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lunes, 6 de mayo de 2013
Big city
Si aparece en pantalla William Demarest, es fácil pensar qué estamos en una comedia. Fue el rostro más recurrente en el cine de Preston Sturges. Así que sorprende que en ‘Big city’ (1937), de Frank Borzage, interprete a un villano con escasos escrúpulos. Aunque ya el desarrollo la primera secuencia delata que vamos a transitar una película un tanto desconcertante, una narración de vaivenes e incertidumbres. Un taxista, Joe (Spencer Tracy) alude a una mujer que espera en la acera, Anna (Louise Reiser). A ojos de un policía parece que el taxista se pone un tanto impertinente, y decide intervenir, pero las apariencias eran engañosas, ya que Anna deja caer la bolsa con las frutas y se abalanza al cuello de Joe al ver que el policía puede ponerle en un aprieto: era un juego escénico entre marido y mujer. Un plátano para el marido, y otro para el policía, y todos contentos. Estos primeros minutos suponen desplazarse por la orografía de una vivaz intimidad, la de la pareja que conforman Anna y Joe, que hacen de la relación amorosa celebración, risa, teatro.
Pero la realidad tiene otros registros, y hiende sus colmillos, porque en ese tráfico de colisiones que es una gran ciudad bombea el crispado corazón de la competitividad, a base de los puños que despliegan los malos humos. Hay cierta rivalidad entre dos compañías de taxi, aquella en la que trabaja Joe, y la que dirige Beecher (William Demarest) con modos más agresivos. A Beecher no le bastan una repartición de puñetazos o embestir a los otros taxis como si fueran autos de choque. Y lo que parecía una comedia, un par de empellones en el recreo aunque sean las calles de la ciudad, se torna en drama, irrumpe la muerte, y sobre todo, como infausta carambola de una aviesa maniobra de Beecher, la posibilidad de que Anna, inmigrante, a la que quedan seis semanas para ser aceptada como ciudadana norteamericana, corra el riesgo de ser extraditada. No deja de ser curioso que los dos guionistas, Hugo Butler y Dore Schary, diez años después se encontraran, uno bajo el foco acusador del Comité de actividades antinorteamericanas (Huac), y el otro, siendo uno de los pocos productores que se enfrentó al mismo.
De todos modos, no se propulsa que el drama densifique y que se apodere del relato con sus sombras. La caza de la inmigrante, o búsqueda de Anna, a la cual se turnan en ocultar los amigos en sus respectivos pisos, en su continuo cambio de domicilio, depara excéntricas fugas como la secuencia en la que uno de los amigos taxistas se traga casi entera la botella de leche, enfrente de unos policías, para demostrar que era para él, o la discusión que mantienen Anna y Joe a grito pelado, aunque de modo nada agresivo (recordemos que les va el teatro), por el nombre del hijo o la hija que tendrán (aunque más bien discuten por lo que no saben que tendrán, si niño o niña), y que pone en jaque a los que acogen en la casa a Anna.
En la recta final, se conjugan los sacrificios y las entregas del amor, que pocos como Borzage supo reflejar (como ascensión, calidez y luz), y una excéntrica y disparatada ronda final, con rescate en el último segundo y despliegue de puñetazos, que pareciera sacada de una película de Capra o Ford, entre taxistas y boxeadores y otros deportistas (todos ellos celebridades), mientras Anna pare a su bebé. Quizá no sea una obra tan pletórica como las cuatro entre las que fue realizada, ‘Cena a medianoche’ (1937), ‘Green light’ (1937), ‘Mannequin’ (1937) y ‘Tres camaradas’ (1938), pero qué importa, porque del mismo modo que da igual si es comedia o drama, porque quizá sea ambas cosas, con derivas como las improvisaciones en el jazz, sin duda es un reconstituyente y jubiloso disfrute. Y además participa William Demarest, quien siempre tenía gracia con su gesto ceñudo o avinagrado, interpretara o no al villano.
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