Encubridora
(Rancho Notorious, 1952), Fritz Lang, con guión de Daniel Taradash,
según argumento de Silvia Richards, podría verse como un western
gótico en el que sus sombras son intensas llamas tan palpitantes
como su encendidos colores. Como esa sombra del perseguidor, Vern
(Arthur Kennedy), perfilada en el crepúsculo, en busca del hombre
que mató a la mujer que amaba. Esa muerte le convirtió en sombra, a
su vida en un permanente crepúsculo, y a sus emociones en un
constante aullido, como el del lobo en el previo plano. El desarrollo
narrativo de Encubridora
se acompasa a esa febrilidad que domina el propósito de Vern, a
quien caracteriza en todo momento un gesto urgente, perentorio. La
narración ya se inicia con un impulsivo movimiento de cámara hacia
Vern besando a su novia, antes de despedirse. Es una narración que
se inicia con un beso, con una armonía. Es un beso entre dos de los
escasos habitantes en ese pueblo en esos momentos porque la mayoría
se ha ido a las afueras a celebrar el nacimiento de un bebé.
Nacimiento, armonía, amor. Cuando Vern abandona el establecimiento
en el que trabaja ella como dependiente, se cruza con dos forasteros.
Uno de ellos, Kinch (Lloyd Gough, cuyo nombre fue eliminado de los
títulos de crédito por su negativa a colaborar con el Comité de
Actividades Antiamericanas, por lo que, durante doce años, fue
incluido en la lista negra de Hollywood), se percata tanto de la
peculiar manera de montar a caballo de Vern, como se fija en la chica
que se despide de él en la puerta del establecimiento. Un
intercambio de primeros planos entre Kinch y ella ante la caja
fuerte revela que no sólo su propósito es el atraco, como evidencia
el amenazante lúbrico gesto él. Fuera un niño oye los gritos de la
chica, corre hacia el almacén, y es disparado (aunque falle) por el
otro forajido. Huyen. A Vern, que está cuidando ganado, le avisan.
Entra en el almacén y ve a su novia muerta. La han ultrajado antes
de matarla. La cámara desciende de su rostro hasta su mano crispada
en un gesto que asemeja al de un garfio. Un prodigioso inicio
orquestado en acciones. Un gesto, esa mano engarfiada, que se hará
entraña en Vern, y decisión enfebrecida y empecinada de buscar a
los responsables.
Una
balada, que se repite tres veces, insufla un aire de leyenda, de
fatalidad e inexorabilidad, de odio,
asesinato y venganza.
Como cobrarán entidad legendaria las últimas palabras que dice el
compinche de Kinch (asesinado por éste): Chuck-a-luck: la rueda de
la fortuna. De hecho, el título que consideraba inicialmente Fritz
Lang era La
leyenda de Chuck-a-lack,
pero a Howard Hughes, entonces al mando de la RKO, le parecía un
título cuya referencia no entenderían los espectadores extranjeros
(Lang, perplejo, comentaría después, con ironía, que probablemente
entenderían mucho mejor Rancho Notorious). Las pesquisas de Vern le
llevan, cual febril alma ensombrecida, cabalgando de ciudad en
ciudad, de territorio en territorio. El tiempo parece diluirse. La
sucesión de testigos que encuentra en distintos lugares, como si
siguiera una línea de puntos, es su guía hacia su objetivo, el
esclarecimiento de la identidad del hombre que mató a la mujer que
amaba. Durante los primeros pasajes es una narración elíptica en el
que las transiciones no son espaciales sino capitulares, en relación
a los capítulos que conforman los distintos relatos de los que
evocan sucesos que, incluso, sucedieron siete años atrás. El hilo
se inicia con una mujer, Altar Kane (Marlente Dietrich), cantante, y
con un pistolero que la defendió cuando fue despedida de un saloon,
Frenchy (Mel Ferrer). Un saloon con una rueda de la fortuna, símbolo
del azar, cuyos resultados son trucados, mediante un pedal, por quien
la gira. Trampa que será aprovechada por Frenchy para evitar que el
dueño del saloon sabotee el éxito en las apuestas de Altar. En el
presente, esa corrupción encuentra su correspondencia con los
políticos que están encarcelados en la celda colindante con aquella
en la que Vern conoce a Frenchy. El azar y la determinación de la
voluntad. Los hechos que acontecen por la combinación aleatoria de
factores pero también por imposición o por el empecinamiento
(obsesivo) de las voluntades, como la de Vern, dispuesto a que se
satisfaga su ansía de venganza, que convierte en fatalidad para
otros, como daños colaterales.
La
narración está dominada por los gestos: la tensa mirada de Vern,
que parece que va a saltar en cualquier momento cual reptil, la
serena y triste mirada de Frenchy, pistolero de porte caballeroso,
que protege, y ama, desde que la conoció a Altar, mujer de mirada
determinada que no oculta velada su vulnerabilidad, curtida por las
adversidades, y que ahora rige un rancho de nombre Chuck-a-luck, un
rancho en la frontera (como fronterizas son las emociones de esta
obra) en el que acoge a forajidos, proporcionándoles refugio entre
golpe y golpe. Un rancho que es mansión gótica en el desierto, y
donde, entre sus refugiados, está el asesino de la novia de Vern.
Pero la ceguera poseida de éste impedirá que discierna quién puede
ser (y en cambio especule sobre varios como posibles asesinos). Será
el azar de nuevo, propiciado por su manipulación de los sentimientos
de Altar (paradoja en alguien que quiere justicia ante una infamia
contra su ser amado), el que le revele quién es. Hay una secuencia
en la que queda remarcado de modo patente que es un decorado de un
paisaje rocoso, una secuencia en la que Altar deja en evidencia qué
siente por Vern, mientras éste sigue intentando que le desvele quién
le proporcionó el broche de su amada. La falsedad de él, su
fingimiento de un interés amoroso, propicia que ella, gradualmente,
se exponga emocionalmente. En esa secuencia, Altar reconoce que le
hubiera gustado que él se fuera para volver diez años antes. Es un
amor entre dos personas que viven dos películas distintas. Él solo
piensa en su amada muerta, y en la muerte de quien acabó con su vida
(y de paso con la suya, ya que es un espectro en vida). Y ella es una
mujer que no puede vivir su presente, porque siente que Vern ha
llegado demasiado tarde a su vida, y Frenchy ya es un residuo de lo
que supuso su relación en el pasado. En cierto momento, cede y se
deja llevar por el impetu de Vern, sin saber que su deseo de que se
vista con el mismo atavío y broche no es sino otra artera estrategia
para conseguir que, bajadas las defensas (ya que una de las reglas
básicas del lugar es que no se hagan preguntas), responda a su
pregunta de quién le proporcionó el broche. Ella vive su presente
entre un fantasma de lo que fue y un falso reflejo. Por eso, ella
será una pieza sacrificada cuando la muerte vuelva a hacer acto de
presencia, porque el círculo de la venganza ciega sólo puede
repetir la infamia que se busca restituir. Quien quería vengar la
muerte de su amada propicia, aun indirectamente, que muera una mujer
que había recuperado la ilusión del amor con él Valga la paradoja,
en nombre del amor degrada el altar del amor.