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viernes, 28 de febrero de 2014

House of cards, segunda temporada

El ejercicio de una posición de poder posibilita ciertas ventajas, ciertos privilegios. Te permite el abuso, pongamos, por ejemplo, entre la variada gama de posibilidades, la violación de quienes son tus subordinadas o subordinados. Si además tu imagen pública resulta, incluso, que es ejemplar, pongamos que te han concedido medallas por gestas militares realizadas al servicio de tu país, te hace sentir más seguro, puede que hasta inmune. ¿Por qué no convertir ese abuso en hábito? Al fin y al cabo, una posición de poder, ante todo, propicia la complacencia de los caprichos de quien la ejerce. Un mandamiento de esta sociedad es que uno es la posición que ocupa, da igual las capacidades o el rigor de las decisiones. Hay quien hablaría del placer del servicio público, inclusive del placer por el rigor del trabajo bien coordinado y realizado. Pero son anomalías. También hay leyendas urbanas que hablan de unas criaturas llamadas políticos, que son como los trolls, diferentes a esa criatura conocida como ciudadano común. Pero no hay que hacer mucho caso, los primeros seguirán siendo emanaciones de los segundos, de los que esperan su turno, pero mientras, estos, en su estado narcoléptico se engañan pensando que son diferentes, que nunca será como aquellas a los que lanzan los dardos de sus lamentos y de su frustración. Eso se llama eficiencia, la eficiencia del auto/engaño. Ya lo dijo Chesterton: 'No pensé que salieran huellas de la oscura caverna de la eficiencia'. Diría que 'House of cards' tiene algo del mordaz espíritu chestertoniano. Esa mordacidad que hace pupa y sangra.
En 'House of cards' no interesan las medallas, sino las letrinas de los abusos de poder, las carnicerías, en suma, que se realizan entre sonrisas y gestos corteses, en las bambalinas del escenario de las altas esferas políticas. Interesa el reverso de las medallas, las mentes corruptas que las portan. En la primera temporada, asistimos a la eficaz desenvoltura de Frank Underwood (Kevin Spacey) para salir airoso en la espesura de la pista del circo político, y alcanzar la posición de vicepresidente del país. Como apunta en el primer capítulo de esta segunda temporada, sin duda la democracia está sobrevalorada, si alguien como él ha conseguido, sin necesidad de que le voten, esa posición de poder. Es una cuestión de ser competitivo, ser buen remero, ser buen escualo. Beau Willimon, el creador de la serie, conoce bien de primera mano las cenagosas aguas y los capciosos reflejos del escenario político, ya que trabajó como asesor político para varios representantes del partido democráta, como Howard Dean o Hillary Clinton. Fincher, quien impulsó el proyecto de serie (tras que le mostraran la producción británica realizada en los 90), ya retrató con precisión las figuras del poder, a través de dos Scrooge modernos, el empresario que encarnaba Michael Douglas en 'The game' (1997), y Zuckerberg en 'La red social' (2010), la versión juvenil del primero (entremedias, delineó con agudeza las contradicciones y escisiones del ciudadano común, del esbirro o de las figuras dependientes, subordinadas, en 'El club de la lucha', 1999, y 'La habitación del pánico', 2002).
Underwood es la bestia quintaesenciada de la avidez de poder, del disfrute por el ejercicio el poder, del que tiene incluso orgasmos mientras maquina y urde estrategias sibilinas. Que lo represente quien encarnara aquella siniestra voz de la conciencia que representaba al ciudadano común en 'Seven' (1995), no deja de tener su gracia. 'House of cards' no sólo nos habla del escenario político, sino de la naturaleza humana, de la naturalidad de la abyección que se realiza como se respira. En 'Tempestad sobre Washington' (1961), de Otto Preminger, se reflejaba un ángulo ciego, aquel que deja el escenario al desnudo. Las fisuras de la noción de verdad o de realidad, como en las grandes obras de Preminger, quedaban en cuestión de un modo sutil, sin necesidad de quebrar los modos de representación ortodoxos, sino desde el interior de una serena narración donde todo parece en su sitio, aplicando una distancia que atiende a la multiplicidad de perspectivas, que suelen conducir a un ángulo ciego, donde la verdad siempre parece el convidado de piedra, y, realmente, queda en evidencia que nada está en su sitio (la verdad o es una ilusión o es una mascarada institucional. La objetividad con la que, de modo impreciso, se calificaba al cine de Preminger no era sino un implacable modo de demoler certezas. Hay algo premingeriano en la forma en que se plantea 'House of cards', en la misma forma en que respiran sus encuadres, y espacios, una amplitud engañosa, porque aquí nos dirige una mirada.
El ángulo ciego aquí se suplanta por la mirada voraz y seductora de la doblez, la de Frank, la mirada que evidencia la cuarta pared, el artificio del juego escénico, el de la misma serie, el de la misma trama desnudada donde priman los engranajes, las maquinaciones. Su obscenidad moral nos interpela y coge de la mano. Nos hace sus confidentes. Nos coloca en la perversa tesitura de preocuparnos porque salgan bien sus propósitos, en su descarnada lucha con otros escualos, como en este caso aquel que representa el poder en la sombra, el poder corporativista, encarnado en Tusk (Gerald McCraney), quien batalla por mantener el mismo rango de influencia en las decisiones políticas de la cúpula de poder para que sus intereses económicos sigan siendo complacidos, satisfechos. Pero hay quien también desea que su influencia se incremente, como es el caso de Frank, y eso implica seducir a quien tiene esa capacidad decisoria, el presidente, además de, por otro lado, eliminar al principal adversario en creación de determinante influjo, porque además su desaparición quizá propicie que alcance esa posición que influye en todos y elige por quién se deja influir.
En el portentoso quinto episodio, Frank asiste a una recreación de una cruenta batalla de la guerra civil, en Milford, Connecticut. Miles de hombres murieron en escaso metros de un bosque. La carnicería que se relata en esta segunda temporada es menos impactante,menos visible, porque es la que se ejecuta en los despachos, tan sutil como los desmanes de la intangible condición de la especulación financiera. Quién tiene menos escrúpulos, quién tiene más habilidades urdidoras, quién sabe mejor mentir, tendrá las mejores oportunidades de dominar el escenario de la pista de baile, el tablero, o como quiera llamársele. También hay que saber reaccionar cuando intentan desestabilizarte, buscándote un punto débil, como bien ejemplifica Claire (Robin Wright), en el admirable cuarto episodio, cuando la entrevistan en un programa televisivo, y se revelan sus abortos. Y lo hace a la par que su marido, Frank, utiliza para captar a un senador la falsa empatía, hacerle creer que se preocupa por la precaria salud de su esposa; instrumentalización, es la palabra clave: la inteligencia empática ya dejó ser la capacidad de sentir al otro, de saber articular y expresar las emociones, ahora se refiere, aviesamente, a la capacidad de adaptación al medio, a conocer lo que al otro importa para aparentar convenientemente cuánto te importa y así lograr extraer comódamente un beneficio.
Por otra parte, la imagen pública es fundamental, y hay que cuidar que no se revelen las fisuras de los interiores del hogar. Son esos flancos débiles de los pueden aprovecharse los rivales. El aspecto afectivo suele ser uno de los principales talones aquilianos. Dificil combinar la desnudez emocional, la que te expone, sin vergüenza, despreocupada de la imagen, porque te estás mostrando como eres, con una dedicación que ante todo se construye sobre la creación y manipulación de imagen, sobre la mascarada y la representación. Por eso,la alianza en una pareja con aspiraciones de poder es fundamental. En la primera temporada, Frank y Claire tenían sus aventuras extramatrimoniales. Decidieron que en una escalada de poder hacia las alturas ambos tienen que apoyarse del modo más firme. Ahora, ambos deberán lidiar con las consecuencias de aquellos deslices que abrieron brechas en el casco de la nave. Ambos parchean las fugas de aguas, la intrusiones de quienes buscan hundirles. En cambio, las tensiones maritales entre el presidente y su esposa se convertirán en tejido vulnerable del que poder aprovecharse para desestabilizarle. Sentirte atraído por quién es rival en el escenario laboral, como es el caso del asesor Remy (Mahershala Ali), y la senadora Jackie Sharp (Molly Parker), puede afectar a la realización de esa relación o a la efectividad de la labor, o a ambas incluso. Doug (Michael Kelly), el sicario de eficiente mecanismo sicario de Frank también verá ofuscado su criterio cuando su mirada se desenfoque afectivamente.
Lucas (Sebastian Arcelus), el periodista que pugna por dejar en evidencia la corrupción del poder, pierde toda prudencia porque le trastorna el despecho, el dolor que impulsa su ansia de venganza. Los sentimientos y deseos, son lastres, y dejarse conducir o dominar por los mismos puede conllevar incluso trágicas consecuencias. Desde luego, perderás la partida. El adversario más implacable será aquel que no deje resquicio para sentimiento alguno. Y qué mejor reflejo de la dictadura económica que vivimos desde hace tiempo en este simulacro de democracia que lo represente el empresario, Tusk. Con él, la inteligencia debe afinar hasta extraer el último resquicio que quede en tí de integridad. Hay que ser una bestia parda. La fortaleza, la complicidad, entre Frank y Claire se convierte en el principal bastión en su combate encarnizado. Incluso, disfrutan de otros pero compartiéndolo, siempre en un espacio seguro (y lo de seguro se plantea con toda la ironía ya que es un agente de seguridad).
Ambos dominan la escena, con la expresión de que nada les afecta, aunque a veces, como Claire, se derrumben por un breve instante llorando en unas escaleras, ese espacio intermedio en el que a veces se intenta buscar aire, pero cada vez es más angosto, hay que subordinarse al papel. Hay que clavarse las uñas en las entrañas, y seguir realizando los actos sacrificando lo que haga falta, y a quien haga falta. De ahí brota una rabia que además sabe azuzar a Frank cuando este por un momento vacila, duda de sus capacidades. 'House of cards', nos salpica con su ácido. La bestia nos mira de frente, con la sonrisa de quien sabe que se hace necesario despertar ya de una vez porque aún puede ser peor. Parece que, con su último gesto, nos golpeara con fuerza, para que recobremos la consciencia, como si pareciera que no fuéramos a despertar por muchas aberraciones y abyecciones que contempláramos, como si muchos de los que habitan al otro lado de la pantalla soñaran con dominar así el escenario de la vida, ser Frank Underwood. Quizá por eso sonríe.

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