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miércoles, 5 de noviembre de 2014
Kabe atsuki heya
'Kabe atsuki heya' (1956), de Masaki Kobayashi tardó tres años en estrenarse porque el cineasta se negó a realizar ningún recorte de su montaje. La ocupación estadounidense había finalizado en 1952, pero el gobierno japonés temió que pudiera suponer alguna ofensa su descarnada visión de las prisiones en las que estaban recluidos los criminales de guerra. Entre 1959 y 1961, Kobayashi reincidiría, y amplificaría, en las tres obras que conforman la extraordinaria 'La condición humana', su crítica y sombría visión de las aberraciones de la guerra. La habitación de espesos muros, a la que alude el título, es aquella que comparten seis prisioneros de guerra. Aunque también es la que asfixia el interior de algunos de ellos. La desesperación que les abruma tanto por lo que sufrieron, y las abyecciones que tuvieron que realizar durante la guerra, como por la injusticia de su reclusión, ya que los altos mandos se libraron de ser encarcelados, aunque alguno, como Yokota (Ko Mishima), se interroga si de verdad pueden justificarse en que ellos sólo seguían ordenes. Pueden considerarse víctimas, y serlo, pero aunque lo hicieran con repugnancia y horror, apalizaron y mataron, del mismo modo que no se opusieron a la guerra. Y el recuerdo les tortura. Hay quien no puede resistir el recuerdo de cómo hendía su bayoneta repetidamente en el cuerpo de un prisionero. Ahora siente que en las paredes se abren agujeros, como en su propia mente abre brecha la desesperación. Repetidamente, intenta ahorcarse porque no resiste sobrellevar ese dolor, esa infamia. Hay quien, como Yamashita (Tarahiko Hamada), no sobrelleva que tuviera que matar a un nativo que les había acogido, y aún más que el oficial que se lo ordenó siga destrozando su vida en el presente porque pretende apropiarse de la casa donde viven su hermana y su madre.
Yokota era un traductor que también se vio forzado a golpear a un prisionero estadounidense, al que sus compañeros continuaron apalizando hasta su muerte. No hay diferencias entre estadounidenses y japoneses. Unos y otros, en sus campos de concentración, ejercen la misma brutalidad, y en ocasiones, algunos, con saña.Yokota recuerda también la sensación de conciliación, de aprecio por la vida, que transmitía por comparación, y paradójicamente, el crematorio al que llevó el cadáver, ámbito en el que conoció a una mujer que, siete años después, aún ama. Una mujer que no sabe que ahora, para sobrevivir, trabaja de prostituta, y que no comparte la misma sublimación del recuerdo ni la misma nostalgia. El hermano de Yokota es alguien que participa en un movimiento pacifista, que es calificado por comunista por enfrentarse a las abusivas leyes. Ironiza con que también sea recluido, como si luchadores por la paz y prisioneros de guerra fueran equiparados. Planos desequilibrados, secuencias alucinatorias, transiciones cortantes, o que son distorsiones, movimientos de cámara que transmiten la sensación de confinamiento, de que hay una interrupción que es imposición e impedimento. La atmósfera que impregna la narración es turbia, sórdida, desolada. Seis hombres que intentan resistir en su confinamiento mientras bregan con la tortuosidad de unos recuerdos que les persiguen y abruman.
Yamashita tiene en cautividad una araña que alimenta en una pequeña jaula, y esa sensación de estar atrapados en una red se extiende con respecto a una sociedad que, como apunta Yokota, cogió, tras acabar la guerra, un tren que no se sabe a qué dirección lleva. Han transcurrido siete años y parece que sigan cautivos de una infección que no se ha tratado. Saben que son un chivo expiatorio, máscaras utilizadas por los mercaderes de la muerte, como apunta otro de los prisioneros. Hay a quien las interrogantes le abrasan, pero son a la vez despertar, surgen de la consciencia de que la prisión no mejora a nadie sino que aún más embrutece. Yokota, quien sueña con alguien que no se acuerda de él, transgrede en su mente los límites de un confinamiento, los desarma con la sublevación del pensamiento, y se pregunta por qué hubo una guerra, quiénes son los responsables. Y sus preguntas, molestas, también son descalificadas como izquierdistas y comunistas. Porque las interrogantes, por otro lado, invocan a la memoria, a la reflexión que puede evitar la reincidencia. En el presente, en cambio, la repetición, la guerra en Corea, en la que también interviene Estados Unidos. Afuera, se evidencian unos límites en los que la condición humana se enquista en un bucle de confrontaciones y violencia, de crueldad y abusos. Es un confinamiento invisible.
En los pasajes finales los reclusos se confrontan con su sentimiento de agravio a través del permiso que conceden a Yamashita. Se preguntan todos si Yamashita será capaz de no asesinar a quien considera responsable de su desgracia en el pasado y en el presente. Si será capaz de no dejarse dominar por la ceguera del instinto, del despecho y la furia. Yamashita sale a la realidad, esa que ha olvidado, de la que han quedado apartados. Una realidad que es noche, espesa negrura, lluvia cerrada, y mancha, el agua embarrada con que le salpica un coche que pasa. Esa es la bienvenida de la realidad, aunque también la que porta en su interior. Dejarse llevar por el anhelo de venganza supondría no sólo su derrota, sino la de todos ellos. Ampliaría su mancha, su condición de colector en el que se escombra una vergüenza y una infamia que se prefiere ocultar, olvidar, emborronar. Kobayashi, que sirvió en la guerra en Manchuria, negándose en todo momento a ascender de rango, y que fue confinado como prisionero de guerra, desnuda ese pozo séptico moral con la luz de la dignidad.
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