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miércoles, 13 de febrero de 2013
The secret of Crickley Hall
‘The secret of Crickley hall’ (2012), es una sugerente relato de fantasmas que transita con éxito o logra el equilibrio, allí donde obras recientes del género como ‘La mujer de negro’ (2011), de James Watkins o ‘La maldición de Rookford’ de James Watkins, quedaron en el mero esbozo (pese a su cuidada ambientación, y alguna brillante secuencia puntual), intentando recuperar el substrato gótico de la mansión habitada por fantasmas, aunándola con otros ‘cuerpos extraños’ al lugar, los protagonistas, con conflictos emociones o traumas sin resolver (‘los fantasmas de una emoción suspendida’). Aunque también se podrían citar obras aún más discretas como ‘El orfanato’ (2007), de Juan Antonio Bayona, o ‘El espinazo del diablo’(2001) de Guillermo Del Toro, ya que el espacio en el que transcurre la acción es una mansión en el campo que fue orfanato, y en el que un espacio fundamental es un pozo de agua en el sótano.
‘The secret of Crickley hall’ es una producción de la BBC, una miniserie que consta de tres capítulos de una hora cada uno, basada en una novela de James Herbert, adaptada por Joe Aherne, también director. El conflicto dramático, que combina dos líneas temporales, en 1943 y el 2006, se vertebra sobre la pérdida. En las primeras secuencias, la familia Caleigh pierde a su hijo de cuatro años, Cam. Un año después como la madre, Eva (Suranne Jones) no logra superar la pérdida, sentimiento de desolación, de ‘orfandad’, agravado por un sentimiento de culpa (ya que desapareció en un parque cuando ella se quedó dormida), su marido, Gabe (Tom Ellis), decide que lo mejor sería que, junto a sus dos hijas, se trasladaran a otro lugar, Crickley Hall. En la otra línea narrativa, en 1943, en paralelo, se revela que el director, Augustus Cribben (Douglas Henshall), utilizaba el castigo como principal herramienta de aprendizaje y disciplina, siendo su principal víctima un niño alemán, judío, Stefan (Kian Parsani).
Pronto advertirán los nuevos habitantes que en la casa hay fantasmas, aunque no queda muy claro, en principio, qué quieren, si son amistosos o no. O en qué medida condiciona la frágil situación de Eva, ya que aún piensa, y siente, que su hijo vive, pese a que ha pasado un año, y llega a pensar que esos fantasmas de la casa quieren comunicarse con ella para revelarle dónde está. Las dos líneas fluyen muy armónicamente, con paralelismos sutiles, como otro personaje que vincula ambos tiempos, Percy (David Warner) que aún espera, también, que la mujer que amó entonces (con los rasgos de Ian de Caestacker), Nancy (Olivia Cooke), profesora que se enfrentó a Augustus, y que desapareció entonces, aún retorne, y, de ese modo, recupere su amor. Ambas líneas, ambas aceptaciones de una pérdida, convergerán en unos pasajes finales de desgarradora emoción, que revela, por otra parte, que eficazmente modulado ha estado un trayecto narrativo que ha incluido la intervención de dos médiums, de diferente cariz e interés, como Lili (Susan Lynch) que perdió el hijo que esperaba en su previo intento de comunicación con los fantasmas diez años antes, o el enigmático y torturado Pyke (Donald Sumpter).
Hay sugestivos detalles que van modulando el extrañamiento, aun sin alterar la perspectiva con estética tenebrista (como otra reciente notable producción fantástica británica, ‘The fades’, en la que también participaron Ian de Castacker y Tom Ellis). Una cotidianeidad que se va enturbiando sutilmente, con péndulos de relojes que se detienen súbitamente, el sonido de una vara, o la irrupción súbita, literalmente, de la misma, sombras o luces entrevistas, o ruidos en compartimentos secretos. Se logra transmitir que en esa mansión aún habita un pasado, como una huella que no puede desvanecerse, o conviven dos mundos, dos tiempos, en uno, y cómo están vinculados. Casi se podría hablar de materialismo fantástico, como el que practicaba tan admirablemente Terence Fisher: lo extraño convive con lo cotidiano, de modo natural, como si no fueran dimensiones separadas, sino componentes de una misma realidad, como la misma normalidad es un espejismo, y la irrupción de la muerte, de la pérdida, introducen una alteración radical de la forma de percibir y sentir.
A la par que se va desvelando lo que acaeció en 1943, se van resolviendo los conflictos, las sombras, de la protagonista, Eva. Porque se puede decir que Augustus representa el ‘fantasma’ de la perdida no aceptada, ese autocastigo que realiza consigo misma, por su sentimiento de culpa. Resulta muy sugerente la presentación de Augustus, primero una silueta indefinida, después una sombra en el sótano. También la información previa a que se ‘visibilice’ de que una bomba le afectó te hace pensar, y sentir, que padece alguna desfiguración visible, pero ante todo es interior. Sus irrupciones en el presente, llegan a ser de lo más efectivas y turbadoras (también gracias a la efectiva prestación de un circunspecto Henshall). También se podría establecer una correspondencia entre el hijo desaparecido y el niño judío, aquel que más se resiste a Augustus, a la par que el que más sufre sus abusos de autoridad. La consecución de su supervivencia equivale a la aceptación por parte de Eva de una pérdida.
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