Mirar hacia el pasado como en un cristal cubierto de polvo. La imagen se presenta confusa, borrosa. El vértigo de lo que no fue. El fuera de campo que no se hizo presencia, que no se realizó. La mirada confusa, los sentimientos enredados. Otra historia que se recrea, otra historia que se convierte en la propia. Pero ¿dónde está el límite? ¿Dónde finaliza la sugestión y dónde comienza el genuino sentimiento? En Deseando amar (In the mood for love, 2000) Su (Maggie Cheung) y Chow (Tony Leung) se encuentran recurrentemente en un espacio que asemeja a un limbo, un callejón, un espacio intermedio, de tránsito, como ellos mismos con sus emociones, desencajadas, con el paso trastocado, tras que hayan comprendido que sus respectivas parejas mantenían una relación, un fuera de campo que han deducido por ciertos detalles. Un fuera de campo que comienzan a recrear con ellos mismos, con el que comienzan a especular, como quien aún no encaja un golpe, el dolor de una herida infligida, e intenta asumir que una proyección, una película, es real, que no es cuento. Pero a la vez lo conjuran, el dolor, con la ficción de una recreación, que no es sino especulación: imaginar cómo comenzó su idilio, cuáles fueron sus primeras palabras, quién dio el primer paso. Incluso, él alquila una habitación, la 2046, como símbolo de ese fuera de campo, de esa clandestinidad, con la que jugar con lo posible, como si fueran los actores que ensayan una obra que, progresivamente, sienten que desean escenificar, ¿O es que el papel, la obra, les sugestiona, y también creen sentir lo que aquellos sienten, como si fueran sus réplicas en su sentido amplio, como si se dejaran poseer, enajenar, por lo que les ha ensombrecido, la revelación que les ha despojado de su condición de cuerpos, arrasados por la consternación? Se convierten en sombras en una pantalla, figuras que el humo, el aliento dolorido, de sus sentimientos traza con el tizón ardiendo de la imaginación.
La narración se teje sobre esa atmósfera de entresueños, de deslizamientos, como en un hechizo, como la evocación sonámbula, entre fueras de campo (a las parejas respectivas se las escucha, y si se las ve en los encuadres es de espaldas o fragmentariamente, o sino borrosas), múltiples reflejos (hay planos de ambos multiplicados por los reflejos en los espejos), y objetos interpuestos en el encuadre que corporeizan ese discernimiento confuso, condicionado, interferido. Los planos, los cuerpos, las emociones, se ralentizan y congelan, como si estuvieran cautivos en un ámbar, suspendidos en una realidad que es ya la de la mente que orquesta los sueños de lo posible, flotando como reflejos en una realidad que ya sólo llora, como la lluvia que les acompasa en una coreografía de sombras errantes en un espacio en tránsito, unas escaleras, o en ese limbo de espacio intermedio donde se encuentran, un espacio despojado, indefinido, como un papel en blanco, en el que la imaginación pueda trazar las notas de una música que se convirtió en mero humo. Y en el tránsito permanecerán como condenados, sombras desdibujadas. Por eso, sólo restará contar a la piedra un secreto, el del silencio al que se ha abocado su vida. (Texto perteneciente a El cerco y el infinito. Escenarios del sentimiento en el cine del siglo XXI. Editorial 8mm)
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