Thrillers sobre conspiraciones. Hay una variante del género que se ‘encajona’ bajo el concepto ‘thriller político’, en el que más allá de su ánimo de denuncia o intencionalidades críticas, la trama gira, o se enmaraña, en intrigas, a veces conspirativas, alrededor o dentro de un espacio institucional o empresarial, gubernamental o corporativo. La estructura narrativa suele ser radial, como si descentrara en un laberinto de vías muertes, callejones sin salida, y encrucijadas inciertas. En ocasiones, suele ser un gripo el que se enfrenta a ese poder en la sombra, o manifiesto, en otras, el protagonista, aun con aliados, se transmuta en el adalid heroico que buscar rasga el telón de los siniestros poderes fácticos, aunque, fácilmente, puede convertirse en un Sísifo que no dejará de combatir a una gran roca imposible de someter.
‘The international’ (2009), de Tom Tywker, y ‘Valkyrie’ (2008), de Bryan Singer, son dos variados ejemplos que podrían encajar en esa ecuación. Unos conspiran contra el poder nazi, tramando un atentado contra Hitler, y en el otro caso, un hombre, sin dejar de tener un puntual apoyo, lucha, empecinado, contra las aviesas conspiraciones en las sombras de un poderos banco, epítome del poder corporativo que rige hoy el mundo. Dos tiranías, dos dictaduras que pretenden que el mundo se acople a sus visiones o intereses, sino amoldándose, siendo eliminados. El fanatismo ideológico llevado al extremo de purgar a todo aquel que no encaje en sus ondeados valores, y el imperialismo económico que manipula el mapa geopolítico en mor de su propio beneficio.
No es de extrañar la existencia de una obra como ‘The international’, y más ya apreciando de modo manifiesto lo que está ocurriendo estos días con ese colapso financiero mundial. Puede que choque más la de una obra como ‘Valkyrie’, aunque igual no tanto si la contemplamos como una alegoría de lo que estaba ocurriendo en Estados Unidos, y de la necesidad de un cambio. Ambos dictatoriales extremos, ideológico y corporativista, iban de la mano, y el primero camuflando al segundo en este simulacro de democracia. Y ambas películas comparten, ya cinematográficamente, cierta característica, o condición. Una cualidad que es, a la vez, su limitación. Son dos obras realizadas con tiralíneas, narradas con sobria eficacia, y con un depurado sentido de la planificación, de la progresión temporal y de un ajustado trabajo del espacio. Pero faltas de un brillo que supere el nivel de la eficiencia.
Su precisa y cartesiana planificación evoca el thriller de los 70 (que parece renacer como modelo referencial, como ha quedado manifiesto en otros ejemplos citados anteriormente), pero se inclina más hacia el modelo de obras como ‘Los tres días del Condor’ (1975), de Sidney Pollack, u ‘Odessa’ (1974), de Ronald Neame, que de la turbia ominosidad de ‘La conversación’ (1974), de Francis Coppola o ‘El último testigo’ (1974), de Alan J Pakula. Carecen de la lacerante abstracción que alcanzaban éstas, pese a que ‘The international’ parece buscar esa senda con esa primacía de espacios desvitalizados representados en esos edificios de vidrio y líneas rectas, o en espiral (como el interior del Guggenheim), pero no acaban de adquirir el necesario ‘cuerpo’. Quizás sea una cuestión de tono.
Y ahí es donde se resiente el alcance de ambas obras. La falta de atmósfera. Cuerpos narrativos impecables pero con un punto de refinada simetría que atrofia sus rugosidades. Como si una se contagiara de esos espacios con los que define a ese inclemente emporio y la otra de esa rígida estética de correctas formas congratuladas en su elitista y marcial diferencia. La misma ‘The international’ hubiera necesitado de otra modulación, o exasperando su lentitud, o crispando su rítmica. Se agradece que no recurra a esa narrativa de atropellada planificación y desaforada acumulación secuencial de directores como Tony Scott o Michael Bay, pero se quedan en un termino medio, bordeando la impersonalidad. Y otro punto que lastra su alcance, el limitado perfil de caracterización de los personajes, que más bien se constituyen en vehículo de la acción. Piezas dentro de un puzzle narrativo que se sostiene, sobre todo en ‘Vlkyrie’, en la puntillosa ejecución del puzzle de la trama.
Ambas se benefician de unos solventes actores, dotados de un notable carisma o dominio escénico. Ya sea Tom Wilkinson, Bill Nighy, Thomas Kretchsmann, Terence Stamp, Eddie Izzard, Kenneth Branagh o Christian Berkel (con la excepción de un Tom Cruise que no logra crear esa necesaria pregnante presencia con su personaje). O Clive Owen, Naomi Watts, Armin Mueller Stahl o Urich Thomsen. Pero carecen de la suficiente dimensión, descritos con sucintos trazos o sustentados en la densificación que el intérprete logre pulsar con su labor. O se echa en falta el trabajo con los detalles o matices de caracterización. Tanto en una como en otra, las breves secuencias familiares, relacionadas con el personaje de Cruise en unas, o con los de Watts y Thomsen, en la otra, se diluyen en la irrelevancia, sin poseer algún rasgo que hubiera ejercido de contraste o significación.
Sí, Clive Owen logra insuflar, a través de su gestualidad y mirada, de su talante cansado y enérgico, esa rabia desesperada que alimenta el empecinamiento de su personaje, Salinger, en destapar las actividades de esa Banco que busca en la Deuda la nutrición de sus beneficios, ya sea financiando tráfico de armas o levantamientos en países del tercer mundo. Ya no es que no tenga vida propia (a diferencia del de Watts), detalle que en sí ya dice bastante sobre él, pero tampoco se trabaja sobre ello, aunque sea de modo indirecto. El único detalle es su falta de sueño. Se puede decir que no duerme ( y sobre eso se crea uno de los mejores momentos, cuando sube en ascensor con el personaje de Watts, y esta le señala qué mal aspecto tiene, y cuándo es la última vez que ha dormido, o que se ha acostado, o, por último, que se ha acostado con alguien, a lo que él, irónico, contesta si se está ella ofreciendo).
Detalle que, curiosamente, comparte con el James Bond de ‘Quantum for solace’ (2008), de Marc Forster. En este radicalizado, y reconocido abiertamente su insomnio. Había perdido su Sueño, no sólo tras la muerte de su amada, sino, sobre todo, con la sospecha, o temor, de que ésta le hubiera traicionado. Salinger no duerme porque es consciente de que vive en una realidad que es una pesadilla, bajo esos siniestros designios corporativas, cuya falta de escrúpulos es la antimateria del Sueño. Pero Foster, bajo su fulgurante narrativa en precipitación, como si fuera una persecución (en consonancia con lo que guiaba emocionalmente al protagonista), dotaba de una sutil abstracción en la elección de los espacios y concisos detalles de caracterización ( y, de este modo, de una esquiva emoción), ‘The international’ se resiente de no dar cuerpo en su narración de ese interior vaciado y crispado, disidente y desesperado que impulsa a Salinger. La simetría, impecablemente ejecutada (sobre todo, en las ejemplares secuencias de acción) anestesia a la tumultuosa asimetría, a las emociones desgarradas.
La severidad narrativa de ‘Valkyrie’ asemeja más a la de una impoluta vitrina. El resorte de la afinada ejecución, haciendo honor a la fama de la implacabilidad rigurosa de la mente alemana, se superpone a las resonancias pesadillescas o angustiosas de las emociones puestas en juegos, en los personajes, y en las circunstancias que se vivían. Las sombras se ausentan en un decorado de (re)presentación museística (evoquemos el corrosivo y elocuente uso, como contraposición, que hace Eastwood de ellas en ‘El intercambio). En ambas obras el escenario ( el espacio delineado con tiralíneas, que no deja asomar sus fisuras), y el metrónomo de una narración de metódica precisión, difuminan y diluyen las tenebrosidades latentes que pretenden denunciar. Como quien mira desde la distancia, no acaban de asomarse al abismo. La ortodoxia poco se puede conjugar con la subversión, porque es cuando puedes verte engullido por aquel abismo que te resistes a mirar directamente a sus ojos.
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