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sábado, 1 de diciembre de 2012

Mary Astor, la actriz que no quiso ser estrella


 Mary Astor alcanzó su momento álgido en 1941 cuando consiguió el Oscar a la mejor actriz secundaria por La gran mentira (1941), de Edmund Goulding, e interpretó a su personaje más popular, o recordado, el de El halcón maltés (1941), de John Huston. Pero luego prefirió no convertirse en estrella, optó por personajes más bien secundarios porque no quería llevar sobre sus hombros el éxito o no de la una película, ser la primera figura de cartel que atrajera a los espectadores. Por eso prefirió una figura secundaria como la de la magnífica comedia Un marido rico (1942), de Preston Sturges, aunque, cuando firmara un contrato por siete años con la MGM le encasillaran en, como ella los calificaba, mediocres personajes maternales, desde Cita en San Luís (1944), de Vincente Minelli a Mujercitas (1949), de Mervyn LeRoy, pasando por La hija del pecado (1947), de Lewis Allen, con alguna excepción como la prostituta que encarna, magníficamente, en Acto de violencia (1948), de Fred Zinnemann. Quizá en esa negativa a no querer ser el principal reclamo de una película se debía a su minada resistencia tras, primero, sufrir el parasitismo de unos padres que, desde sus primeros triunfos, como estrella del cine mudo ya con 17 años, habían vivido a su costa, y a todo tren. Y después el publicitado conflicto del divorcio con su marido que en la batalla por la custodia legal por su hija de cuatro año la acusó de infidelidad recurrente, a mediados de los años 30. Ya entonces empezó a recurrir al alcohol, pero no interfirió en su trabajo, hasta finales de los 40, cuando decidió ser internada en un sanatorio. Dos años fue llevada a un hospital por una sobredosis de pastillas; el informe policial aludía a intento de suicidio, aunque ella dijo que fue un accidente. En 1954 retornaría, primero con trabajos en producciones televisivas, y ya después en películas como Un beso antes de morir (1956), de Gerd Oswald o La pícara edad (1958), de Blake Edwards. Sus últimas apariciones fueron en Una mujer espera (1964), de Delmer Daves y Canción de cuna para una cadáver (1964), de Robert Aldrich. También hay que reseñar otras obras suyas precedentes: Astucia de mujer (1931) de Gregory LaCava, Tierra de pasión (1932), de Jack Conway, Sólo con su amor (1932), de Marion Gering, Matando en la sombra (1933), de Michael Curtiz, El mundo cambia (1933), de Mervyn LeRoy, Desengaño (1936), de William Wyler, El prisionero de Zenda (1937), de John Cromwell, Medianoche (1939), de Mitchell Leisen o El hombre de la frontera (1940), de Henry Hathaway.

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