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sábado, 20 de diciembre de 2014
Birdman
¿De qué hablamos cuando hablamos de 'fantasía sucia'? Riggan (Michael Keaton), el protagonista de 'Birdman' (2014), de Alejandro G Iñarritu, quiere demostrar que es un verdadero actor, no una mera celebridad por haber interpretado, o quizá encarnado, dado cómo se ponen en cuestión sus dotes actorales, a un superheroe, Birdman, en tres películas veinte años atrás. Y quiere realizar esa demostración, a sí mismo y a los demás, estrenándose en Broadway con la adaptación, que el mismo dirige, de 'De qué hablamos cuando hablamos de amor', una obra de Raymond Carver, emblema de aquella corriente literaria denominada, hace treinta años, 'Realismo sucio'. El estilo lacónico de Carver se define por el despojamiento, las frases cortas. La mirada desangrada que evidencia el reverso de las pantallas, más allá de cómo nos presentamos a nosotros mismos y de los fingimientos que dominan el escenario de las relaciones, donde las frases quizá no terminen, como los sueños queden como flecos sueltos, o colgajos entre historias que dejan escuchar el ruido de las tuberías atascadas de la vida. Iñarritu también pretende revelar los despojos y mostrar el óxido bajo el lustre, las heces que se escurren entre los neones, aunque el estilo de Iñarritu ha tendido, en sus obras previas, a la grandilocuencia y a la afectación, a cierto atracción fetichista por lo miserable y desgraciado, a remarcar su presencia, su firma, con montajes sincopados, de historias cruzadas y tiempos mezclados, que a veces, como en '21 gramos' (2003) daban la sensación de haberse combinado de ese modo como pudiera haber sido de otro, como quien lanza unas fichas al aire a ver en qué orden caen. En 'Birdman' sigue la estela de Alfonso Cuarón el año pasado con 'Gravity' (2013), con el alarde formal de las largas tomas. Claro que si en 'La soga' (1948), por las limitaciones de aquellos tiempos (las cámaras no lo permitían), Alfred Hitchcock cada diez minutos tenía que encuadrar la espalda de un personaje para realizar el salto de montaje a otro plano secuencia, Iñarritu puede recurrir a los adelantos digitales para crear la sensación que toda la narración es un solo plano secuencia. No deja de resultar eficaz la elección porque esa concentración en un espacio, el de los pasillos y camerinos y escenarios de un teatro, como si los personajes circularan por los angostos pasillos de un submarino, reflejan, ante todo, ese ensimismamiento de un personaje, que puede ser el de tantos otros alrededor, porque los personajes parece que circularan por los angostos pasillos de un submarino con esa agitación que transmite la sensación de que siempre están por detrás de sí mismos, o de sus máscaras.
Higgan es alguien que ha girado alrededor de sí mismo, descuidando o destrozando relaciones, sea en el pasado, Sylvia (Amy Ryan), a quien llegó a apuntar con una pistola por cuestionarle, o en el presente, Laura (Andrea Riseborough), quien no recuerda cuándo es la última vez que le ha dirigido una palabra de ánimo o afecto efusivo, o dejando despojos heridos, como su hija Sam (magnífica Emma Stone), enganchada a las drogas como quien intenta sostenerse sobre un vacío. De hecho, en dos ocasiones la vemos en la azotea, con su piernas colgando en el vacío, como si quisiera fugarse de una realidad en la que no se siente. Por eso, se siente cómoda ante el vacío. Higgan, en cambio, no quiere sentir que se precipita en el vacío, como el asteroide en llamas con el que se inicia la narración. Siente que empieza a quedarse arrinconado en los márgenes, una celebridad de un tiempo pretérito. El quiere sentir que aún es capaz de sostenerse sobre ese vacío, así nos es presentado, aparentemente levitando. Riggan está en el filo de la enajenación, secuela o reflejo de un ensimismamiento en abismo. Su perspectiva escénica de la relación con la realidad condiciona que el discernimiento se quiebre en los reflejos. Ni siquiera se puede decir en su caso que su reflejo sea más auténtico que él mismo. Se desdobla, o escinde, atrapado en el espejo. Su superhéroe aún le habla, con esa voz cavernosa que utiliza el último actor que ha interpretado a Batman, a quien encarnó Michael Keaton algo más de veinte años atrás.
Al fin y al cabo, el superhéroe es lo que se quisiera ser, el dominio de la realidad. O esa ilusión de que puede ser así, de que se puede volar, ser un hombre pájaro, capaz de mover cualquier objeto con su mente, y pretender que la realidad se ajuste al patrón de su existencia (como que un foco caiga sobre la cabeza de aquel de quien se quiere desprender). Riggan tiene alucinaciones, pero son representadas como reales, porque Higgan es como el mono que golpea la batería, como advertía la canción de The waterboys que no se hiciera (Don´t bang the drum); de hecho, entre sus alucinaciones se repite la de un batería que aparece en cualquier recodo,s ea en la calle o en uno de los pasillos del teatro. Higgan quiere demostrar que no es alguien irrelevante, ni insignificante, que tiene un poder extraordinario, que es un gran actor, no una mera celebridad que vive de sus rentas. Quiere sentir que es el centro del escenario, aunque ya sea difícil distinguir donde termina uno y otro. Como su bestia parda, o villano, que no es una criatura verde de apariencia monstruosa, sino alguien que también puede ser él, incluso es un alfeñique que combate contra él portando un mero slip ( o versión taparrabos, pero sin traje por debajo), Mike Shiner, interpretado por Edward Norton que encarnó a El increible Hulk, quien parece querer usurpar y absorber su necesidad de atención y reconocimiento y admiración (aunque, ciertamente, su talento sea innegable), y hasta puede convertirse en el novio de su hija, encarnada por una actriz que ha interpretado a la novia de otro superheroe, Spiderman. Shiner es alguien que parece saber vivir, o sentirse vivo, más en un escenario que en la realidad, quizá por eso sí funciona sexualmente en un escenario, pero no en ese otro escenario que se denomina realidad.
Quizá no sea un apunte sutil, pero estamos ante todo una sátira que no hace ascos a ciertos trazos gruesos como escupitajos espesos que no dejan títere con cabeza, ya sea a los actores, o cualquier entidad que les rodee, sean los críticos, a los que se dibuja, a traves de Dickinson (Lindsay Duncan), como aspirantes a emperadores romanos que disfrutan poniendo su dedo arriba o abajo, como a los que viven atascados en las diversas pantallas de las redes sociales, a través de las que parece que giran sus vidas, como también a quienes las niegan, como es el caso de Riggan, ya que es alguien ávido de notoriedad y reconocimiento pero rechaza las herramientas que más pueden hoy en día proporcionársela, e irónicamente, lo hace, aunque no sea de modo calculado ni intencional, porque en esa realidad de velocidad apresurada en la que los centros de atención varían tan rápidamente, y definidos generalmente por lo insustancial, es más fácil que adquieras notoriedad por evidenciar tus trapos sucios, o por lo menos tu ropa interior cuando te quedas en calzoncillos en mitad de una multitudinaria calle. Eso sí es una fantasía sucia, aunque no deja de tener su gracia. Además, puedes tener la opción de conseguir una nariz como Jake La Motta y seguir pensando que eres el mejor, sino ante un espejo, al menos echando a volar, aunque no seas un hombre pájaro. O quizás sí, es lo que tiene optar por las fantasías, sean sucias o no.
Esta notable obra se estrena el próximo 9 de enero
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