En principio, La invasión de los ladrones de cuerpos (1956), de Don Siegel, iba a titularse como la novela adaptada por el guionista Daniel Mainwaring, escrita por Jack Finney, Body snatchers/ladrones de cuerpos, pero el productor Walter Wanger temía que se confundiera con la producción de Val Lewton, El ladrón de cuerpos (Body snatcher, 1945), de Robert Wise. Antes de que finalmente se decantaran por La invasión de los ladrones de cuerpos, se barajaron diversas opciones. Don Siegel sugeriría dos, Better off dead/Mejor muerto y Sleep no more/No te duermas nunca más. Son tentadoras las sugerencias que contiene ese segundo título, reveladoras sobre su substrato, más allá de las resonancias de cariz social y político que se buscaron, que reflexionan sobre las posibles relaciones con la realidad: si vas dormido por la vida, dejándote llevar por la inercia, ensimismado en ti mismo, cautivo del hábito, eres uno más y no eres lo que realmente eres/podrías ser. De alguna manera, nos plantamos en la vida. Es necesario estar despierto para percibir la realidad y cómo son los otros. Porque ¿en qué medida vemos o sabemos ver a los demás y en qué medida somos conscientes de las circunstancias? De ahí la inquietante circunstancia con la que se encuentra el doctor Bennell, cuando retorna al pueblo de Santa Mira, del que se había ausentado para asistir a una convención médica. Retorna porque la enfermera le ha indicado que se ha dado una circunstancia anómala, ya que muchos pacientes requieren su asistencia médica. Pero primero, cuando llega se encuentra con que muchos han cambiado de actitud, y segundo, hay varios personajes, un niño con respecto a su madre, y una mujer con respecto a su anciano padre, que afirman que no son ellos. Aunque parezcan la misma persona, sienten que ni una ni otro son la misma persona, como si ya no existiera la conexión íntima. Recuerdan todo, sus hábitos no han variado, pero carecen de toda emoción, como un envase de costumbre despojado de la sustancial emoción. Un planteamiento que sugiere cómo la construcción de la identidad es realmente un fantasma. Pero esa cuestión de estar despierto también se relaciona con la toma las decisiones adecuadas en el momento oportuno, consecuentes con lo que se siente, piensa o quiere, más allá de la pragmática o las incapacidades de expresión o decisión, y a su vez, como opuesto, el entumecimiento en la rutina por las decisiones conformes. ¿En qué medida tomamos las decisiones de acuerdo a la singularidad de una relación o de acuerdo a una conveniencia o un plan de vida preestablecido o de acuerdo a nuestra capacidad o no de decisión o determinación?. Es lo que en cierto momento comentará el propio Bennell a la mujer que amó en su primera juventud, Becky (Dawn Addams), quien ha retornado al pueblo. Ambos pensaban que entonces se casarían, pero se casaron con otros, y sus matrimonios han fracasado. Y el sentimiento persiste. ¿Por qué tomaron las decisiones que tomaron? O dicho de otro modo, ¿por qué han desperdiciado varios años de sus vidas? De alguna manera, en paralelo a los fenómenos extraños que descubrirán en el pueblo, despierta, se recupera, su amor. Dormirse, figuradamente, implica anestesiarse vitalmente y entumecerse en las inercias de las rutinas, como seres mecánicos de costumbres. No dormirse implicaba mantener la lucidez, tomar las decisiones acorde a lo que sustancialmente se siente. Por eso, dormirse en la narración implicará perder toda capacidad emocional, implicará un reemplazo, como cuando nos convertimos en meros autómatas sociales que cumplen sus funciones, en suma, seres intercambiables que se olvidan de lo que realmente quieren y sienten. De qué manera, fácilmente, podemos convertirnos en meras sombras de lo que podríamos ser o realizar.
Es fascinante cómo se logra crear prontamente una tensión que no abandona su narración en sus escuetos y precisos 76 minutos. Los encuadres se van crispando progresivamente a la vez que los protagonistas van tomando consciencia de la anómala realidad que están viviendo. Establecida la consternación inicial por los cambios de actitud de quienes requerían atención médica pero ya no y por las observaciones de quienes piensan que seres queridos no son los mismos sino otros, la circunstancia de cambio de costumbres queda patente con el vacío del restaurante, al que se acercan Bennell y Becky para cenar. Un espacio rebosante dos meses atrás, ahora es un espacio vacío. La (dinámica de) realidad es otra ¿Por qué han variado las costumbres? Será entonces cuando el primer manifiesto, o visible, fenómeno anómalo acontezca. El amigo escritor de Bennell, Jack (King Donovan) y su pareja, Teddy (Carolyn Jones), le revelan algo insólito. Bennell enciende la luz de su sala de billar, y de la oscuridad aparece una figura, tumbada sobre la mesa de billar, que no es cadáver sino una figura que se asemeja a Jack con la particularidad de que carece de huellas digitales y parece que es un cuerpo sin deterioro alguno, sin el peso del tiempo. Un cuerpo que hubiera sido editado ya mismo, un cuerpo nuevo. Algo que no está muerto, que parece recién nacido con un cuerpo de adulto, como un copia sin huella de deterioro, pero que no parece vivo. ¿De dónde surge y para qué? La extrañeza se asienta de modo definitivo en la narración. Sin duda ya la realidad es otra. De modo visible, no por impresiones de otros, lo que parece es otra cosa distinta (se ignora su condición aunque su apariencia sea humana). Esa misma noche Bennell descubrirá otra copia, en este caso de Becky, en el sótano de su casa (dejada por su padre). En cuanto los humanos se duermen, las mentes son poseídas, anuladas, por la de la copia, que tomará su lugar. El cuerpo es otro, la mente es otra. Es particularmente sobrecogedor el plano que muestra en primer término al cuerpo sobre la mesa de billar, y al fondo del encuadre, quedándose dormidos, Teddy y Jack, pero ella se despierta y se acerca para observar que ha abierto los ojos, y que en su mano hay una herida, réplica de la que momentos antes se ha hecho el marido.
Como lo visible ya no lo será, el doctor Kauffman (Larry Gates) rebatirá los relatos de Bennell y Jack porque ambos cuerpos ya no están cuando pretenden enseñárselo. Son simplemente relatos (de Jack y Bennell). No hay duda alguna para Kauffman, ya que lo que considera anómalo es para él imposible, por lo que las únicas explicaciones posibles, dada la falta de la prueba, es la de la ofuscación perceptiva de uno y otro. El relato de alarma, que expone una realidad velada, se neutraliza como expresión de enajenación. Lo que es real se interpreta como un mera ofuscación subjetiva. A partir de entonces la realidad se torna en una lid. O un asedio, un intento de reducción o captura. Los cuatro amigos se encuentran en el invernadero de Jack y Teddy con cuatro vainas dejadas para apoderarse de sus mentes. No será el último intento. Las vainas adoptan la apariencia de los habitantes del pueblo y absorben su voluntad. Una sustitución que propicia ese extrañamiento, ese quién es el otro realmente. ¿Es quien creía que era o este otro es él? Es el poder de esta corrosiva alegoría, que se expande en su sabia utilización del espacio de los encuadres, al principio engañosamente plácidos, después desacogedores como si fueran prisión, de aparente luz, para los personajes. La normalidad se conjuga con la anomalía. En este tramo, por ello, es tan desasosegante esa secuencia de aire cotidiano viciado en la que Bennell y Becky ven cómo todos los del pueblo recogen las vainas que traen los camiones. La normalidad es un espacio alterado. Todo es cuestión de cómo se mire.
La obra de Finney ha dispuesto de tres versiones más. Notable es la de Philip Kaufman en 1978, La invasión de los ultracuerpos, con un sobrecogedor final. Y sugerente, aun irregular, Invasión, de Oliver Hirschbiegel en 2007, que se resiente de un final que se subordina a la espectacularidad, y que quizá responda a los añadidos, encomendados, por los productores, a las hermanas Waschowski, como guionistas, y James McTeigue, como director, pero deslucen la notable atmósfera perturbadora que domina tres cuartos del film. La menos lograda es la que realizó Abel Ferrara en un ámbito militar en 1993. En cuanto a La invasión de los ladrones de cuerpos, Siegel nunca quedó satisfecho con su estructura en flashback, que fue idea o imposición de los productores. Tras finalizar el rodaje, Wanger pidió que se rodara un prólogo y un epílogo, que fuera algo más esperanzado, porque, en principio, se suponía que la película terminaba con un enfebrecido Fennell, entre el tráfico de coches y camiones, gritando que ya estaban ahí, y que seréis los siguientes. Esa modificación propicia una atmósfera más explícitamente tensa, una intriga sobre lo que ha podido ocurrir, así como una conclusión que deja entrever la posibilidad de que pueda neutralizarse la propagación de la invasión, en vez de la opción de Siegel que pretendía ir creando un extrañamiento desde lo cotidiano (la alteración de lo familiar, o lo que es ya no es lo que parece). Siegel también corroboraría que era ineludible la asociación de la conversión de los humanos en seres sin capacidad emocional con la actividad de extracción de disidencia del Comité de Actividades Antiamericanas.
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