio (cual rabioso bufón), se torna en fenómeno de feria para entretener al público, porque se hace eco del malestar social (consigue que miles de ciudadanos griten desde su ventana su hartazgo (Estamos hasta los cojones, y no lo vamos a soportar más). Por ese motivo, le conceden un espacio (escenario con cristalera colorida de cariz religioso como fondo), donde expone o escupe, cual predicador, sus diatribas, que culminan con un sincope (tal es su entrega y su desquiciamiento nervioso). Es en esos diatribas de Howard donde cobra más pertinencia ese artificioso y discursivo lenguaje, y como contrapunto, o reflejo sombrío, en una formidable y sobrecogedora secuencia que refleja precisamente la capacidad de Lumet para hacer cinematográfico un momento de puro discurso, la entraña, de hecho, de este feroz reportaje satírico y mordaz. Howard ha sido llamado al orden, porque se ha sobrepasado, esto es, ha puesto en cuestión, por tanto, en peligro, intereses económicos, al cuestionar contratos de empresa con países árabes que ha realizado la misma compañía para la que trabaja, y clamando al gobierno para que interceda y lo impida. Es decir, sus incisiones ya no sólo sirven como conveniente descarga del descontento social sino que atenta contra la circulación del mismo sistema. La secuencia reúne a Howard y el presidente de esa Corporación, Hansen (Ned Beatty), en la sala de reuniones de la empresa. Hansen despliega otro sermón o discurso (sancionador), en el cual viene a decir que ya no hay países ni democracia, ni razas; las únicas naciones hoy en día son las diversas grandes corporaciones económicas las que mantienen en funcionamiento  la sociedad (y así sigue siendo pese a que nos distraigan/nos distraigamos con conflictos locales étnicos, nacionales, genéricos o sean cuales sean). La circulación sanguínea del mundo, de la realidad, es el negocio, la habilitación de los intereses económicos, cuya finalidad en la superficie, mientras logran y amplían, en la sombra, sus beneficios, es satisfacer las necesidades (creadas), paliar las ansiedades, y amenizar el aburrimiento (los parámetros de esta dictadura económica en la que vivimos, cultura del gran supermercado y gran parque de atracciones, que se ha afianzado en estas cinco últimas décadas).

El ingenio de Lumet reside en cómo planifica este momento de poderosa, y aguda, índole discursiva/escénica. Alterna primeros planos de un sobrecogido Howard, con un plano general de Hansen, en el otro extremo de la larga mesa de reuniones, flanqueado entre las sillas, y rodeado de oscuridad, con una luz que le cae desde el techo (como quien actúa en un escenario), discurso que culmina acercándose a Howard, con un primer plano de su rostro en sombras. ¿Acaso hay rostro en tal discurso?¿Acaso ese discurso, quasireligioso, enfocado en la faceta o vertiente económica, no es un sugestionador sermón desde un púlpito, para mediatizar a la masa, para satisfacer lo primario (necesidades y ansiedades), mientras se sirve a los intereses económicos de las grandes empresas, pero convenciendo de que eso es lo natural, la ley inevitable a la que hay que plegarse, cumpliendo cada uno, como seres domesticados, su papel o función en ese entramado, como también se suele aplicar en la religión, en la que la creación de dioses, que se implantan como seres reales, funciona como complaciente póliza de seguros o fondo de inversión? ¿No es el diosecillo de nuestro tiempo el Gran Gestor? ¿No es esa equiparación entre religión y economía la que ácida y elocuentemente también efectuaba, y desentrañará, Paul Thomas Anderson en la extraordinaria Pozos de ambición (There will be blood, 2007)? Cuando el discurso de Howard, cada vez más desesperado y deprimente ( porque incide en la deshumanización de la sociedad, en la que no somos nada, nada más que sombras, de lo que también cada ciudadano es responsable) ya se convierte en algo demasiado molesto y a la vez poco productivo (esto es, bajan las audiencias, ya que el espectador no siente que descarga su malestar, con respecto a la sociedad, a través sus palabras, sino que estás le desnudan, les enfocan, en su insignificancia e indeterminación, en sus insuficiencias e inconsistencias) llega el momento de eliminarlo, y de modo tajante. Ya no es útil. Por ello, deciden crear una despedida a lo grande del programa. Recurren a los grupos guerrilleros para asesinar en directo a Howard. De paso su responsabilidad queda oculta, porque son los aparentes enemigos del sistema los que lo asesinan, aspecto en el que también incidirá la minusvalorada Objetivo mortal (Wrong is right, 1980), de Richard Brooks, con el atentado a las Torres gemelas ordenado por el gobierno pero achacado de modo conveniente a los terroristas a través de los medios de comunicación. El poder siempre queda indemne en las sombras, gestionando sus intereses. Y así seguimos.