sábado, 31 de julio de 2021
Secretos y mentiras
miércoles, 28 de julio de 2021
Le pornographe
Lo estoy intentando, pero no es fácil. ¿Qué puedo esperar para mañana? Al menos un poco más de fuerza. Esta frase, que expresa su protagonista, Jacques (Jean Pierre Leaud), condensa el aliento vital de extravío que transmite la escurridiza entraña de esta extraordinaria obra no estrenada en España, Le pornographe (2001), de Bertrand Bonello. En esta obra de fractal narrativa no hay un centro, o lo es el descentramiento de Jacques. La narración está despedazada como el interior del propio protagonista, y a la vez parece a la deriva como su aliento falto de resuello vital. El primer tramo parece que nos lleva en una dirección (las vicisitudes del rodaje de una película porno), pero las direcciones se abren en varios senderos a medida que progresa el relato, como la misma desconcertada búsqueda de dirección de Jacques los disemina. En ese primer tramo asistimos a un retorno, el de Jacques, que fue un reconocido director de películas pornográficas, hasta que dejó de hacerlas en 1984. Alrededor de tres lustros después retoma la actividad, pero ¿cómo se conjuga su enfoque con el que en la actualidad se demanda?. Su vida ha permanecido en ¿pausa? ¿transición? junto a una mujer, arquitecta, que ama, pero que decidirá abandonar (aunque él sepa que es la decisión más absurda que ha tomado en su vida) tras que, en su retorno, sienta que realmente no ha retornado, sino que no sabe dónde se encuentra, qué cimientos tiene su vida. La arquitectura de su vida sin duda es inestable.
Durante el rodaje de esa película pornográfica, sufre ese
cortocircuito vital. El productor le dice que ya está viejo para ese trabajo. En
los momentos previos a la secuencia climática, con una felación que precede a un coito, Jacques indica a la
actriz que no gima, sino que, expresivamente, sea más bien contenida; el
productor, insatisfecho con cómo progresa la secuencia, y las faltas de
indicaciones que efectúa Jacques, decide intervenir y exige a la actriz que gima
de modo manifiesto. ¿Por qué Jacques demanda esa contención?¿Por qué su
expresión de desconcertado espectador mientras los contempla realizar el acto
sexual? Quizá ya no sabe su mirada hacia
donde se dirige, qué construye (y qué ha construido
con su vida), como si la realidad hubiera sido envasada al vacío. Decide
construir su propia casa, él solo, sin más ayuda, aunque le suponga dos años o
más, en un prado, junto a una mansión. Contornos de un vacío. Decide recuperar
la relación, el diálogo, con su hijo, Joseph (Jeremie Rennier), estudiante de
arquitectura, una relación extraviada desde que el hijo descubrió a qué se
dedicaba su padre. Jacques recuerda que en aquellos finales de los 60, en el
68, realizar porno era un acto político. Su finalidad no era el sexo en sí
mismo, sino la diversión, un talante vital que era reflejo de una actitud
contestataria que replicaba. No deja
de ser elocuente que Jacques dejara su actividad de pornógrafo a mediados de
los ochenta, cuando la irrupción del sida influyó en la reorientación de la
actividad sexual en unos parámetros opuestos a aquellos de finales de los sesenta.
A principios del siglo XXI, el porno, o el enfoque sobre el sexo explícito, es
más bien una actividad industrial ajena a la realidad, una mera fantasía, como
refleja la misma localización, una mansión lujosa que conecta con finales del
XIX o principios del XX. Una actividad recreativa encapsulada en una vitrina,
sin contexto, sin potencial réplica a su tiempo. ¿No es en lo que ha derivado
este siglo XXI?
Joseph se dedica al activismo, reparte hojas por la calle, para despertar a la gente de su aturdimiento y entumecimiento intelectual y vital, ya que los gobiernos sienten que la amenaza del ciudadano de a pie no es concreta, por tanto no factible, de ahí la confortabilidad de su posición de poder. El ciudadano es una entidad abstracta, uniforme e intercambiable, sin capacidad ni deseo de réplica. Según Joseph y sus amigos las instancias del poder necesitan que sientan que la amenaza puede ser real. Decepción e ilusión combativa convergen entre padre e hijo. Joseph recupera, como reflejo en el tiempo, la inquietud combativa que quedó diluida tras su amago a finales de los sesenta. En el extravío de Jacques se vislumbra la desorientación de una desilusión a la que le cuesta recuperar de nuevo el paso, porque aquel tiempo de posibilidad de cambio quedó ya en recuerdo, un enfrentamiento con lo establecido diluido como una imagen desvaída (un mojón en el camino de la historia). ¿Qué es lo obsceno? Lo que hace Jacques, sus películas pornográficas, no es obsceno, como apunta él mismo. Lo es lo que los gobiernos hacen con sus ciudadanos. O hurgar con preguntas en la vida de alguien, escarbar en su intimidad. Porque esa es la desnudez que más te hace sentir expuesto, no la gelidez que emana del rodaje de una felación.
Jacques pasea su desconcierto con ese aire desencajado (como el mismo deteriorado físico de Leaud, como si sólo el frondoso cabello fuera el único residuo que permanece de un pasado perdido; un icono cinematográfico momificado como el cine de Francois Truffaut era la vertiente momificada de la supuesta actitud transgresora con respecto a los patrones del lenguaje del cine que representó la Nouvelle vague). Es un personaje, un símbolo, fuera de lugar, a la deriva. La narración (siempre serena, firme) también parece que fluyera acompasada a esa deriva, con sus meandros narrativos, con cortantes transiciones (que más parecieran flecos que abren puntos de fuga en un descosido), con saltos de perspectiva, como los que abundan desde el momento en que irrumpe, aparece, Joseph en la narración, el eco de lo que Jacques no fue, como si reflejara esa escisión, ese extravío (la pérdida de un entusiasmo, y a la vez la necesidad de sentir que aún construye algo, aunque sea una casa, aunque suponga derribar otros cimientos que realmente eran firmes, como abandonar a su esposa, Jeanne). Son tanteos, intentos, de una nueva dirección, a veces con decisiones que se quedan enredadas en la propia confusión, cual calambres vitales (como cuando siguen a una mujer hasta su propia casa), pero se desplaza, interrogante, como los contornos que delinean ese proyecto de casa en el prado, porque busca esa dirección perdida. No resulta fácil recuperar la sensación de que aún se puede dar a luz con la propia vida.
lunes, 26 de julio de 2021
El empleo
El empleo (Il
posto, 1961), de Ermanno Olmi, es el relato del trayecto desde la ilusión de
acontecimiento, que embriaga con los posibles la irrupción en el mundo adulto,
sea con el primer empleo laboral o sea con la primera fascinación sentimental,
a la asunción de un futuro que será
condena a una dilatada realidad inmóvil y una exposición al reverso de lo
posible, la decepción. Domenico (Sandro Panseri) es un adolescente que pugna
junto a numerosos aspirantes, mediante la superación de diversas pruebas, por
conseguir su primer puesto de trabajo en una empresa, su particular parcela en
el mundo adulto. Toda una odisea de variopintas pruebas cargada de tensión cuya
consecución, tras superar un primer peldaño como mensajero uniformado, implicará
asumir, como un administrativo más, que el próximo movimiento, de una mesa a
otra, espejismo de avance, quizá tarde veinte años. La consecución de su
particular parcela o casilla es también la de su particular celda. El sonido
del reloj se distorsiona sobre un primer plano de su rostro cuando toma
consciencia de que su horizonte es encierro. El logro se torna perspectiva de
atasco. Ha pasado de la niñez al mundo adulto para encajar en una cinta
corredera que le lleva sin variación ya alguna hasta su vejez. El principio era
ya el fin. Y la primera chica que le gusta, a la que le cuesta incluso
preguntar su nombre, no acudirá a la fiesta de la empresa, una ausencia cuyo
motivo ignora, si es por causas ajenas a su voluntad o refleja su falta de
interés. Pero ya lidia por primera vez con la decepción, quizá meramente provisional,
o quizá anticipo de lo que no podrá ser. En el escenario laboral lo posible es
extraído, ya prefijado su futuro, mientras que en el sentimental se torna
vértigo.
Ermmano Olmi realizó un extraordinario documental sobre Milán para la serie Capitales culturales de Europa (1983). El empleo no será un documental, pero puede parecerlo, a la vez que es un relato que parece brotar de los ojos de Domenico, de su forma de mirar un mundo que comienza a descubrir. En El empleo, que también transcurre en Milan, la ciudad es Domenico. Una vida en proceso de construcción, que también determina derruir, dejar atrás comportamientos, actitudes, como refleja la secuencia inicial de su despertar, en la que, aún en la cama encoge los morros para reprochar a su hermano que haya cogido una correa suya para sujetar los libros, exigiéndole que se la devuelva, pero es reprendido por su madre ya que él ya no necesita esa correa, porque va a empezar a trabajar. Ya no es un niño. Su mirada se abre, ojos como platos que reciben al mundo, cuando se dirige a la ciudad para su primera entrevista de trabajo, o cuando observa a los otros aspirantes, otros y a la vez él mismo. Esa apertura e incursión también implica la irrupción de otro acontecimiento, de otro mundo, cuando se queda cautivado por Antonietta, que se hace llamar Magali (Loretta Decco), quien también aspira a un puesto de trabajo en la misma empresa. Olmi matiza con aguda delicadeza el proceso de acercamiento, de gesta de complicidad, con un café compartido, en el que indeciso duda si coger la cucharilla que se le ha caído, con la espera caballerosa a que llegue el tranvía de Magali, con la nerviosa expectativa de ver si también a ella la han contratado, y entra por la puerta de la sala de espera en la oficina, o con la mirada que mira atrás, cuando le llevan a su departamento en otro edificio anexo, como si temiera que ya no se vieran más. La ciudad de Domenico se expande y erige nuevas construcciones, algunas elevadas como Antonietta.
sábado, 24 de julio de 2021
Rápido, tu vida (Errata naturae), de Sylvie Schenk
Un extranjero es un
ser extraño. Tú siempre te has sentido así: como alguien que no forma parte (…)
Un pie dentro y otro fuera, formar parte y sin embargo ser distinta.
Louise, la protagonista de la magistral Rápido, tu vida (Errata naturae), de la escritora francesa Sylvie Schenk (1944), no entiende
ni comparte las reticencias de su padre a su relación sentimental con un
alemán, ya que para él cualquier alemán, todo alemán, representa lo que él
sufrió con los alemanes cuando ocuparon Francia durante la guerra. Para él es
un alemán, una representación, no una singularidad. Es una recurrente manera de
relacionarse con los otros. Los otros son representaciones de algo. Es una
actitud que compartimenta, y que incluso se afirma con respecto a algo, y el
sentimiento de agravio suele ser uno de los motivos preponderantes. Louise no
entiende esa actitud o perspectiva porque es una noción restrictiva del
concepto de extranjero. Ella, de hecho, se siente extranjera con respecto a su
realidad alrededor. Louise, por tanto, representa la actitud contraria, la
actitud que se interroga sobre sí misma, sobre cómo siente, y sobre cuál es el
fundamento de su relación con la realidad. Por eso, para ella es un goce
también cuando rompe amarras con respecto al entorno en el que transcurrió su
infancia y su adolescencia, un pueblo rural. Quizás has llegado ahora a tu otra vida (…) No cambiarías por nada el
tambaleante mundo que te rodea. Louise es la actitud que no se pliega o
adapta fácilmente a unas coordenadas preestablecidas, a las que se supone que
hay que ajustarse en el paso a la vida adulta y su afianzamiento. Prefiere tambalearse. Por eso, su tránsito es el
de la constante interrogante. Por eso, la narración opta por la segunda
persona. Se dirige a sí misma no como si fuera una ella sino un tú, no la
completa extrañeza de la tercera persona sino ese estado intermedio de relación
con un pie fuera y un pie dentro, una perspectiva que no se pierde de vista,
porque por un lado, en parte, como estado natural, se siente a gusto en la
incertidumbre que puede confrontar con lo que es (más que con lo que parece), y
por otro lado como quien se contempla a sí misma desde fuera como un personaje
en una ficción, una desconcertante y sorprendente entidad a la que contempla
como si fuera testigo de un documental observacional, pero con la destilación
de la vibración poética de un yo que se pregunta por todo porque no da por
sentado ningún contorno. Un desajuste que, en principio, implica consternación.
La literatura entera solo ha tratado un
tema: el ser y el parecer, la vida como ilusión, como sustitutivo, como tapón
sobre la nada. La vida es un engaño centelleante. Lo que sigue siendo auténtico
es el sufrimiento, el grito, el corte en la carne, el desamparo de Henri, su
sed de venganza.
miércoles, 21 de julio de 2021
Otro país
Guy Bennett (Rupert Everett) es un joven estudiante cuyas
aspiraciones son las de alcanzar la posición más distinguida que ofrece el
sistema o escenario social, en concreto, la Universidad de Cambridge en la
década de los 30. Aspira a ser, en el último año, uno de los dos Dioses, uno de
los dos principales prefectos estudiantes. Pero su naturaleza dispone de una
inclinación que no es bien vista (o no encaja en la mascarada legitimada del
escenario social), es homosexual. Aunque numerosos jóvenes disfruten de esa práctica
como placer recreativo, no es una cualidad distintiva para el gobierno de las
apariencias, basamento fundamental de ese sistema (social, educativo). De
hecho, es castigada, como se expone en las primeras secuencias, cuando un
profesor sorprende a dos alumnos masturbándose mutuamente. Las consecuencias de
su exposición (al sumidero de la vergüenza pública) pueden ser tan funestas que
uno de los dos alumnos opta por el suicidio. En suma, Guy quiere ser parte
integrante e incluso detentar una de las posiciones más privilegiadas de un
sistema que no aceptaría una vertiente de su naturaleza si se hiciera pública. A
diferencia de Guy, su amigo Judd (Colin Firth) rechaza el sistema del que es
parte. Se declara marxista y comunista. Cuestiona la estructura de clase de un
sistema que se regenera con la integración de los vástagos como futuros
progenitores que recrearán el mismo sistema. Una estructura de clase que define
a una sociedad piramidal, con posiciones jerárquicas escalonadas que prioriza y
fomenta la imposición, de la misma forma que categoriza en términos de lo que
es digno o indigno; como en el estamento militar, degrada a quien comente una
infracción, y la homosexualidad lo es.
Las consecuencias de la degradación que sufrirá Guy, cuando sea expuesta
y castigada su práctica homosexual, determinará su reenfoque sobre la sociedad
de la que es parte. Tomará consciencia de que su país no es ese sino otro.
Otro país (Another country, 1984), de Marek Kanievska, se basa en una obra teatral de Julian Philips que adapta él mismo. Guy Bennett se inspira en Guy Burgess, que sería conocido más adelante como uno de los Cinco del Círculo de espías de Cambridge (The Cambridge spy ring), junto a Donald MacLean, Kim Philby, Anthony Blunt y John Cairncross. Durante las décadas en las que cada uno ocupó un cargo en algunos departamentos gubernamentales, enviaron abundante información a los rusos (tanta que estos incluso dudaban de su fiabilidad). Bennett y McLean serían los primeros que evidenciarían sus filiaciones cuando decidieron abandonar Gran Bretaña en 1951 para asentarse en la Unión Soviética. Philby lo haría en 1963, lo que propiciaría las confesiones de Blunt y Cairncross, aunque su implicación no se desvelaría hasta 1979 y 1990, respectivamente. El hecho de que no fueran detectados durante tantos años determinó que se deteriora considerablemente el aprecio y respeto de los servicios secretos estadounidenses con respecto a los británicos. Su eco puede rastrearse en La sombra del delator (The whistle blower, 1986), de Simon Langton, adaptación de una novela de Alan Hall publicada en 1984, en la que los servicios secretos ordenan los crímenes de varios peones dentro de la organización, como estrategia de distracción y camuflaje para ocultar el hecho de que un importante mandatario, un sir, ha ejercido de espía durante décadas.
Ya se había realizado una producción televisiva un año antes, An englishman abroad (1983), de John Schlensiger, con Alan Bates como Bennett en 1956. En Otro país, la narración se inicia con Guy Bennett, avejentado, ya en la década de los ochenta, asentado en otro país, la Unión Soviética. Relata a una joven periodista británica el momento determinante en que su concepción de la realidad y de la vida fue modificada. Ya queda también insinuado, por una fotografía en una repisa, cómo, a la vez, también fue aquel el tiempo en que conoció a quien considera aún el amor de su vida, Harcourt (Cary Elwes). Las ilusiones deterioradas por la decepción, por la degradación infligida por un sistema corrompido por su miseria intrínseca. No solo ese amor contrasta con una inflexible estructuración de clases que posibilita tanto las conveniencias (y los correspondientes intercambios de intereses) como la satisfacción de las fobias o enemistades personales si se dispone de la posición adecuada en el sistema que propicie la maniobra beneficiosa. En cuanto Fowler, un aspirante a prefecto que desprecia a Bennet, intercepta una nota que este envía a Harcourt por medio de un joven estudiante de un curso inferior, sabe que será una manera de frustrar sus aspiraciones. Dispone de la prueba adecuada que no puede ser negada (aunque otros prefectos hayan disfrutado durante esos años del placer del sexo con Guy; lo que no se puede probar no existe; esa es la doblez del escenario social). No importan los méritos personales. Si a alguien se sorprende efectuando una infracción, como una relación homosexual, considerada ilícita aunque sea gozada por muchos, quedará marginado o relegado en el sistema. Bennett no podrá aspirar a ser un dios en el sistema educativo de Cambridge, aunque previamente hubiera conseguido convencer a su amigo Judd de que aceptara el puesto de prefecto, por él, y por evitar que Fowler fuera el prefecto, pese a que Judd no cree en ese sistema ni en esos supuestos privilegios de posiciones jerárquicas (que individuos como Fowler utilizan para el abuso y la satisfacción personal). Judd es flexible porque prioriza su amistad. Su integridad es de tal calibre que subordina sus convicciones por razones empáticas. Y su integridad, su singularidad irredenta, su cuestionamiento de lo que la mayor parte de los estudiantes acepta, encaja y reproduce como lo que debe ser (aunque suponga insatisfacciones cuando ocupas una posición inferior) será el reflejo que ejercerá de determinante influencia para que Bennett modifique su forma de habitar la realidad, de percibirla y concebirla. Figuradamente, su residencia será otra. Literalmente, será otro país. Cuando le pregunte la entrevistadora qué es lo que echa de menos de Inglaterra, irónicamente dirá que el cricket, un reglamento intrincado que al menos puede disfrutarse como un juego sin las funestas consecuencias que depara la infracción de los reglamentos de la sociedad de la que es emblema.
En 1987, a Kanievska le propondrán dirigir Golpe al sueño americano (Less tan zero), adaptación de la exitosa novela de Brett Easton Ellis, publicada dos años antes. Es el cuestionamiento de otro sistema, el estadounidense, también centrado en tres jóvenes de clase alta, privilegiada económicamente, que acaban de graduarse. Narra sus primeros pasos, o su colisión, cuando intentan definir su lugar en la vida con sus propios proyectos, en especial en la deriva del personaje que encarna Robert Downey jr, cuyo desajuste se agudiza a medida que progresa la narración: todos sus proyectos de iniciativas empresariales se ven dificultados, en primer lugar por la falta de apoyo familiar cuando se encuentra en una crítica situación de deuda con un traficante de drogas. De nuevo, las apariencias son el bastión fundamental. Desafortunadamente, Kanievska no pudo controlar el montaje. Si ya se había suavizado el planteamiento previamente, con los diferentes guiones que se habían encargado, aún lo sería más en el proceso de montaje, con el añadido de que la productora, dada la reacción del público entre 15 y 22 años, en un pase previo, que consideraban al personaje más interesante, el de Downey jr, desagradable, decidió buscar el modo de suavizar ese efecto, así como amplificar la carencia de aristas del ídolo las adolescentes, Andrew McCarthy. Si los dos protagonistas masculinos de Otro país están admirablemente perfilados, así como su entorno, en Golpe al sueño americano, queda más bien diluido el contrapunto del personaje encarnado por McCarthy (más allá de que la novela careciera de un protagonismo tan concreto, y más bien fuera coral). El resultado resulta por tanto irregular. Pero quedan apuntados cuestionamientos no carentes de vitriolo a otro sistema social sustentado también en la estructura de clases y la detentación de privilegios, y sus correspondientes hipocresías, dobleces y sombras turbias (el reflejo de los negocios ilegales con respecto a los legales). Quizá la frustración con el resultado de Golpe al sueño americano fuera determinante para que Kanievska tardara trece años en dirigir otra película, irónicamente titulada Dónde esté el dinero (Where the money is, 2000), en la que Paul Newman encarna a un veterano ladrón de bancos ingresado tras sufrir aparentemente un infarto.
lunes, 19 de julio de 2021
El gabinete de los ocultistas (Impedimenta), de Armin Öhri
Todos deberíamos establecer como criterio absoluto el hecho de que el ámbito de lo posible es, con mucho, más grande y extenso que el de nuestra capacidad intelectual. ¿El ser humano no ha tendido a actuar como si supiera más de lo que se sabe con sus presunciones y suficiencias, o convicciones reconvertidas en dogmas que ejercen como imposiciones? Por otra parte, las apariencias pueden ser tan difusas que quizá no diverjan, por capciosas, de las arenas movedizas, como la capacidad de nuestro discernimiento puede arrastrar diferentes lastres que ejercen de interposición o filtro ofuscador. La realidad, e incluye a uno mismo y los demás, se revela como un territorio en el que el discernimiento de la multiplicidad de capas y ángulos proveerá del más preciso conocimiento. El gabinete de los ocultistas (Impedimenta), de Armin Öhri (1978), escritor natural de Liechenstein, puede parecer, en primera instancia, una novela de intriga, caracterizada por una narración tan sobria como escueta y fluida, pero, progresivamente, irá revelando el complejo relieve de sus múltiples capas y sus diversos ángulos. En El gabinete de los ocultistas, la doble exposición fotográfica es la aguda metáfora que ejerce de hilo de Ariadna en las diversas vertientes de la novela que, en su primera capa, funciona como esclarecimiento o pesquisa de unas incógnitas que intentan resolver el dibujante criminalista Julius Bentheim y el estudiante de leyes y fotógrafo Albrecht Krosick. El aparente accidente con el que se inicia la novela ¿lo es o es un accidente provocado aviesamente? Por añadidura ¿estará relacionado con los sucesivos crímenes que posteriormente se perpetrarán, y cuyas víctimas serán algunos de los asistentes a aquel evento, una celebración de nochevieja, el paso de 1864 a 1865, en una mansión en la que se celebraba, además, una sesión con una ocultista?. ¿Aleatoriedad o interconexión?¿Hay una intencionalidad subyacente o los hechos carecen de vínculo alguno? Es la difusa frontera entre lo real y lo aparente. La misma práctica del ocultismo se define por la convicción en la realidad (más allá de las apariencias) de lo que la racionalidad no considera posible. ¿Abre el territorio de lo posible o meramente se fundamenta en la sugestión y en supersticiones infundadas?, y esto se extiende a la misma creencia en Dios, el del cristianismo, cuya inconsistencia de base es desmontada: Si todo tiene una causa, también Dios debería tener una causa y entonces no podría ser omnipotente. ¿Cómo es que sencillamente no puedo aplicar al universo entero la suposición de que Dios podría existir sin más, sin motivo? Quien plantea esa incisiva interrogante es uno de los trece que compondrán ese gabinete de ocultistas cuya pretensión, precisamente, no es la de la convicción sino la de irreverencia, el cuestionamiento irónico de esas creencias en lo que (se presupone que) es cuando no es sino una mera ilusión.
En cierto momento, como
apoyo de su propósito, Albrecht fotografía a una joven con una doble
exposición, la de una calavera superpuesta a su rostro (como en la conclusión
de Psicosis, de Alfred Hitchcock)
que sirva, irónicamente, de presunta fotografía de un fantasma, una belleza joven a la que se le entrevén
los huesos bajo la piel blanca como la porcelana. La joven se llama Adele y
también ejerce efecto de doble exposición en la mente de Julius, enamorado de
Filine, pero que se siente atraído por Adele, cuya imagen, cuando la pintó
desnuda, se había colado una vez en sus
pensamientos al besar a Filine y, ahora, con Adele sentada junto a él, buscaba
en vano la imagen de Filine. ¿Qué siente? ¿Qué ve en cada una de ellas? La
trama de la pesquisa detectivesca y la sentimental convergen y se superponen,
de la misma manera que lo social o colectivo y lo individual. El padre de
Filine, un pastor, no acepta en su hija esa condición de cuerpo deseable o de
voluntad que siente deseo, por lo que la recluye en un convento de monjas. Como
expone en un sermón: Quien se sienta
atraído por una mujer hermosa fíjese siempre en que su encanto se limita a su
piel. Pues si los hombres reconociesen lo que aparece debajo de ésta, una
repugnancia infinita los invadiría. Su perspectiva cristiana, sustentada en
la repulsión de lo orgánico, también contempla una doble exposición: sobre la
piel también se superpone una calavera.
También se superpone en la naturaleza humana, de modo constante, lo brutal sobre lo cultivado. La frontera entre cultura y barbarie no era más que una frágil y fina línea, siempre a punto de desaparecer para permitir la intrusión de grandes horrores y atrocidades inimaginables en la llamada civilización. La sociedad de 1865 es una sociedad en la que comienza a tomar cada más relevancia una figura con actitud beligerante como Von Bismarck. Una sociedad que restringe lo posible, regula de modo inflexible cómo se puede amar y a quién, y estigmatiza lo que no se califica como digno o decente, o se ajusta a la higienizada apariencia modélica. La dilucidación de la confusión sentimental de Julius, que se extiende a la interrogante sobre qué son los sentimientos (no está demostrado científicamente lo que son los sentimientos en realidad (…) Probablemente, no sean más que reacciones químicas que se generan en nuestro cerebro. Pero las experimentamos y es precisamente por lo que creemos en ellas), se imbrica con el esclarecimiento de la pesquisa criminal. Qué extraño era que alguien pudiese llegar a convertirse en un asesino por el hecho de que la sociedad amenazase el amor que sentía. Y qué cruel era que un ser humano pudiese utilizar una relación en realidad legítima y de corazón para extorsionar a otro. En qué clase de mundo vivimos. Falsas apariencias y crueldad se revelan como el basamento de la exploración de esa doble exposición que constituye, en diversos grados y en diferentes vertientes, nuestra relación con la realidad, sea entonces o ahora. Aunque también, como resistencia, la actitud de quien logra discernir la constitución de la realidad, y de uno mismo, desprendiéndose de los lastres de su ofuscación y de los impedimentos de las manipulaciones ajenas. Es posible que todos seamos meros personajes en la historia de alguien. A veces, ese discernimiento implica advertir en qué medida somos personajes de un relato o una función que ignoramos que lo sea, sea ajena o propia, porque incluso los mismos sentimientos se enmarañan con las ficciones.
sábado, 17 de julio de 2021
Network
Consideramos la realidad
tal como nos la presentan. Era la observación, que no crítica, de Christof
(Ed Harris), el director del programa televisivo El show de Truman, ya que él la
convertía en credo (de conveniencia), cual mesías o profeta manipulador de
masas en su programa. Su ubicación, o posición, desde la que controla la
emisión de esa ficción televisiva (la vida corriente de un hombre cualquiera),
cuyo protagonista, Truman (Jim Carrey), ignora que lo es, ya que piensa que es
su vida real, es de las alturas que disimula un falso cielo. Nuestra
percepción, interpretación y asunción de lo que es la realidad, está
mediatizada. Aunque pensemos que no es así, y estemos convencidos de que es
como es, conjugación de un debe ser y una condición natural, por tanto ineluctable
(asunción complementada con el obcecado orgullo de no considerarse ser
sugestionable o manipulable). Toda proyección o representación cultural se
sustenta sobre ese precepto de crédula inercia ignorante (léase credo
religioso, político, étnico, cualquier construcción de identidad cultural, al
fin y al cabo). El show de Truman (1998),
de Peter Weir, con agudeza nos planteaba reflexionar sobre esa condición. Y cómo el medio televisivo,
ya en concreto, es un ejemplo de esa mediatización y programación de la mirada.
Una pantalla que nos sugestiona y moldea nuestra vida (nutre y forja nuestro
imaginario colectivo; modulaba nuestras descargas; función que se ha ampliado,
extendido, durante este siglo XXI a Internet). Elocuente era el plano final de
la película, en el que dos espectadores al ver que ya no habría más episodios
de El show de Truman, se planteaban buscar otro programa. Siempre habrá otro
programa, otra pantalla donde ensimismarse, y donde proyectarse, o narcotizarse
y entumecerse, de un modo u otro por delegación.
Ese barroquismo verbal de tajantes sentencias y reflexiones condensadas, como ensayos en breves dosis, resulta también pertinente porque precisamente nos narra la historia de un presentador de noticiarios, Howard (Peter Finch), el cual, después de veinte años, es despedido, pero acaba, paradójicamente, convirtiéndose en un profeta televisivo. ¿Cómo se genera ese tránsito? Porque en su aparición televisiva posterior a la notificación de su despido anuncia que en su último día como presentador se suicidará delante de las cámaras. Declaración que genera un evuelo entre las altas instancias de la cadena, que en ese momento, además, están siendo absorbidas por otra compañía, que quiere reestructurar la cadena (con los consiguientes marionetistas condicionamientos de sus intereses económicos: Adelanto de lo que ocurrió poco después en la industria cinematográfica en ese país, cuando los detentadores del poder serían meros agentes económicos, indiferentes a cualquier inquietud o veleidad artística, y ya extendible a cualquier ámbito, no sólo el de la comunicación). Pero, paradojas, su amigo Max (William Holden), sulfurado por esos nuevos cambios en la cadena, que no tienen en consideración ya no sólo el valor del trabajo bien hecho, sino la mera opinión de quienes tantos han años han dedicado a esa labor, como si fueran subordinadas piezas, fácilmente prescindibles, de un tablero, cede a las súplicas de Howard y le concede una última aparición para pedir perdón. Sin embargo, al ver que este se desboca con un virulento discurso que cuestiona la mediocridad de la sociedad, él también quemado con las aviesas tácticas corporativas (como la supeditación de la sección de Informativos, que él dirige, a otras voluntades de la corporación que les compra, sin que nadie se lo notifique previamente), no permite que nadie corte la emisión, aunque sepa que pone en riesgo su puesto de trabajo, por no plegarse a las instancias superiores. Lo que no se espera es que Howard se convierta en todo un fenómeno televisivo, porque hay quien ve en Howard toda una atracción mediática. En concreto, la arribista Diana (Faye Dunaway), la cual había estado preparando un programa sobre grupos guerrilleros (como aquel Ejército Simbólico de Liberación que secuestró en 1974 a Patty Hearst), grupos extremistas radicales (aunque en fricción con el partido comunistas por sus tácticas violentas) que incluso se grababan en sus atracos. La idea de Diana contemplaba el desarrollo de guiones que desarrollarán, como continuación ficción, las grabaciones reales que emitan como introducción. ¿Qué importa lo real? ¿Importa si se distingue o no mientras capte la atención y genere audiencias? Importa cómo se presenta a los espectadores para que estos se sientan interesados.
Diana, en suma, convence a Hacket (Robert Duvall), el representante de la empresa que absorbe la cadena, todo un tiburón, puro ecónomo de audiencias y números, que, como indica ella, carece de deseos o ilusiones sentimentales (es un programa humano). Diana logra convencerle enseñándole todas las portadas que Howard, por su intervención televisiva, ha conseguido en los principales periódicos. Por tanto, es noticia (atracción de feria) y hay que aprovechar esa oportunidad para ganar audiencia (e incrementar beneficios). Así que quién se había convertido en una figura molesta por expresar ante las cámaras lo que, se supone según las conveniencias sociales y mediáticas, no debía decir, esto es, verdades incómodas, con el discurso del desaforado delirio (cual rabioso bufón), se torna en fenómeno de feria para entretener al público, porque se hace eco del malestar social (consigue que miles de ciudadanos griten desde su ventana su hartazgo (Estamos hasta los cojones, y no lo vamos a soportar más). Por ese motivo, le conceden un espacio (escenario con cristalera colorida de cariz religioso como fondo), donde expone o escupe, cual predicador, sus diatribas, que culminan con un sincope (tal es su entrega y su desquiciamiento nervioso). Es en esos diatribas de Howard donde cobra más pertinencia ese artificioso y discursivo lenguaje, y como contrapunto, o reflejo sombrío, en una formidable y sobrecogedora secuencia que refleja precisamente la capacidad de Lumet para hacer cinematográfico un momento de puro discurso, la entraña, de hecho, de este feroz reportaje satírico y mordaz. Howard ha sido llamado al orden, porque se ha sobrepasado, esto es, ha puesto en cuestión, por tanto, en peligro, intereses económicos, al cuestionar contratos de empresa con países árabes que ha realizado la misma compañía para la que trabaja, y clamando al gobierno para que interceda y lo impida. Es decir, sus incisiones ya no sólo sirven como conveniente descarga del descontento social sino que atenta contra la circulación del mismo sistema. La secuencia reúne a Howard y el presidente de esa Corporación, Hansen (Ned Beatty), en la sala de reuniones de la empresa. Hansen despliega otro sermón o discurso (sancionador), en el cual viene a decir que ya no hay países ni democracia, ni razas; las únicas naciones hoy en día son las diversas grandes corporaciones económicas las que mantienen en funcionamiento la sociedad (y así sigue siendo pese a que nos distraigan/nos distraigamos con conflictos locales étnicos, nacionales, genéricos o sean cuales sean). La circulación sanguínea del mundo, de la realidad, es el negocio, la habilitación de los intereses económicos, cuya finalidad en la superficie, mientras logran y amplían, en la sombra, sus beneficios, es satisfacer las necesidades (creadas), paliar las ansiedades, y amenizar el aburrimiento (los parámetros de esta dictadura económica en la que vivimos, cultura del gran supermercado y gran parque de atracciones, que se ha afianzado en estas cinco últimas décadas).
El ingenio de Lumet reside en cómo planifica este momento de
poderosa, y aguda, índole discursiva/escénica. Alterna primeros planos de un
sobrecogido Howard, con un plano general de Hansen, en el otro extremo de la
larga mesa de reuniones, flanqueado entre las sillas, y rodeado de oscuridad,
con una luz que le cae desde el techo (como quien actúa en un escenario), discurso
que culmina acercándose a Howard, con un primer plano de su rostro en sombras.
¿Acaso hay rostro en tal discurso?¿Acaso ese discurso, quasireligioso, enfocado
en la faceta o vertiente económica, no es un sugestionador sermón desde un
púlpito, para mediatizar a la masa, para satisfacer lo primario (necesidades y
ansiedades), mientras se sirve a los intereses económicos de las grandes
empresas, pero convenciendo de que eso es lo natural, la ley inevitable
a la que hay que plegarse, cumpliendo cada uno, como seres domesticados, su
papel o función en ese entramado, como también se suele aplicar en la religión,
en la que la creación de dioses, que se implantan como seres reales, funciona
como complaciente póliza de seguros o fondo de inversión? ¿No es el diosecillo
de nuestro tiempo el Gran Gestor? ¿No es esa
equiparación entre religión y economía la que ácida y elocuentemente también
efectuaba, y desentrañará, Paul Thomas Anderson en la extraordinaria Pozos de
ambición (There will be blood, 2007)? Cuando el
discurso de Howard, cada vez más desesperado y deprimente ( porque incide en la deshumanización de la sociedad, en
la que no somos nada, nada más que sombras, de lo que también cada ciudadano es
responsable) ya se convierte en algo demasiado molesto y a la vez poco
productivo (esto es, bajan las audiencias, ya que el espectador no siente que
descarga su malestar, con respecto a la sociedad, a través sus palabras, sino
que estás le desnudan, les enfocan, en su insignificancia e indeterminación, en
sus insuficiencias e inconsistencias) llega el momento de eliminarlo, y de modo
tajante. Ya no es útil. Por ello, deciden crear una despedida a lo grande del
programa. Recurren a los grupos guerrilleros para asesinar en directo a Howard.
De paso su responsabilidad queda oculta, porque son los aparentes enemigos del
sistema los que lo asesinan, aspecto en el que también incidirá la
minusvalorada Objetivo mortal (Wrong
is right, 1980), de Richard Brooks, con el atentado a las Torres gemelas
ordenado por el gobierno pero achacado de modo conveniente a los terroristas a
través de los medios de comunicación. El poder siempre queda indemne en las
sombras, gestionando sus intereses. Y así seguimos.