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domingo, 24 de mayo de 2015
Gueros
Los poetas no cogen el tren. Se quedan siempre en la estación, no son pasajeros sino observadores que urden versos que son raíles con viento y cabellos y gestos y nubes y aliento y papeles y letreros y paso del tiempo y flexión de los cuerpos, versos que transfiguran la percepción porque enfocan la realidad desde múltiples ángulos, entre sus luces y sus sombras. Hay algo de poetas en los cuatro jóvenes protagonistas de la producción mexicana 'Gueros' (2013), de Alonso Ruíz Palacios. Se desplazan por Ciudad de Méjico, a veces sin saber en qué parte concreta se encuentran (a veces hay quien pregunta dónde estamos, y quien responde: en Ciudad de Méjico). Es un conjunto aunque sea una diversidad de calles, un mismo nudo aunque su apariencia sea deshilachada, una misma realidad que desconcierta y aturde porque parece desconectada, con la que se forcejea y en la que se busca una brecha de luz. La realidad se encuentra en obras, y parece enrevesada entre absurdas categorizaciones (que derivan en distancias que son separaciones, e incluso discriminaciones), como la que señala el mismo título de la obra, uno son gueros (los de tez pálida y pelo claro) y otros prietos (de tez oscura, de rasgos amerindios).
Hay una respiración de exilio en 'Gueros' que recuerda a 'La ley de la calle/Rumble fish' (1983), de Francis Coppola, otro deslizamiento entre sueños y sombras en blanco y negro. Hay también dos hermanos. Aunque aquí el pequeño, Tomás (Sebastián Aguirre), no idealiza al mayor, Sombra (Tenoch Huerta). Más bien hay entre ambos cierta distancia que se hará aproximación y conciliación en el trayecto o desplazamiento de este viaje por las venas de Ciudad de Méjico. Un viaje que tiene una finalidad y sí tiene que ver con la idealización, la búsqueda del cantante Epigmenio Cruz (de cuya música se dice que hizo llorar de la emoción a Bob Dylan) que ambos hermanos admiran. Tomás porta un deslustrado cassete que le regaló su padre, como si fuera el amuleto que pudiera conducir hacia el Santo Grial. Ambos escuchan su música, y la banda sonora se queda en silencio mientras sus semblantes entran en estado de éxtasis, un momento de sensación pacífica en el que todo parece reajustado con un centro. En 'La ley de la calle' el hermano mayor, el chico de la moto (Mickey Rourke), no escuchaba bien, como si la realidad fuera un sonido amortiguado. El sonido también es relevante en 'Gueros' para definir la relación con la realidad. Y al fin y al cabo Epigmenio es un músico ( cuyas composiciones nunca escucharemos, en un buen detalle de guión) que se encuentra gravemente enfermo, por lo que indica unas noticia en el periódico, aunque haya abandonado el hospital. Sombra, como el chico de las moto, también tiene conflictos de percepción. Sufre estados de alteración, como si la realidad se convirtiera en un temblor que sacudiera sus entrañas, y que un médico diagnóstica como ataques de pánico, de ansiedad.
Tomás y Sombra contemplan peces en un acuario, como El chico de la moto tenía fijación con su reflejo en un pez, el Luchador de Siam (Rumble fish), ese pez de colores que evidenciaba el color extirpado el su vida, ese pez que ataca su propio reflejo, como El chico de la moto ya quería acabar con la imagen de sí mismo, con la imagen de la realidad, revelada falacia, sueño que más bien era pesadilla de colores extraídos. Sombra, literalmente, vive entre sombras: cuando Tomás llega a su apartamento es pura oscuridad con la que se tropieza. El piso, que comparte con Santos (Leonardo Ortizgris), es puro desorden, el suelo un reguero de obstáculos en forma de botellas y latas. Vive haciendo huelga de la realidad, ajeno, o más bien replegado, encogido, vive casi de prestado, alimentándose de la electricidad de la vecina de abajo, y la realidad afuera es otra dimensión, otro planeta, por eso también hace huelga de la huelga universitaria.
Es una sombra estacionada, aunque más bien aparcada, con los ojos cerrados, como quien se ha tropezado y caído. Su salida a la realidad, en busca del músico, en compañía de su hermano, y Santos, implicará recuperar el nexo perdido con la realidad, dotar de algo de luz a su vida, en lo que es fundamental el cuarto componente que se une al viaje, Ana (Ilse Salas), la chica que ama, una mujer comprometida con la acción combativa, una de lideres del movimiento contestatario universitario. Sale de su jaula, y se confronta con ese otro zoo de barrotes invisibles que es esa realidad sin centro, cuyos pedazos parecen desgajados. Sigue el hilo de la música perdida y constata que la poesía en la realidad parece dormida. De todos modos, la sombra parece dotarse de la necesaria electricidad que le suministre la luz que parecía haber extraviado. En el acuario, comenzará a desplegarse en Sombra ese amor que permanecía en sombras, replegado, oculto, sin manifestarse como debiera ya que existe correspondencia entre Sombra y Ana. Quizá algunos sueños inclinen la cabeza y parezcan muertos aunque sólo estén dormitando, pero hay otros que despiertan, y se ponen en movimiento, y miran hacia adelante, como una flecha de luz que deja atrás las sombras.
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