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lunes, 5 de noviembre de 2012
Tres casos de asesinato
¿Y si los cuadros estuvieran habitados? ¿Y si sus habitantes fueran trasladados de una pintura a otra como pasajeros en un limbo? ¿Y si uno de sus habitantes fuera el propio pintor, cuyo insaciable afán perfeccionista, siempre insatisfecho con el resultado, se quedará prendido en su interior, y saliera de cuando en cuando al exterior para observar su obra y preguntarse qué es lo que le falta, cómo lo puede mejorar? ¿Y si eso implicara el sacrificio de aquel espectador de su pintura que se le ocurriera especular de qué modo podría mejorarlo, y como recompensa o mejor dicho castigo por considerar su obra inacabada, es decir, imperfecta, penetrara con él en el cuadro para permanecer atrapado en su interior? Todas esas interrogantes son resueltas, o cuando menos sugerentementes expuestas y planteadas, en uno de los fragmentos que componen ‘Tres casos de asesinato’ (1955), ‘The picture’, escrita por Donald B Wilson, según una historia de Roderick Wilkinson, y dirigida por Wendy Toye.
Es tan extraordinario que inevitablemente ensombrece el aprecio de los dos posteriores, no carentes de interés: Un grato relato criminal, ‘You killed Elizabeth’, de David Eady, escrita por Sidney Carroll según un relato de Brett Haliday, una historia de amnesias y celos ( o cómo el celoso se intentará aprovechar del amnésico para hacerle creer que ha realizado el crimen; el que se ‘acuerda demasiado’ del que no se acuerda nada); y sobre todo, el estimable ‘Lord Mountdrago’, de George More O’Ferral, con guión de Ian Dalrymple según un relato de Somerset Maugham, en el que el citado Lord, un político inglés, interpretado por Orson Welles (con otra de sus prótesis nasales a las que era tan aficionado, como a todo lo que fuera desfigurarse) sufre pesadillas con un político del bando contrario al que había humillado. Algunas no dejan de tener gracia como aquella en la que en una fiesta de gala se apercibe que todos se ríen de él porque no lleva pantalones, o aquella en la que, de repente, en mitad de una intervención en el parlamento se poner a cantar. Hay un actor, Alan Badel, que aparece en las tres historias, adoptando tres diferentes posiciones, víctima (aunque, con matices, ya que no lo es en el más allá), en el último, testigo fundamental que incriminará al asesino en el segundo, y perpetrador del ‘crimen’ en la primera, el mismo pintor, Mr X.
Hay películas en las que una pintura cobra una cautivadora presencia, casi como un personaje mas, caso de ‘Laura’ (1944), de Otto Preminger, o ‘Rebeca’ (1940), de Alfred Hitchcock, y en la senda de ésta, ‘El horrible secreto del doctor Hichcock’ (1962), de Riccardo Freda, o aun en fuera de campo durante casi todo el relato, ‘El retrato de Dorian Gray’ (1945), de Albert Lewin, quien también utilizaría otra pintura como reflejo simbólico de una degradación, ‘La tentación de San Antonio’ de Max Ernst, y también mostrada en color, en ‘La vida privada de Bel Ami’ (1947), y en un sentido opuesto, el retrato, símbolo del reconocimiento del otro, en ‘Pandora y el holandés errante’ (1952) . Hay pinturas que reflejan la evolución, y ‘realización, de una relación amorosa, como en ‘Jenny’ (1948), de William Dieterle, o vertebradoras de una relación compleja, de sinuoso trayecto, entre modelo y creador, como en ‘La bella mentirosa’ (1991), de Jaques Rivette, o, con sus diversas capas, la hipocresía y culto a las conveniencias de las apariencias, como en ‘Medianoche del jardín del bien y del mal’ (1997), de Clint Eastwood. O deparan secuencias turbadoras como aquella, en ‘En la boca del miedo’ (1995), de John Carpenter, en la que el protagonista, encarnado por Sam Neill, advierte que las figuras, cada vez que vuelve a mirar el cuadro, varían de posición.
En ‘The picture’ se convierte en escenario principal de un cautivador relato fantástico, recorrido además por un mordaz humor, en el que, progresivamente, quien es invitado (irónicamente, el guía del museo) por el pintor a penetrar en el cuadro para modificar, con una pequeña luz en la ventana, la pintura, y así lograr esa mejora que le era necesaria como retoque definitivo, se va apercibiendo, gradualmente, de que no es sino la ‘celda’ en la que se va a convertir en otra figura disecada. Un relato fascinante narrado con un equilibrado pulso, entre lo siniestro y lo irónico, por parte de Wendy Toye, cineasta británica de la que no tenía conocimiento hasta ahora. Tras dedicarse a la danza, como bailarina y coreógrafa ( colaborando con Jean Cocteau o Carol Reed) debutó en la dirección con ‘The stranger left no card’ (1952), un cortometraje protagonizado, precisamente, por Alan Badel, que ganó el premio al mejor cortometraje en el festival de Cannes de 1953. Compaginó la dirección de obras teatrales y opera, con las de películas, con predominio de las inscritas en el género de la comedia, entre 1954 y 1962, y posteriormente, aunque ocasionalmente, entre 1979 y 1982, para televisión. Quien sabe si alguna de esas otras obras pudiera deparar tan estimulante sorpresa como este magnífico fragmento de perverso fantástico.
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