La luna es azul es una peculiar
comedia romántica, de revulsiva heterodoxia, que no suele integrar
las antologías de tal género, pero que no dudaría por calificar
como una de sus cumbres. Su celeridad, su vibrante timing ,
acompasado a la inagotable locuacidad de su protagonista femenino,
Patty (Maggie McNamara), no decae en un instante, comparable al
velocímetro de las comedias de Hawks, como La fiera de mi niña
(1938) o Luna nueva (1940), con el aspecto diferencial de que
Hawks dinamizaba en buena medida la acción también con un
sutilmente vivaz montaje. Preminger, en cambio, elabora su narración
sobre planos de más larga duración, lo que, dada la preponderancia
de unos constantes diálogos (a velocidad crucero en ocasiones),
pudiera haber derivado en una narración encorsetada por priorizar lo
escénico, pero lo sortea con admirable habilidad, llevando el relato
hacia una refrescante naturalidad, a la par que juguetona
abstracción, de insólita modernidad, acorde a esa transgresora
actitud que fue puesta en cuestión por los cerriles censores (no era
una cuestión de explicitud sexual sino que perturbaba la
naturalidad, que calificaban de ligereza, con la que se planteaban
las circunstancias de seducción y posibilidad sexual, o la misma
virginidad de la protagonista). Tras un inicio de peculiar coreografía
de acciones, miradas y gestualidades, que comparten Patty, aspirante
a actriz y Donald (William Holden), arquitecto, que se cruzan, se
siguen, observan y se dejan seguir (como quien juega con migas
invisibles), ya hay una ironía implícita en que ese primer encuentro
entre dos extraños en la urbe sea en lo alto del Empire State
Building (espacio de encuentros románticos, entronizado por McCarey
en Tú y yo, 1939), que deshilacha toda convención y
ortodoxia, por los apuntes pragmáticos (las protestas por lo caro
que es el precio) y el desparpajo de Patty que pone en evidencia la
representación de todo cortejo, poniendo al descubierto lo implícito
porque lo hace todo menos complicado, desde evidenciar sus recursos
de puesta en escena para atraer a Donald, e incluso no camuflando
cómo se siente atraída hacia él, hasta reconocer abiertamente que
es virgen, y si eso supone algún problema, o preguntar si él tiene
amante ( ¿por qué no ser directa?), y hasta establecer, desde la
confianza también que le transmite Donald, que se pueden dejar
llegar por el afecto (los besos) pero no por la pasión (cruzar
cierto umbral de la expresión física del deseo que ya necesitaría
de otro escenario de relación, de otros manifiestos y otras
declaraciones, de otros compromisos y consensos; los límites como
negociación y prueba/exploración). En ese escenario irrumpen, como
interferencia, la anterior novia de Donald, Cynthia (Dawn Adams), con
la que ha roto esa misma noche, tras una discusión, y el padre de
ésta, David (David Niven), vecino que vive holgadamente de las
rentas.
Esa interferencia crea situaciones que
generan circunstancias equívocas o que se interpretan de modo
ofuscado. Varía la percepción y discernimiento que algunos tienen
sobre las situaciones o personajes, en ocasiones, alternándose las
diferentes concepciones sobre el otro (en particular de Don sobre
Patty). En esas ofuscadas interpretaciones condiciona la posición en
el tiempo y en el espacio (Cynthia ve por la ventana que Donald lleva
a su habitación a Patty para que se cambie la ropa, pero no es una
circunstancia sexual sino que simplemente se va a cambiar de ropa
porque se la ha manchado con ketchup, por torpeza de David; el padre
de Patty irrumpe en el piso, sin presentarse, y al abrir la puerta
del dormitorio justo ve a su hija cambiarse de ropa, por lo que lo
interpreta como circunstancia sexual, y golpea a Don; Don entra en la
habitación cuando Patty besa a David, pero no sabe, ni se preocupa
por considerar otra posibilidad, como los otros personajes en las
situaciones mencionadas, sin saber que es un beso de agradecimiento
por el dinero que le ha regalado). El proceso de conocimiento debe
superar la ofuscación de las percepciones y concepciones con juicios
apresurados. La arquitectura de las relaciones, puestos en evidencias sus
cimientos, su condición de representación
(los personajes actúan y a la vez comentan su actuación), cómo se
construyen y edifican a partir de la génesis de una atracción, en
una ingeniosa y sutil deconstrucción desde dentro que pone en
evidencia cuánto de tejido de ficciones tienen las relaciones. En el
cine de Preminger, dinamitador de instituciones en la pantalla, y
fuera de la pantalla, la verdad a veces se angosta en un ángulo
ciego cuando la realidad se convierte en un escenario que es maraña
de representaciones, simulaciones, mascaradas que ahogan o anulan a
las emociones y sentimientos. Los personajes de La luna es azul
juegan en el escenario, narrado con una proverbial capacidad de
condensación, que es destilación de esencias (una acción
circunscrita tanto a escasos personajes como decorados), a la par que
intentan desentrañarlo ( y quien más lo intenta es porque más
aspiraciones o implicación sentimental siente) para arañar tras sus
superficies, representaciones o equívocos, una verdad que pueda
generar los sólidos cimientos de una relación que se construirá
tras confirmar su elevada magnitud (alianza cómplice que,
elocuentemente, se sella en lo alto del Empire State Building)
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