La reciente La primera profecía (2024), de Arkasha Stevenson, es una precuela de La profecía (1976), de Richard Donner. Se centra, en 1971, en los sucesos previos, de acuerdo al propósito de traer al mundo al Anticristo, que derivaron en el cambio de bebé para la pareja que formaban el que sería embajador estadounidense en Londres, Thorn (Gregory Peck), y Katherine (Lee Remick), tras que se le notificara a él que el bebé había muerto durante el parto. Para que no sufriera una decepción su esposa Thorn decide aceptar la propuesta de coger un niño cuya madre ha muerto (ya cinco años después descubrirá que realmente habían matado a su bebé para posibilitar ese cambio). Aunque lo más interesante de esta discreta precuela (que ha recibido bastantes parabienes) es más bien extra cinematográfico, y está relacionado con su similitud con otra producción reciente, Immaculate (2024), de Michael Mohan, también protagonizada por otra joven monja estadounidense que, en Italia, se encuentra en la tesitura de ser víctima de una conspiración, o más bien enajenación, eclesiástica, en ese caso para traer un heredero de Jesucristo (porque la Iglesia Católica está perdiendo adeptos). Esa coincidencia se debe a una circunstancia social en Estados Unidos en relación a anulaciones de la ley sobre el aborto, decisiones que privilegian concepciones religiosas del cuerpo de la mujer como mera vasija transportadora. De ahí que las dos películas incidan en la exacerbada violencia que sufren los cuerpos femeninos para remarcar ese desprecio al cuerpo en sí, el cual es vejado y torturado porque su única función, ya que meramente es un medio, es dar a luz. En ambas obras la institución religiosa es sinónimo de desquiciada y turbia enajenación. Desafortunadamente, ambas películas, más allá de puntuales aciertos, además de carecer de la necesaria cohesión, no consiguen transmitir, sino de modo ocasional, la perturbadora atmósfera siniestra de La profecía.
Hay otra gran idea de puesta en escena, y conceptual, que se convierte en elemento estructural: la mirada. Durante la obra abundan los primeros planos, relacionados con la creación de la tensión que propicia el terror interior sostenido sobre la incertidumbre, ¿Qué es lo que ocurre? ¿Puede ser cierto lo que parece? En la secuencia de la adopción del niño hay una muy buena idea: Se mantiene el plano largo en el que vemos al otro lado del cristal a la monja con el bebé, y reflejados a Thorn y el sacerdote que le ha inducido a que lo adopte; hecho que refleja la doblez de éste: cuando le busca años después le descubre con uno ojo quemado, en un estado casi catatónico (sólo puede mover algo la mano izquierda), como si se hiciera cuerpo de esa espina de su doblez (por transferencia también la de Thorn). El uso de las miradas es fundamental en la secuencia de la fiesta en la que la primera institutriz se ahorca: los personajes oyen su voz, llamando a Damien, miran hacia allá; vemos un plano descontextualizado de ella, con una soga al cuello; y un plano abierto nos hace ver que está sobre una cornisa desde la que se lanza (de nuevo, un cristal: su cuerpo al caer rompe el ventanal de abajo); Donner suspende la narración, como si no se diera crédito a la irrupción de lo anómalo ( y terrible): se suceden varios planos de los asistentes mirando como si se hubieran quedado catatónicos (es un acertado detalle que uno esté dedicado a uno de los payasos de la fiesta; un contraplano turbador).
Hay más: los personajes se definen ante todo por las miradas. La pareja protagonista no posee atributos especiales de caracterización, representan la normalidad convencional (como esos paseos con el bebé al inicio por la campiña); Thorn se define por ese aura de dignidad y nobleza característica de Peck, y hace efectivo el que se resista a aceptar la aparición de lo siniestro en su vida (como logra transmitir a través de su mirada su modificación de perspectiva); Lee Remick hace cuerpo, o mirada, de la inercial normalidad que va siendo progresivamente desestabilizada, hasta precipitarse en el abismo; literal: por dos veces cae al vacío, en dos magníficas secuencias de proverbial modulación: cuando su hijo choca con su banqueta propiciando que caiga, y la de su muerte en el hospital, empujada por la institutriz Mrs Blaylock (Billie Whitelaw), aunque no lo veamos: la secuencia se construye a través de las miradas de ambas, y la de Katharine además, atrapada en el velo del camisón que se quiere quitar (luego la veremos caer al vacío). Billie Whitelaw, extraordinaria, construye su personaje siniestro a través de su mirada, con esa circunspección amable que se va revelando envenenada (un personaje cuya apariencia, en principio, era más cálida y amable). Resulta capital, como turbiedad y desazón desnuda, desesperada, la mirada que parece supurar azufre del padre Brennan (Patrick Thoughton), alguien que parece a punto de arder, consumido por su culpa ( es difícil por ello que pueda ser convincente, su desesperación le supera, por lo que más bien atemoriza al hacer pensar que está trastornado). La admirable secuencia de su muerte, atravesado por el pararrayos que cae de lo alto de la iglesia, está orquestada con la progresiva sucesión de detalles que trastornan el ambiente (el viento que arrecia; las oscuras nubes que aparecen en el cielo; el rayo que cae en la verja). Y, por último, está la mirada interrogante, profana, del fotógrafo, Jennings (David Warner), aquel que logra ver más allá de las apariencias (o que se pregunta sobre ellas sin la reticencia de otros), a través de las fotografías ( esas señales premonitorias sobre los cuerpos tanto de la institutriz que se ahorca durante la celebración del quinto cumpleaños de Damien como de Brennan y él mismo, señales que anticipan el modo de su muerte). Es la mirada interrogante, deductiva, que se desprende de los filtros de las reticencias o miedos. Si el espejo reflejaba la doblez del sacerdote inductor, la muerte de su opuesto será a través de un cristal que decapita su cabeza.
Donner, hábilmente, crea una sensación de normalidad alterada, con un realismo más estilizado (no el más sórdido y casi documental de la muy sobredimensionada El exorcista (1974), de William Friedkin), que se va perturbando progresivamente, sin dejar de lado la duda o la interrogante sobre la naturaleza de lo que está ocurriendo (Donner en principio prefería potenciar la ambigüedad, pero el productor, Harvey Bernhard, se decantó por la opción del guionista, David Seltzer, la explicitud de la asociación de Damien con el diablo). La narración modula la sucesión de circunstancias anómalas intrigantes: la desquiciada reacción de Damien cuando le llevan por primera vez a una iglesia, agrediendo a su madre, por lo que deben volver a casa; la excelente secuencia del ataque de los babuinos en el zoo al coche en el que se desplazan madre e hijo; la presencia del perro, primero como mirada que sugestiona a la primera institutriz (otra sucesión de primeros planos de sus ojos, como posteriormente entre Katharine y Mrs Blaylock cuando mate a la primera), y después como turbadora presencia en la oscuridad, como vigilante protector de Damien (en dos ocasiones, Thorn primero escuchará sus gruñidos en la oscuridad antes de advertir su presencia). Una de las cualidades más notables La profecia es que adopta, por momentos, la estructura de la película de esclarecimiento de un misterio (en consonancia con una narración que adopta el proceso de conocimiento de la mirada), como reflejan en particular los pasajes que protagonizan Thorne y Jennings, cuando este le enseña todos los detalles intrigantes sobre sus fotografías así como la habitación donde vivía Brennan, con toda su pared llena de crucifijos o páginas religiosas (como piel protectora), y el posterior viaje a Italia, para indagar sobre el origen de Damian, con las visitas al hospital, después al sacerdote que propició que adoptara a Damian y, sobre todo, la magnífica secuencia en ese decorado estilizado del cementerio etrusco, con esos fondos de cielos encapotados, como si lo terrible se cerniera irremisiblemente, en la que son atacados por los rottweillers. Una secuencia que ya da cuerpo a lo que hasta entonces ha sido una sabia sucesión de vislumbres. Cuál es la naturaleza de la bestia. La profecía culmina con uno de los planos finales más perversos y perturbadores del género ( esa malévola sonrisa a cámara del niño) Hay que considerar por añadidura, dado que quienes cogen su mano son el presidente de Estados Unidos y su esposa, que el país acababa de sufrir la dimisión de su propio presidente al revelarse una corrupción institucional. La mirada sobre la realidad se había contaminado con la consciencia de que en las mismas entrañas del poder, los cimientos de cohesión del país y a la par su representación, crecía el tumor de la falta de integridad. El engaño, al fin y al cabo, de Thorn, un político, al no aceptar una realidad, un hecho, la muerte del hijo, y propiciar el reemplazo, fue la génesis de su desgracia y la propagación de una corrupción.
La profecía asimila las buenas lecciones del materialismo fantástico de Terence Fisher en la Hammer ( el decorado del cementerio etrusco parece extraído de una producción de la Hammer, en particular El perro de Baskerville, 1959), juega de modo admirable con lo incierto así como modula con eficacia una amenaza que se va densificando a través de sucesivos detalles inquietantes. Resulta sorprendente que ni la obra posterior de Donner o del guionista David Selzer dispusiera de logros equiparables. En la filmografía de Donner, más allá de alguna aceptable obra como Superman (1978), Lady Hawk (1985), aunque dispone de una horrenda banda sonora de Giorgio Moroder, o su última obra, 16 bloques (2006), abundarán las películas carentes interés, algunas muy populares como Los goonies (1985) o las cuatro producciones de Arma letal, Maverick (1994) o Asesinos (1995). Seltzer rara vez escribiría alguna película relacionada con el género, y rara vez para alguna película mínimamente interesante, como evidencian las insípidas Dos pájaros en el aire (1990), de John Badham, o las tres que él dirigió, Lucas (1985), Lo que cuenta es el final (1988) y Resplandor en la oscuridad (1992). Por su parte, el montador, Stuart Baird, dirigiría tres películas poco estimulantes como Ejecutiva decisión (1996), US Marshall (1998) y Stark Trek: Nemesis (2002), antes de retornar a las labores de montador, sobre todo de películas de acción, alguna magnífica como Skyfall (2012), de Sam Mendes. El caso de Donner no difiere del de John Badham, quien realizó otra muy sugerente obra de cine fantástico en aquellos años, Dracula (1979), pero cuya filmografía posterior, más allá, de nuevo, de algún puntual título interesante o aceptable, como El trueno azul (1982), osciló también, como la de Donner, entre la mediocridad y la discreción. Curiosamente, ambas producciones, La profecía y Drácula, contaron con el mismo excelente director de fotografía, Gilbert Taylor. A veces, es una mera coincidencia de brillantes talentos en una producción. La misma discreta filmografía de Ridley Scott lo ejemplifica. Tras Alien y Blade runner (1982) no ha realizado ninguna reseñable obra que esté cerca de la excelencia de ambas. Por otra parte, es indicativo de unos planteamientos, y diseños, de producción concretos de un periodo, el de los setenta (e inicios ochenta), y cómo variaron durante la siguiente década, a partir del descalabro de la magistral La puerta del cielo (1981), de Michael Cimino, que determinó una reconcepción de la producción (y la posición del director en el engranaje). Habría que esperar a finales de siglo e inicios del siglo XXI para apreciar, al menos, en ciertas obras, la recuperación de estilo narrativo y diseño visual característico de las setenta.
En el tema del aborto siempre se habla de los derechos de la mujer, nunca de los del bebé porque si no nos vemos en el problema de justificar un infanticidio.
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