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lunes, 28 de enero de 2013
Oliver Twist
Una rama espinosa se perfila sombría, como si una herida rasgara el encapotado cielo, el agua de un arroyuelo fluye como si sangraran las tinieblas. Y la herida se hace cuerpo, una figura de mujer se entrevé en el tenebroso horizonte, donde las líneas del cielo y la tierra se encuentran, o colisionan. O atrapan, como un cepo. La mujer que se arrastra, embarazada, al fin y al cabo, no es sino otro reflejo, que se esconde, de una herida abierta que se niega, la de una sociedad tramada sobre la hipocresía y las desigualdades, por riqueza, por condición. La mujer da a luz en un orfanato, donde acogen ese despojo que no podía encontrar su espacio, donde se supone que habita la luz. Al bebé le dan un nombre: Oliver Twist (John Howard Davies). El comienzo de ‘Oliver Twist’ (1948), es tan sorprendente, tan pletórico de sugerencias, de ingenio visual, como el de la anterior adaptación que David Lean realizó de una novela de Charles Dickens, ‘Cadenas rotas’ (1946); en esta ocasión la adaptación la realiza junto a Stanley Haynes, y vuelve a colaborar con un mismo equipo, para dar a luz otros de lo más asombrosos diseños visuales que ha dado el cine, con Guy Green en la dirección de fotografía y John Bryan en la dirección artística, y un portentoso trabajo de montaje, de nuevo junto a John Harris (hay que recordar que David Lean trabajó previamente como montador, para Michael Powell) ; además, de nuevo a cargo de la producción Ronald Neame y Anthony Havelock-Allan.
Hay una secuencia en que parece descubrir la luz. El amanecer tras la secuencia nocturna en que Sykes (Robert Newton) ha acabado con la vida de Nancy (Kay Walsh, entonces esposa de Lean, que había colaborado como coguionista en ‘Grandes esperanzas’). Hasta entonces parecía que viviéramos en un mundo abigarrado, en el que los edificios parecen cernirse sobre los personajes, en el que los interiores parecieran hacinados, abarrotados, entre seres humanos y objetos, unos y otros indistintos, callejones que parecen comprimidos; los hay sorprendentes como ese puente elevado que cruzan de un edificio a otro Fagin y sus compinches, con el ‘otro mundo’, el de la clase privilegiada, la cúpula, al fondo del encuadre, ‘distante’. La muerte del personaje que ha intentado liberar a Oliver de esa celda de podredumbre moral, que rigen Sykes y Fagin (Alec Guinness), pareciera liberar la luz; la muerte de otra mujer se convierte en la herida que recompusiera un cielo, una vida, un escenario; Sykes cierra las cortinillas de la ventana, como ella hizo cuando escucha, en el cuarto trasero del pub, los tratos de Fagin y Monks (Ralph Truman), el pariente que quiere quedarse con la herencia destinada a Oliver.
No es que el montaje se subordinara a lo escénico (como ciertas obras ubicadas en tiempos pretéritos en las que los personajes parecen atildados visitantes de un museo), pero, aun siendo notable, el trabajo de dirección artística, y de montaje de la adaptación realizada por Roman Polanski en 2005, era más ortodoxo. Los decorados eran los espacios en los que transitaban los personajes. El montaje era el relato fluido de los acontecimientos . En ‘Oliver Twist’ el decorado se convierte en otro personaje, del que los personajes parecen emanaciones, como extensiones de su carne, y a la inversa. El montaje, por otro lado, rastrea los surcos de las entrañas de unas tinieblas que parecen regir una época oscurantista, las de un conjunto, las de los personajes, como esquirlas de ese extravío, como fisuras de un escenario cuyo telón ha sido desgarrado: el plano subjetivo que culmina la huida de Oliver, perseguido por varios ciudadanos, cuando el puño de un hombre se estrella contra su rostro (contra la cámara), la imagen se desvanece cuando Nancy se desmaya, o se desequilibra, como el sonido se distorsiona, cuando Sykes asimila que ha matado a Nancy ( acompasado a los temblores de su perro que lo mira desde un rincón; sobrecogedor el plano, en la escena del asesinato, en el que perro escarba en la pared como si quisiera fugarse de un horror insoportable).
En esta admirable obra de Lean, la luz, los decorados, la misma interacción de los planos, pareciera que se descubrieran por primera vez, con la febrilidad de quien descubre los senderos de lo posible. La secuencia del desenlace, el acoso a la casa donde están ocultos Sykes y Fagin, y la huida final por los tejados, es sencillamente asombrosa: cómo conjuga distintas acciones: La vociferante masa intentando echar abajo la puerta; Fagin retrocediendo en las escaleras del rellano; los niños poniendo barricadas en la puerta del piso; Sykes arrastrando a Oliver en su fuga. El cine parecía aún nacer: es como un Hágase la luz: por supuesto, el último plano rebosa luminosidad: de la oscuridad inicial de la madre errante, ‘proscrita’ en el exilio de las tinieblas, al hogar alcanzado. No es de extrañar que Lean realizara uno de las elipsis más asombrosas, y que condensa el mismo cine: Lawrence soplando una cerilla; el siguiente plano es el sol ascendiendo en el desierto. La ‘pantalla’ se anima con la luz.
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