Translate
martes, 26 de noviembre de 2013
El hombre que susurraba los caballos
Hay peliculas que nos recuerdan que somos animales. Hay peliculas que nos recuerdan que no sólo somos la criatura más depredadora, rapaz y dañina que existe en el planeta tierra. Hay películas que nos recuerdan que no tenemos que ser una mirada con punto de mira, más certera que ninguna otra porque nuestra fuerza ahí se afirma, ajena porque nos hace más fuertes y resolutivos, como instruye el personaje de Hugh Jackman a su hijo en 'Prisoners' (2013), Denis Villeneuve. También somos el venado al que abaten. Hay películas que nos recuerdan que somos frágiles, quebradizos, vulnerables, que no todo lo podemos controlar, que existen los accidentes, que la crueldad es inherente al ser humano, que un día podemos tener dos piernas, pero al siguiente, por un aciago accidente, que alguien puede descargar su furia, su despecho, su frustración, sobre nosotros, aunque no seamos nosotros la causa, o que seamos testigos impotente de una acción cruel. A veces perdemos pie y necesitamos que nos ayuden, alguien que nos susurre del modo adecuado para recuperarnos, para alzarnos de nuevo. Aunque también nos puede costar solicitar esa ayuda, quizás nos dé vergüenza, se considera una muestra de debilidad, y por lo tanto una mancha. Saber que no somos nada no supone una catástrofe si careces de ese orgullo. Sabes que eres también un venado, que en cualquier momento puede ser abatido por otro animal más fuerte que se alimenta de ti, o por el capricho de esa criatura llamada humana que disfruta cazando, abatiendo.
Hay películas que nos recuerdan que existe un don llamado empatía. Nos recuerdan también que no parece cultivarse mucho. Porque segumos mirando a los demás como funciones en nuestro repertorio de vida, como criaturas a descifrar. Y convierten a quien sí la desarrolla, a quien si posee esa cualidad, en una rareza, en un fenómeno, un experto. 'El hombre que susurra a los caballos' (The horse whisperer, 1998), de Robert Redford, es una de esas películas. 'La milla verde' (The green mile, 1999), de Frank Darabont, otra. La obra de Redford comienza con un significativo recordatorio, asienta la metáfora. Los caballos han sido una criatura, un animal, que nos ha acompañado desde el principio de los tiempo. Un animal que nos ha servido, que hemos utilizado, un animal que se ha domado, un instrumento, de transporte, de labranza. Un animal que cubre una función, un siervo. Siempre ha estado ahí, como parte del paisaje, como parte de un engranaje. Una masa de músculo y hueso, de la que no nos percatamos que también posee un sistema nervioso, que sufre, que se tensa, que quizá se cague de miedo, como un gorrión se siente cercado por dos gatos, o como un venado. Ambas obras no están demasiado consideradas, en especial la de Redford. No son películas con vitola de prestigio. Hay quien las reprocha ser edulcoradas, convencionales, de alcance reducido. Quizás. O más bien no (hay una diferencia abismal entre la de Redford y 'War horse' de Spielberg, ambas con caballo-metáfora como columna vertebral narrativa).
Quizás no sean grandes películas, pero ambas me siguen sacudiendo el tuétano cada vez que las veo. Quizás porque las veo a través de los ojos del ratoncito, o del caballo, de Mr Jingles y Pilgrim. Son películas que me duelen, que me despiertan. El final de la obra de Darabont es pura demolición. Las imágenes finales de ambos ancianos, el protagonista, y, especialmente, ese ratoncito, son de las más conmovedoras, y más dolorosas, que he visto en una pantalla. Ya no es que la vida se puede acabar en cualquier instante,de modo imprevisto, ambos no saben cuando acabará la suya, que se alarga más de lo usual, porque fueron tocados por alguien con un don muy singular, una excepcional capacidad de empatía que poseía poderes curativos. En ambas hay dos hombres con esa capacidad, el susurrador de caballos, Booker (Robert Redford), y el recluso condenado a muerte, Coffey (Michael Clarke Duncan). En una un caballo, Pilgrim, necesita curarse de las graves heridas, físicas, pero también psicológicas, tras un accidente en el que fue arrollado por un camión. En la otra un ratoncito, Mr Jingles, es pisoteado por una de esas mezquinas criaturas que disfrutan con el ejercicio del daño, sobre todo si es una criatura más vulnerable, el carcelero Percy (Doug Hutchinson), un hombre menudo, pero sobre todo por dentro, tan menudo en el interior que este no existe, como Coffey, es grande por dentro, por su ilimitada generosidad y capacidad de sentir lo que sienten los demás, aunque su apariencia corpulenta, cual gigante, resulte atemorizante.
El inofensivo ratón es pisoteado como los on los niños limpiabotas de 'El limpiabotas' (1946), de Vittorio De Sica, aunque de modo más abstracto, por una sociedad inclemente que los condena a la prisión, e incluso de modo indirecto a la muerte, cuando sólo buscaban un modo de dar algo de calor a su precaria vida, vendiendo unas mantas. En la obra de De Sica también hay un caballo, símbolo de una superación que no parece posible, como si el caballo fuera de otro mundo, de una realidad a la que no pueden acceder, abocados a la miseria. En la obra de Redford, el caballo se llama Pilgrim, peregrino, raíz y origen de un asentamiento, de la creación de una raíz, metáfora de una sociedad que se ha extraviado, que se ha hecho ajena, distante. Booker no sólo curará al caballo, sino también a su jinete, con quien sufrió el accidente, Grace (Scarlet Johansson), la cual perdió parte de una de sus piernas. Booker la necesita para curar al caballo, pero curar a uno implica curar a la otra a un mismo tiempo. Y por añadidura también curará a la madre, Annie (Kristin Scott Thomas). La anterior obra de Redford fue 'Quiz show' (1995), una radiografía de una sociedad, la estadounidense, erigida y tramada sobre la impostura.
'El hombre que susurraba a los caballos', ofrece la alternativa, una actitud opuesta, representada en Booker, en la amplitud, en la mirada que mira más allá, que es también saber mirar hacia dentro, y saber mirar en el otro, a través de su mirada. Es el espacio del caballo, el espacio donde nos reconciliamos con nuestra naturaleza, con la naturalidad. Un espacio sereno. Annie es alguien que habitaba ese universo corrupto reflejado en 'Quiz show', alguien que habita un universo centrado en el trabajo, en la productividad, que deja a los sentimientos al margen, en el arcén, quizá atropellados, quizá ignorados, desde luego subordinados. Alguien que exige del mundo, porque el mundo debe estar en función de lo que se desea, y sino se impone, con determinación, la propia voluntad. Alguien que necesita controlar la vida, el escenario en que ha convertido su vida. Entre madre e hija se revela la distancia que se había ido creando. Cuando viajan hacia Montana, para encontrarse con Booker, o para convencerle de que asista y cure al caballo (ya que ella no ha aceptado su primera negativa, cuando le ha llamado), la hija muestra su resentimiento. Annie llora, sola en el atardecer, significativamente junto al lugar donde fue derrotado el general Custer, Little Big Horn.
Annie es una mujer decidida, resolutiva, una eficiente editora, pero a veces avasalladora, atropellando sin darse cuenta. Quiere ayudar a su hija, quiere que recupere de nuevo su voluntad de vivir, que supere la vergüenza de sólo tener ahora una pierna, de no ser como los demás. Pero también es como si la imagen de la realidad se resintiera para ella por delegación, como si su hija fuera una extensión. Necesita que todo sea adecuadamente editado, reajustado. Pero la vida no es materia para editar, ni los sentimientos. Y la hija no es su extensión. A través de Booker descubre otra forma de mirar, de sentir el paso del tiempo, no hay urgencias, no hay presiones, todo parece fluir, no tienes que demostrar, ni competir. Booker escucha, observa, siente, al caballo, comprende sus temblores, su mirada ennegrecida como un grito oscuro, sus relinchos desesperados. Dialoga con calma, sabe cuándo la cuerda tiene que ser estirada, cuando apretarla. También le hace sentir cómo siente Grace, como la primera vez que se muestra remiso a que ella le monte. Le ata una de sus patas para que se sienta como Grace. Empatía. Saber ponerse en la piel del otro.
Booker y Annie bailan sintiendo el cuerpo del otro como una presencia, como un interior que ausculta el propio. Sus entrañas, sus miradas, se han ido acercando. Han galopado juntos, han contemplado el horizonte mientras abrían las simas de su intimidad. Se han reconocido, aunque su equipaje sea de diferentes mundos. Un caballo no es sólo un caballo. Un ratón no es sólo un ratón. Nos reconocemos en ellos. Sus sistema nervioso es el nuestro, sus temblores los nuestros. Redford no ha rodado secuencias más hermosas, e intensamente sobrecogedoras, que todas las relacionadas con el proceso de cura del caballo. Su final también es una distancia que arrasa porque la proximidad gestada duele que se estire, que se aleje, que se separe. Desgarra. Aunque pudiera parecer entonces un reflejo, una réplica de 'Los puentes de Madison' (1995), de Clint Eastwood, su intensidad quema, en la que es fundamental la soberana partitura musical de un Thomas Newman en estado de gracia, quien también, casualmente, compone la bella banda sonora de 'La milla verde'.
En este caso, por otro lado, la separación final va más allá de lo que es una de las variantes características del melodrama, la relación entre dos personas de ambiente, extracción o condición diferente. Es la constatación de dos mundos en desencuentro. Y que hay que estar bien preparado para optar por la que mira de frente al caballo y entiende cómo siente. Para estar preparado para 'ese vasto continente' (como se titula el tema compuesto por Newman, que cada vez que lo escucho siento que es lo más bello que se ha parido), Como también reflejaba la magnífica 'Sólo el cielo lo sabe' (1955), de Douglas Sirk. En la que también aparecía un venado, en la cristalera de aquella cabaña en el bosque, lejos de la maraña de las relaciones sociales en la llamada civilización que cultiva ojos como puntos de mira para disparar a los venados, a los que son más débiles, para sobrevivir, o mejor dicho, imponerse, o la que estigmatiza a los otros, porque es estigmatizar es también poner una diana sobre la que disparar, y el otro se convierte en una pieza que eliminar. 'El hombre que susurra a los caballos' y 'La milla verde' nos recuerdan que resulta más enriquecedor aprender a susurrar, y a sentirnos como Mr Jingles, el ratoncito que fue revivido por aquel generoso hombre que sufría tanto por la ilimitada crueldad humana.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario