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miércoles, 29 de mayo de 2024

La doble vida de Verónica

 

En la secuencia introductoria de La doble vida de Verónica (La double vie de Veronique, 1991), de Krzystof Kieslowski, una imagen invertida de la ciudad y el cielo nocturno, que corresponde a una niña polaca boca abajo, mientras su madre le habla de las estrellas, y un plano de otra niña, en Francia, cuya madre le habla, con una hoja, de la sorprendente generación de vida (como decía Gastón Bachelard, el misterio no es la forma, sino la formación). Ambas niñas se llaman igual, en sus respectivos idiomas, Weronika y Veronique. ¿Qué hay entre las estrellas y la nervadura de una hoja? Los misteriosos hilos y lazos de la vida, quizás casualidades que hacen de la vida una danza enigmática, quizá los brumosos compases de algo llamado destino. Y entremedias, los accidentes y las voluntades, cuya determinación, o no, será decisiva en el curso de la creación de unos lazos u otros, de unos acontecimientos u otros. El anhelo de vivir otras vidas puede tener su correspondencia en la realidad, la figura del doble quizá exista, no sólo en otro tiempo, sino en el mismo, en otro espacio, como diferentes posibles narrativas de vida. Como misterio cautivador es el que resplandece en las pequeñas sensaciones, tan plenas, de sentir una lluvia repentina, mientras culminas un canto, el sol en tu rostro, como una hendidura de luz, mientras caminas la calle, la cal que cae sobre tu rostro del techo tras que lo haya golpeado la pelotita que has lanzado, los roces de otra piel sobre la tuya en ese canto de intimidad que es la desnudez compartida. La consciencia de la materia como asombro, su disfrute como acto de realización. Misteriosa puede ser hasta una representación de marionetas. Quién sabe si lo somos, marionetas (¿aunque de qué?). Quizá sólo lo único cierto es aquello que podemos palpar con la mano, la corteza de un tronco, la piel del amante, las conexiones que creamos, con los otros, con la materia, quizás todo eso sea la música más honda, como la de un reflejo de luz que se desplaza, como si se deslizara, en tu habitación, como si buscara tu cuerpo, quizá el reflejo que alguien crea, o quizá una incógnita, como quizá seas el reflejo en el que alguien se busca, para por fin reconocerse en otra imagen que es cuerpo. Como Veronique (Irene Jacob) sorprende en el reflejo de un espejo la mirada de quien misteriosamente le ha cautivado. Misteriosamente porque no se pueden comprender cuáles son los hilos que crean en ti un sentimiento, un reacción, un reflejo, un lazo, latidos sintonizados, sentir que en esa mirada estás tú. O quizá es un enigma, reflejos que te iluminan sin que logres aprehender su procedencia, como si percibieras la presencia de alguien o algo que no tienes la certidumbre de que exista. ¿A través de qué filtros percibimos la realidad? Hay algo misterioso en la intuición. Como si lograras traspasar la pantalla de realidad que te rodea, contiene y limita.

Quizá vivas otra vida en otro escenario, en uno eres profesora de música, en otra cantante, como si pudieras vivir desde distintos ángulos. La vida es una posibilidad de múltiples relatos. La vida es un sendero de incógnitas, de imprevistas conexiones. Un lazo, un cordón, asemeja a la linea de un electrocardiograma. Los lazos de los vínculos que se establecen son nuestros latidos de vida. Tu corazón puede ser frágil y frustrarse tus pasos en la vida (Weronica, joven, muere, repentinamente, mientras canta), como una bailarina romperse una pierna y frustrarse su carrera artística. O puedes encontrar las alas que posibiliten que asciendes, otro latido que propulsa el tuyo, porque ambos se conjugan con el mismo diapasón, como la bailarina marioneta se torna en una mujer con alas. Unas intrigantes llamadas con la música que haces interpretar a tus alumnos y una voz que te dice que no cuelgues para escucharla y unas misivas con un lazo o una grabación de sonidos de lo que parece un espacio público de tránsito, una estación, se convierten en un canto incitador, intrigante, que abre el mundo, que propulsa posibles lazos hacia lo excepcional, espacios de tránsito que posibiliten la residencia de una raíz, ese tronco en el que poses tu mano porque te sientes presente, arraigado y enlazado con la vida, a través de otro rostro, de otra voz, de otro cuerpo. En una narrativa de vida se realiza en la música, mientras que en la otra abandona esa posibilidad, como anula las clases que recibe; en una su vida se siega de modo temprano y en otra se realiza con el logro de la sintonización y conexión emocional, como Veronique con el titiritero. De un modo u otro, de modo más duradero o de modo provisional, puede acontecer el logro. Se puede producir el asombro de un acto de realización, esa música del afuera que puede ser cantada cuando posees esa voz que rasga las entrañas con otro misterioso don, el de hacer del canto catarsis y extasis, o cuando encuentras el reflejo en otro que se amolda a tus emociones, a tu cuerpo. Como Kieslowski lo logra con su cine, con esta obra que es tanto epifanía como misterio.

La doble vida de Verónica, en cuya musicalidad narrativa, impresionista, es crucial la música compuesta por Zbigniew Preisner (aunque en la narración se atribuya a un compositor holandés del siglo XVIII, Van de Budenmayer, quien realmente no existió), y en su atmósfera fronteriza los filtros cromáticos, particularmente sus dorados, de la dirección de fotografía de Slawomir Idziak, con los que ya había experimentado en el capítulo de No matarás de su Decálogo (1988), es una de las experiencias sensoriales y emocionales más enigmáticas y cautivadoras que se pueden experimentar en el cine, esa misteriosa senda que transitaron cineastas como Carl Dreyer o Andrei Tarkovski. La vida reside en ese secreto hilo de pequeños instantes, como la punta de iceberg a través de la que sentimos un incierto mundo de posibles que no logramos articular en todo su sentido pero quizá intuir. Veronique no se perturba por esos envíos o esas grabaciones desconcertantes que recibe, sino que sigue esa enigmática línea de puntos, tras descifrarla a través de sus sonidos y la zona postal desde la que se enviaron los sobres, para descubrir que eran las incógnitas que le planteaba, como modo de atracción, y prueba (de una sintonización y conexión), el titiritero del que, precisamente, se había enamorado (y al fin y al cabo ella esperaba que ese fuera el resultado, su ilusión se torna confianza en lo posible). Y tras hacer el amor observará su rostro, como una imagen invertida, como la niña polaca miraba el firmamento de estrellas, o ambas a través de la pelota, con estrellas adheridas, que invierte el reflejo. La mirada abierta, despejada, es la que quizá pueda intuir, percibir y vivir, de un modo más clarividente, esos momentos de sensación verdadera constituidos a su vez de misterio. Porque aún no sabemos del todo cuál es la materia de este escenario en el que vivimos, sin aún lograr esclarecer del todo por qué y para qué estamos aquí, y cuál es realmente su trama, y cómo se entrelazan los acontecimientos, pero no impide el gozo de apostar por lo posible, aunque parezca inconcebible, y sumergirse en la epifanía de los momentos, en el acto de posar la mano en la piel de la vida como si surcaras sus entrañas.

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