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viernes, 21 de diciembre de 2012
Perfidia
Una caja con diversos objetos, que perteneció a otra persona, siglos atrás, te puede suscitar cierta tristeza, porque aquellos objetos representaron algo para aquella persona. Para ti son un enigma, una ‘naturaleza muerta’, o simplemente restos del naufragio del tiempo, porque ignoras su historia, porque las emociones no quedan impregnadas en los objetos. Aunque también puede representar algo diferente, como para Rokeby (Stewart Granger), por eso quiere pujar por esa caja, perteneciente a una mujer Clarissa (Phylis Calvert), que vivió en el periodo de la Regencia, a principios del XIX, porque creció oyendo a su madre una narración que tenía algo de leyenda romántica, que un antepasado suyo la había conocido, y que quizá habían vivido un romance. También representa algo diferente la mujer a quien se lo comenta, la única descendiente viva, con el mismo nombre y los mismos rasgos (interpretada por la misma actriz, obviamente): para ella es como despedirse de los objetos que han conformado el escenario de su vida, el museo de historias que la acompañaba, las huellas dactilares de un linaje de alta cuna. Para uno es lo que no fue, para otra lo que ha sido.
La cámara se acerca a esa caja, y viajaremos en el tiempo, para conocer qué representó o significó cada objeto en la vida de Lady Clarissa. Si no se puede aprehender lo que significaba cada objeto para la persona que los conservó por algún motivo, tampoco un retrato tiene porque reflejar cómo eran las personas retratadas. Puede parecer feliz, como Lady Clarissa, con su hijo, pero no ajustarse a cómo se sentía, como ella misma comenta al pintor que la ha retratado, porque ella no se siente afortunada con su matrimonio de convivencia, aunque disfrute de una vida de lujo, casada con el hombre retratado en otro cuadro de la puja, ‘El hombre de gris’, Lord Rohan (James Mason). El pintor señalará que sentirse feliz no es lo mismo que afortunada, ella sí es afortunada, por la posición de la que disfruta. Quien no es, ni se siente, feliz ni afortunada es Hester (Margaret Lockwood), la amiga y dama de compañía de Clarissa, aunque también su reverso, como queda evidenciado en la secuencia inicial, en el colegio donde coinciden como pupilas, una vestida de blanco y la otra de negro, una de expresión radiante y luminosa que sufre un estremecimiento la primera vez que ve a la otra, pero se empecina en ‘conquistarla’, en hacerse su amiga, en lograr que aquel rostro que parece máscara, de gesto hostil, se haga sonrisa, No se inquietara ni siquiera cuando una zíngara les lea la buenaventura en sus manos, y advierta a Clarissa que nunca se haga amiga de ninguna mujer, y después rehúse leer la mano de Hester. Cuando años después, ya casada con Lord Rohan, se reencuentre con ella, no dudará en plantearle que viva con ellos.
‘Perfidia’ (The man in grey, 1943), de Leslie Arliss, fue la primera producción exitosa de lo que se conoció como ‘Gainsborough melodramas’, hasta que la productora desapareció en 1949. Aunque habían producido variadas películas durante 25 años, el estudio quedó asociado a este género, como la Ealing a la comedia, o la Hammer al cine de terror. Sus máximas figuras fueron Mason (que había protagonizado para Arliss el año anterior una interesante obra, ‘La noche tiene ojos’, en la que interpretaba un enigmático personaje que vivía en unos páramos rodeados de pantanos, y que creía que padecía licantropía) y Margaret Lockwood. Ambos interpretarían para Arliss la más conocida de esta serie de melodramas, ‘La mujer bandido’ (1945). Estos melodramas eran obras ubicadas en tiempos pasados, melodramas turbios, de intensos claroscuros, en ocasiones exacerbados como ese relato de amnesia y doble vida en ‘La madonna de las siete lunas’ (1945), de Arthur Crabtree, con Granger y Calvert.
‘Perfidia’ es un melodrama que destila una cautivadora atmósfera de artificio emponzoñado, como si asistiéramos a un escenario de vida en la que los personajes no saben que viven en un escenario.
Cuando Clarissa vuelve a ver, después de los años, a Hester, es interpretando a Desdemona en un escenario, en una representación de ‘Otelo’. Aún más, su protagonista lo encarna un hombre que acababa de besarla tras cogerle en su carruaje, extraviado en mitad de la nada, y al que confundió con un asaltante, el antepasado de Rokeby (Granger). Celos, posesividad, soberbia, pasiones turbias son las que dominan a Rohan (al que alguien califica de canalla de alta cuna) y Hester, que se atraen porque se reconocen como iguales, dos reptiles que están acostumbrados a conseguir lo que quieren y no hay escrúpulo que impida su logro, aunque no implique, por ello, que sean cómplices (lo que les diferencia, y separa, es que Rohan, por posición social, ha estado acostumbrado a ser complacido, mientras que Hester ha tenido que contorsionarse en el barro para lograr hacerse su sitio).
Hay un hermoso montaje secuencial del desarrollo del avance de la relación amorosa entre Clarissa y Rokeby, a través de las frases del diario de la primera, aunque, en ingenioso detalle argumental, descubramos que ese diario lo está leyendo la aviesa Hester, que trama y maquina para conseguir lo que anhela, la posición social que se le ha negado por su extracción social, aunque se autoengañe pensando que es por lo que siente por Lord Rohan (y que este subordinará su orgullo de clase a algo que es incapaz de sentír, ya que es la vesanía encarnada, que Mason interpreta como nadie en pantalla).
Este representa algo para ella, como para él Clarissa, la mujer que podía darle un heredero. Quien hizo de la vida un escenario, encontrará un fin parecido al que interpretó en el escenario. El relato se va densificando progresivamente, como si se fuera enturbiando, empapando de las miasmas que brotan de la perfidia de Rohan y Hester, mientras Clarissa y Rokeby forcejean por encontrar una vía de fuga para su amor. Los amantes se separan un año para conseguirlo, sin saber que quizá necesiten que pasen varias generaciones, y quizá lo que impregnaba aquellos objetos de la caja se encarne en quienes se preguntaron por lo que significaban, y transformaron la tristeza por lo que ya no era (y de lo que no pudo ser) en la sonrisa de la realización.
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