Translate

lunes, 30 de noviembre de 2020

El fantasma y la señora Muir (Impedimenta), de R.A. Dick

                            

1. La novela terminaba con un beso en el jardín de rosas y con las palabras mágicas <<y vivieron felices para siempre>>, y Lucy habiendo sido besada en el huerto, no pudo contemplar otro final para su propio romance. Pero el héroe de aquel no había sido un hijo único con una madre viuda y dos hermanas de armas tomar que vivieran casi casi en el umbral de casa. No es que su vida no hubiese sido infeliz, es que sencillamente no había sido suya en modo alguno. Lucy Muir ha superado ya la treintena, tiene dos hijos, pero siente que su vida se reduce a un enclaustramiento que ni siquiera es propio. Mi vida, hasta ahora, ha estado regulada en su mayor parte por la conciencia de otras personas. Creyó enamorarse de quien casi era su vecino, como quien asoma su cabeza por la primera esquina y no contrasta más. Se ajustó a la plantilla preestablecida de una fantasía sin siquiera haber explorado los múltiples mundos, o rostros, que habitan la realidad, como su realidad era lo que dictaban aquellos que conformaban la cuadrícula de su vida. Pero los fantasmas de su insatisfacción no dejan de agitarse en su interior como una galerna en ciernes. Siente que el tiempo se escurre sin que parezca que nada se desplace en su vida. Qué rápido nos hacemos mayores, ¿verdad, Martha? Ya  a la mitad de la vida y ¿qué hemos hecho? Un año después de la muerte de su esposo decide que debe zarpar. Decide que su vida está en otra parte, y no puede restringirse al escenario del sueño sino materializarse en acción. Y decide, pese a las objeciones de quienes dictaban cómo debía ser su vida (de acuerdo a su inflexible concepción de cómo debía ser), dirigirse a su espacio soñado, el mar. Muir, en escocés gaélico, significa mar. Y un mar necesita un marino. Sino es un espacio ausente. El fantasma y la señora Muir (Impedimenta), de R. A. Dick, seudónimo de la escritora irlandesa Josephine Leslie (1898-1979), es el relato de una soledad y de una sublevación. Y su soledad duele, porque su materia es la de un fantasma. Es el relato de la necesidad de un sueño. Pero los sueños son fantasmas que forcejean para poder encauzar una singladura y no sentirse varados con la sensación de incompletitud o por la decepción.

Su fantasma sólo podría ser un marino. Cuando encuentra aquella mansión frente al mar, que todos rehúyen porque temen lo que creen que es una presencia sobrenatural, sabe que es su hogar, porque ella se siente desajustada, no siente que conecta con la realidad que además quieren dictarle. Piensan que su determinación es como un suicidio, como todos piensan que el marino que habitaba aquella mansión se suicidó (cuando realmente había pulsado con el pie la espita del gas mientras dormía). Aquel marino fue quien diseñó esa casa, su sueño, mientras que su marido, arquitecto, tenía mucho talento para construir cárceles y oficinas de correo. Ese marino, el capitán Gregg, es tanto la determinación de su insumisión, su negativa a plegarse lo que las normas sociales dictan, como su sueño de acontecimiento, de la materialización de lo sublime, el amor que soñó con aquel beso en la huerta que luego se convertiría en ceniza de rutina. Por eso, traslada el retrato del capitán Gregg a su dormitorio. Y quizás por eso oiga su voz, como la voz que cuestiona sus indecisiones, inseguridades y pusilanimidades. Usted es una mujer bien pensada; demasiado bien pensada, diría yo; solo está media viva, de hecho. Es la voz que le impulsa a enfrentarse con quienes no cejan en intentar diseñar su vida de acuerdo a sus concepciones. Uno tiene que ser capitán de sí mismo, antes de ser capitán de mar. Pero es también el eco de su soledad. Ella misma es consciente de que esa falta pueda determinar que crea escuchar esa voz, por eso visita a un psicoanalista. El capitán Gregg quizá sea un profundo anhelo, quizá, del amante ideal, que la llevaba a imaginarse esa voz que, de continuar visitándolo, a tres guineas la sesión, una docena de veces, o más, podrían sin duda sublimar o racionalizar. Es la voz que cuestiona lo que ella cree pensar o sentir. Es la voz que pone en duda su convicción de que realmente no necesita a nadie. Pero eso no la protege de la ofuscación del discernimiento. No es fácil distinguir en la niebla de los teatros de los sentimientos, de las escenificaciones y simulaciones, quien no puede ser como se presenta. Y cae en la trampa de una máscara con apariencia de hombre. Cree que puede ser el salvador que la rescate del agujero en el que se siente atrapada (como él logra rescatar a su perro de una madriguera en la que ha quedado sepultado). Pero Miles es un espejismo, como un cuerpo confeccionado por decorados de fondo. La vida para él no era más que una obra de teatro, pensó Lucy, mientras le devolvía la mirada con distanciamiento. Podía saltar de un drama a otro, representando siempre el papel principal, bajando el telón siempre que la comedia amenazaba con convertirse en tragedia o adquirir tintes domésticos, dejando tirados a los demás actores para que resolviesen por su cuenta el final de una trama arruinada. Una decepción que determina que, durante largo tiempo, no sienta la presencia del marino, porque sus sueños han quedado de nuevo sepultados. Resurgirán como la voz que narra lo que no parece posible. Esa voz le impulsa a escribir una novela sobre lo que nada tiene que ver con su propia vida, la vida de un marino que recorre múltiples mares y conoce múltiples puertos. Porque al fin y al cabo esa voz le hace sentir que había pasado a formar parte de algo mucho más grande que ella misma, donde no había lugar para el falso orgullo, ni la falsa modestia ni las figuraciones falsas.

Sus dos mismos hijos representan los extremos que definen el forcejeo de su vida. Su hijo aspira a ser obispo; es la mentalidad rígida que no concibe otras opciones de vida, aún más las considera como desdoro o agresión para la propia (como si contaminara la mácula de su imagen social, cardinal faceta que constituye su existencia de apariencia). Solo son las personas de ideas fijas, incapaces de captar o comprender otro punto de vista que no sea el suyo, las que están sordas espiritualmente. Su hija aspira a ser bailarina. Como Lucy quería bailar con su vida, cuerpo que vibra, en vez de quedarse constreñida a los barrotes de la imagen social conveniente que despliega, por otro lado, sus colmillos para anular a quienes quieran salirse del guion establecido. Los hombres son tan necios, dando vueltas y más vueltas con los ojos cerrados, interfiriendo los unos con los otros, destrozándolo todo con su propia y ciega estupidez, y entonces, cuando se encuentran perdidos sin remedio, se sientan y maldicen a Dios por no responder a sus plegarias, obviando que jamás se pararon a escuchar. Lucy es la voz disidente que clama que ella puede no ser cómo se supone que tiene que ser,  es la voz que clama que puede ser lo opuesto de lo que dictan que debe ser. Es la voz que se sale de ese escenario que atrapa con sus alfileres invisibles a quien quiera volar o zarpar. Toda mi alegría me viene en realidad de no hacer según qué cosas: de no pasar las tardes  de verano en salones cargantes escuchando a mujeres fortaleciendo la moral a sus vecinos en la mesa de bridge, de no pasar las noches de estío escuchando a hombres y mujeres arreglando los problemas del mundo delante de una cena de cinco servicios, de no coser en círculos de costura, ni leer en grupos de lecturas. Lucy, Lucia para el capitán Gregg, admirado por su determinación y decisión cuando se enfrenta a quienes quieren que se encoja y retorne al encierro del encorsetado modo de vida del que huyó, apuesta por su propia singularidad, aunque suponga arriesgarse a quedarse expuesta a la intemperie de la soledad. Su fantasma es la determinación de su insurgencia. El sueño de lo que podría ser. El cuerpo de la pequeña señora Muir permanecía sentado muy quieto en la silla, con el rostro ladeado, mirando sin ver el interior de los ojos del capitán Gregg, pintados en su retrato en la pared.

2. La novela fue publicada en 1945. Dos años después fue adaptada al cine. El director sería Joseph L Mankiewicz, uno de los cineastas que más consideración ha recibido por su labor como guionista, en particular por sus agudos e incisivos diálogos, pero no fue quien adaptó la novela, sino Philip Dunne, quien señaló que Mankiewicz solo aportó un par de ingeniosas frases para el personaje de Miles, interpretado por George Sanders. Mankiewicz había dirigido a Gene Tierney, que encarnaba a Lucy Muir, en su opera primera, El castillo de Dragonwyck (1946), en la que reemplazó a Ernst Lubisch, quien abandonó el proyecto por problemas de salud. En esa obra, el personaje de Tierney también aspira a otra vida fuera del entorno familiar conocido, con el que parecen satisfechos y conformes tanto su puritano padre como su madre y hermana. En ambos casos las dos mujeres quieren irse por hambre de vida, aunque en el caso de la protagonista de El castillo de Dragonwyck, al ser más joven, más que por liberarse de una vida impuesta, por conocer otros lugares, otras gentes, otras opciones de vida. De todas maneras, no fue Gene Tierney la primera opción para interpretar a la menuda Lucy Muir. Según Amanda Duff, esposa de Philip Dunne, acordaron interpretar a la pareja protagonista Katharine Hepburn y Spencer Tracy, pero esté cambió de opinión, por lo que ella también abandonó el proyecto. Fueron también consideradas además Norma Shearer, Olivia de Havilland y Claudette Colbert. En principio, Richard Ney fue elegido para interpretar a Miles, pero, ya iniciado el rodaje, fue prontamente reemplazado, por ser considerado inadecudo. Después de dos días de rodaje fue puesto en cuestión que la interpretación de Tierney fuera tan exuberante y vivaz, como si protagonizara una screwball comedy, por lo que se volvieron a rodar los planos ahora con una interpretación más interiorizada, como corrientes internas que aún no se hubieran manifestado. Esa profundidad se extiende a la obra, que se caracteriza, pese a su vitalismo, por una honda melancolía. Sus apuntes de comedia no se imponen a su naturaleza de melodrama romántico que parece mirar hacia distancias que siempre parecen inasibles, con el paso del tiempo como una herida abierta, en particular, porque las elipsis temporales son más acusadas que en la novela (tres moduladas magistralmente por el diferente estado, de progresivo deterioro, de palo junto a la orilla del mar en el que la hija Anna esculpió su nombre). En la novela transcurren entre diez y quince años entre que Lucy se establece en Gull Cottage y se decide a escribir el libro por las penurias económicas. En la película, en cambio, acontece antes que la decepción amorosa (la mayor parte de los sucesos se concentran en un más reducido periodo de tiempo, un año; las elipsis temporales se concentran  en sus diez minutos finales). Esta modificación acreciente el poso de la frustración o decepción amorosa como asunción de una imposibilidad, en la que el mismo paso del tiempo abunda en la derrota. El logro solo será posible en los sueños, con el fantasma de una ilusión.

En la película el desarrollo dramático se concentra de modo más remarcado en la singular relación entre Lucy y el capitán Gregg, con la puntual interferencia de Miles. En la novela disponen de más relevancia los dos hijos, en especial el hijo (que en la película literalmente desaparece), como contrapunto que evidencia cuán efectiva puede ser la influencia contra la que ella se rebeló, el modo de pensar y ser de la familia de su marido, en especial Eva, la hermana (en la novela también son dos), su principal oponente, obstinada en conseguir que Lucy rectifique y vuelva al redil. En la película se reducen y reajustan sus intervenciones (y en una se añade al personaje de la madre, cuando la visitan; secuencia planteada en tono de comedia, por las intervenciones del capitán Gregg). Al invertirse el orden de los acontecimientos, la fallida relación con Miles y la escritura de la novela marina, Lucy no conoce a Miles en la costa sino en la agencia editorial (en la novela se presenta, entre otras dedicaciones, como escritor; define su condición errática). No la sorprende con otra amante, sino que conoce a la esposa que ignoraba que tenía cuando decide visitarle por sorpresa (con un ingenioso uso de las pinturas; si para Lucy el retrato del Capitán Gregg representa su sueño y determinación, segundos antes de que aparezca en el salón la esposa, Lucy contempla un retrato de ella con sus dos hijos). Obviamente, a diferencia de la novela, ya que es una adaptación cinematográfica, la voz del capitán Gregg sí dispone de cuerpo o apariencia. Al respecto, por cuestión de agilizar la producción, decidieron evitar añadir efectos especiales a sus apariciones lo que propicia una naturalidad que resulta mucho más sugerente. La película, excelente, una de las más logradas, a mi parecer, de Mankiewicz, junto a Mujeres en Venecia (1967), El día de los tramposos (1970) y La huella (1972), es una admirable adaptación cinematográfica, que transpira la misma melancolía que corta como un filo en ambas conclusiones, cuyas particulares modificaciones, supresiones (y algunos añadidos) le confieren su singular personalidad, otro exquisito melodrama romántico, con elementos fantásticos, habitual en aquellos años, como Su milagro de amor (The enchanted cottage, 1945), de John Cromwell y Jenny (Portrait of Jennie, 1948), de William Dieterle, con la que comparte excepcional banda sonora de Bernard Herrmann, quien reconoció que consideraba como su predilecta la que compuso para El fantasma y la señora Muir. Su música irradia tanto el anhelo de la singladura de un sueño a mar abierto como las tinieblas de sus galernas.

sábado, 28 de noviembre de 2020

Un tiempo más salvaje. Apuntes desde los confines de los hielos y los siglos (Errata naturae), de William E. Glassley

                            

En ese mundo yo tenía tanta relevancia como la brisa de la tarde (…) Los patrones de pensamiento, parciales, patrimonio de otros contextos aquí no eran más que un ruido cósmico de baja intensidad, un siseo de fondo. Aún no había alcanzado a comprender la magnitud de mi ignorancia. Y a la vez sentía el callado anhelo de las cosas para las que la humanidad no tiene palabras, cosas en las que abunda la naturaleza virgen. Tenía una sensación de oportunidades perdidas, de incapacidad para conectar con algo mucho más profundo, como si aquello en lo que me hallaba sumergido brillara incomprensiblemente en el límite de la visión. William E. Glassley, geólogo, proviene de ese escenario de vida, nuestra civilización, nuestro diseño de realidad (o vida manufacturada), ese mundo moderno que con infinita arrogancia impone los resultados de su avaricia industrial sobre estilos de vida sobre los que desconoce absolutamente todo (…) La indignación que deberíamos sentir todos parece bastante endeble contra los gigantes de la economía. Glassley narra en Un tiempo más salvaje. Apuntes desde los confines de los hielos y los siglos (Errata naturae), sus experiencias en distintas zonas de Groenlandia a lo largo de seis expediciones, un vasto territorio inexplorado del que solo conocemos en profundidad ciertos detalles. (…) caminamos y navegamos sin resistencia por un mundo que apenas conoce la huella del ser humano. Ciento cincuenta kilómetros de espacio natural ignoto (sin presencia humana alguna): el espacio antimateria de nuestro entorno cotidiano: el vacío pleno que contrasta con nuestro vacío abarrotado. Lo que impulsa a él, y a los dos geólogos que le acompañan, es en primera instancia esclarecer una interrogante (como el McGuffin de una película de Alfred Hitchcock): ¿Era el terreno que pisábamos el primer punto de contacto de dos continentes en colisión¿¿Cuál sería la señal sobre el terreno que nos lo confirmaría?¿O era acaso la imagen de dos masas continentales enredándose entre sí en un relato errado, una interpretación equivocada de la historia? Interrogantes que se despliegan en distintas capas o substratos.

Por eso, esta fascinante obra es una aventura y un ensayo, una experiencia y una reflexión. Es tanto la observación de una experiencia específica, en un entorno que se desconoce, caracterizada por el asombro por los fenómenos contemplados (vividos), y la pormenorizada descripción de sus especulaciones e indagaciones geológicas, como una reflexión sobre nuestra relación con nuestro entorno (inmediato) y la realidad (en cuanto abstracción). Por eso, conecta con Palomar, de Italo Calvino o los singulares documentales de Werner Herzog, de modo más específico, por la conexión de localizaciones, la fascinante Encuentros en el fin del mundo (2007). En aquella obra, Herzog se preguntaba hacia dónde se encaminaba aquel solitario pingüino que se internaba solo en la vastedad del territorio helado. Si nuestra sociedad se define por su arrogancia arrasadora, Glassey, al observar los polluelos de unas perdices blancas confundidas con el entorno, asustadas por su presencia, y observar implica ajustarse a su rasero de perspectiva a pie de suelo, reflexiona sobre cómo este mundo no está diseñado para nosotros; habitamos y experimentamos una parte muy pequeña de él. Hemos evolucionado para adaptarnos de manera óptima a un volumen determinado de espacio, de hasta dos metros y medio de altura y un par de metros de ancho, aproximadamente. No es un mundo en función nuestra (aunque nuestra suficiencia se despliegue con esa convicción), sino una realidad en la que, para comprenderla en un sentido amplio, con perspectiva de conjunto, y desde sus diferentes ángulos, hay que ser consciente de las escalas. No podemos experimentar como experimentan otras especies la realidad en su particular escala. Como tampoco cómo experimentan sus avatares de vida, como Gassley reflexiona sobre un banco de arenques que es atacado, intermitentemente, por un pez de mayores proporciones. Se pregunta cómo viven sus impulsos, como resortes integrados en su naturaleza, que les determina a unirse en grandes bancos migratorios. Los peces son criaturas sencillas, sin capacidad para soñar éxitos o futuros; no imaginan historias pasionales ni destinos lejanos. ¿Cómo se vive entonces el miedo a la muerte si uno es incapaz de imaginarla? (…) Qué es la vida cuando no existe conciencia del deseo ni imaginación? ¿Cómo es la vida cuándo no se define por los forcejeos y distorsiones del teatro o las películas de la mente?

El ser humano también apuntala su arrogancia sobre la construcción de límites y cercos en los que se afirma, como quien acota la realidad a conveniencia, con un código de circulación que también restringe, e impide que el conocimiento sea el más preciso, ya que para que pueda serlo, un primer paso supone la aceptación del menoscabo de la experiencia por las restricciones genéticas del cuerpo y aquellas propias del espacio. No vemos más que el carnaval que fabricamos. Lo demás, el misterio que se desarrolla en el interior de ese carnaval, se muestra sólo a través de espejismos, silencio, verdades malinterpretadas, siempre fuera de los límites de nuestro entendimiento. Disponemos de limitaciones que hemos de asumir, una asunción necesaria para que las interrogantes se desplacen en el territorio desconocido que es la realidad (la vida, el curso de acontecimientos), pese a que tendamos prontamente a codificar lo que calificamos y concebimos como realidad, como un entramado que nos sirve como referencia, y configura y determina el automatismo de nuestra relación con la realidad, como si portáramos un mapa del que no dudamos (una noción de realidad y una estratificación social). Las líneas en los mapas sugieren límites y los límites conforman expectativas, permiten cierres; simplifican y categorizan y nos dan la posibilidad de reaccionar de forma automática, sin el concurso del pensamiento. El mundo natural, sin embargo, es flujo, es proceso; nada tiene de conclusivo. Lo que disponemos sobre el mapa es una aproximación, en el mejor de los casos: una forma de decir que lo hay que aquí es diferente a lo que hay más allá. La única forma de comprender que de verdad el lugar que recorremos, además de tomar muestras, realizar mediciones y registrar datos, es siendo conscientes de que la noción de límite no es más que otra ilusión. En el momento en que somos conscientes de que es una ilusión nuestro desplazamiento por la realidad, aunque implique que seamos más vulnerables, resultará más auténtico, no meramente mediatizado como si nos ajustáramos a un papel o función y una trama predeterminada.

La exploración de las entrañas geológicas es también la exploración de los basamentos de nuestra realidad, si realmente la superficie en la que nos desplazamos, en buena medida por inercia, se define ante todo por el diseño de una ilusión que hemos adoptado como cómoda conveniencia. Glassley, en Groenlandia, en la otredad que nada tiene que ver con nuestra forma de relacionarnos con la realidad, comprende que todo lo que experimentamos ha de entenderse como una alteración de la realidad, un fragmento tintado. Si experimentáramos siempre de acuerdo a las vivencias pasadas, o los esquemas predeterminados que marcan nuestras reacciones como un impositivo filtro, nuestro trayecto por la vida estaría definido por una desconexión sustancial, un simple ajuste a una plantilla, como si reprodujéramos un mismo patrón cual autómatas. El espacio de Groenlandia es el espacio de lo otro, de lo que hemos perdido de nosotros. Todo territorio virgen es a la vez un lugar y un relato. En esos pasajes naturales experimenta lo que es vivir sin el lastre de los relojes y el tiempo mecánico, lo que es experimentar el mutismo de múltiples sonidos naturales, lo que es sentir ser observado por otras especies (otras formas de habitar la realidad) que nunca han visto una criatura humana, un lugar en el que el juicio no existe, sólo existe el ser, un vacío que es vivencia pacífica. Una superficie que genera asombro, y propulsa las interrogantes sobre lo que hay más allá de lo que percibimos ¿Qué es lo que descansa en silencio bajo la corteza de piel cósmica, qué es lo que compone aquello que percibimos? Interrogamos a las estrellas para entender por qué sale el sol cada mañana, por qué llega el invierno, por qué hemos de morir. Y en cada respuesta y en cada momento de iluminación encontramos una pregunta más profunda, un laberinto interior de misterios que le dan nuevas alas a la imaginación. Con esos fragmentos construimos conocimientos que componen el mundo. Y esa composición de conocimientos no deja de estar en constante proceso y desplazamiento, mediante el flujo de unas interrogantes que exploran inacabables territorios desconocidos con la luz del asombro. Las tierras inexploradas de Groenlandia nos recuerdan la multiplicidad de lo que podemos experimentar, y que hemos olvidado entre tantos extensores virtuales tecnológicos que ya definen, y mediatizan, nuestra relación con la realidad. Lo que vemos no es siquiera una sombra del esbozo de lo que existe ahí afuera.

viernes, 27 de noviembre de 2020

Correo diplomático

                         

Correo diplomático (Diplomautic Courier, 1952), de Henry Hathaway se sostiene, valga la paradoja, sobre la incertidumbre e inestabilidad a la que el curso, o más bien maridaje, de los acontecimientos somete a (la percepción de) Kells (Tyrone Power), un agente secreto que hasta ahora era un mero correo diplomático pero que, en su nueva misión, se verá inmerso en una vorágine en la que las apariencias no son sino un agujero negro incierto en el que los mensajes de la realidad son tan difusos como escurridizos, capciosos como equívocos. Modélica es la secuencia, que marca el tono de esta vibrante narración, en la que se detona esa maraña en la que Kells se desplaza como un observador que interroga a una realidad que no sabe discernir, a la vez que es zarandeado una y otra vez por ella. La secuencia en cuestión tiene lugar en un tren, en el que se supone que tiene que encontrarse con otro agente, Sam (James Millican), viejo amigo, con el que compartió los avatares de la reciente segunda guerra mundial (durante diez ambos estuvieron a la deriva sobre una balsa en el mar), y que tiene que pasarle una capital información relacionada con las nuevas estrategias de los del otro lado del telón de acero. Esta brillante secuencia está hilada, o coreografiada brillantemente sobre gestos, desplazamientos y miradas (observadoras, elusivas, interrogantes). Kells no entiende por qué Sam le rehúye, tanto en la cafetería de la estación de partida como en el mismo tren, a la par que advierte otras figuras que parecen sombras alrededor suyo, caso de dos hombres (uno de ellos encarnado por un primerizo Charles Bronson, cuando era Buchinsky), y una mujer rubia, Janine (Hildegard Kneff). ¿Quiénes son y por qué condicionan la conducta de Sam?

Pareciera que en este universo, definido por las inciertas o falsas apariencias, nos encontráramos en el territorio de Hitchcock, y más cuando en una parada en una estación, en la que desciende Sam, Kells al advertir que sube alguien con parecido atuendo y sombrero y el portafolios bajo el brazo le alude pensando que es Sam, pero es otro. Alguien que se introduce en su compartimento, escasos momentos antes de que, al entrar en el túnel, en el que se desconectan las luces. Kells sale del compartimento, y entrevé en las sombras cómo lanzan fuera del tren a Sam, en cuya vidriosa expresión se advierte que ya está muerto. Comenzará la particular deriva de Kells en un universo que no solo no domina, sino que además es utilizado como cebo para poder verificar si los rusos arrebataron lo que Sam tenía que pasar a Kells o aún no lo han conseguido (y pueden pensar que lo posee Kells). Pero, a diferencia de Hitchcock, Hathaway guía la narración sobre cierta distancia, de cortante sobriedad, aquella que había elaborado, fructíferamente, en notables obras previas de aire semidocumental como La casa en la calle 92 (1945), 13 Rue Madeleine (1946) y Yo creo en ti (1948); de hecho, la narración comienza con una voz en off que presenta a la organización gubernamental de la que es una pieza o peón Kells. La apariencia de lo real para desplegar una narración sostenida sobre la interrogante sobre lo real a través de la condición movediza de las apariencias.

En este paisaje turbio y emponzoñado postbélico, en el que prevalece la manipulación en ambos frentes, la certeza parece desterrada. Nada es lo que parece, o cualquier puede ser lo que no parece. Ya no solo es que las apariencias sean escurridizas es que se traman sobre una manipulación escénica (mediante estrategias, urdimbres y fingimientos), cuyo reflejo, o comentario sobre una realidad que es escenario, es la actuación del transformista en el club nocturno - que establece un vínculo con otra excelente obra de espionaje de ese periodo, Berlín express (1948), de Jacques Tourneur; la capacidad de un actor para imitar voces consigue que incluso se dude de quien se había visto morir pueda estar vivo, y un vendedor de relojes es el portador de un mensaje cuyo significado resulta de lo más indeterminado e incierto para Kells (alguien que porta dos relojes, pero no puede sentirse más desorientado). Ese desconcierto perceptivo encuentra su más concreta correspondencia en las diferentes dinámicas de relación con las dos mujeres, Janine, y Joan (Patricia Neal), a la que había conocido en el primer viaje en avión, cuando se quedó dormido en su hombro por efectos del jet lag. La apariencia menos desestabilizadora será la que exponga, o deje en evidencia, su condición de durmiente perceptor (incapaz de discernir lo real de la simulación). Con la otra relación se verá sometido a un vaivén sinuoso en el que le resulta difícil discernir su real papel en ese escenario. De hecho, en la conclusión le dice: es la primera vez que te miro como una mujer (ya  no la mira como una pantalla en la que fluctuaban las diferentes y encontradas, u opuestas, proyecciones o especulaciones).

 

 

miércoles, 25 de noviembre de 2020

Perros de paja

                           

Hay un virus que será difícil que sea erradicado porque parece parte integrante del ADN del ser humano, cierta retorcida tendencia, cual resorte, a la enmarañadora susceptibilidad inquisitorial. Durante estos últimos años se ha agudizado una vertiente eufemista de normativa de corrección política, lo que se debe decir, lo que se debe mostrar, lo que se debe (re)presentar (en términos cuantitativos y cosméticos), en el escenario de (las discriminaciones o abusos de) los géneros o de las etnias. Al sistema le interesan esos localizados escenarios de conflicto para que sus estructuras, asentadas en la desproporción y descompensación (de clase) permanezcan intactas (e impunes). Hay películas que son molestas en el momento de su estreno, y lo volverán a ser en tiempos en los que se vuelven a acentuar los posicionamientos subrayados que demanda la rígida susceptibilidad inquisitorial, que no acepta grises ni aristas, sino pronunciamientos aseverativos. Un ejemplo eminente es la excepcional Perros de paja (Straw dogs, 1971). La película fue  controvertida porque descolocó a quienes padecen el mal de la mente cuadriculada. Desconcertó, en particular, el tratamiento de la secuencia en que Amy (Susan George) es violada; hubo quienes consideraron que su planteamiento y tratamiento era degradante para la mujer (no era un personaje específico sino la representante de un género), ya que erotizaba la violación ( y romantizaba la violencia); les descolocaba sobremanera el hecho de que parecía que ella gozaba;  amen de ser una demostración más de la misoginia del cineasta (otro cineasta que cargó con esa desenfocada calificación fue Billy Wilder: Su desatino se amplifica si se analizan atentamente sus obras ya que, en numerosas ocasiones, los personajes femeninos son el contrapunto que evidencia, o cuestiona, la enajenación o corrupción, las inconsistencias o contradicciones, de los personajes masculinos). Aun hoy en día hay quien califica el tratamiento de esa secuencia como impropio, y el enfoque de Peckinpah como irrefutablemente misógino, y se remarca que en la nueva versión de Rod Lurie, estrenada en el 2011, quedaba bien claro el disgusto de la protagonista violada. O un No es No. O cómo ser correcto según la normativa estipulada. La repulsa al planteamiento de Peckinpah de dicha secuencia evidencia, por un lado, la ignorancia sobre la complejidad de emociones humanas y, de modo específico, sobre los vínculos entre los personajes y la circunstancia del desarrollo de sus relaciones. Supone ignorar cómo puede quedarse paralizada, desvalida, quien sufre un abuso, y cómo puede reaccionar en una circunstancia que la supera. Perdieron foco y proyectaron, como suele ocurrir tantas veces, cómo preferirían que reaccionaran los personajes en las películas, de acuerdo a su forma de pensar o concebirse a sí mismos. Una cuestión de imagen, como si en la pantalla quisiéramos corroborar cómo preferimos vernos en aquellos que consideramos que nos representan (por género, etnia, nacionalidad, uso de gafas o jerseys de cuello alto). Y molestó, y molesta, que Peckinpah cuestionara la actitud del personaje femenino, señalando que quien juega con fuego se quema, como si primordialmente, y no también, cuestionara su actitud o conducta.

En primer lugar, con respecto a la desenfocada percepción de la supuesta misoginia, ¿no cuestiona también a los principales personajes masculinos? Si el espectador es hombre ¿no pudiera sentirse zaherido porque todos los protagonistas masculinos son más bien unos impresentables, inconsecuentes, brutos o inconscientes, con la excepción del alcalde, que, significativamente, será uno de los primeros en morir cuando se desata la violencia, precisamente, por querer impedir que así sea? ¿Los hombres deberían sentirse agraviados por esa concepción, sintiendo que se considera así a todos los hombres, y que todos reaccionarían de tal manera, de modo tan agresivo, cual bestias, en tales circunstancias? Hubo de hecho, en su momento, quienes también pusieron en cuestión que se presentara a la gente de campo como la representación de la barbarie; aunque ¿el urbanita protagonista, David (Dustin Hoffman), no es igual de violento incluso antes de que lo sea mediante la acción física? ¿Acaso la violencia psicológica no puede ser tan, o incluso más, terrible que la física?. Siempre hay una excusa para sentirse zaherido o apreciar un menoscabo, excepto si eres un ser masculino (y blanco heterosexual). En ese caso puedes presentar un conjunto de hombres miserables que ningún hombre blanco heterosexual, como tal, tendrá derechos a sentirse descalificado ni minusvalorado o injuriado. Si nos atenemos a declaraciones del propio Peckinpah, no solo cuestionaba al personaje femenino, o su actitud imprudente sino también, y de modo más remarcado, al masculino, en concreto, su enajenación, la desenfocada concepción de sí mismo. En el cartel se remarcaba el cristal roto de sus gafas; el desarrollo narrativo evidenciará su imprecisa percepción de sí mismo. Aún más, Peckinpah lo dijo bien clarito: David es el villano, que al final revela su verdadera faz. O que se confronta con su naturaleza real. Algo claramente expuesto en el planteamiento estilístico de su narración, pero las anteojeras (susceptibles) ofuscaron el discernimiento.


Los desenfoques, por enfocar solo en un punto (por el perturbador tratamiento de la secuencia de la violación), olvidándose del conjunto, que queda emborronado, no discernieron que el núcleo dramático es la relación David-Amy, o de modo más preciso, la degradación, y enmarañamiento, de una relación que, progresivamente, evidencia los desajustes y las inconsistencias de la misma. Si el año anterior había desarrollado, en La balada de Cable Hogue (1970), una hermosa historia de amor en la que exponía que no es relevante la imagen social sino la sintonía y la conexión (él ama a una mujer, es irrelevante si él es un buscador de oro y ella una prostituta), y al año siguiente, en La huida (1972) desarrollaría una complejo retrato de la reconstrucción de una relación, o recuperación de una conversación amorosa, superando susceptibilidades, en concreto, por parte del protagonista masculino, enfrentado a sus contradicciones (recluido en prisión había pedido a la mujer que ama que buscara el modo de convencer a quien podía acortar su estancia, pero no encaja, al salir, que ella hubiera recurrido para conseguirlo a la disposición sexual como moneda de intercambio), Perros de paja se centra en el deterioro de una relación, la evidencia de que la conversación amorosa es cada vez más una discrepancia y una discusión. O cuando una relación primordialmente se encasquilla en una tortuosa partida de ajedrez.

 

 La violencia subyacente resulta cada vez más manifiesta a medida que se van acentuando, apuntalando, los respectivos orgullos y las respectivas reacciones despechadas. Los personajes alrededor, en especial el grupo que trabaja en la remodelación de la casa: Charlie (Del Henney), exnovio de Amy, Scutt (Ken Hutchinson) y Riddaway (Donald Webster), son como emanaciones de su conflicto, de toda la violencia que palpita en su relación, y en especial, en David, el presunto racionalista, el presunto adulto (en una ocasión, reprocha a Amy que siga actuando como una niña, y le espeta que crezca; no deja de ser mordaz ese plano en el que vemos a David subido a un columpio). David es el monstruo, la mente cuadriculada, la emocionalidad insegura, hasta acomplejada (pese a sus brotes arrogantes, que tienen mucho de autoafirmación obtusa). Su violencia no es física, pero se despliega virulenta en sus reacciones despechadas. Es la prototípica actitud masculina pleistocénica que llega a acusar a Amy, cuando esta señala de qué descarado modo lúbrico le miraban los chicos, que es ella la que lo provoca por ir vestida de ese modo, con esa minifalda  y sobre todo por no llevar sujetador. Amy reacciona como la imprudente niña que no advierte el alcance que puede tener su sublevación o disconformidad. Sí juega con fuego considerando cómo son quienes la rodean. Pero es, fundamentalmente, la actitud de David la que posibilita que se desencadene la violencia, por propiciar las reacciones insumisas de Amy, y por no neutralizar la prepotencia de los pueblerinos. Remarca más su territorio con ella que con ellos.

En la primera secuencia, la llegada de la pareja al pueblo ( Wakely; wake: despertar o velatorio), ya se condensan varios de los aspectos vertebradores fundamentales de la narración: el plano cenital inicial de un cementerio en el que juegan unos niños (algunos rodeando a un perrito), además de sus conexiones con el inicial de Grupo salvaje (1969), en el que unos niños quemaban un escorpión y unas hormigas, es ya un apunte indicativo sobre cómo los juegos de adultos pueden ser pueriles, o elementales y primitivos (¿Qué separa realmente a David de los lugareños?) pero letales por el daño que pueden acarrear (el plano cenital evidencia que no hay sabiduría regidora sobrenatural o divina: el ser humano es un ser inconsciente, como un niño que no crece, y genera muerte con su tendencia violenta y dañina); el plano de presentación de Amy remarca cómo resalta  sus pezones bajo el sueter, es decir que no lleva sujetador; porta el  cepo para osos, que le regala a David, cepo para furtivos (furtivos, intrusos en propiedad ajena serán el grupo de amigos, quienes, en duelo de cornamentas de machos, pretenderán apropiarse del espacio o territorio, hacer bajar la testuz de la virilidad de David, y eso implica apropiarse de su hembra: es el cepo en el que quedan atrapados por dejarse dominar por el mero instinto; de hecho, Charlie, antiguo novio, que ya intenta hacer sus primeros acercamientos a Amy, y será su primer violador, precisamente morirá asfixiado con ese cepo); la presencia del retardado Henry jugando a la pelota con unas niñas, presencia  cuestionada, a su padre, al verla como amenaza, por el patriarca Hedden (Peter Vaughan), que ya deja bien claro que es alguien que necesita que su voluntad sea satisfecha; la inseguridad de David, mirando a través de la ventana del bar la conversación entre Charlie y Amy (que desde la distancia parece proximidad, ya que él ha puesto el brazo sobre ella, aunque ella le esté cuestionando que para nada se sintió protegida por él cuando eran novios pese a lo que él afirma); A David le molesta más que la suficiencia agresiva y avasalladora del grupo de amigos la actitud contestataría de Amy, que pone en cuestión su autoridad, que no se pliega a su voluntad, como quien no se ajusta a su pizarra, y más bien cambia los signos de sus ecuaciones: de hecho, sustituye un signo de más por un signo de menos; al exceso de más de David ella responde con un menos; es la tónica de la fluctuación de la relación, que evidencia sus fallas prontamente, o cómo oscila entre extremos; en cierto momento, ella juega al ajedrez en la cama, y el diálogo deriva en una situación sexual; pero, mediante abrupta elipsis, al día siguiente ya están de nuevo discutiendo; su relación parece más un combate o una partida que una relación armónica y cómplice.

Dustin Hoffman cuestionó a Peckinpah la elección de una actriz no sólo tan joven sino con ese aire de Lolita, ya que él no veía que pegara con alguien como David. Pero la elección no pudo ser más atinada. Amy solivianta a David, porque carece de su envaramiento, de su rigidez cuadriculada de presunto adulto (y es otro hombre que no soporta que la mujer que, supuestamente, ama sea tan admirada por otros; no soporta lo que no controla). Cuando él le remarca que se tape, que cierre las ventanas ya que se va a duchar, ella al subir las escaleras se quita el sueter, que arroja sobre su cabeza, y que deja sus pechos al descubierto, los cuales contemplan Charlie y sus amigos que trabajan en el tejado (no hay exhibicionismo, sino el gesto insurgente ante la mente cuadriculada de David; es una acción contra David, no para ellos). Así que el grupo de Charlie (también representación del pasado sexual de Amy) y sus amigos se convierten en pantalla y contrapunto (a la vez que espectadores) del conflictivo escenario de su relación.  Son incluso, en registro casi fantástico, la proyección fantasmal de su violencia, de sus fisuras: los chicos alardean en el bar de las bragas de Amy que uno ha cogido; en la siguiente secuencia asistimos a la primera acre y violenta discusión entre David y Amy (en la que David, en su espacio de poder, el de las ecuaciones en la pizarra, remarca que no juegue con él; que no le contraríe, en suma). La vulneración, desestabilización de ese espacio íntimo, o territorio propio, primero se representará a través de la sustracción de objetos (las bragas citadas). Posteriormente, la muerte de la mascota, del gato ( con el que previamente habíamos visto  a David actuar con cierto desprecio y maltrato, lanzándole fruta; porque es el gato de Amy, no de ambos): Esa muerte propiciará la segunda fisura, y la más grave, en la discusión entre ambos sobre cómo actuar con respecto a Charlie y los demás, ya que ambos saben que son los que han matado al gato (y lo que representa: han entrado en su dormitorio; demuestran que pueden acceder a su espacio propio cuando les apetezca); David se ve incapaz de enfrentarse a ellos, y exponer sus sospechas; aún más, el hecho de que ella saque el tazón con la leche del gato cuando sirve bebidas a David, Charlie, Scutt y Riddaway, propicia que, con soberbia, David decida no plantearles nada, y aún más, acepte ir de caza con ellos (opta por ser aceptado por y como ellos, como macho entre los machos, y reacciona con despecho contra Amy, la hembra desestabilizadora y contestataria).

La tercera irrupción en el espacio será la de la violación de la mujer, Amy, la apropiación de la posesión más preciada para el macho, rapaz y depredador. Resulta sorprendente que creara esas reacciones. Es manifiesta lo ásperamente dolorosa que es para Amy la vejación a la que es sometida por dos veces. Pero hay que perfilar con precisión la circunstancia emocional. En principio, aún resuena la rabia en ella por la actitud de David cuando deja entrar a Charlie, el lobo, rabia que ofusca su percepción, ya que Charlie es puro depredador que no se va a conformar con la respuesta de un beso respondido más con el sabor del despecho. Peckinpah intercala, cuando él ya la está forzando, penetrándola, las imágenes mentales de Amy, sea de  David, o apartando la mirada de Charlie para focalizarla en el fuego del hogar, que proyecta o enfoca para sugestionarse, para intentar contrarrestar la vejación, para imaginar que es David quien la penetra. Más allá de que fuera Charlie pareja tiempo atrás, su reacción en ese momento, indicándole que sea más delicado, no implica una aceptación de la violencia, ni satisfacción placentera, sino un modo de sobrellevar, sugestionándose, la situación de vejación (cuando el No es No no puede impedir el abuso). De nuevo, parece que no se comprende la circunstancia de quien sufre una situación de abuso o maltrato, y carece de la necesaria capacidad de reacción o se siente impotente, paralizada. Primero, intenta cerrar los ojos, e imaginar a David, o distraerse con el fuego, pero no es suficiente, por lo que intenta, cuando ya ha sido sometida y no es factible que él cese en su propósito, que la situación sea lo más llevadera, aludiendo a la delicadeza, al vínculo que hubo entre ambos. La aparición de Scutt, que la viola, con la complicidad de Charlie, ya convierte, definitivamente, la violación en la quintaesencia de la brutalidad, no hay ya manera de poder sugestionarse para sobrellevar la vejación (Peckinpah con causticidad alterna la violación con los planos de David disparando a aves, y mostrando cómo le repele la sangre al coger un pájaro que ha matado: sus elecciones o decisiones, su actitud, su ausencia o falta de apoyo a su esposa, es lo que ha provocado la violación; de alguna manera, la ha matado simbólicamente al propiciar la circunstancia de la violación, por no enfrentarse a esos hombres con respecto a la muerte de gato).

La violación, de hecho, no es sino la mancillación definitiva del último resquicio de espontaneidad y naturalidad genuina. Dentro de esta obra de sórdida y turbia atmósfera sofocada, Amy, pese a sus  imprudencias inconsecuentes,  era además el resquicio de la actitud insumisa, como la figura del magistrado (TP McKenna, de aspecto curiosamente parecido a Peckinpah, lo que redunda en la sensación de que es el personaje con el que Peckinpah se identifica), representa la Razón (es el único que parece contener la furia de Hedden, quien no soporta que no quiera beber con él), y que elocuentemente, será asesinado por Hedden cuando éste y Charlie y sus amigos realicen el asalto final, la última irrupción, en el espacio o territorio propio de David, en busca de Henry, porque creen que ha podido agredir a Janice (Sally Thomset), la desaparecida sobrina de Hedden (ignorando que Henry  la ha matado accidentalmente; significativamente, una situación que ella ha provocado por despecho, al sentirse rechazada o ignorada por David). El despecho de Janice, y el despecho de David con respecto a Amy, son fundamentales condicionantes de la violencia que se desencadena. La irracionalidad descontrolada, no recluida, que representa Henry, es la de todos, hombres o mujeres, sea Janice, las huestes de barbaros que invaden el territorio de David, o este y su falaz imperio de la razón, ya que la ciega rigidez de su mente cuadriculada no es consecuente con la virulencia visceral que rige sus actos y reacciones, como ha demostrado a lo largo del relato (Peckinpah declaró que David dispone de dieciocho ocasiones durante el curso de los acontecimientos para evitar que se desencadene toda la violencia que tiene lugar). Pero David se dedica a mirar desde las barreras (en varias ocasiones, se le encuadra mirando a través de objetos interpuestos: ventanales o cortinas).

David era alguien que nunca había querido intervenir en la realidad, tomar partido, prefiriendo esconderse, al margen. Por eso había decidido trasladarse de Estados Unidos (alejándose de los conflictivas insurgencias sociales) a un páramo apartado en Inglaterra. Había optado por apartarse en su escenario de fantasías, el de los cálculos matemáticos, escenario de ilusorio control, rehuyendo todo conflicto (pero su esposa es la juvenil insumisión de la que ha huido, en términos colectivos, en Estados Unidos). Al final reacciona, pero fundamentalmente porque quieren tomar su  espacio propio, lo único que le importa. Es su casa, repite varias veces. Quieren que les entregue a Henry pero lo que le molesta sobre todo a David, como se sintió presionado por Amy cuando salió con el cuenco de leche del gato, motivo por el que optó por no recriminarles nada, es que ahora también se sienta forzado a hacer lo que le demandan. En cambio, Amy, que ya ha conocido la violencia en sus carnes, con la violación, frente al asedio que sufren en casa, aboga por darles lo que quieren, al que buscan, Henry. Su insumisión se ha tornado miedo. Curiosa y significativamente, los atacantes y David despliegan su violencia sin saber, unos, que la sobrina esta muerta, y el otro, que Amy ha sido violada. Lo que les define de modo más crudamente preciso.

Desde el principio de los tiempos los seres humanos han tendido a cosificar o categorizar a los otros como representaciones que considerar rivales o a las que despreciar o minusvalorar, como forma de autoafirmación. Sea por pertenecer a otra tribu, o disponer de señas caracterizadoras con las que no identificarse,  y sí por lo tanto que rechazar por no ser como lo que distingue como individuo o colectivo, sea por etnia, género, nacionalidad o el constructo de identidad que fuera. Carpenter, con Estan vivos, incidía en una cuestión fundamental. Más allá de los prejuicios y de las discriminaciones específicas, el conflicto social fundamental es el de la diferencia de clases (una cuestión de posición y capacidad adquisitiva, de control y dominio económico). Peckinpah enfoca en otra cuestión fundamental. Más allá de las diferencias o especificidades de los constructos de identidad, hay una faceta que todos los humanos comparten en su naturaleza, su ilimitada capacidad de infligir daño, su violencia expresada de distintos modos, la facilidad con que se deja llevar por la intemperancia. Da igual si eres hombre o mujer, vives en entorno urbano o rural, o sea cual sea tu constructo de identidad (etnia, nación o lo que sea). Lo que realmente distingue a unos y otros es una actitud (quién es consecuente y empático, quién se deja dominar por la susceptibilidad, el despecho o la soberbia). Esa violencia es parte consustancial del ser humano, que algunos despliegan sin escrúpulos, y que otros ejecutan sin tomar consciencia de la violencia implícita en sus actos, reacciones o palabras (ya que la justificación de nuestros actos es nuestra principal adicción). David pertenece a esta segunda categoría. Durante la conversación con el párroco, éste le pregunta si no se siente responsable, como científico, del uso de armas de destrucción masiva, caso de las bombas atómicas, a lo que David replica que no ha habido más muertes que en nombre de Cristo. De nuevo la concepción del otro como representante de un colectivo. Otra contienda en un escenario de contiendas (de pareja, vecinales, masculinas por la pieza femenina…). 

No sé cuál es el camino a mi casa. No te preocupes…yo tampoco. Son las últimas frases de Perros de casa.  Las frases son dichas, respectivamente, por Henry y David, el deficiente o desequilibrado a quien su padre no había querido recluir, y el matemático extranjero  (supuestamente equilibrado y con notable coeficiente intelectual) que había elegido esa población británica para recluirse, esconderse de un mundo en el que no quería tomar partido, y que acaba de vencer a los que han asaltado su casa porque querían la pieza, a Henry.  Son, por tanto, la aparente representación de los extremos, de lo irracional y de lo racional. Pero se acaba de desvelar que no existen esas diferenciaciones, incluso para el mismo personaje, David, de ahí su contestación o asentamiento. Sabe que ha cruzado un umbral desde el que no hay retorno. Se ha visto a sí mismo cómo es en toda su amplitud, ya no sólo como quería verse, o creía que era. El coche se desplaza en la noche, en la niebla. David se sonríe, pese a la constatación de su extravío, que no es sólo espacial. Ya no hay certezas, la mirada ha perdido horizonte, ofuscada entre los jirones de niebla de su ceguera, el caos reinante en el que ya se destierran los contornos; las ecuaciones se han quebrado con la sangre; los rostros se han desenmascarado: David ha tomado consciencia de su real rostro: La bestia que hay también en él. 

 



lunes, 23 de noviembre de 2020

El valor desconocido (Sexto piso), de Hermann Broch

                             

Cada uno de los hermanos llevaba en su interior un pedazo de aquella sombra (…) aquel hombre sombrío bajo cuya mirada se descomponía por entero todo el entramado de relaciones, de manera que al final no se sabía qué mantenía unida a la familia, por qué eras hijo de aquellos padres, por qué eras hermano de aquellos hermanos, si eras algo siquiera. En el principio una sombra; así nos propulsamos en la realidad. En el principio, las interrogantes; aunque haya quienes prontamente adopten una respuesta como código de circulación en la vida. Es el caso de Susanne con las coordenadas de su concepción religiosa de la vida, axioma irrefutable, a través del cual clasificar, y juzgar, las vivencias. Incluso, se podría decir que Otto, el hermano pequeño, también adopta, aparentemente, unas coordenadas claras, aunque realmente más quebradizas, y vulnerables, ya que si veía la posibilidad de conseguir algo para sí, todo argumento le valía: había nacido con la capacidad de plegarse a cualquier sistema moral (…) los elementos más contradictorios tenían cabida en su alma. Entremedias, está Richard, el hombre (de ciencia) que se mece en esa compleja, infinita y siempre inabarcable construcción en equilibrio que está hecha de relaciones vacías y, a pesar de todo, constituye el milagro de las matemáticas. Parece que oscila, como un péndulo, entre la certeza dogmática de la cartografía de ideas con su espada de Damocles juzgadora (sobre qué es lo pecaminoso, qué lo modélico, por tanto qué se puede anhelar o no), y la maleabilidad que parece dejarse arrastrar por las variaciones de las corrientes de la vida o adaptarse de modo conveniente. ¿No llevaban una vida aparente?¿No aspiraban a una muerte aparente??¿No era Otto el que de verdad tenía vida? Richard se pregunta, busca, intenta encontrar unas coordenadas precisas que doten de sentido y dirección a la realidad, esa conjugación de su yo con los otros y la propia y desconcertante materia de la realidad, intentando discernir una trama o ecuación en sus manifestaciones y fenómenos, como si sus mareas dispusieran de un mesurable o comprensible diapasón. Hay factores azarosos que escapan a cualquier cálculo de la estática de las fuerzas (…) ¿Dónde está la realidad? Las matemáticas, o la física, parecen, aún más que instrumentos, las espadas con las que lidiar un combate porque la realidad se escurre y finta, pero esa misma concepción se aplica a sí mismo, intentando discernir cómo él mismo siente, qué funda lo que siente, y por tanto, qué funda sus decisiones, sus actos, si están correlacionados, si sus actos son consecuentes con lo que desea, real y sustancialmente, o es consecuencia de una ofuscación, del condicionamiento de un filtro del que debe desprenderse. Con las matemáticas perseguía una meta, quería encontrar algo que estuviera tan fuera de las matemáticas como estaba Cristo fuera de la iglesia que le rendía culto, pero nunca conseguía salir de los fines matemáticos internos. ¿Dónde estaba su meta?¿Dónde estaba la univocidad de esa meta?. En suma, cuál es el valor desconocido sobre el que fundar el desplazamiento en la realidad con la ilusión de residencia o firme cimiento. Esa exploración, o indagación, que a su vez es forcejeo pendular, es la que impulsa la narración de la extraordinaria El valor desconocido (Sexto piso), del escritor alemán Hermann Broch (1886-1951), publicada originariamente en 1933.

El impulso de la narración son las interrogantes, y especulaciones, de Richard, quien desespera por el desajuste entre lo que imagina o piensa y los actos, pero también es el retrato de (la relación de) un conjunto, y sus dilemas o dudas, como las de la propia madre, Katharine.¿Qué había sido de ella?¿Qué habría de ser aún?. Su vida parece suspendida, entre el olvido de su marido fallecidoy una difusa añoranza que no sabe con qué precisión cuál es su fundamento. ¿Añoranza de qué? ¿Nostalgia de una vida con una aparente respuesta, la rutina escénica de una relación marital, aunque no fuera satisfactoria?¿El hueco dejado por el marido deja en evidencia otros huecos que abren interrogantes que confrontan con una intemperie que resulta complicado afrontar?. A Richard le vino a la mente la teoría de grupos. Y ese constructo abstracto y teórico al instante se había transformado en uno de aquellos pedacitos de la vida lejana e inefable. Richard indaga en la teoría de los grupos. ¿Cuál es la relación entre los componentes de su familia, en qué medida condicionan, anulan o incentivan? Otto parece en constante contienda. Richard no sabe si Susanne es una iluminadora influencia o más bien una interferencia en su proceso de búsqueda. Como no sabe por qué teme tanto a lo inesperado, como si sus matemáticas fueran el arma que pudiera conjurarla. Quizá porque vincula lo pecaminoso con lo impredecible. Lo que escapa del conjunto de causas y leyes, aunque no sea más que una nota que vibra solitaria en el espacio.

La realidad, en cuanto escenario, es una cartografía de ideas, preceptos, concepciones o referentes que cumplimentar como una plantilla. La realidad, en cuanto vida, es desplazamiento, y (re)flexión. Modificamos nuestras percepciones y concepciones, como una tarea en progreso, como un cuerpo vivo que siente el momento y se relaciona acorde a las sintonías y conexiones que siente. Somos multiplicidad, un ser potencial. En la multiplicidad del mundo se pierde la memoria como se pierde el olvido; y en la multiplicidad del conocimiento, en la impredecible masa de contextos posibles, se vuelve indiferente de dónde viene el hombre y a dónde quiere ir, el origen y el destino se desdibujan. El territorio de los afectos, tan movedizo y desestabilizador, es en el que Richard conseguirá, también a través de la fluctuación pendular de deseos y sentimientos, con dos mujeres distintas, precisar, o perfilar, unas coordenadas que asumirá deben regirse por la flexibilidad, como que lo inasible y estremecedor es sinónimo de vida. Richard comprende que los límites no deben ser un referente, ya que puede tornarse cerco y muro, sino una materia elástica que quizá modificar o transgredir para que el discernimiento y la satisfacción sea más real y sustanciosa. Intuía que todo gozo estaba relacionado con la posibilidad de ir más allá de los límites del mundo y que la única meta era esa. La relación con la realidad, cuando esta no es una idea proyectada, una cartografía dibujada como una prenda ajustada, ni tampoco se concibe como una corriente por la que dejarse arrastrar, se revela más armónica y concreta, como conexión, cuando no es ecuación sino flujo, cuando es receptiva e interactiva, no impone o simplemente se amolda a lo que fuera, abierta la cuestión de si la multiplicidad de sentidos del universo residía en los objetos mismos o en la manera en que la exponía él o en la manera en que lo escuchaban. La asunción de esa multiplicidad de ángulos que abre la cuestión de la teoría de los grupos a la perspectiva del conjunto desde su diversidad (el yo, el otro, lo real, entre la aleatoriedad y el entramado), propicia que la mente matemática transforme la ecuación en junco flexible, porque, contraseña de acceso a la realidad como semillero de territorios desconocidos, con las palabras Te amo acababa de desatarse toda la fuerza irrefrenable que tiene el mundo para resistirse a las leyes. Richard supera esa suspensión en la que parecía flotar indefinido, como si él fuera a su vez la rígida perspectiva de su hermana y estuviera deslumbrado por la apariencia de inmersión en la vida de la errática conducta de su hermano, así como distingue en sí mismo cuál es la diferente raíz de lo que siente por una mujer y por otra, y asume que la vida siempre será derrotada por la irrupción de la imprevisible muerte por muy apuntaladas que sean las certezas que establecemos como control o aduana de la realidad. Era como si se hubiese producido un desplazamiento y al mismo tiempo una iluminación del infinito.

sábado, 21 de noviembre de 2020

Están vivos

 

Nada es el apellido que se adjudica en los títulos de crédito al protagonista de Están vivos (1988), de John Carpenter, del que en ningún momento se sabe su nombre, porque es otro más de los integrantes de la clase trabajadora abocado a la nada. Sobre la nada giran los primeros pasajes, la nada de aquellos que erran en busca de un empleo, como Nada (Roddy Piper) con su mochila al hombro; la nada de aquellos que viven al margen, sin hogar, en arrabales donde erigen sus chabolas y chamizos. Supervivientes de una sociedad en la que se incrementa el número de pobres e indigentes, en la que la clase trabajadora no sólo es que esté cada vez más abismada en la escala social sino cada vez más sumida en los márgenes de la precariedad. Porque quienes dominan las elevadas posiciones del poder, es decir, de los privilegios económicos, no sólo imposibilitan su acceso a cualquier mínima asistencia social sino que incrementan sus privaciones y se esfuerzan en impedir que los que sobreviven a duras penas en  los más bajos escalafones de la pirámide económica, el tercer mundo de la sociedad del bienestar, puedan superar su precaria circunstancia (como el que empuja hacia abajo al que forcejea por no ahogarse para que se hunda aún más). Esto lo apunta Armitage (Keith David), un trabajador de la construcción que posibilita un puesto a Nada; Armitage es el prototipo del trabajador que mira hacia otro lado, o hacia abajo, para no meterse en problemas, para no perder el mínimo resquicio que le han permitido ocupar. Acepta un sometimiento, y la resignación sin cuestionamiento, porque su vida depende de esa conformidad. Su apellido, Armitage, está tomado del personaje protagonista de El horror de Dunwich de H P Lovecraft (al fin y al cabo nos hablan de El horror de la sociedad del bienestar), como Nada del apellido del protagonista de un relato gráfico con ese título, escrito por Ray Nelson, en colaboración con Bill Wray, publicado en la antología de comics Alien encounters (1986), inspirado en un previo relato corto escrito por Nelson en los 60, Eight O'Clock in the Morning.

Hay mundos ocultos, como también se reflejará en la posterior En la boca del miedo (In the mouth of madness, 1995), una de las obras maestras de Carpenter, y la más depurada traslación del universo del novelista de Providence. Mundos ocultos relacionados con los mensajes subliminales que lanzan las instancias del poder, mensajes mediante los cuales los ciudadanos corrientes asimilen y asuman la obediencia y el sometimiento, aturdidos, sin capacidad de reacción ni reflexión, conformes, sin pensamientos independientes ni cuestionamientos de la autoridad, las normas establecidas, las ocho horas de trabajo, sólo con el impulso o deseo de consumir y comprar lo que les vendan o ver la televisión como un entumecedor soma. Ciudadanos que son mercancías, peones y compradores sin capacidad cuestionadora. Reflejos de una corrupción social de un modo de vida, de sociedad capitalista, en la que el dinero es el centro neurálgico y horizonte divino, que se propulsó y alimentó en la década de los ochenta, y hacia la que Carpenter escupe con corrosiva virulencia esta mordaz sátira (aunque parece que fue contra el viento, o se quedó solo, porque la situación ha ido empeorando como un virus que se propaga implacable sin resistencia siquiera).
En el territorio metafórico, fantástico, de Están vivos, esos dominadores ocultos son extraterrestres que tratan a los humanos como ganado. Para ellos la tierra es un tercer mundo que explotar hasta que ya hayan extraído todo lo que sea posible, y dejen el planeta a su suerte. Metáfora de lo que la sociedad del primer mundo hace con la del tercer mundo y, dentro de su propio entramado social, con los trabajadores que están en las sucesivas posiciones bajas de la escala social (mientras cada vez son menos los que disfrutan de una posición más que holgada en las elevadas; la desproporción se ha ido incrementando), a los que se intentan adormilar, como muertos vivientes, para que no reaccionen ni se opongan (el emblema físico de ese sometimiento, o a esa aceptación sumisa, en este siglo es el gesto encorvado mirando la pantalla de un móvil). Carpenter utiliza en una secuencia la frase de un ejecutivo de un estudio de Hollywood: todo el mundo vende algo en algún momento. Por lo tanto, qué problema hay en corromperse, en aceptar una posición de privilegio aunque te previamente quejaras de tu suerte cuando ocupabas una posición baja en el escalafón económico. Simplemente, hay que aprovechar la oportunidad. El que está abajo, en posición precaria o suspendida, solo desea ocupar la posición de privilegio, no modificar la estructura de configuración de realidad (social).

Los medios de comunicación (perdón, de disuasión) se ocupan de incentivar bien de modo soterrado, y pernicioso, con un bombardeo constante, esa ansia de consumo y de posesión, y de deseo de ascender en la posición social. De ser Nada a ser algo, aunque dejes de ser alguien, porque ya sólo eres tu posición, algo corrupto, podrido, sin rasgos, intercambiable, cual cadáver en descomposición  (están vivos, pero podridos), como se revela que es la condición física de esos extraterrestres cuando son mirados con unas gafas que revelan la verdad, del mismo modo que revelan los mensajes subliminales tras los seductores carteles o las portadas y páginas de revistas y periódicos. Nada es un integrante de esa masa de nadas alguien que, en las secuencias iniciales, declara que le gusta su país, y que acepta las reglas, alguien conforme que sólo espera su oportunidad para ascender en la escala de privilegios, hasta que mira la realidad del modo que revela su real trama escénica, y lo hace por accidente, pero también por preocuparse de mirar con detenimiento las cosas, por preguntarse por la realidad circundante (su curiosidad inicial por los intrigantes movimientos en la casa donde se reúnen los resistentes).  La realidad no es como piensa que es, las reglas están amañadas, y fundamentadas en la conveniencia y la imposición. Las apariencias no son lo que parecen, como bien quedaba constatado también en La cosa (1982), donde no sabías quién o qué era el que estaba a tu lado, si su apariencia se correspondencia con su naturaleza. Entre ser y parecer puede haber un abismo no visible, e impredecible.

Nada es el currante que se rebela, y lo hace según sus posibilidades y cualificaciones: es un obrero de la construcción, su arma no es un discurso ni la articulación intelectual, es la fuerza física, el uso de las armas. Pero tendrá que buscar un apoyo, y para ello tendrá que enfrentarse a los insatisfechos que prefieren lamentarse de su situación pero sin nunca alzarse (acomodados en su vida programada, como los que se quejan de que el movimiento insurgente interrumpa con sus emisiones su programación televisiva), o la de los que no quieren meterse en problemas y perder lo poco que tienen (las migajas que se les permite), como Armitge, lo cual pone en evidencia, o cuestión, la imposibilidad del cambio por el hecho de que entre los sometidos, entre las clases desfavorecidas, no haya solidaridad y sí miedo o incapacidad para reaccionar, y construir unidos un proyecto, como también reflejaba, en otro territorio dramático o genérico, Mike Leigh en Meantime (1984). Nada decide enfrentarse, como buen héroe carpenteriano, a un mundo podrido que sólo merece un corte de mangas, el alzamiento del dedo corazón, o un una buena sarta de golpes y disparos que dejen en evidencia un mundo falsificado y manipulador, una mera pantalla en la que nada es real, y que a nada aboca a los que somete. Carpenter nos despierta, o lo intenta, con el suministro de un buen chute energético  a golpe de riff de guitarra o una de las más largas peleas rodadas, alrededor de seis minutos (inspirada en la final de Wayne y McLaglen en El hombre tranquilo, 1952, de John Ford), entre Nada y Armitage, cuando el primero intenta convencer al segundo de que se ponga las gafas y vea la realidad tal como es. Porque quizá para despertar hace falta más de un golpe.