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martes, 11 de diciembre de 2012
De óxido y hueso
Hay películas con las que resucitas, como con 'De óxido y hueso' ( De rouille et d'os , 2012), de Jacques Audiard. De lo más hermoso que ha parido el celuloide este año, sino lo más. Y digo parir, porque esta película tiene cuerpo. Cuerpo que habla de fracturas, fracturas que hablan de emociones, emociones que hablan de cuerpos que se golpean, dañan, agreden, mutilan, acarician, palpan, abrazan, cuidan, salvan. Emociones que son mordiscos, a veces en formas de silencios, o de miradas que huyen, o superficies de hielo que se resquebrajan cuando menos lo esperas, a veces para recordarte que es necesario fracturar las palabras para dejar brotar lo que sientes, en vez de seguir fugándote entre superficies, sin sumergirte donde duele, donde te mutilan las piernas o lo que amas peligra porque puede ahogarse, a no ser que quiebres con tu amor el hielo o mires sus piernas ausentes, mordidas, mutiladas, como las que faltan en tu propia mirada, porque con ellas tus emociones han aprendido a andar. En el principio era la emoción, y el cuerpo, y la mirada que se desnuda y desnuda.
Ali ((Matthias Schoenaerts) es el héroe y la bestia, el caballero que sabe cuidar y el bruto que carece de tacto. Ali está peleado con la vida, cuida de su hijo de cinco años, aunque en ocasiones se exaspera y le grita que le odia y le empuja como si fuera una presencia que interfiere en su vida, o le molesta que juegue dentro de la caseta del perro, quizá porque él es como un niño grande que aún no ha encontrado su lugar en la vida, y se siente como el perro al que dan algunos huesos. Ali ha encontrado refugio en casa de su hermana, encuentra trabajo como guarda de seguridad, y pelea en combates de lucha tailandesa. Ali es la corporeidad arrolladora, incluso se arrolla a sí mismo. Ali reacciona con la vida, a golpe de víscera, así de elemental es, tan bruto como natural; del mismo modo que puede calificar que va de `puta’ a una mujer, Catherine (Marion Cotillard), porque acude sola a la discoteca vistiendo minifalda con el reclamo de sus piernas (con implícita acusación de que es la causante de la pelea de la que la ha ‘rescatado’, con la nariz sangrando) , también puede mirar su falta de piernas sin sentirse violento, sin aturullarse con la incómoda compasión; e incluso mirarla con el mismo deseo.
Catherine, es la princesa, atrapada en su torre, la de la silla de ruedas que tiene que utilizar ahora que no tiene piernas; es la sirena que no tiene cola de pez sino pies de metal. Catherine era amaestradora de orcas, y un grave accidente provocó que perdiera ambas piernas; ahora es ella a la que tienen que cuidar y adiestrar para habituarse a su nueva forma de desplazarse en la vida. A Catherine le encantaba que los hombres la miraran, que la admiraran, pero siempre se aburría en las relaciones. Ali, en cambio, ha preferido transitar de una mujer a otra como quien varía de contrincante en un ring. Ali se convierte en el cuidador de Catherine, y entre ambos las aguas de los sentimientos y deseos se agitan. En los títulos de crédito se sucede un encadenado de imágenes relacionadas con el agua, combinadas con rostros y el espacio un dormitorio; el agua tiene que ver con las emociones, con el espacio de la intimidad en el que hay que saber fluir, en el que hay que saber desenvolverse. Hay varios planos de sombras que puntúan la narración, como ambos personajes parecen sombras que buscan definirse, perfilar sus rasgos, sea por defecto o exceso, porque tengan dañada su condición de cuerpo, o exuden una corporeidad que les desborda, como quien da puñetazos a la vida, en vez de saber encajar en ella. Quizá porque aún espera que el mundo le responda, y él no sabe aún hacer las preguntas adecuadas.
Catherine tiene que aprender a andar con sus nuevas piernas de metal, como tiene que adaptarse a su nueva condición, a su nueva forma de relacionarse con el mundo, a asumir lo que no podrá ya realizar (su mirada observando las piernas de las chicas que bailan en la discoteca; su gesto de taparse sus piernas de metal con la chaqueta); el protagonista de ‘Un profeta’ (2009) también tenía que adaptarse a un nuevo escenario, la prisión. Era un árabe que se asociaba, o integraba, en un grupo de los corsos. La identidad es algo maleable, el escenario marca las pautas si hay que sobrevivir. Hay que plegarse a las exigencias del entorno, si no se quiere ser arrinconado, y de ser nadie se convertirá en alguien (que domina el escenario). Como el protagonista de ‘Un héroe muy discreto’ (1995), gracias a que, tras la guerra, se inventa una nueva identidad, un nuevo escenario de vida, en el que será (eres como te presentas ante los demás) un héroe de guerra en vez de lo que realmente es, el hijo de un colaboracionista; será una imagen ejemplar en vez de una imagen estigmatizada. Ali tendrá que aprender a andar con sus emociones, que son las que realmente le arrinconan en la vida, porque no dejan de desbordarle.
El paso determinado, arrollador, de sus piernas abren la narración; otras piernas ausentes serán las que le darán la oportunidad de encontrarse, de hallar paso, pero para ello deberá rescatarse, dejar de ser el niño irresponsable que se exaspera y sale corriendo cuando todo se complica. Dos accidentes tienen lugar en el agua. Con respecto al primero, una de las más bellas y conmovedoras imágenes que ha dado nunca el cine: Catherine reencontrándose con la orca que provocó el fatal accidente, cada uno a un lado del cristal: un plano general, dilatado: La orca responde a los gestos de Catherine en una sinfonía de gestos cómplices. Un corte a un plano medio, la superación de una distancia, la que sentía consigo misma, una recuperación que es reconciliación, la asunción de una pérdida, y una declaración de amor, un vínculo que no se ha perdido, firme en su proximidad que supera cualquier condición o circunstancia. La música reaparece, como la emoción ya fluye, armonizada, en el interior de ella, y entre una y otro. En el segundo, Alí se fractura las manos golpeando el hielo para sacar a su hijo del agua. Este rescate también servirá para romper el hielo que se había creado con quien se había caído la primera vez, con quien él había interpuesto el hielo de la distancia, porque aún no sabía ser rescatado. Los cuerpos, como las emociones, se fracturan, se recuperan, pero siempre quedará un poso de dolor, las herrumbres que quedan adheridas cuando la vida nos muerde el hueso. Saber amar supone dejarse fluir, como también saber cuidar; los cuerpos son también un hogar, el tacto su alianza. El amor está hecho de mordiscos y caricias.
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