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jueves, 28 de abril de 2022
miércoles, 27 de abril de 2022
X, de Ti West
La X del título de la película de Ti West, X (2022), corresponde tanto a la asociación con las películas pornográficas, como la que ruedan, en el ambiente rural de Texas, en 1979, el equipo que conforman el director RJ (Owen Campbell), la técnica de sonido, y su pareja, Lorraine (Jenna Ortega), el productor Wayne (Martin Henderson) y su pareja, la actriz Maxine (Mia Goth), y los actores, que también forman pareja, Jackson (Scott Mescudi) y Bobby-Lynne (Britanny Snow). Pero también a la incógnita y la idea de anonimato, la carencia de nombre o notoriedad. Maxine aspira a ser alguien, quiere ser una estrella, alguien que reconozcan, alguien que disponga de notoriedad. En suma, alguien, no unos meros atríbutos físicos. Es lo que Wayne le promete que conseguirá gracias a productos pornográficos como La hija del granjero, que Maxine siente como un proyecto irrelevante, como se siente ella. El director, Rj, la dirige como si la película pornográfica fuera una obra de arte y ensayo. Es importante cómo se sienten, cómo prefieren, o preferirían percibirse, porque no quieren asumir lo que son, o resignarse a lo que son. Precisamente, Pearl, la anciana de la granja, que les alquila una casa adyacente, siente que no ha logrado en la vida aquello a lo que aspiraba. Y significativamente está interpretada también por Mia Goth. Encarna, o representa, la posibilidad del fracaso que teme Maxine, la amargura que empieza a corroerla porque siente que su vida puede verse abocada a los márgenes de la realidad, como esa granja perdida en el espacio en la que ruedan una película que piensan, como es el caso de Wayne o Rj, que puede ser significante para sus carreras o en la industria. Pearl, a su vez, ve en Maxine quien fue en el pasado cuando la realidad era aún un semillero de posibilidades. Y es un cuerpo joven, un cuerpo que aún puede disfrutar de los sentidos, sin sufrir los impedimentos del deterioro corporal, como el marido de Pearl, Howard (Stephen Ure), que no puede satisfacerla por el infarto que sufrió. La insatisfacción define la vida de Pearl.
Pearl se queda embelesada con Maxine. La observa desde la distancia cuando Maxine decide bañarse desnuda en el río. Pero la realidad, y Pearl, para Maxine, es como ese caimán que se aproxima cuando nada en el agua, encuadrados una y otro en un plano cenital. Más adelante, Bobby se acercará, preocupada, a Pearl cuando la vea en la orilla del río. Pero esta la empujará a las aguas, donde será devorada por el caimán. El plano cenital encontrará su correspondencia en otro, durante el cual Maxine se arrastra desde debajo de la cama, donde hacen el amor Pearl y Howard, hasta la puerta. Al respecto del contraste entre juventud y ancianidad, resulta más sugerente que el planteamiento de La abuela, de Paco Plaza, que hubiera sido más interesante si hubiera elaborado más el enfoque de la protagonista joven con respecto al cuerpo deteriorado de su abuela que tiene que cuidar, un cuerpo que mira su futuro. X indaga en ambas perspectivas. En la del cuerpo joven que no solo quiere ser un mero cuerpo anónimo que suministra, gracias a su contemplación, placer a otros, y en la del cuerpo ya deteriorado que es quiste de amargura y que contempla al cuerpo que fue y que ya no será. Pearl observa por una ventana cómo disfruta del sexo en una de las secuencias de rodaje, y, más adelante, se tumbará junto al cuerpo semidesnudo de Maxine cuando este duerme en la cama, cuerpo que acaricia como la vida que ya se le ha fugado.
Resulta interesante que la muerte irrumpa precisamente cuando abandona ese escenario la figura que se siente contrariada, incluso más que decepcionada, porque la realidad no se ajusta a la película que pretendía que fuera, como es el caso de Rj, despechado porque su novia, Lorraine, decide intervenir también como actriz en la película. Como espectadora, al observar a los actores disfrutar del sexo, Lorraine siente que su vida está enquistada también en la insatisfacción y opta por el disfrute de la vida, decisión que suscita el despecho de Rj, quien decide, en la noche, dejar en la estacada al resto, y será, significativamente, la primera víctima de Pearl, además, también elocuentemente, en una de las secuencias más explícitas en la crudeza de la mostración de la destrucción de un cuerpo. X se sustenta en las convenciones de repertorio del género de terror, el patrón narrativo de las sucesivas muertes de varios personajes, con la particular resonancia figurativa e icónica de la sobrevalorada La matanza de Texas (1974), de Tobe Hooper, para plantear un sustancioso e incisivo substrato metafórico que está, afortunadamente, propulsado por un inspirado uso de la atmósfera progresiva de enrarecimiento y una concisa narración (hay muertes que se dan en profundidad de campo, otras de modo expeditivo, y cortante, y otras con irónico desarrollo: Wayne, en el granero se perfora un clavo en la planta del pie, y poco después sus ojos, los ojos del observador, serán perforados por una horca). X es la obra más armoniosa y sugerente de Ti West.
lunes, 25 de abril de 2022
El museo de la rendición incondicional (Impedimenta), de Dubravka Ugresic
La vida al final se reduce a un montón de detalles inconexos y casuales. Podía haber sido de ese modo o de otro, da totalmente lo mismo. Si es así, ¿Dónde está entonces mi vida?, ¿dónde el punto al que me puedo agarrar antes de que yo misma me deslice al lugar sin retorno? (…) En la secreta topografía de nuestras vidas se descubre que esas, esas cosas casuales, están con nosotros por razones que solo más tarde puede confirmar, aunque no necesariamente, una lógica profunda. El museo de la rendición incondicional (Impedimenta) es una obra sobre el exilio. La misma autora, Dubravka Ugresic (1949) era una exiliada. Nacida en un territorio de nombre Yugoslavia que luego, al fragmentarse, se denominó Croacia. Ugresic no apoyaba su independencia, como también se calificaba como antinacionalista y antibelicista. En 1993 optó por el exilio. Y solo podía se representado en forma de añicos, o pedazos aparentemente inconexos. De eso ya avisa en su introducción cuando equipara la constitución, o estructuración, de la novela con los múltiples y dispares objetos que se encontraron en en el vientre de una morsa. No puede resistirse al pensamiento poético de que, con el tiempo, esos objetos han establecido entre sí unas relaciones más delicadas. Atrapado en este pensamiento, el visitante intentará establecer unas coordenadas de significado, reconstruir las coordenadas históricas. La novela se plantea de ese modo, con saltos temporales como espaciales, relacionados con sus propias vivencias o con las de su madre.
Adquiere además el modo de exploración de un álbum de fotografías, que implica a su vez una reflexión sobre la propia memoria. Por añadidura, es un acto además de apertura, que implica una exploración sobre sí misma, como quien se siente enquistada y abre y alza la mirada para encontrar un reflejo que siente apresado entre demasiadas superficies bruñidas. Aprender más, significa abrirse. Y yo, durante algún tiempo, todavía quiero seguir encerrada en mí misma. Explorar es descifrar, y descifrar implica destripar todo aquel equipaje que acompaña a uno, como fetiche o extensión. Me doy cuenta de que siempre llevo conmigo la fotografía como un pequeño fetiche del que desconozco su verdadero significado (…) Me sumerjo en sus caras como si fuera a descifrar un secreto, descubrir alguna grieta, un pasadizo escondido. Es una búsqueda de lo que se siente como extraviado, como flecos sueltos, temblores que se quisiera dotar de perfil o nombre, sombras sobre las que proyectar una luz para no sentirlas como oquedades que se sienten como peso que desequilibra. Todos andamos buscando algo, como si hubiéramos perdido algo... Indagar en los huecos y en las sombras también supone preguntarse por la condición de retoque de la memoria. ¿En qué medida lo que fue es como se recuerda?¿En qué medida se prefiere recordar según la conveniencia o la preferencia?
Entre los añicos, hay quien está obsesionada con los mapas geográficos, las medidas, las brújulas, los puntos cardinales del mundo y, sobre todo, los mares. La escritura de la novela es el trazado de un mapa en un territorio desconocido constituido por añicos familiares entre los que buscar los nexos. Es una singladura en la niebla, o en una diversidad (de lugares) que acrecientan la sensación de desvinculación, como si se fuera una figura flotante a la deriva. A veces, por momentos, puede parecer como si todo el espacio circundante de repente estuviera poblado por la misma ausencia. El exilio, por eso, parece necesitar de un adaptador para que la desaparición no se culmine, como si ya se fuera una figura que gradualmente se desvanece, y el desafío sea evitar que se funda con el mismo desplazamiento. Las ironías, que a veces sangran, pueden determinar que la historia de un episodio amoroso disponga de su conclusión con el clic de un fotomatón. Un amor que se sentía como promesa de plenitud queda embalsamado en una polaroid tomada en el fotomatón de un aeropuerto. Queda la sensación entre tantos añicos entre los que se busca los nexos que quienes viven el exilio son figuras andantes de un museo, rendidos al despropósito que tantos humanos convierten en campo de batalla por tender a constreñir la realidad en restringidos contornos. Reducen la vida, y es una reducción que es cautiverio. La perspectiva exiliada, por tanto, se convierte en la respiración, desconcertada, que evidencia la apretada cerrazón de tantas mentes que ahogan la realidad con la imposición de limites. La perspectiva exiliada forcejea con hilos rotos, para liberarse de las durezas que ofuscan, y encontrar, entre tantas imagenes borrosas, que reflejan la pérdida de norte, la música que fue destripada y convertida en acordes desafinados. Una ilusión de hogar o sentido en la intemperie, como si fuera posible despertar y encontrarse con una realidad que no parezca quemada por ruinas. A un exiliado le parece que el estado de exilio tiene la estructura de un sueño. De repente, como en un sueño, aparece unas caras de las que se había olvidado, que quizá nunca había visto, unos lugares que seguramente ve por primera vez, pero que parece que le suenan de algo (…) coordenadas confusas que el destino había trazado para él desde hace mucho. Atrapado en este dulce y apasionante pensamiento, el exiliado empieza a descifrar las señales confusas, las crucecitas y los nuditos, y de repente parece que en todo esto lee una secreta armonía: la lógica redonda de los símbolos.
viernes, 22 de abril de 2022
De la guerre
'Durante toda le película se pregunta si debe hablar o callarse, si debe mostrarse humilde o arrogante, si debe cuidarse el físico o ir a peor, querer a una mujer o a cien. Cada día está seguro de algo distinto. Así que no hace nada, está en medio de ninguna parte. No es nada pero nunca tiene la sensación de estar donde debe estar. Así que poco a poco va desapareciendo, se va convirtiendo en un fantasma'. Las palabras de Bertrand (Matthieu Amalric), en la primera secuencia de De la guerre (2006), de Bertrand Bonello, describen al personaje principal de la película que quiere rodar, aunque también le definen a él, como también se puede deducir que al mismo cineasta, Bonello, y condensan la atmósfera de extravío que define a esta sorprendente y extraordinaria obra, a la que también se podría calificar como el desesperado (¿fructuoso o infructuoso?) viaje al corazón de las tinieblas, para sentirse presencia. Desde esos primeros planos de Bertrand hablando por teléfono, con las lavadoras tras él realizando sus centrifugados (como su vida lo es, o así la siente), ya se establece, corporeiza, esa atmósfera emocional (es un cine de transfiguraciones, y extrañamientos, en el que la conexión se realiza a través de estados emocionales, no de tramas argumentales). Refleja, o hace cuerpo, el hartazgo de alguien cansado de una realidad definida por los innumerables impresos que hay que rellenar, por la cacofonía (en los planos exteriores urbanos resaltan ante todo los diversos ruidos o las estridencias que impiden conversar, distenderse). Una vida de trámites, sin sentido ni significado (ruido de fondo), en la que prevalece la sensación de que se vive una vida virtual (la referencia a Existenz, de David Cronenberg).
El detonante que determinará que Bertrand realice un giro radical en su búsqueda de sentirse presencia es un accidente: tras solicitar al dueño de una funeraria, donde va a rodar, que le deje quedarse esa noche en el local para familiarizarse con los objetos, con el ambiente, al introducirse en un féretro, para sentirse como un muerto, se queda encerrado toda una noche en su interior. Lo que sucede a partir de entonces irá difuminando cualquier certeza con respecto a si lo que está ocurriendo es real o virtual (imaginario). Es el relato de una desaparición, de alguien que se va convirtiendo en un fantasma, aunque parezca que es alguien que forcejea por recobrar su presencia, y que se va apareciendo. O quizás sí. El decurso de la narrativa es tan imprevisible como lo era en Le pornographe (2001), en la que el primer tramo la narración parecía centrarse en un espacio, el de un rodaje de una película porno para, al de ya media hora, presentar a otro personaje, el hijo del protagonista, bifurcar la narración, y replantear la mirada del espectador desde otro ángulo, desde el de cómo se puede transformar el mundo, combatir a las instancias del poder, desde el reflejo de un cansancio, de un fracaso, el residual del espíritu revolucionario de mayo del 68. La única certeza que quedaba en su conclusión era la de necesitar un poco más de fuerza para poder seguir.
En De la guerre, el primer tramo se centra en uno de los espacios que parecen dar respuestas en nuestra sociedad, sustitutos de las religiones institucionales, esa especie ¿de qué? ¿organización?¿secta? (¿Qué buscan, qué quieren de los acólitos que consiguen?) ubicada en una mansión en el bosque, y comandada por Uma (Asia Argento), una mujer que disimula sus pechos con vendas (que asexualizan su aspecto). Reconoce su espíritu militar pero no belicoso; alienta buscar lo salvaje en el interior de cada uno, lo natural; se habla de una indefinida guerra a realizar, o en la que se vive; en lid con el mundo; con la propia insatisfacción; los acólitos realizan ejercicios de abrazarse, se ponen máscaras de animales; bailan desaforadamente en estado de trance. ¿Hay rumbo o sólo otro pasaje de una deriva, un reflejo de esa insatisfacción en Bertrand, quien no quiere sentirse otro más, como cualquier otro, en esta sociedad impersonal de trámites y cacacofonías que impiden escuchar y escucharse? ¿Si no parece que se puedan efectuar revoluciones colectivas, sociales, se pueden al menos realizar revoluciones individuales, íntimas? Pero ¿no será esa esa mansión un reflejo de su propia enajenación, en la que se va sumiendo, perdida ya la capacidad de discernir, de habitar la realidad, de la que se siente irremisiblemente ajeno? A partir de entonces la narración pareciera definitivamente desintegrarse. Las coordenadas de realidad se difuminan. No se sabe con precisión si el personaje retorna (si retorna a la civilización, si retorna a la mansión) tras una perturbadora transición de planos pesadillescos (de ojos arrancados y gritos desesperados)
El curso de la narración nos lleva ya de modo manifiesto al corazón de las tinieblas, en la que Bertrand es un émulo de Willard, y Michel Piccoli, en una fugaz aparición, de Kurtz. La narración (la mirada) se modula, aun descentrada ( ya no hay raccord, de tiempos reales o imaginarios, porque la desubicación, la desaparición, fluye en curso) en un un (paradójico) armónico trance, en la que es pieza fundamental la hermosa música trance que compone el propio Bonello, y que propicia admirables secuencias como la citada del baile convulso en el bosque o el travelling de retroceso sobre Bertrand tocando la guitarra, y que alcanza su epifánico cenit en la deriva de Bertrand/Willard en el bosque/selva, para quizá, ya enfrentado a las tinieblas, al reflejo de un horror y sinsentido, a su sentirse en ninguna parte, su extravío, pueda volver a habitar, con la mirada ya firme, la cacofonía que define esta llamada civilización, en vez de esperar que se abran los cielos.
miércoles, 20 de abril de 2022
Un pequeño plan...cómo salvar al planeta
Hace ya 17 años, en El día de mañana (2004), de Roland Emmerich, se daba la irónica circunstancia de que, debido a la catástrofe climática que sumía a los países del norte, los más ricos, en una súbita edad del hielo, debían recurrir a la ayuda y asilo de los países del sur, los más subdesarrollados. Más allá de las improbabilidades de que esa catástrofe pudiera darse de ese modo, y a corto plazo, la película se planteaba como una cáustica hipérbole que ponía en cuestión la política medioambiental de la administración de Bush en Estados Unidos (el gobierno en la película, cuyo presidente está inspirado en Dick Cheney, irónicamente, debe solicitar ayuda a Méjico para que acoja a los estadounidenses). Política medioambiental que se ha retomado con la administración de Trump. Diecisiete años después tampoco ha variado demasiado la actitud de gobernantes o del ciudadano medio, o la sensibilización (consecuente) tampoco ha calado de modo suficiente. La película de Emmerich fue un éxito en taquilla, pero tampoco como otras producciones de esa índole generó el necesario efecto. Otra producción, en menor escala (tanto de presupuesto como de alcance de difusión) incide en parecidos planteamientos críticos, o figurados sopapos para que el espectador o ciudadano medio despierte y reaccione, en vez de apoltronarse en la indeterminación y en la comodidad de una rutina de vida con los necesarios suministros y los placenteros lujos, como la pareja que encarnan, en Un pequeño plan...cómo salvar al planeta (La crosaide, 2021), de Louis Garrel, Marianne (Laetitia Casta) y, sobre todo, Abel (Louis Garrel).
Ambos echan el grito al cielo cuando se percatan de que su hijo Joseph (Joseph Engel), de trece años, ha vendido un considerable número de sus pertenencias, de ropa a joyas, pasando por ornamentos u objetos preciados de colección, como relojes o vinos. Pero como señala Joseph, no se habían dado cuenta en cuatro meses de su ausencia. Nos rodeamos de objetos, acumulamos pertenencias, algunas por la distinción de que son valiosas, aunque muchas de ellas no usemos, pero la posesión se ha convertido en uno de nuestras dinamos, ya sea porque es un nuevo modelo, porque está de moda, porque concentra mayores capacidades o porque es caro. No importa su utilidad, o su necesidad, ni por supuesto se considera que otros sufran para adquirir lo más básico. Como cuando compramos nuevos modelos de móviles, aunque siga siendo funcional el anterior, no pensamos en las consecuencias que tiene en entorno o en otras vidas, las que los extraen, el material del que está hecho lo que para nosotros es una comodidad utilitaria. Solo pensamos en lo que es útil para nosotros, no en los costes que supone esos caprichos convertidos en necesidades.
La indignación de ambos padres se tornará en asombro y admiración cuando comprendan que el motivo de la venta de esos objetos, como el de tantos otros niños que se han aliado en diversos países, es para conseguir financiación para que, desde diversos puntos geográficos, sea bombeada el agua necesaria para lograr generar un mar en el interior de África, en zonas donde siglos atrás no era territorios áridos sino frondosos. Esa es su cruzada (como indica el título original). En el norte, en los países ricos, no pensamos demasiado en lo que se extrae o desgasta en otras zonas. Es zona de suministro, un fuera de campo que no existe, el reflejo incómodo de las privaciones. Mientras, como ejemplifica, Abel, aquellos que, en su juventud, no carecían de inquietudes cuestionadoras se han ido apoltronando en la conformidad, como mentes amortiguadas que simplemente ocupan su cómoda parcela. Marianne cuestiona qué fue de aquel Abel, y su relación se ve sometida a su particular amenaza de catástrofe, como si la determinación de su hijo también suscitará un temblor sísmico en la relación de sus padres, como una sacudida que les hiciera tomar consciencia de una vida abotargada en la autoindulgente inercia (toma consciencia de la importancia del reciclaje, y de la separación, a la par que recicla su mente). La imagen de un aturdido Abel en las vacías calles de París, que vaga por ellas tras una discusión con Madeleine, y que coincide con un pasajero estado de alarma por una nube contaminante, condensa ese estado de indeterminación, de vida sin dirección sumida en la deriva de una inercia como si viviéramos suministrados con un soma que nos inyectara la exclusiva preocupación en nuestro propio ombligo o parcela de vida (nuestra capsula rodeada de lujos o caprichos). Nos hemos atrofiado con los espejismos de esta sociedad del bienestar y hemos dejado de pensar en la necesidad de creer (o ni siquiera lo pensamos) que es posible convertir en un mar de vida el desierto (real) que genera alrededor (en el entorno medio ambiental) esta sociedad del consumo. Para eso deberíamos apartar la mirada encorvada sobre las pantallas.
lunes, 18 de abril de 2022
Rendición. En busca del sentido de la existencia en un planeta dañado (Errata naturae), de Joanna Pocock
Un término más adecuado para <<crisis de la mediana de edad>> es la palabra <<apatía>>, menos rimbombante pero tal vez más precisa. A determinada edad, simplemente nos aburrimos de nuestro ritmo de vida, sea el que sea (…) Nos hartamos de nuestro espacio vital y de que la luz ilumine la misma pared todas las tardes (…) Comenzamos a percatarnos de que tenemos más pasado que futuro: Lo conocido eclipsa lo desconocido. Nos aterrorizamos y planeamos la huida. En la excelente Sundown (2021), de Michel Franco, que se estrena el próximo mes, el protagonista, encarnado por Tim Roth, simplemente se deja ir, como un madero a la deriva. Rompe con su vida, renuncia a todos los privilegios y todas las cuantiosas posesiones. La escritora canadiense Joanna Pocock (1965) tomó otra decisión con respecto a la necesidad de un reinicio para su vida. Se trasladó con su esposo y su hija de ocho años de Inglaterra a Estados Unidos, y durante dos años vivió en Montana. Pero no optó por dejarse llevar a la deriva. No se preocupó solo de sí misma, o de su parcela de vida, de qué haría con ella, como si la realidad fuera primordialmente lo que le afecta a ella. Su reinicio implicaba un reenfoque sobre su relación con la realidad como conjunto, y sobre las consecuencias de sus y nuestros actos. Por eso, se dedicó a encuestar a la realidad, a la perspectiva y actitud de los demás con respecto a nuestra relación con nuestro planeta. Quería averiguar cómo compaginar una vida productiva con ese dolor intenso por la muerte del planeta y por la rápida extinción de las especies. Se preguntó qué podemos hacer como colectivo, en vez de simplemente justificarse, como hacen muchos, en que ya se tiene suficiente con preocuparse con la propia supervivencia y que, al fin y al cabo, qué puede influir lo que haga cada uno en todo (como si nuestras acciones y omisiones no se sumaran). No queremos mirar más allá de nuestas confortables pantallas. Joanna es una de las excepciones. Mientras tecleaba en mi Macbook Pro, era muy consciente del arsénico y del cobre de su interior, probablemente extraídos en Chile. Sabía que la obtención de esos elementos mataba pueblos enteros y contaminaba ríos. En la República del Congo, niños de siete años extraen el cobalto de la tierra con sus manos desnudas. La duración de sus vidas se reduce para que aumente la de mi batería. Y de esa mirada que se alza y mira de frente nació la magnífica Rendición. En busca del sentido de la existencia en un planeta dañado (Errata naturae).
viernes, 15 de abril de 2022
Un profeta
Dehousse (Matthieu Kassovitz), en Un héroe muy discreto (1995), de Jacques Audiard, se inventa una nueva identidad, crea un nuevo escenario de vida, en el que para los demás representa algo excepcional, y, de ese modo, contrarreste una imagen estigmatizada; será un héroe de guerra y no el hijo de un colaboracionista. De ser nada, un ser periférico, será alguien, el centro de la historia, aunque sea una impostura, de la que todos se han convencido, porque somos cómo nos presentamos a los demás (o se nos percibe, y concibe, según cómo nos presentamos a los demás). Es su forma de adaptarse al medio, sin que el medio lo arrincone. Malik (Tahar Rahim), en Un profeta (2009), se adapta al escenario de la prisión, evoluciona de ser nada, un ser períférico, solitario y aislado, sin vínculo con nadie, a ser Alguien, de ser peón a dominar el escenario. Es un árabe que se asocia, o integra, en el grupo de los corsos. La identidad es algo maleable, el escenario marca las pautas si hay que sobrevivir. Se pliega a las exigencias del entorno si no quiere ser arrinconado, estigmatizado, suprimido. En principio, cumple una función, siempre subordinada y marginal: es útil, en primera instancia, porque puede aproximarse, sin suscitar sospechas, a quien necesitan asesinar; después, no dejará de ser un cuerpo extraño, ajeno, que realiza tareas serviles, pero sin ser aceptado como parte del grupo; cuando finaliza sus labores, no comparte nada con ellos. Malik se encontrará en un territorio indefinido. No está con quién se supone que son los suyos, su grupo, los árabes, y con los corsos es una especie de extensión utilitaria. Malik comienza su proceso de aprendizaje, incluso de la lengua italiana, iniciativa que supondrá con el tiempo su integración; su funcionalidad será interna, dentro de una estructura jerárquica, en la que ya no es otro, marginal o ajeno, sino uno más. Su peaje el crimen, la acción violenta, enfrentarse a la nausea de realizar algo abyecto. Si quieres ser alguien, algo, hay que subordinarse a la corrupción del escenario, a las pautas jerárquicas con las que está estructurada la prisión social. Esa marca, esa huella, permanecerá con él. La figura espectral del hombre que asesina (en una secuencia de una crudeza sobrecogedora) le acompañará durante los seis años de estancia en la prisión, como esa llama que abrasa la perdida de la ingenuidad.
En Un héroe muy discreto, Audiard alternaba el relato de la construcción de esa nueva identidad de Delhousse con planos de los músicos que interpretaban la banda sonora compuesta por Alexandre Desplat, una ingeniosa manera de poner evidencia el escenario de una ficción de vida. En Un profeta se alternan, aparte de esas secuencias que son transposiciones de la mente de Malik, su relación cn el espectro del hombre que asesinó, secuencias de índole onírica, imágenes confusas, en precipitación, en un atmósfera nocturna, esa inmersión en el abismo que debe realizar para adaptarse, primero, y dominar, segundo, el escenario. Si en Un héroe muy discreto, el protagonista bregaba con la imagen estigmatizada de su padre, en Un profeta se trama sobre esa relación de dominio-sumisión con otra figura de poder, la del padre que domina el escenario de la prisión, Luciani (Niels Arestrup). Será precisamente cuando comience a salir al exterior, en principio para complacer las exigencias o necesidades de Luciani, cuando comenzará a dominar el escenario, a trazar su propia trama en la que el afuera, su propio espacio no controlado, se convierta en la fisura que logre desarticular el control ajeno en el estratificado adentro.
En la posterior Deephan (2015), Sivadhasan adoptará la identidad de un hombre muerto, Deephan, y se aliará con una mujer y una niña de nueve años, que carecen también de vínculo alguno entre ellas, para fingir que son una familia, y de ese modo, conseguir abandonar un país derrumbado tras una cruenta guerra civil, Sri Lanka, y asentarse, o conseguir refugio, en otro país, Francia, en donde se hará necesario seguir con la simulación, seguir pareciendo una familia, para poder conseguir la ayuda gubernamental que les facilitara integrarse, y conseguir alojamiento y un trabajo. Es decir, para sobrevivir. En un sentido figurado, pende sobre Sivadhasan, y su familia, como sobre Malik, la posibilidad de perder su piernas, como literalmente pierde parte de ellas la protagonista de la excepcional de De óxido y hueso (2012), que narra su proceso de adaptación y asunción de una nueva circunstancia. Audiard trenza, en Un profeta, una narrativa áspera, discontinúa, entre el realismo descarnado y la fuga expresionista del extrañamiento. Concreción y abstracción se conjugan de modo admirable en esta corrosiva alegoría sobre la corrupta entraña de la prisión social. Un profeta es una incisiva y descarnada reflexión sobre las tramas de identidad y adaptación social, con una narrativa impecable que transita entre el realismo y el expresionismo, o los difusos límites entre la realidad y la ficción, la vida como escenario, y la mente y lo real. Ese entre en el que se constituye la brega por encontrar ese lugar propio en un roturado escenario social regido por la violencia, la corrupción y la estratificación vertical de jerarquías.
miércoles, 13 de abril de 2022
La ventana (Acantilado), de Isabel Alba
Le obsesiona el espacio. No da valor alguno al tiempo. Sobre todo en el último año. En que los días pasan rapidísimo y a la vez se suceden lentos. Se arrastran indolentes y parsimoniosos, sin embargo breves. Ya es de día y de pronto será de noche. Entremedias, un hueco que hay que llenar. Así día tras día. El tiempo no le concierne ...) Siempre le ha obsesionado el espacio. Cómo posicionamos nuestros cuerpos, situamos las cosas. La distancia que tomamos con otros cuerpos. Mucha. Poca. Tan poca que resultamos avasalladores. Sabe bien lo que es tener un cuerpo sin espacio. Un cuerpo que no dispone de ningún espacio. Lo que no puede imaginar es un espacio sin cuerpos. Cuerpo. Espacio. Uno de los aspectos que puso en evidencia (o en cuestión) la arrasadora irrupción (cual alud) del coronavirus en nuestra vida (programática y virtualizada) fue el desajuste en la relación con el cuerpo, y entre cuerpos. Ironía sangrante, el contacto se convertía en amenaza. Y por tanto, la circunstancia se vivía como un asedio, como si el desplazamiento por el espacio, entre otros cuerpos, fuera un peligro inminente. La interrelación se reducía a un gesto con un codo o un puño, precisamente el gesto que representa una agresión. Nuestro desprecio, como colectivo social, al organismo del entorno ambiental, o a los otros organismos, revertía contra nosotros reduciéndonos a un puño atemorizado, confinados en el espacio como reflejo metafórico de nuestro confinamiento ombliguista. la convivencia dilatada con uno mismo y con los seres más próximos dejó en evidencia sus desajustes e inconsistencias. Sobre todo, los primeros meses, por el confinamiento más drástico, se convirtió en cámara de tortura, en vulnerabilidad desconcertada y desorientada. Un año sin acariciar una mano. Un año que se despierta todas las mañanas llorando. La ventana (Acantilado), de Isabel Alba (1959), refleja con crudeza, a través de una narración coreografiada con unas frases cortas, o palabras telegráficas como hilos rotos, que dotan de cuerpo a la tensión de una vida que se siente fracturada, ya una fisura que se siente expuesta, frágil. El virus nos confrontaba con nuestra condición de cuerpos. Le gustaría no tener cuerpo. Mierda de cuerpo. Ser solo un cerebro. Un cerebro dentro de un ordenador (…) Le sobra el cuerpo. Los cuerpos enferman. Se deterioran. Mueren.
La protagonista de La ventana es una ilustradora, que lleva tres meses sin trabajo. Los trazos de la escritura parecen los de una ilustración cuyas líneas se revelan incompletas, insuficientes, quebradas como si ya no se habitara la realidad como un espacio inercial, de rituales y trámites. El confinamiento convierte a los sonidos en recordatorio de un aislamiento que parece trampa, o la inversión de nuestro interior, por fin expuesto. Sonidos de las casas ajenas. Estridentes. Invasivos. Violentos. Baila, y se embriaga de cuerpo, o evoca cuando nadaba, cuando era un cuerpo que sentía la materia, que se sentía como propia materia en movimiento. El virus nos recordaba también cómo en nuestra cultura (tan virtualizada) el tacto es quizá el sentido más desperdiciado. Somos pantallas virtuales, y los demás, representaciones. La interrelación con la realidad es a través de una imaginaria pantalla (o los otros son pantalla con cuerpo adherido). En su aislamiento, la protagonista dibuja diversas ventanas, diferentes configuraciones de esa relación, la ventana que indica que no se podrá ver más allá, una puerta abierta que es un lugar, tinta en la que cada letra duerme y son consecuencias, o la vida quebrándose. La ventana confronta con ese desamparo que era aún más agudo en quienes eran conscientes, por la muerte de allegados, de la realidad de la amenaza. Por eso, su desesperación era mayor al confrontarse con la indiferencia de quienes no habían sufrido pérdidas en su entorno. Lo que no se ve no existe. Para ellos, era otra entidad virtual, por tanto una falsa amenaza, o incluso una creación ilusoria como instrumento de control social.
En la novela también se evoca aquellas manifestaciones, en los inicios de la pandemia, que planteaban que la irrupción del virus en nuestra vida podía proporcionar, cual electroshock de lucidez, una transformación de nuestra forma de habitar la realidad, que implicaría una mejora. Fue el caso de artistas como David Lynch o Apichatpong Weerasethakul, casualmente dos de los cineastas que plantean, de un modo más radical y creativo, otra manera de percibir y relacionarnos con la realidad. El confinamiento es una oportunidad para ser mejores, para cambiar nuestros hábitos, para desarrollar la creatividad, para parar, descansar y estar con la famila, para compartir lo que nos emociona. Desafortunadamente, dos años después, nada ha mejorado, e incluso quizá ha empeorado. Nuestro ombliguismo, y nuestra inconsecuencia, sigue primando, y esa actitud dispone de su reflejo en el escenario económico laboral. La nueva normalidad era un apósito que en sí era una infección no cortada. La nueva normalidad es una burla obscena, piensa (…) Para ella la nueva normalidad, es una cena familiar que acaba en tragedia. Un hijo que se culpa de la muerte de su padre. Una madre que hace un año que no abraza a su hija. En la novela palpita la posibilidad de que quizá sí, aun remotamente, pudiera efectuarse una transformación de nuestra manera, como colectivo social, de habitar la realidad, de relacionarnos con el entorno medioambiental, otras especies y los propios congéneres, que no son pantallas ni funciones ni fueras de campo cuya condición real se niega por conveniencia, para mantener la misma ventana acomodada a la restrictiva parcela de nuestro ombligo, ajeno a las consecuencias, a pequeña y gran escala, de nuestros actos. La contemplación de esa posibilidad rezuma aún el dolor de un cuerpo que de nuevo se estira tras sufrir una contusión. Y es en su condición de cuerpo, en su condición de energía con múltiples sentidos con capacidad de sentir, y empatizar, donde reside el germen de esa posibilidad de transformación que logre evitar que cada vez nos asemejemos más a huecos o dispositivos con forma humana. Quizá dibujaría un pájaro, el petirrojo que ahora la mira desde el otro lado del cristal de la ventana, el sonido de las gotas que caían del grifo estropeado de su baño (¿Cómo se pinta un sonido?) o el olor picante de su café (¿Cómo se pinta un olor?). O el tacto de su mano un tanto áspero (¿Cómo se pinta una sensación?) o el brillo de su pelo oscuro y corto (eso sí podría pintarlo, aunque nunca sería como fue). No. Quizá no. Quizá mejor no pintar nada. No se puede pintar una ausencia. Un vacío. Un hueco en el corazón.
viernes, 8 de abril de 2022
París, distrito 13
La narración también toma otra dirección, que luego será intersección. También una confusión determinará un encuentro imprevisto. Nora (Noemi Merlant), que fue agente inmobiliaria, reinicia su carrera universitaria, pero un disfraz que utiliza para una fiesta genera la desacertada percepción, por parte de unos compañeros, de que es el atuendo que utiliza para su servicio sexual en el espacio virtual. Y la confusión también genera un cortocircuito cuando esa desatinada percepción se convierte en irrisión y humillación (las pantallas de los moviles se convierten, en el aula, en una cadena de luces que insemina oscuridad pues se gesta en la ceguera de la arrogancia). Nora da otro nuevo giro a su vida y decide recuperar su labor como agente inmobiliaria, lo que determina que su trayectoria se cruce con la de Camille que ha tomado cargo, pese a su inexperiencia, y a que más bien sea profesor, de una agencia inmobiliaria que había perdido rumbo, como la vida sentimental o sexual de Camille más bien parecía a la deriva, a salto de mata de diversas relaciones, como quien más bien es un cuerpo errático. Piensa, de hecho, que se siente atraído por Nora, pero también es quien se decide a retomar la relación, al menos como amiga, con Emilie, pese a que él le dijera que no estaba enamorado como si ella de él.
Los imprevistos cursos de las atracciones, no exentos de ironía. Nora establece una relación con quien era la imagen que otros pensaron que era ella. Establece una relación virtual con Amber Sweet (Jenny Beth), como si su desorientación, como emoción que parecía arrastrada, encontrara en su imagen equívoca el enfoque de su emoción verdadera, esa que tampoco lograba precisar en su relación con Camille, como si fuera otra más de esas relaciones que son más bien ensayos o tanteos en otros cuerpos de una emoción que no se ajusta al inquilino, porque la atracción está más bien proyectada por el anhelo de una idea o una abstracción, más que fundamentada en la consistente o ajustada sintonía. Como también será el caso, de Camille (aunque tardará algo más en comprenderlo), no llena por completo el vacío del anhelo, sino solo una porción, que al de un tiempo se percibe insuficiente. En el reflejo de su imagen equívoca encuentra el cuerpo que habitar como inquilina (sentimental), a la vez la inquilina (sentimental) de su propio vacío. El cuerpo que iba a la deriva, que parecía tenerlo todo claro, como es el de Camille, se confronta con su ofuscación consustancial cuando toma consciencia de que realmente amaba a Emilie, aquella de la que creía que no estaba enamorado, o que era otro más de esos cuerpos en los que desplazarse, que no era sino esconderse, en distintos pisos o cuerpos, como un agente inmobiliario que no sabía cuál era su piso ni cuál el inquilino adecuado para habitarlo.
miércoles, 6 de abril de 2022
Master
Ocupaciones y apropiaciones de espacios, espacios en los que son cuerpos extraños, espacios corruptos o contaminados por la mancha de la xenofobia. Jasmine es la octava estudiante afroamericana en esa universidad, un entorno primordialmente blanco. Gail, en cierto momento, piensa que Liv (Amber Gray), su amiga y profesora, con la que Jasmine tiene un contencioso porque piensa que la perjudica, quizá no sea negra sino una blanca que se hace pasar por negra. Jasmine tiene visiones en las que la pintura de un rector muestra un aspecto cadavérico y Gail, en las secuencias finales, creerá percibir en una reunión de profesores los rostros pertenecientes a antiguos profesores de la universidad, como si el tiempo se hubiera detenido, y revelara que los cambios aparentes, que parecen propiciar la inclusión y la diversidad, no fueran sino un mero maquillaje que oculta la xenofobia de la elite blanca. Como ella expresa, no es realmente rectora, sino una sirvienta a su servicio. Y la muerte de Jasmine, también ahorcada, redunda en la concepción de que no hay leyendas sino al acoso de una conducta racista que ha conducido, con la sugestión, a que se suicide. El hecho de que Liv sea una mujer que utilice una capa con capucha y que era esa imagen, que asociaba con la bruja, la que a Jasmine le parecía tenebrosamente amenazante, expone, como otros detalles, su cualidad metafórica. La mujer que sospecha Gail que no era negra sino blanca simboliza la apropiación, y anulación, del espacio afroamericano por parte de los blancos.
Más allá de puntuales perturbadores imágenes siniestras (una mano que surge de debajo de la cama, una aparición repentina de una figura encapuchada tras un personaje...) Master (2022), de Mariama Diallo, no es primordialmente una película de atmósferas o texturas sino de discurso y metáforas. De hecho, las metáforas no están contenidas, para ser rastreadas, sino que parecen planteadas, de modo explícito, al servicio del discurso, sin logar engarzarse con la atmósfera ni con un desarrollo dramático que más bien va dejando al descubierto las bambalinas de su construcción discursiva, como si fuera una obra ante todo demostrativa, más que dialéctica o interrogante. Pareciera más una película abstracta, conducida por las metáforas que articulan el discurso crítico, que una peripecia que sufren dos personajes, los cuales son más símbolos, por lo que representan, que personajes. O quizá no sea una abstracción, que juega con los límites de metáfora y trama, símbolo y personaje, sino una narración desequilibrada, en la que las piezas no encajan armónicamente, por priorizar, sin ambigüedades ni sutilezas, el propósito de un discurso que concluye diáfanamente con la dimisión de la rectora, y su marcha del campus, tras negarse a identificarse a un policía que le requiere documentación.
Master padece los mismos defectos, o lastres, que otras producciones del último lustro relacionadas con la circunstancia de la etnia afroamericana estadounidense, en las que prima la denuncia, y el victimario, con respecto a la discriminación y los abusos que han sufrido len un país en el que el espacio físico y el escenario del relato ha sido dominado por los blancos. Como si fueran escupitajos de rabia, la sutileza queda expurgada, ya que prima el trazo grueso, como reflejan obras como Infiltrado en el Kklan (2017), de Spike Lee, que parecía un episodio de Saturday night live al que se intentara imprimir cierta épica, Queen and slim (2019), de Melissa Matsoukas o la serie Territorio Lovecraft (2020), creada por Misha Green. La pantalla se torna una pizarra en la que con mayusculas la indignación y (justa) denuncia social, en forma de rudimentario exabrupto y estridencia expresiva, por su burda constitución, se escupe con un múltiple subrayado, en detrimento de un riguroso desarrollo dramático, una cohesiva progresión narrativa y el ingenio expresivo que, como en Master, se reduce a puntuales y aislados destellos.