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sábado, 31 de enero de 2015
10 Secuencias 2014
10. Joven y bonita, de Francois Ozon
Secuencia final: Encuentro de Isabelle con Alice, o con aquella que podría ser, o, por fin, con su propio reflejo que comienza a perfilarse. Isabelle, hasta entonces, se mueve por golpes de viento, esos que sacuden las hormonas, y la mirada se arrastra ciega tras su incierta e imprevisible estela. En los primeros compases se ve propulsada a la distancia de la extrañeza, esa que surge del desencuentro entre lo soñado y lo real (por eso se duplica, se ve a mí misma en el acto amoroso como si fuera otra. Toma consciencia que aún son muchos reflejos en los que tiene que contemplarse, antes de definirse, de tomar elecciones firmes, cuando ya la mirada enfoca, y ese el trayecto de la narración de 'Joven y bonita', hasta llegar a ser esa mujer, con nombre de espejo, Alice (Charlotte Rampling) con la que se encuentra en las últimas escenas, las que densifican el relato y lo fracturan y dan cuerpo, esa mujer que la contempla como la última mujer que vio a su marido vivo, la última mujer que vio su marido antes de morir. Junto a ella contempla el último escenario de aquel con quien compartió tantos escenarios, escenarios ajenos para esta adolescente que piensa, en primera instancia, que aquella mujer quiere el usual servicio, porque Isabelle cree que representa para Alice lo mismo que para otros clientes. Pero no es así. Es otro umbral. Aquella mujer con nombre de espejo, aquella mirada, es una brecha hacia el mundo adulto, hacia sus sombras. Hacia ese tipo de relatos que quisiéramos escuchar, y vivir. Y que Isabelle necesitará explorar para así crecer. Por eso, la narración concluye con Isabelle contemplándose en el espejo, ya se no hay distancia consigo mismo, ya no se duplica, ni se siente escindida. Ya es.
9. Orígenes, de Mike Cahill
La secuencia en que la realidad se revela como una danza de signos inciertos e intrigantes que llevan en la dirección que se desea sin saber cómo. Ian pierde paso, a la vez que lo encuentra, en su percepción de la vida, aunque tras la inesperada y sorprendente revelación (el misterio de la formación) la interrogante la deje como un fleco suelto que no le interesa explorar como dirección (como la percepción ya predeterminada que no quiere ver la sombra en su mirada fija). A través de una concatenación de signos intrigantes (una sucesión de onces, 1+1=2, en un boleto, en la hora, en unos reflejos, en un autobús que llega y en el que se monta...), en los que aprecia, o más bien siente, una secuencia, un sentido, en forma de rapto, se deja llevar por la circulación, por el fluir de la realidad (no hay intencionalidad ni propósito ni deducción lógica; no es el yo el que guíe, aunque más que dejarse guiar por el enigmático pero atrayente flujo de lo real, fluye una interconexión intuitiva entre el yo, la mirada, y la secuencia de signos). Ese trayecto le dirige hacia un signo que remite a lo que él busca desde hace varias noches. En una valla publicitaria descubre los ojos de la chica, Sofi (Astrid Berges-Frisbey), la chica (con el rostro oculto, menos sus ojos) con la que había conectado de modo inmediato en una fiesta de disfraces, como si una fuerza de atracción les dominara, y que había desaparecido sin darle posibilidad de comunicación, es decir, sin dirección. El movimiento de cámara envolvente, que es inversión, pues se realiza desde su rostro a su espalda, para distinguir lo que mira asombrado, encuentra su réplica, su duplicación, en uno parecido en las secuencias finales, y que completa un trayecto que vulnerará de modo definitivo su concepción de la realidad, su mirada fija, su negación de una realidad transcendente, más allá de los límites de nuestra percepción, de lo que se puede probar según lo aceptado, en la perspectiva científica, como prueba. Lo visible se ve desestabilizado por lo invisible. Las rígidas certezas por la interrogante, por lo insólito, por el asombro.
8. Nebraska, de Alexander Payne
Secuencia de reencuentro con la casa de la niñez. Reencuentro con los primeros pasos, con las ruinas del eco de sus primeras miradas, cuando el horizonte era un semillero de posibles, y aún no sabía que podía ser una suma de vallas publicitarias que vendían sueños que rara vez existen, o cuando menos sólo sirvieron para que, como tantos otros, estacionara su vida, contemplando la vida pasar, contemplando los coches que pasan frente a tu casa, mientras dejas que conduzcan tu vida, y a donde ha llegado no es sino un paraje sin color, un estacionamiento. Quizá recuperar un compresor de aire sea un cálido consuelo, aunque quizás haya una confusión y se coja el que no era (en una de las secuencias más afortunadas de la película), como así ha sido su vida; no es la vida que creía que estaba cogiendo, o que iba a coger. En la bellísima secuencia en la que recorre las habitaciones, ahora desastradas, vacías, con sillas rotas y cabeceros de cama quebrados, se confronta con el hecho de que no importa cómo recuerdas lo que vives o fuiste, o lo que recuerdas o lo que has dejado de recordar, porque lo cierto es que duele. Duele apreciar porqué tu vida nunca se completó su perfil como esperabas, incluso se convirtió en algo renqueante. Lo que transpira ese momento, pese a ese dolor que asoma nítido, como otros primeros pasos, es el hecho de que ha cogido aliento por un segundo. Por eso Podría recorrer al volante la calle del pueblo de tu infancia, pero no como el millonario que todos admiraban con sonrisas falsas a interesadas, sino como el forajido o sheriff que ha desenfundado su mirada y avanza desafiante por la calle, con la mirada firme. Por un instante, no era el que miraba pasar los coches, sino quien conducía hacia algún horizonte que no era papel pintado con falsas promesas.
7. El pasado, Asghar Fahradi
La secuencia final que enlaza con la secuencia inicial, el gesto final que enlaza con los gestos extraviados en una maraña sentimental. Una sinfonía incompleta de manos que no logran interpretar la música de los otros ni incluso su propia música. En la primera secuencia, resalta un brazo con muñequera, aquel con el que saluda Marie a Ahmad cuando le recibe en el aeropuerto. Una lesión física que sugiere, como metáfora, una lesión anímica en esa relación a punto de finalizar definitivamente, quizá porque la firma de unos papeles no basta para finalizar ciertos flecos emocionales sueltos. Algunas lesiones quizás no estén visibilizadas, evidenciadas, de ahí, quizá, el comportamiento desconcertante de Marie. O así se lo parece a Ahmad, su nueva pareja, como si reflejara un rescoldo de resentimiento, aunque desde la perspectiva de Samir parezca más bien rescoldo de la llama de una atracción que no se ha apagado. Para él, si dos personas discuten después de cuatro años sin verse es porque algo aún palpita entre ellos. Perpectivas distintas: marañas: emociones y sentimientos que aún necesitan muñequeras. La película finaliza con la espera de respuesta de otro brazo, de una mano, lo que podría ser el indicio de que la esposa de Samir despierta de su estado en coma (como a mitad película, Marie pone la mano sobre la de Samir, aunque quizás más bien espera una respuesta esclarecedora de sí misma). Esa imagen final es la espera de un gesto, como tanta espera de incógnitas resueltas surcan la narración, esperas de esclarecimientos de las motivaciones de los personajes, para los demás, e incluso, en algunos casos, para sí mismos.
6. The grandmaster, de Wong Kar Wai
El último encuentro de Gong Er (Zhang Yiyi) y Yip (Tony Leung). Un cuerpo secuencial dividido y conjugado en un diálogo de primeros planos, como loo sentimientos se sitúan, exponen,a l fin, en primer plano, y dos figuras en un decorado que es el espacio de un pasado que no fue y un futuro que no será, un sentimiento que nunca logró hacerse presente, camuflado bajo los escenarios. Y un corolario: el cuerpo que danza, porque logró revelar sus emociones, danza en la nieve, como la que caía cuando recibió aquel fatal golpe que propiciará su pronta muerte. Hay rostros surcados de dorado, que pueden convertirse en ámbar, como esos sentimientos que no se expresaron, esas palabras que no se dijeron, esas acciones que no se realizaron. Y que se revelan cuando ya es demasiado tarde. O quizás el logro sea simplemente revelarlo, aunque confirmes que nunca hubieras sobrepasado la orilla. Puedes conocerte a ti mismo, sentir que algo conoces del mundo, pero sabes que no lograste conocer las otras cosas vivientes, que no dejaron de ser reflejos, humo. Quizás porque se arrastró la vida a una partida de ajedrez, ese ir y venir. Y, ahora, tras exponer lo que no has dejado de sentir como una llama permanente en silencio, la vida se revela un pasadizo de perfiles difusos, un fantasmal decorado, como si surcaras la espesura de la lluvia, en la que quizá siempre has transitado como un perro vagabundo, quizá abandonado. Un decorado que parecía, a simple vista, un lugar de artes marciales. Pero era sólo eso, apariencia. Y como las gotas de lluvia, como el humo de tantos sueños no realizados, te desvaneces. Pero antes danzas en la nieve con tu sonrisa desplegada, porque logró, por un instante, aún tardío, la emoción expandirse.
5. Winter sleep, de Nuri Bilge Ceylan
Las miradas en las secuencias finales: El plano previo a que aparezca el título de la película le muestra a Aydin de espaldas. Es un movimiento de cámara hacia su nuca. El trayecto narrativo es el recorrido hacia quizá la consecución de una transformación, la consecución de una mirada frontal a los demás, la mirada que considera a los demás, la mirada consciente de los demás. En las secuencias finales: Las miradas de Aydin: Una mirada a un conejo que ha disparado, una mirada desde la distancia al pueblo donde vive, una mirada a su esposa, Nihal (Melisa Sozen), que le mira desde una ventana, la mujer de la que se había distanciado, la mujer que le reprocha que ha convertido su vida en vacío y dolor, sin dejarle un resquicio para que se sienta ella misma, la mujer a la que, dada la imposibilidad de superar esa distancia, y reconvertirla en proximidad, le había prometido que se alejaría de ella para no abrumarle con su ausencia de cuerpo presente. Se lo dice a sí mismo, mientras se miran, ella desde la ventana, con un cristal interpuesto. Quizá él abandone el teatro en el que ha convertido su vida, un teatro alejado de los demás, distancia que ha interpuesto, inconsciente de sus dolores y precariedades, como si el sistema social fuera inevitablemente implacable, como lo es la naturaleza, en esencia cruel.
4. Ida, de Pawel Pawlikowski
La secuencia del suicidio de Wanda. En los encuadres predomina el aire, el vacío, en la parte alta del encuadre, como si las figuras, las cabezas, porque sobre todo predominan los primeros planos, estuvieran, o fueran, atornilladas contra el suelo, como si un abrumador peso se cerniera sobre los cuerpos, aplastados, destinados a una condición de amasijo postrado. Los encuadres son fijos, rezuman quietud, reclusión. El tiempo, la duración, se despliega, disidente, dentro de los encuadres, y entre sus junturas, como el tiempo que quisiera liberarse. Wanda no deja de fumar cigarrillos, que enciende con cerillas. A veces, le cuesta encender alguno. Como le cuesta ya de nuevo encender su vida. Su mirada se ha extraviado hace tiempo, se ha hecho sombra, hastío, desesperación. Ya se ha postrado demasiado. No deja de soltar su melena, pero sus entrañas permanecen mordidas, y sangra. Los otros rostros, los de los hombres, no logran hacerle sentir que haya direcciones. No hay embriaguez que alivie los cadáveres que porta en su interior. No hay música, sólo silencio. Suena la música cuando desaparece del encuadre para reaparecer de nuevo, encaramarse al alfeizar y saltar al vacío. Porque el vacío predomina ya no sólo en la parte alta del encuadre, sino en todo el encuadre de su vida, y desaparece. En cambio, Ida sí se sostiene sobre ese vacío, por eso se postra ante otros símbolos, otras efigies.
3. Sólo los amantes sobreviven, de Kim Jarmusch
La música de Adán, el baile de Eve, coreografía que gira como un disco de vínilo, la conexión entre dos cuerpos entrelazados, haya o no una distancia física entre ambos, el abrazo no dejan de sentirlo. La narración hecha música, un talante hecho música, la música de una conexión emocional. Adam habita, recluso, un refugio aislado del universo, como si fuera un Tesla que compone música, sobre todo con la mujer que ama, Eve. Se desplazan entre ellos como una corriente eléctrica, y con el coche, por entre los espacios deshabitados, como si su presencia fuera el aliento que los dotara de vida. Danzan con su mente, en el ajedrez, o con sus cuerpos. Sus gestos se acompasan. La mente humana está despoblada, como los espacios que rodean la casa en la que vive Adam en Detroit, un lúgubre decorado de edificios abandonados que extravió el don de la música. Donde hubo un teatro con espejos que reflejaban los candelabros ahora hay un mortecino aparcamiento, en el que los cuerpos, ya juntos, se apoyan el uno en el otro, como la cámara también danza, viven y danzan y se embriagan en otro tiempo, otra frecuencia, otro tipo de corriente eléctrica que quizá sólo conociera alguien como Tesla, una de esas raras mentes pobladas. Por eso sólo quedan vivos los amantes, los que saben beber la sangre de la vida, la entraña de la vida, los que aspiran a beberla, a palpar y sentir su música, fluir en la embriaguez, la transcendencia de los sentidos. Y así fluye la narración de 'Sólo los amantes sobreviven', como si la embriaguez aún fuera posible, como si se desperezara entre sueños, como si se sacudiera el entumecimiento, y despertara.
2. Perdida, de David Fincher
En 'Perdida', hay una transición que condensa con qué mordaz corrosión esta excepcional obra desentraña una infección, la que se extiende entre el primer beso y la acción de introducirte un algodón en la boca para realizar el análisis correspondiente de saliva cuando tu esposa ha desaparecido y se teme que esté muerta y te consideran sospechoso. El otro, la otra, es una nuca, como una pantalla, un enigma sobre el que proyectamos y que intentamos descifrar. Por eso, comienza la narración con las preguntas, ¿qué piensa? ¿qué siente?. Y ese rostro a mitad de trayecto narrativo, desvelando su airada sublevación, revela su actitud, cómo es y qué siente, y a su vez su escenificación (las gafas oscuras, lo no visible o escamoteo, la simulación). Un dilatado montaje secuencial, de alrededor de seis minutos (acompasado a la sublime composición de Trent Reznor y Atticus Ross, 'Thecnically, missing'/técnicamente, perdida', uno de los pasajes más deslumbrantes que ha deparado el cine en mucho tiempo. Y a partir de entonces las fisuras no dejan de abrirse, y el hedor y las purulencias abrirse paso entre las apariencias que, en el segundo tramo se convierten en combate en las trincheras de las pantallas, allí donde la imágenes se cultivan para conseguir el efecto deseado en la percepción y valoración de los demás. Porque las preguntas aquellas de cómo siente o qué piensa, cuando el tiempo transcurre y se aposentan y enturbian las marañas y las cicatrices, y el azúcar en polvo que te envuelve como una nube de ensueño se ha convertido en gélidos copos de nieve de decepción (la bellísima secuencia de su primer beso, y la revelación para ella de que él tiene una amante), irrumpe la pregunta de ¿qué nos hemos hecho el uno al otro? Porque tras distanciarse, o en el proceso de distanciarse, han tendido a manipularse, controlarse y dañarse, mientras mantenían las apariencias. Porque las apariencias son las trincheras donde tiene lugar la cruenta contienda.
1. A propósito de Llewyn Davis, de los Hermanos Coen
La secuencia del gato que observa las estaciones pasar. La secuencia del hombre que observa la sombra del gato desvanecerse malherida en la intemperie de la noche. Llewyn se desplaza recurrentemente por pasillos angostos, tanto que las puertas en cada pared casi se tocan, para acceder a las casas donde le acogen en sus sofás, o si ya está ocupado, en el suelo. Llewyn no tiene dinero. Su presente es más que incierto, un pasillo que parece angostarse cada vez más. No tiene hogar. Está un poco perdido. Y porta un gato que no es suyo, un gato que se ha escapado cuando dejaba el piso de una de esas amistades que le acogen. Un gato cuyo nombre ignora, con lo que será difícil llamarle si se pierde o fuga. Un gato que intenta que no se pierda, aunque es difícil cuando él parece un tanto a la deriva. Un gato que contempla con perplejidad la sucesión de estaciones por las que pasa el metro en el que viaja. La vida de Llewyn también es una sucesión de estaciones que pasan. El viaje no parece conducir a ninguna parte. Pierde gatos, como pierde el horizonte. O más bien abandona gatos, como ha abandonado en sí mismo lo que le conectaría con los demás. En la noche, en medio de ninguna parte, entreve la sombra del gato que abandonó y que acaba de atropellar. No era el mismo que había perdido al principio pero lo parecía porque quizá fuera él mismo ya que se siente atropellado desde el momento en que le han dicho en la prueba musical que no tiene mucho futuro como cantante. Las estaciones no es que pasen, es que ya incluso le atropellan. Aunque aún no acabe de discernir que él no ha dejado de atropellar a los demás, hombre de gesto adusto, desangelado, en cuyo semblante una sonrisa sería un fenómeno paranormal. Llewyn es incapaz siquiera de cuidar un gato, que no sabemos si es el de Schrodinger. Pero una cosa es que la realidad sea incierta, o difícil de descifrar o de entender, o que no sea capaz de reconocer su talento, y otra que su resentimiento se transforme en atropello de crueldad o desprecio o mera indiferencia hacia los demás. Así nunca encontrará su hogar. Sólo el gato, porque se llama Ulises
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