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miércoles, 10 de julio de 2024

Boy A

 



Boy A (2007), segundo largometraje del británico John Crowley, es una excelente fábula oscura con engañosos aires realistas. O cómo hace sangrar las oscuridades de ese entramado que se denomina realidad. Su estilo visual no es nada retórico, sino contenido, y sus imágenes están teñidas de una tonalidad plomiza, tan premonitoria como significativa. Pero su estructura es menos ortodoxa. Nos sitúa en el desconcierto, pues nos hace intuir una turbiedad latente pero sin explicitarse el por qué hasta avanzado el relato, una inteligente idea de jugar con el punto de vista y los mecanismos identificativos, que hacen que el espectador se mantenga en vilo, y se aproxime al personaje protagonista no de un modo condicionado (de acuerdo a lo que hizo en el pasado), y deje en evidencia las miserias del entorno cuando sepan la naturaleza de la acción pretérita. Eric (Andrew Garfield) es un adolescente que vuelve a la vida cotidiana tras haber estado recluido durante catorce años en una prisión juvenil. Su tutor, Terry (el excelente Peter Mullan) le apoya en su adaptación al mundo real, planteándole que elija el nombre falso con el que se relacione con los demás, Jack, y así nadie sepa quién es. En el desarrollo narrativo, los tiempos se combinan, presente y pasado se alternan, y, a la vez, que nos muestra el esforzado y progresivo proceso de adaptación de Jack en su nuevo entorno, nos dosifican la revelación de los hechos y relaciones que en su infancia determinaron aquel trágico suceso. Cómo era maltratado por adolescentes de mayor edad, y cómo entabló amistad con quien le libró de ese abuso, Philip, quien en su infancia había sido violado por su hermano mayor. 

No importa que Jack, primero, evite que su compañero de trabajo y amigo, Chris, sea apalizado, y que, luego, salve una vida en un accidente de coche, y que se convierta en episódico héroe del momento para los medios. En cuanto se sepa lo que hizo en el pasado casi todos los que le rodean reaccionarán con el rechazo y el desprecio. No hay segundas oportunidades. Para los demás no es quien conocen en el presente, ni sus acciones en el presente, sino lo que hizo en el pasado. No hay mayor monstruo que la inflexibilidad de aquellos que no saben ver al individuo sino lo que representa, en este caso, lo que Jack hizo. No se considera la evolución ni el cambio, una acción del pasado determina como una huella que no se puede borrar. Sin énfasis ni tremendismo, con ajustada modulación emocional, Crowley teje un fatalista y sombrío relato que pone en evidencia los difusos límites de la monstruosidad, o los distintos modos de violencia, aunque unos se justifiquen en la indignación moral sancionadora de la esclerótica y obtusa normalidad. Al respecto es fundamental la reacción de Steve (Anthony Lewis), el hijo de su tutor. Su necesidad de sentirse reconocido y querido por su padre, y su falta de propósito en la vida (como un ser a la deriva) determinan que desvele el pasado de Eric/Jack. Importa cómo se siente él, no las consecuencias de sus actos en la vida de los demás, además devastadoras como es en el caso de Eric/Jack, sobre quien habían puesto una recompensa de veinte mil libras. 

La tercera obra de Crowley sería la notable Is anybody there? (2008), con Michael Caine. Su título parecía expresar la interrogante que contenía el desolador trayecto narrativo de Boy A. Su opera prima, Intermission (2003), era una apreciable combinación de thriller y comedia excéntrica, que se desviaba de los amaneramientos de las primeras obras de Guy Ritchie, para, con un estilo que buscaba la inmediatez a través de una planificación desequilibrada conducida por la cámara en mano, rasgar, con modestia, las convenciones. Era una voluntariosa fábula,  con una estructura coral que combinaba diversas tramas y perspectivas de personajes, entre rocambolescos atracos y desconcertadas búsquedas del amor, con un aire de cotidianeidad sostenido sobre el absurdo de los azares y de unas realidades precarias donde los sueños parecen fugarse o ser inalcanzables. Y lograba también evitar cierto cliché de conclusión trágica que en otras obras tiene un punto de pose predeterminada. La conclusión de Boy A, como una interrogante en el aire, sobre quien ha quedado suspendido en el vacío, en el sentido amplio del término, resulta demoledora.

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