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martes, 11 de junio de 2013
Stoker
Hay obras que enceran la pantalla. Realizan un proceso de vaciado para que el rastro del modelo se convierta en una figura de porcelana, como el souvenir de un viaje pretérito a un lejano lugar del que sólo se puede evocar ya el nombre. La sombra de 'La sombra de una duda' (1943), de Alfred Hitchcock, es alargada, e inspiró al actor Wentworth Miller para confeccionar el guión de 'Stoker' (2012), de Park Chang Wook. Y la sombra se quedó desangrada, tras la estocada. Hay cineastas que intentan pisar a la sombra, pero no pueden conseguir que se caiga, así que se dedican a hacer figuritas con la luz del proyector. Los hay hábiles prestigitadores o malabaristas, como fue el caso de Brian De Palma, o ahora Chang Wook, algo que ya había demostrado en su agasajada 'Old boy' (que ya me dio la impresión de celuloide inflamado). Ambos tienen sus admiradores, incluso muy entusiastas. A mi su dominio de las superficies me deja un tanto indiferente. Un malabarismo, vale, quince ya me satura. El cine también es una pista de circo, pero me cansa que no deje de tirarme arena a los ojos entre tanto alambicado movimiento de cámara, juego de montajes paralelos, alternos o sincopados o tramas de muñecas rusas y cajas chinas que parecen confeccionadas para marearte en un carrusel y al final encender la luz y gritarte sorpresa mientras ya estás echando el vómito por tanto mareo. Sus perversiones, además, están licuadas. Ni de lejos alcanzan la corrosiva mordacidad de Hithcock, quizás porque la de este tenía sustancia, percibías su peso, que también era abismo.
En este caso sólo hace falta contrastar a los dos Tío Charlie. Aquel escupitajo de discurso lacerante que le arrojaba como aceite hirviendo el tío Charlie que encarnaba, soberanamente, Joseph Cotten, a su sobrina en la secuencia en el bar condensa toda la batería de demolición que palpita en las entrañas del celuloide de Hitchcock, su rasgado de telones y fachadas, de proyectores y enajenamientos, de miedos, represiones e inseguridades, de entumecidas y hastiadas y frustradas vidas ritualizadas y comportamientos caprichosos: 'Tú eres tan sólo una chica corriente, viviendo en un pequeño pueblo corriente. Tú despiertas cada mañana de tu vida y sabes perfectamente bien que no hay nada en el mundo que te dé problemas. Tú vives tu ordinario pequeño día, y cada noche duermes tu despreocupado pequeño sueño, repleto de estúpidos pequeños sueños. Y yo te traje pesadillas. ¿verdad? Tú vives en un sueño. Tú eres una sonámbula, ciega. ¿Cómo sabes cómo es el mundo? ¿Sabes que el mundo es una infecta pocilga? Sabes que si echaras abajo las fachadas encontrarías puercos? El mundo es un infierno. ¿Qué importa lo que ocurre en él? Despierta Charlie. Usa tu ingenio. Aprende algo.
'La sombra de una duda' de Hitchcock es como fisión nuclear que estalla en nuestros rostros para mostrarnos ante el espejo nuestra condición de ciegos sonámbulos a los que nos pesa la autosuficiencia de creernos algo aunque seamos nada. La chica, Charlie, invoca a su sombra dormida, la de su insatisfacción, la que siente que en su vida no hay acontecimiento, que todo es ordinario, vano, insustancial, como un bucle, como la roca de Sisifo. 'Stoker' es una pálida variación que escoge la dirección de la naftalina disimulada tras su alarde de refulgente diseño en una pasarela narrativa. Todo es tan envarado como el lacado peinado del Tío Charlie, interpretado por un Matthew Goode, que había resultado más convincente como reflejo de lo siniestro en la sugerente 'The lookout (2007), de Scott Frank, pero que aquí parece apresado en el ámbar expresivo, como también parece el caso de la esfinge siliconada de Nicole Kidman, que interpreta a Evelyn, la madre de India (Mia Wasikowska), la adolescente que se convierte en la trasunta de la Charlie que encarnaba Teresa Wright en la obra de Hitchcock. India parece la versión más sombría de la Alicia que interpretó en la obra de Tim Burton, huraña, disconforme, bicho raro, en casa y en el instituto, que se siente suspendida en la nada.
Arañas, zapatos, puntas de lapiz. La realidad no parece un escenario que se acople a los deseos, los pasos se muestran torpes, no encajan en la realidad, hay que afilar la punta del lapiz para escribir la realidad ajustada a los propios deseos, a los propios pasos. Si el pie no se ajusta al zapato, habrá que ajustar el zapato al pie. Las arañas, urdimbres, marañas de la mente, proyecciones siniestras. La metáfora de la araña adquiría una superior turbiedad expresiva en 'Suspense' (The innocents, 1961), de Jack Clayton. La araña surgiendo de la piedra, de tanta emoción petrificada. India se siente también de piedra, como quien se siente cautiva; mirada, identidad encarcelada, lapidada, cuerpo suspendido. Aquí se invoca al lobo. Al reverso del padre, fallecido al comienzo del relato, ya ausente, como si fuera la bienvenida a un mundo adulto insuficiente, frustrante. Tío Charlie aparece desde la nada, porque aquí ni madre ni hija tenían noción de su existencia.
Lo siniestro se aposenta en el hogar, el doble toma la posición de padre, toca la música a la que hay que acompasarse, se convierte en posible nuevo padre, ordena el mundo como una partitura que exuda gotas de sangre. La sexualidad se despliega, los zapatos ya no son de niña, las puntas se afilan ante el arrogante avance de los jóvenes gallitos del corral que comienzan a desplegar sus alas y espolones. El capullo deja paso a una mariposa que no quiere tampoco saber de rivales. A diferencia de en la obra de Hitchcock, en donde lo siniestro se revela como la frustración desbocada que se torna en cinismo sin escrúpulos, en 'Stoker',la encarnación de lo siniestro y la mente deseante por un momento se conjugan, cómplices, como si se confundieran. Lo siniestro, Tío Charlie, ejecuta lo que quizá quisiera hacer pero no se atreve.
Pero en ese impasse la duda se balancea en la tela de la araña, narcotizada, porque la narración se distrae con juegos temporales, montajes alambicados que combinan acciones, planos de decorados impolutos, o de rostros con cabellos atildados o pieles aún más impolutas. Miras dentro de la vitrina, y se escucha el ruido del aire. No hay ni siquiera sombras. Porque el proyector estaba apagado, atascado por contemplarse tanto el ombligo. La resolución supuestamente perversa, como la risilla que esconde el niño que ha puesto un petardo en el bolsillo de un adulto, tiene algo de autocomplaciente pose adolescente, de banalización de la transgresión, sin asomo de duda. Juguemos a que somos siniestros.
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