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jueves, 31 de octubre de 2013
El árbol de la vida y un hasta luego
Queridos amigos y contertulios y demás pasajeros del planeta Tierra durante tres días me ausentaré de estas latitudes porque voy a realizar un viaje extrasensorial y cósmico a los peñascos bilbainos (además, en tareas de cicerone; espero que los encuentren pronto cuando se extravien) Os dejo con uno de los pasajes más hermosos, sublimes y conmovedores que ha parido el cine, el pasaje (micromacro) cósmico de 'El árbol de la vida' de Terrence Malick. Después de este el cine podría ya tumbarse a descansar. Pasaje, por cierto, que podría ser materia de interesante debate en la próxima sesión del 16 de noviembre de UN KIT DE SUPERVIVENCIA PARA EL CINE DEL SIGLO XXI (Y para encontrar la secuencia equivalente (humana) a la de la pata del saurio que no pisa al postrado saurio. Un abrazo multiflex con aspersor para todos todas
miércoles, 30 de octubre de 2013
Paul Newman, un piano y Mitchum, Martin, Davis y Garner
Paul Newman al piano rodeado de Sammy Davis jr, Robert Mitchum, Dean Martin y James Garner. No sé si sería tan exquisita la interpretación como la que despliega junto a Tom Hanks en la extraordinaria 'Camino a la perdición' (Road to perdition, 2002), de Sam Mendes. Por añadidura, Daniel Craig demuestra lo inmenso actor que es con la sonrisa más afilada y emponzoñada, tensa como una cuerda de violin que desgarra la piel, que he podido presenciar en una pantalla.
Clint Eastwood y P.J. Harvey, conversación entre música
Jeanne Moreau y Miles Davis, una trompeta para un ascensor y un cadalso
martes, 29 de octubre de 2013
Marie-Josée Croze, fulgor canadiense
La acrtriz canadiense Marie-Josée Croze se sorprendió de que le concedieran el premio a la mejor actriz en la edición del 2003 del Festival de Cannes, de entrada porque su personaje en 'Las invasiones bárbaras' (2003), de Denys Arcand, era secundario. Pero su intervención fue deslumbrante, como si encarnara la hérida en la que se había convertido el declive una civilización. Dos años después convertiría en memorable su fugaz personaje de asesina a sueldo holandesa en 'Munich' (2005), de Steven Spileberg. La secuencia de su muerte es una de las más descarnadas, y poderosas, de la filmografía del cineasta. La actriz había alcanzado notoriedad con su magnífica interpretación como la protagonista de la excelente 'Maelstrom' (2000), obra no estrenada en España, como la conmovedora 'Je l'aimais' (2009), de Zabou Breitman. Ha protagonizado también 'No se lo digas a nadie' (2006), de Guillaume Canet, 'La escafandra y la mariposa' (2007), de Julian Schnabel, 'Dejad de quererme' (2008), de Jean Becker, 'Un balcon sur la mer' (2009), de Nicole Garcia, 'Another silence' (2011),de Santiago Amigorena, y tiene pendiente de estreno 'Deux nuits' de Denys Arcand y 'Everything will be fine' de Wim Wenders
La chica del puente - Imágenes de un rodaje
Danieul Auteuil, Vanessa Paradis y Patrice Leconte en varios momentos del rodaje de la estupenda 'La chica del puente' (1999), en la que resplandece una particular magía que parece alquimia de gestos, miradas, sensaciones subterráneas que se palpan a flor de piel. En ese territorio intermedio del sueño y la realidad,donde por un momento parecen confluir y coincidir.
Je l'aimais
En ocasiones, resulta difícil asumir que tu relación ha terminado. Con el gesto aturdido te resistes a despertar, te sientes abandonada, no quieres aceptar que aquel sentimiento en el que invertiste, que aquella relación con la que tanto habías soñado y de la que tanto esperabas, se haya disuelto deteriorado. ¿Cómo no lo pudiste apreciar? ¿Qué relación manteníais? ¿Por qué ya no quiere estar contigo? No hay lazo, no hay vínculo con aquel rostro que fue pantalla de una sublimación. Pero aún resta el lazo, el vínculo, con una rutina, con una costumbre, los días compartidos aunque ya fueran inercia. Y ese espejismo se convierte en un garfio al que te agarras, con el gesto aturdido, pero obstinada, como si fuera aún el reflejo de aquel sentimiento sublime que propulsó la relación. No puede desaparecer, no puede convertirse en el ruido de un proyector averiado, de una aguja atascada en un disco. Porque no puede en tu mente abrirse paso la desoladora interrogante de ¿pero no era aquello un sentimiento verdadero, no era ese amor único con el que tanto soñaba, como así lo sentía? ¿Qué era? Y como si aún estuvieras bajo los efectos de una colisión te desplazas a la deriva con el paso cambiado, torpe, como un espectro. Porque yo le amaba (Je l'aimais), te dices.
Así se siente Chloe (Florence Loiret Collet), en las primeras secuencias de Je l'aimis (2009), de Zabou Breitman, cuando se traslada junto a sus dos hijos al chalet de la familia. No acaba de entender por qué ha ocurrido aquella castástrofe en su vida, como un repentino tsunami. Tampoco entiende por qué está con ellos su suegro, Pierre (Daniel Auteuil), por qué se ha tomado la molestía de llevarles a ese lugar apartado, ese chalet de la familia. No lo comprenderá hasta que él empiece a desentrañar su relato, el relato de su herida, el relato de por qué es un hombre muerto. El relato cuya finalidad es que ella comprenda que no se agarre al cadáver de una relación por no aceptar que una ilusión se haya extinguido. Es un relato que quiere apartarla del peligro de ese espejismo que impida que rompa amarras. Es el relato de ese amor que le despertó, que le hizo sentir vivo, pero que fue incapaz de mantener, como si no supiera dar la respiración asistida a ese sentimiento que nace desde el desgarro de las entrañas como si uno se pariera a uno mismo. Es el relato de su fracaso, es el relato de su suicidio en vida.
Pierre narra cómo veinte años atrás conoció a Mathilde (Marie Josee Croze). Tradujo sus palabras al ingles en una importante reunión de negocios cuando la conocíó, y logró traducir lo que permanecía hibernado en su interior. Pero Pierre no logró dar ese paso que supondría asumir el naufragio de otros sentimientos, los de su esposa, Suzanne (Christine Millet), aunque esta supiera que mantenía esa otra relación. Ella prefería mantener ese escenario de vida carbonizado por los espejos, esa falacia de certeza, vivir en un decorado ilusorio aunque sepas que está resquebrajado, que sus cimientos son postizos. Ella prefería convertirse en una muerta viviente que conocía cada pulgada del ataúd de su vida ritualizada pero segura. Y él aceptó un contrato de engaños compartidos. Protestó porque su hijo quisiera tener un ratón como mascota, pero fue incapaz de apostar por lo que le suministraba aliento de vida. Y se acostumbró al ratón. Y se acostumbró a esa vida escindida, de encuentros provisionales con quien hacía amanecer sus entrañas cada vez que estaban juntos, hasta que sus encuentros, con los años, eran cada vez más inciertos (¿Aparecería ella?¿Se encontraría al llegar a la recepción de aquel nuevo hotel con que no estaba en su compartimento la llave de su habitación porque ya estaba en las manos que deseaba sentir?), y más intermitentes, porque, progresivamente, a Mathilde le resultaría cada vez más difícil de combinar las emociones en carne viva con una vida que no sino una representación escéníca. ¿En donde vivía, en sus encuentros efímeros, en su vida cotidiana? Hay escisiones que no se pueden armonizar, que te desgarran y abren en canal.
Pierre se creó su propia trampa, y cayó en ella. Y de nada servirían sus desesperados sollozos cuando años después el azar depara que se encuentre con Mathilde y su hijo. Y su mirada escruta el rostro de aquel niño como si encontrar el reflejo de sus rasgos en él le hiciera sentir que su decisión no había sido un completo error, que al menos había un fruto como resultado de un amor al que no supo dar aliento, que algo aún quedaba de aquello que desperdició. Y su rostro se ahoga en lágrimas, mientras la espalda de quien pudo habitar, aquella espalda que le gustaba admirar cuando entraba en un restaurante mientras las miradas se volvían admirativas hacia ella, se aleja hacia otra vida, hacia otro escenario, en el que ambos son dos muertos en vida. Se apartó de la vida, y se despedazó entre los escombros de la vida ritualizada, como un ratón corriendo en su rueda. Quizá con su relato Chloe comprenda que lo que ella piensa que es una catástrofe no es sino una oportunidad para despertar a la vida.
lunes, 28 de octubre de 2013
Los espacios de la mente y la realidad en la próxima sesión de UN KIT DE SUPERVIVENCIA PARA EL CINE DEL SIGLO XXI
El pásado sábado gozamos de otra esplendorosa sesión del curso de cine UN KIT DE SUPERVIVENCIA PARA EL CINE DEL SIGLO XXI que sin darnos cuenta se alargó media hora más de lo previsto. El próximo encuentro será el 16 de noviembre en donde 2046 de Wong Kar Wai o el cine de los hermanos Coen no servirá para contrastar la evolución de los tratamientos sobre los géneros como explorar ese cine que difumina los límites entre lo real y lo imaginario o mental, el principio de incertidumbre (de Heisenberg que Walt/Heisenberg aplicaba en su difuminación o escisión en Breaking bad). Otros cineastas nos acompañarán en esos territorios donde la brújula, los compases y los relojes funcionan de un modo que quizá sólo conozcan quienes habitan en el otro lado del espejo, como David Lynch, Jacques Rivette, Terrence Malick, Todd Haynes, Teresa Villaverde, Alain Resnais, Jim Jarmusch, Bertrand Bonello, Michel Gondry, Christopher Nolan, Jeff Nichols, David Cronenberg, Leos Carax..
Los ladrones - Imágenes de un rodaje
André Techiné, Daniel Auteuil y Catherine Deneuve durante el rodaje de la magnífica 'Los ladrones' (Les voleurs, 1996), de André Techiné
Mick Jagger, Catherine Deneuve y Andy Warhol en Montauk,
Plácidas pausas de rodaje: Catherine Deneuve y David Bowie
El viaje de Bettie
Bettie (Catherine Deneuve) se va. Pero no tiene cigarrillos. Fuma ya poco, pero siempre guarda algún paquete en algún cajón (de su dormitorio, para que no lo huela su madre, con quien convive, aunque ella tiene muy buen olfato). Los guarda por si se da una de esas situaciones en las que la desesperación necesita morder humo para contener un grito. Por ejemplo, cuando tiene que enterarse no de primera mano, sino a través de su madre, que su amante tiene ahora otra pareja, mucho más joven, que además se ha quedado embarazada. Tiene algo más de sesenta años, y quizás sienta que ha estado viviendo en diferido. Y no ayuda que estén llamándole constantemente para que asista a una reunión de las aspirantes a miss Bretaña algo más de cuarenta años atrás, allá por 1969. Es como si el nudo corredizo del tiempo le apretara más. Bettie tiene un restaurante, eso que se dice responsabilidades, pero necesita gritar. Unas langostas pelean en un acuario mientras sus emociones forcejean. Y Bettie se va. Coge su coche, y se lanza a la deriva. Pero no tiene cigarrillos. Y es domingo. Y en esos pequeños pueblos que recorre todo parece cerrado (y la vida en otro lado).
Un anciano lugareño se presta al menos a convidarle a uno. Aunque tenga que liárselo primero, y ya sus manos no son lo que eran sino temblores. Esa paciente espera quizá sea la adecuada para equilibrar los temblores que sacuden las entrañas de Bettie, cuya mirada se tambalea para empezar a afirmase cuando escucha el relato de ese anciano, el relato de cómo perdió a la única mujer que amó cuando tenía veintiun años, y asumió la promesa que le hizo de no casarse con ninguna otra. En ese momento 'El viaje de Bettie' (Elle s' en va, 2013), de Emmanuelle Bercot, podía haber tomado diversas direcciones. Podría haber seguido la senda que abría ese destello y realizado un viaje en el tiempo, a través de diversos reflejos, que la hubieran confrontado con lo que no fue, con lo que no vivió, con lo que ha sido ( o se ha dejado ser), un viaje quizás hacia las fresas salvajes. Un viaje que desentrañara espinas clavadas, lo que el tiempo ha silenciado, su mirada deslizándose con 19 años por una pasarela en la que el horizonte parecía amplio, rostros que había sepultado en los rincones de su memoria. Quizá recordarse a sí misma cuando perdió en un accidente a quien pensaba que podía ser el piloto de una singladura de experiencias asombrosas, porque quizás entonces perdió pie y se abandonó. Quizás asumir que se había plegado a una vida en la que no dejaba de mirar hacia otro lado, hacia atrás, como las langostas, una vida que no deja de retroceder, y esa mirada elusiva había dejado alguna que otra magulladura en quienes vivían con ella, como en su hija, Muriel (Camille), que ha crecido con el gesto contrahecho de quien camina con el peso de unos reproches que aún necesita escupir.
Su mirada contemplaba su pasado, o más bien los senderos que no pudo recorrer, mientras reclamaban su atención en un presente en el que se escondía para encender algún que otro cigarrillo con el que liberarse del peso de los otros. Se quedó encogida de por vida por aquel temprano hueco, sus entrañas abiertas en canal, y propició que otros vivieran encogidos. Podría haber sido una película de silencios mordidos, de heridas que van restregándose como si al fin se diera la definitiva calada hasta el fondo. Y ya no fueran necesarios los cigarrillos, ni las miradas por el retrovisor. 'El viaje de Bettie' podría haber sido esa película, pero se queda en el funcionariado de estilo, como tantas otras películas que parecen dirigidas por el mismo director, cine mullido, de papel cuché (lejos de las convulsos destellos del cine de Audiard, Bonello, Dumont, Desplechin o Grandrieux). Ya es demasiado tarde cuando se revela esa herida pretérita, o cuando su hija escupe su amargura, porque la narración quedó hace tiempo al pairo. 'El viaje de Bettie' es una de esas películas que se podrían etiquetar como obras de 'sigue adelante' (aunque tus circunstancias sean precarias). La siguiente secuencia al encuentro con ese anciano ya nos indica que su recorrido será el de las reconfortadoras superficies, el de los viajes por las superficies de las convenciones, y de las emociones.
Un encuentro sexual con un joven treintañero al que dobla en edad, un viaje con su nieto, con quien ha tenido hasta ahora escasa relación, el reencuentro con las otras aspirantes a miss Bretaña, son algunos de los pasajes de ese travelling de retroceso que se convertírá en travelling de avance cuando su mirada colisione con la de un hombre que también parece que ha mantenido al margen de sí a los demás,un político, una figura pública, como lo fue ella en aquella pasarela del pasado, pero que ha mantenido tras una celosía, como ella, unas emociones en estado de hibernación. 'El viaje de Bettie' es un viaje entre superficies rebosantes de color, en donde las sacudidas son muy leves. Un color siliconado, porque no brota de las entrañas de los personajes, color de cine turista, de cine de paso, de cine que mira de refilón, de cine que nos tapa con la manta antes de dormir, aunque nos hayamos ido ya hace tiempo.
domingo, 27 de octubre de 2013
Lou Reed, tan lejos, tan cerca, see you in Berlin
Ben Johnson y Harry Carey jr, jinetes fordianos
En rodaje: John Ford, John Wayne y Ward Bond
En rodaje: Alain Tanner con Clementine Amoroux y Catherine Retoré
En rodaje: Kelly Reichardt y Will Oldham
Meek's cutoff
Los pioneros de la caravana de Meek's cutoff (2010), de Kelly Reichardt, intentaban llegar a Oregon a través de un inhóspito árido paraje. La obra arranca en movimiento, no hay presentación previa de personajes, sino el movimiento en sí, son figuras que superan los escollos de su travesía, como ese río que cruzan en la primera secuencia. Pero pronto, el movimiento se escombra, como si avanzaran en una cinta corredera, sin que varíe el fondo. Las certezas, con el extravío, derivan en la interrogación. La dirección ya no es sino superación de cada centímetro como gesta, el avance en sí mismo. A partir de 1843 se produjo la gran emigración hacia los territorios aún por poblar del noroeste, caravanas que recorrían 3.200 kilómetros desde Missouri en busca de un lugar por habitar, donde construir su hogar. En 1845, Stephen Meek (Bruce Greenwood) guio a varios colonos a través de lo que él consideraba un atajo (por temor a un ataque de indios en la ruta principal; fueron 200 carretas las que le siguieron, aunque la película se reducen a tres), aunque más bien pareció convertirse en un callejón sin salida, en un extravío en el que resultaba difícil dilucidar cuál podía ser la dirección adecuada para salir de lo que parecía un laberinto convertido en trampa.
En la obra precedente de Reichardt, Wendy y Lucy (2008), Wendy (Michelle Williams) intentaba llegar a Alaska, con su perra Lucy y el escaso dinero ahorrado, una tierra en los confines donde poder reiniciar su vida. Wendy quedaba atrapada en una pequeña población de Oregon, cuando se estropea el motor de su coche. Además, pierde a su perra tras que la hayan detenido por intentar no pagar la comida para su perra (denunciada por un empleado del supermercado, emblema del esbirro que corroe y corrompe esta sociedad). Su estancia en un espacio de tránsito se convierte casi en un callejón sin salida, en una trampa (de arena) de la que cuesta liberarse. Esas calles casi deshabitadas se convierten en un espacio más hostil y desacogedor que una selva, y la narración resulta más desesperante y terrorífica que cualquier survival, aunque no haya ningún asesino que la acose. Todo parece complicarse, la road movie se convierte en su antimateria, en detención. Y el movimiento en un extravío desazonante, la agonía de una intemperie de la que no parece se pueda arrancar. Porque Wendy representa nuestra intemperie, nuestra indefensión. Wendy llama a su familia, encuadrada tras un cristal, y no encuentra tampoco apoyo, un lazo reconfortante. ¿Cómo puede cuidar de su perra cuando la encuentre si progresivamente parece difuminarse como se empequeñecía cada vez más el protagonista de El increible hombre menguante? Su sacrificio final es uno de los gestos más conmovedores que ha dado el cine reciente, su conclusión una de las más desoladoras. La gran depresión está aquí, ahora, una figura en un vagón de tren como hace ochenta años, una figura marginal, arrumbada en la periferia, que quizá pronto se convierta incluso en proscrita.
Michelle Williams encarna, significativamente, en Meek's cutoff a quien se enfrenta de modo más directo a Meek, el guía. Emily es quien no deja de poner en cuestión su presunción, su presunción de certeza. Meek es la figura que representa la autoridad, es quien sabe dónde hay osos y dónde no hay osos, qué hay dentro y qué hay afuera, quién pertenece a los suyos y quien no, qué diferencia a una mujer, el principio del caos, de un hombre, el principio de destrucción, a partir del cual se crea. Meek es quien dice saber cuál es la dirección adecuada, pero su proclama no evita la sensación de extravío de los pioneros (hay quien talla en un tronco la palabra 'perdidos' en la primera secuencia). Según su perspectiva no pueden estar perdidos, siempre sabe hacia dónde van aunque se complique el trayecto. Meek está interpretado por un actor que ha interpretado repetidamente a figuras de autoridad, a varios presidentes estadounidenses, entre ellos Kennedy, y su caracterización puede evocar a la de Buffalo Bill o el General Custer. Reflejos de un pasado y un presente, falacias de certezas. ¿Cuál es la dirección? La palabra se desnuda y se revela polvo. El mito se resquebraja, la onda expansiva alcanza a un presente en el que Wendy se convierte en una figura errante hacia un futuro incierto, precario.
En el paraje desértico que recorren, que parece la quintaesencia de la aridez, también un survival en el que luchan contra los hostiles elementos, en el que arañan cada centímetro en busca de agua que sea potable, no como con la gran superficie alcalina con la que se topan), irrumpe lo extraño. Ellos son extraños en un paraje que parece una pantalla, una página en blanco, que intentan roturar, habitar, superar, con su presencia, pero el espacio parece superarles como a los expedicionarios que buscaban el polo ártico (Scott en la Antártida, 1948, Charles Frend) o los soldados que recorrían el desierto árabe durante la segunda guerra mundial (Fugitivos del desierto, 1958, de J Lee Thompson). El extraño, un indio cayuse (Rod Rondeaux), representa la incógnita, la incertidumbre. Es la emanación corpórea de ese espacio que no logran dominar; no logran entenderse con él porque no hablan la misma lengua, su actitud se convierte en pantalla de especulación. Para Meek, hombre de rígidas certezas, representa amenaza, alguien que hay que eliminar, como al nuevo territorio dominar. Para quienes se dejan guiar por los signos de la superstición representa una incógnita que puede propiciar una salida ya que se le supone extensión de ese espacio desconocido e inhóspito.
Meek tiene que plegar su arrogancia tras que Emily le encañone con su escopeta cuando él intenta matar al indio. Aunque su soberbia le impide reconocer que otros puedan tener razón, que otros sí sean certera guía, y menos alguien que desprecia como es el caso del indio. Si él no tiene razón, la historia ya está escrita, otra forma de intentar aseverar que no hay otras posibles autoridades, que no hay perspectivas que puedan ser más atinadas que la suya. Si no se tiene razón nunca la tiene el otro. La expedición no tuvo conclusión afortunada (por cuanto bastantes de los pioneros perdieron su vida en el trayecto), pero Reichardt concluye significativamente con la mirada de Emily que sigue a la figura del indio que se aleja, como una flecha hacia lo incierto. Quizás sabe a dónde va, quizá no, nadie sabe qué quiere decir, pero esa incertidumbre es una posibilidad que vale considerar como guía. Hay miradas que cuestionan, y que abren opciones, porque aveces los extravíos son interesadamente creados por los que portan los estandartes de unas certezas que se descubren callejones sin salida, arenas movedizas, pantallas estériles y capciosas. Y esa mirada también se dirige hacia este presente.
Stephen Meek (1807-1889)
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