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jueves, 29 de abril de 2021

La evasión

                           

El inicio de La evasión (Le trou, 1960), de Jacques Becker, que adapta, junto al autor, Jose Giovanni, la homónima novela, publicada en 1957, no deja de ser singular. La cámara se desplaza en un espacio abierto hasta encuadrar a Roland (Jean Karaudy), quien, inclinado sobre el motor de un coche, está arreglándolo. Se incorpora y se vuelve para dirigirse a la cámara y decir, escuetamente, que se nos va a narrar la historia de un intento de fuga de una prisión en la que él participó (en 1947, en la prisión de La Santé). En la película su personaje tendrá otro apellido (su nombre real es Roland Barbat, y su personaje se apellida Darbant; Jean Keraudy es nombre artístico), pero introduce la vertiente de documento, patente, en particular, en la atención a los procedimientos, al tratamiento del tiempo, o puntual fusión de tiempo fílmico y tiempo real. Precisamente, una de las principales cualidades de Roland es la habilidad con las manos. No sólo interpreta al cerebro de la fuga, sino que su maña es crucial (cómo utiliza, por ejemplo, uno de los hierros de la cama para usarlo como piqueta). La pericia y precisión narrativa de La evasión se acompasa a la del personaje. De alguna manera, puede parecer un documental dado cómo dedica minuciosa atención, y planos de dilatada duración, a mostrar cómo los guardas registran la comida que reciben los presos, cómo, durante cuatro minutos sin cambiar el plano, los reos pican el suelo de su celda, o sus desplazamientos y sus actividades por los subterráneos, que es descripción y análisis de situación (corte de barrotes, pique de las paredes menos gruesas, deducción de cuándo hacen ronda los vigilantes, corte de un hierro para hacer del mismo la ganzúa que les abra todas la puertas).

Su concisión es condensación, expresión de la concreción y esencia de las acciones. Y el tiempo es crucial (de hecho, tienen que idear el modo de medir la duración de sus actividades en los subterráneos para saber cuánto tienen que estar picando antes de volver a la celda). Todo es medición, cálculo, constancia, método. Es la labor depurada de un artesano. Ontología de la tarea. Los mismos personajes están descritos con precisos trazos, en sus acciones y reacciones, sin necesidad de saber de su pasado: la templanza de Roland, la suspicacia alerta de un sanguíneo Manu (Philippe Leroy), que acaba reflejando los difusos límites entre el recelo y la intuición, la jovialidad, o aparente desapego de Monsignore (Raymond Menier), que no puede camuflar en algún momento su nervioso temperamento, o el relajo con el que se lo toma todo (hasta ponerse a trabajar) Geo (Michel Constantine), quien puede aparentar que se implica menos (pero no dejará de colaborar aunque renuncie a la fuga para evitar que su madre sufriera por la tensión cuando se enterara). Los personajes son lo que parecen, pero también pueden parecer lo que no son, y reaccionar de un modo inesperado. Lo incierto de las apariencias se manifiesta de modo más claro en el recién llegado a la celda, Gaspard (Mark Michel), del que sí sabremos su pasado, porque será interrogado, explorado, por los otros cuatro, ya que es el extraño, por lo tanto incógnita, en un grupo bien definido. Ya en la previa secuencia introductoria queda patente su persuasiva capacidad para influir en la percepción sobre él de los demás, como es el caso del mismo alcaide de prisión. Logra evitar, tras una infracción cometida, que sea castigado. Por eso, su relato del por qué está ahí no deja de estar teñido de ambiguedad, cuando menos en las motivaciones. Sus rasgos suaves, cual bello ángel, y sus maneras educadas inspiran confianza, pero la duda no deja de sobrevolar, como una sombra, sobre sus posibles reacciones, a veces percibido en algún gesto elusivo.

La evasión es una obra ante todo de acciones, en un sentido amplio, no sólo por su minuciosa atención a los procedimientos o procesos. Las acciones (o reacciones), mediante gestos, expresiones, e incluso omisiones, son elocuentes: Cómo se refleja la sensación de grupo, de unidad y lealtad, entre los cuatro hombres, que aceptan a Mark como parte del mismo, pese a algunas reticencias de Manu; cómo alguien decide no fugarse pero no deja de colaborar con sus compañeros en la fuga; cómo alguien, Manu, ante la vista de una fuga factible, cuando ven la calle desierta, piensa en sus compañeros y vuelve para realizar la fuga conjunta al día siguiente, mientras en el otro, Gaspard, se ha apreciado la vacilación, la disposición a coger uno de los taxis que ven pasar; cómo alguien, ante la posibilidad de que su condena se conmute decida pensar en sí mismo antes que en los demás. Una elipsis, al respecto, no es omisión que genere expectativa sino elocuente correspondencia con quien se camufla bajo su apariencia angélica. Cada acción define a los personajes, porque en la acción nos definimos, como un grupo se define por el hecho de que todos colaboren entregados sin pensar primero en sí mismos, excepto la nota discordante, aquel que se mueve por sus propios intereses, que no deja de ser su real condena o miseria: ese pobre Gaspard que le dice Roland tras que los gendarmes hayan intervenido e impedido la fuga en el último momento; no es una mirada de reproche ni de rabia sino de conmiseración.

Jean Pierre Melville dijo que La evasión era la mejor obra que había dado el cine francés. Fácil de comprender si se considera su mismo cine, otro prodigio de precisión y capacidad de condensación, en el que los personajes, también, ante todo, se definen por sus acciones, un cine de presencias que deja entrever lo incierto en sus intersticios, del mismo modo que el método, el sentido profesional de una labor o un objetivo se ve trastocada por los imprevistos y por la voluntad e intereses de los otros. O, al mismo tiempo, cómo la honestidad y la solidaridad se quiebra por la egoísta mezquindad. La evasión es uno de los ejemplos más depurados de narración cinematográfica, en cuanto lógica, concreción y extracción de lo accesorio, en cuanto precisión y fluida modulación, como también son, precisamente en este particular sub género que es el de las fugas o evasiones, Un condenado a muerte ha escapado (1959), de Robert Bresson, La gran evasión (1963), de John Sturges o Fuga de Alcatraz (1979), de Don Siegel. O, en otro particular subgénero, el de los robos y atracos, Rififi (1955), de Jules Dassin y Círculo rojo (1970), en especial, por sus dilatadas secuencias de la ejecución de los atracos, con una duración de alrededor de media hora, en la que los personajes no emiten palabra alguna. Atracos y fugas, acciones y procedimientos para entrar o para salir, para superar, o transgredir, un férreo sistema de alarmas y vigilancia, obstáculos e impedimentos, códigos y normas. La transgresión: un agujero (como el título original, Le trou) o una fisura en el cerco de un sistema.

 

martes, 27 de abril de 2021

Lucificción (Orciny press), de Lluís Rueda

                         

Quizá su situación está determinada por aquello que ha inventado (…) por todo lo que ha plasmado de su puño y letra, lo atrapado en sus libros, los conjeturados, los esbozos, aquellos relatos que nunca ha escrito pero que gestan acontecimientos e ideas en miles de notas, cientos de legajos: su literatura residual, inconclusa y descartada. Resulta tentador pensar en un relato sobre nuestra vida sustentado en lo desechado y truncado. Una narrativa alternativa de lo que no pudo ser o no quisimos que fuera, de lo que no fuimos capaces de materializar o ni siquiera nos atrevimos. Un relato, por tanto, hecho añicos que nada tiene que ver con cómo se percibe esta realidad, como si cada pieza encajara en su sitio, y cada conflicto puntual se debiera a meros desajustes transitorios, individuales o colectivos. En cambio, los añicos, los flecos y los huecos, exponen que vivimos en una ficción, un relato al que no solo nos ajustamos y adaptamos, sino que además pretendemos que sea del modo que queremos que sea, sin que haya disonancias, interferencias o contrariedades. ¿No fue un cataclismo para numerosos habitantes de las tierras intermedias de la nieve mental que la conclusión de una admirada y adorada serie, de nombre de Juego de tronos, frustrara sus expectativas con un curso del relato que no fue aceptado como válido, por lo que exigieron que se rehiciera para que el desarrollo o la evolución de un determinado personaje se ajustara a las necesidades, expectativas y deseos? El relato, como la vida, no puede ser como no se quiere que sea.

En Lucificción (Orciny press), del escritor barcelonés Lluís Rueda (1973), la protagonista, escritora, de nombre Muriel, la cual siente que la realidad ha contrariado sus deseos, expectativas y necesidades, decide optar por la salida de escena (perdón, realidad), y eso implica la inmersión en otro mundo con unas coordenadas distintas a las que nos resultan familiares. Cruza un espejo que implica atravesar un <<Costurero>> cerrado transitando un camino de alfileres durante unos diez minutos (…) por él transitan miles y miles de hombres y mujeres con dudas, miedos y estigmas (…) retales de un fantasma y espíritus truncados; el umbral, un templo invertido, incrustado en la tierra,  o en el infierno, le parece indeterminado; transita un territorio de nombre Matenadarán que es morada de proscritos, frontera de nadie, agujero sin interés y, por ello, lugar sin reglas ni gobierno: y entra en contacto con el Sindicato de la pervivencia, con figuras que surgen de pinturas, como un cuadro de Vilhelm Hammershoi en el que la mujer acaba su giro eterno y la escritora descubre un pozo insondable por rostro, o con siniestros seres como los Hébétuds (…) si cayera en sus sombras quedaría usted sin presente, sin pasado y sin futuro, vagando eternamente en la oscuridad. La escritora, como decía de nombre Muriel, una curiosa terminal, alguien que padece por no poder asomarse al abismo y volver, se sume en el desconcierto y en la interrogante en permanente estado suspenso por las circunstancias o peripecias anómalas que vive en ese extraño universo que quizá sea un sueño, un desorientador Otro lado, el espacio de la muerte, de su mente en estado inconsciente, o la alucinación de quien ha sufrido un cortocircuito con una realidad con cuyo relato se siente desajustada o no satisface sus aspiraciones demiúrgicas. No, la realidad no es el capítulo de una serie que reclamamos que se vuelva a rehacer para que la conclusión sea como preferimos que sea. ¿Quizás seamos Hébétuds que se niegan a reconocer la derrota de su espíritu, su descomposición y la ya definitiva disolución del yo? ¿No nos hemos suicidado lentamente, como si hubiéramos degradado la realidad, como material de celuloide que inconscientemente quemáramos, y nuestras mentes han perdido toda lúcida y consecuente perspectiva?

En ese extraño universo, o suerte de relato grimdark o de fantasía oscura en el que el elemento mágico se concentra en un libro que no sabe ni puede interpretar, en el que encargan a Muriel el propósito, o la misión, de transportar ese enigmático libro de luz del que no pueden apoderarse los turbios y siniestros seres que amenazan a la escritora, y a unos acompañantes que, precisamente, fueron desechos de novelas que no concluyó, Muriel entiende que la realidad está atrapada en un par de calcetines del revés y le toca caminar descalza por sueño ajeno pero, sobre todo, le frustra que el mundo que transita sea tan antiguo, tosco y poco evolucionado. ¿Acaso suicidarse significaba quedar atrapada en el atraso y la brutalidad? ¿En la magia medieval? ¿En el patetismo de evocar constantemente la ilustración ante una realidad enquistada y sin futuro? Habría que preguntarse por qué en este siglo XXI ha calado en el imaginario colectivo, de modo preponderante, una serie de como Juego de tronos, variación espacial de una obra, El señor de los anillos, escrita décadas atrás, pero cuya última adaptación cinematográfica se ha convertido en uno de los fenómenos más influyentes en este siglo, junto al mago Harry Potter, los superhéroes, o los piratas del Caribe (que también tienen su particular variación, con Sir Walter Raleigh, en la serie de peripecias que Muriel y sus compañeros de andanzas deben superar). No ha sido un siglo que será recordado por revolucionarias corrientes artísticas. Salvo en el coto de un pequeño número de cinéfilos de pro, habitantes de su marginal barriada, no se ha detectado ningún influjo en nuestra sociedad debido al cine rumano, portugués, coreano o tailandés, modas pasajeras en los festivales durante este siglo. Sin duda, la relevancia de esos fenómenos medievales, mágicos y superheroicos son reflejo de cómo se ha engrandecido nuestro ego como un gran ombligo y cómo se ha fundamentado (o mejor dicho, enquistado) la realidad en un pulso de egos o tronos y en un compulsivo deseo de controlar la realidad con nuestra batuta o poderes: El capcioso camuflaje del capitalismo caníbal o dictadura corporativista que sufrimos, al que se enfrenta un pequeño virus, quizá nuestro real héroe. Seguimos atascados en un medievo emocional y mental por mucha evolución de nuestras espadas tecnológicas. Sería oportuno, vuelvo al principio, repensar la narrativa de nuestra realidad desde el ángulo de lo desechado y lo truncado, de lo residual y larvado, de lo que no queremos enfocar o discernir en nosotros mismos tan empecinados en querer ver la realidad, y a nosotros mismos, como la ficción que queremos que sea. Es lo que, de un modo mordaz, expone esta conjetura de reverso de la tierra, en este limbo chico, en esta estúpida traslación de los sueños y las miserias del colectivo humano. Quizá, como se indica en la conclusión, sería conveniente invertir nuestro enfoque. Pero no como una imagen en Instagram.

lunes, 26 de abril de 2021

Sangre en el rancho

                        

Primera capa: Sangre en el rancho (Man in the shadow, 1957), de Jack Arnold y el influjo de Solo ante el peligro (High noon, 1952), de Fred Zinneman, el cual también se podía rastrear en Conspiración de silencio (1955), de John Sturges o El tren de las 3’10 (1957), de Delmer Daves: un hombre que, pese a que peligre su vida, y no se vea apoyado por su comunidad, no duda en mantenerse firme en su propósito, el esclarecimiento de una verdad, el enfrentamiento contra quienes hacen uso de la violencia como modo de imposición o de satisfacción personal. Segunda capa: Precedente de La jauría humana (1966), de Arthur Penn: Un hombre, un sheriff, Sadler (Jeff Chandler), enfrentado a todo un pueblo, más proclive a la conveniencia y a la hipocresía moral, y en donde la figura emblemática de esa mentalidad es la de un rico hacendado, Renchler (Orson Welles), un latifundista cuya extensión de tierras, como dice, supera a la de 4 o 5 países europeos. Tercera capa: el conflicto étnico. Tras la conclusión de la II guerra mundial, que supuso la victoria sobre una mentalidad que concebía la supremacía aria sobre cualquier otra etnia, diversas producciones comenzaron a cuestionar cómo en la propia sociedad estadounidense existía un equivalente en un amplio sector que consideraba cómo natural la supremacía blanca sobre cualquier otro grupo étnico, fuera negro, chicano, judío u oriental, convicción que convertían en imposición, y categorización que implicaba discriminación, exclusión o marginación.  El hecho que desatará el conflicto en la notable Sangre en el rancho es la muerte de un bracero, un espalda mojada, asesinado tras ser apalizado por un par de sicarios del ranchero (por flirtear con su hija), aunque la orden de Renchler no implicara su muerte. Obras como la citada Conspiración de silencio o Gigante (1956), de George Stevens, habían puesto en cuestión esa mentalidad del hombre blanco de la América profunda, cuyo emblema es el rico terrateniente o cacique, que desprecia, o concibe como inferior, a quien pertenece a otra etnia, como impone su criterio sobre cualquier otra consideración o cualquier escrúpulo. El hombre en la sombra, al que alude el título original, puede ser tanto el bracero, porque una sombra es nada, como el ranchero, el titiritero que, desde las sombras de su impunidad, dicta cómo debe ser la pantalla de realidad que gobierna.

Cuarta capa: Se podría establecer una asociación entre ese sheriff que no se pliega a lo que la comunidad demanda y Puttnam (Richard Carlsson), el protagonista de Vinieron del espacio (1954), quien era calificado al principio como extraño e individualista, y después se esforzaba por comprender las intenciones de los extraterrestres frente a la desconfianza generalizada. Y también con Gunt (Audie Murphy), el pistolero que llega al pueblo, en la posterior No name on the bullet (1959), y arrastra la leyenda, para lo que no faltan diferentes versiones (sobre si tiene base real o no), de pistolero que provoca a sus elegidas víctimas, para que pueda justificar que fue en defensa propia. Para buena parte de los habitantes de Lordsburg, su sola presencia ya implica una amenaza que desata los temores y las suspicacias, con su pasado y entre ellos mismos. Por tanto, tres figuras que desentonan, evidencian fisuras en el conjunto, y plantean, por activa o pasiva, interrogantes, otras alternativas u otras actitudes. 


Intersección: la caza de brujas. La persecución del comunista por parte del Comité de actividades Antiamericanas (HUAC), desde 1947, con el consiguiente establecimiento de listas negras de Hollywood (que implicaba que quien estuviera incluido no podía conseguir trabajo, o cuando menos ser acreditada su labor, como algunos guionistas), reflejaba el intento de contrarrestar la actitud progresista que cuestionaba las inconsistencias de una nación que predicaba la diversidad como fundamento de su cualidad emblemática como sociedad democrática, frente a la dictatorial comunista, cuando, de hecho, no la aplicaba en su realidad, en su día a día. Ese pulso entre perspectivas divergentes fue constante durante esa década de los cincuenta. De hecho, Carl Foreman quiso reflejar en Solo ante el peligro cómo buena parte de la comunidad hollywoodiense había preferido mantenerse al margen y no implicarse en la persecución del HUAC, permitiendo que se ejerciera una inclemente purga que determinó el ostracismo o el exilio de unos, que otros se decantarán por la delación (para poder disponer de empleo y así mantener a su familia) e incluso la muerte de alguno por la tensión sufrida (como John Garfield). Poco a poco se fue consiguiendo, en paralelo a la reintegración de algunos de los que habían sido incluidos en la lista negra, la aceptación de las otras etnias como parte integrante del tejido social  estadounidense (y por tanto su visibilización en la pantalla). La misma industria hollywoodiense fue su espejo de ese proceso, con obras como Carmen Jones (1954), de Otto Preminger, Sayonara (1956), de Joshua Logan, o Fugitivos (1958), de Stanley Kramer, de las que habían sido precedentes combativos Encrucijada de odios (1947), de Edward Dmytryk, Han matado a un hombre blanco (1949), de Clarence Brown, Home of the brave (1949), de Mark Robson, El color de la sangre (1949), de Alfred L Werker, El forajido (1950), de Joseph Losey, Cruce de derecha (1950), de John Sturges, Incidente en la frontera (1950), de Anthony Mann o Esposa de guerra japonesa (1952), de King Vidor.

Como las obras mencionadas de Losey, Mann y Sturges, Sangre en el rancho incide en la explotación del chicano, condenado a trabajos misérrimos, incluso como ilegal, o sino a recurrir a la delincuencia para disponer de un desahogado modo de vida. La pobreza o la delincuencia eran sus únicas dos opciones, abocados a una posición servil. Por eso, como ocurre en Sangre en el rancho, si un chicano es sinónimo de nadie ¿por qué va a importar a la comunidad la muerte de uno de ellos aunque haya sido asesinado impunemente? ¿Por qué van a poner en riesgo su estabilidad o futura opulencia económica, como también ocurría en Solo ante el peligro, por actuar de modo íntegro, por priorizar la justicia sobre la conveniencia?  Sadler se revela como nota disonante y discrepante. No se plegará ni a la imposición ni a la conveniencia en cuanto comience a entrever que puede haber un crimen por la poco sutil creación de escenarios, o simulaciones de accidentes para que parezca que el bracero murió atropellado por un camión (lo que denota la suficiencia de quien plantea esa escenificación). No se dejará persuadir por las presiones de las fuerzas vivas del pueblo que contemplan la investigación como un perjuicio para la bonanza económica futura de la comarca, ya que Renchler es su principal nutriente. Ni se dejará amilanar por los atentados físicos, sea cuando manipulen su coche para que se estrelle, cuando atenten contra su casa, o sea cuando le apalicen repetidamente, incluso arrastrándole por las calles del pueblo como demostración de poder. Permanecerá firme, aunque se quede casi solo, y no sin mostrar su desprecio a unos conciudadanos que sí se indignan,  por fin, cuando apalizan a un contribuyente como él, pero no, previamente, cuando la víctima era un espalda mojada, porque era un don nadie cuya muerte no debía preocupar a nadie. Como les dice, o más bien escupe con furia y desprecio, no son más que marionetas en un teatro que siguen el guion marcado por el titiritero en las sombras, el hombre acaudalado que les reporta beneficio. En este caso, a diferencia de Solo ante el peligro o las posteriores El último tren de Gun Hill (1959), de John Sturges,  y La jauría humana (1966), la comunidad de Sangre en el rancho sí reaccionará y se enfrentará al dictador terrateniente blanco.


domingo, 25 de abril de 2021

Nubes flotantes

                          

Yukiko (Hideko Takamine), con expresión ensombrecida, como si las nubes de un cielo encapotado surcaran sus ojos, le dice a Tomioka (Masayuki Mori), el hombre que ama, que menos mal que les queda el pasado (el amor que vivieron años antes en la Indochina francesa durante la guerra), como si su evocación fuera un refugio para un presente precario, ambos a la deriva (como nubes flotantes). Pero el enfoque de ambos es distinto, incluso opuesto. Es la pugna entre el voluntarioso afán de reconstrucción y la inmovilista complacencia en el lamento y la negación. Tomioka remarca, afirma, que su amor concluyó entonces, pero realmente se debe a que se siente vacío, y es incapaz de amar a nadie, ni a sí mismo; se siente un hombre sin alma. Ya se percibe, en uno de los flashbacks que se alternan con su reencuentro ya concluida la guerra, que Tomioka era un hombre tendente a la acritud por cómo la trata cuando la conoce, aunque se sienta atraído: le dijo sin miramientos que no parecía de Tokio sino más bien de provincias, y que parecía que tenía 24 aunque tuviera 22, dos comentarios, no caracterizados por la consideración, que determinan que ella abandone, zaherida, el salón. Sus palabras, como sus actos, siempre parece que alejan. En cambio, Yukiko, pese las inestables circunstancias, su dificultad para ganar dinero con algún trabajo después de la guerra, y la herida emocional que arrastra por la violación que sufrió tiempo atrás, infligida por su cuñado (evocada en dos o tres planos sin sonido durante su reencuentro en un mercado), quien sin escrúpulo ni arrepentimiento alguno incluso le pide que le devuelva sus colchones, desea que ese pasado compartido sea futuro, por lo que lucha por ello entre constantes idas y venidas, reencuentros y separaciones con Tomioka, durante la narración, elíptica, abrupta, de la bellísima Nubes flotantes (Ukigumo, 1955), adaptación de la homónima novela de la escritora Fumiko Hayashi, recurrente colaboradora con Naruse. El deterioro que es más bien atasco o cortocircuito desde un principio, por la veleidosa y renuente actitud de Tomioka, también refleja el de la sociedad japonesa de la posguerra, una reconstrucción que parece no superar la amargura y la autoindulgencia en el lamento, vertiente que rezuma la misma ambientación y la grisácea fotografía de Masao Tamai.

Tomioka prefiere no evocar aquel pasado porque está enquistado en su desvitalizado planteamiento de que nada es posible, y se deja arrastrar a la deriva, con idas y venidas, entre Yukiko, su esposa, a la que se presuponía iba a abandonar, según había prometido a Yukiko, o el flirteo, y posterior relación, con la esposa del dueño de una sauna. Se siente aturdido por esa apatía fatalista, esté sobrio o entumecido por los vahos del alcohol. Yukiko, en un momento dado, le dice que le recuerda a Bel Ami, el protagonista de la homónima novela de Guy de Maupassant, por sus continuos coqueteos y sus historias amorosas fugaces y erráticas con las mujeres, como si sólo viviera en las superficies. Pero si Be Ami lo hacía por su afán arribista, motivo por el que las utilizaba, Tomioka no lo hace por ningún motivo. Simplemente refleja su mera dejadez y deriva vital, su inconsciencia, como si fuera, cómodamente, a rebufo de sí mismo, o de su amargura inmanente. De todas maneras, eso no obsta para que, en su segundo reencuentro, tras que ella haya iniciado una relación con un soldado estadounidense (por mera supervivencia y soledad), él despliega, como la primera vez que se conocieron, su amargura, y (des)califica su relación como si fuera el intercambio de un negocio:  cuando ella le conmina a que no se vean más porque sufre ante el hecho de que no puedan materializar su amor, él sólo es capaz de reaccionar diciéndola, con lacónica crueldad, que no le quiere ver más porque vendrá mal a su negocio.

Tomiako no es un cínico, como Bel Ami, sino un ser vaciado que carece de entusiasmo vital, incapaz de darse o de crear una raíz, como la de su amor por Yokiko, algo de lo que demasiado tarde tomará consciencia. Por eso, la narración es la sucesión de reencuentros truncados, porque él siempre optará por otra dirección, por la mera fuga o deserción, como quien rebota de un lugar a otro, o de una relación a otra como si la relación con la realidad fuera una fluctuación voluble. Y la modulación se define por el enrarecimiento, por la progresión de una infección, la que le transmite él a ella, o cómo su infección emocional y vital logra infectar el propio organismo, ya sin defensas, de Yukiko, como si por los sucesivos frustrados intentos de ella de reencauzar o consolidar su relación sentimental, por la escurridiza actitud de él, le hubiera extraído progresivamente su energía vital. No es de extrañar que el trágico desenlace acontezca durante una fuerte tormenta que se manifiesta con el espesor de un cielo encapotado (como encapotada ha permanecido la mirada ausente, distraída, vidriosa, de Tomiako). En el plano final, de desgarrado lirismo, resalta, sobre los cuerpos de ambos (él tumbado sobre el cadáver de ella, llorando), el mapa de la isla (en la que le habían asignado a él un trabajo como agente forestal). Ella, pese a sus reiterados y denodados intentos durante años, no había conseguido que él dejara de ser una isla, incapaz de habitar la vida, el presente, las propias emociones, incapaz de amar, nube sin rumbo.

 

viernes, 23 de abril de 2021

Un tratado de estética japonesa (Alpha Decay), de Donald Richie

                        

Mono no aware: un rasgo ligeramente dulce y triste que aprecia un observador sensible al contemplar la fugacidad de la naturaleza o la existencia, <<las lágrimas de las cosas>> (según decía Ivan Morris siguiendo a Virgilio). Akira Kurosawa definió el montaje del cine de Mikio Naruse, que admiraba particularmente, como un flujo de planos cortos que a primera vista parece plácido y convencional, pero luego se revela como un río profundo con una superficie tranquila que disimula una rápida y turbulenta tormenta subterránea. Simplicidad de trazo, paradójica conjunción de lo diverso y sutil modulación del flujo temporal. Por ejemplo, en Madre (Okaasan, 1952), cuya trama es la conjunción de momentos de la vida de una familia, se capta el flujo del tiempo a la par que su condición efímera, el pálpito de los instantes, la inexorable caducidad de cada acontecimiento y la sensación de plenitud fugaz. Es la mirada serena que deja entrever los temblores, la huellas de los pasos que desaparecen inexorablemente fuera el encuadre de la vida. La consciencia de lo transitorio no se manifiesta mediante la aflicción. Los clásicos japoneses prefieren la afirmación. De ahí que admiren un cuenco de té viejo y agrietado; de ahí que sientan entusiasmo por una fugaz flor (…) Reconoce la transitoriedad de las cosas e intenta hallar la belleza y el consuelo al asumir la fugacidad escribe Donald Ritchie (1924-2013) en Un tratado de estética japonesa (Alpha decay). Richie escribió sobre el cine de Naruse o Kurosawa. Paul Schrader señaló que fue Richie fue el principal introductor no sólo del cine sino, en general, la cultura japonesa en Estados Unidos con sus diversos ensayos y estudios. Uno de los rasgos característicos del pensamiento tradicional nipon es la preferencia por la representación simbólica en lugar de la delimitación realista. La estética tradicional japonesa nunca aspiró a la mimesis en su acepción de imitación de una apariencia exterior. Si en la cultura occidental caló, primordialmente, el sistema de representación, o modo de relato, heredado de la novela decimonónica, y de la pintura realista, la estética oriental plantea que la estructura ordenada constriñe, que la exposición lógica falsifica y que la argumentación lineal y consecutiva al final acaba limitando el discurso.  Esta idea explica la querencia japonesa por la yuxtaposición, el ensamblaje, el collage. Quizá sea el motivo por el que, como receptores, espectadores o lectores, conectemos sobre todo con la superficie del canal del texto, de la peripecia narrativa, pero no tanto con el del subtexto, la peripecia alegórica.

En Occidente la relación perceptiva compartimenta más que yuxtapone. Si en nuestra cultura occidental aún seguimos demasiado constreñidos por las dicotomías, por lo que tendemos a los maximalismos, y no sabemos desenvolvernos con naturalidad y fluidez con el matiz o la conjunción, para la estética oriental las dicotomías son herramientas demasiado encorsetadas para definir la plenitud de la observación. Como se reflejaba en el cine de Naruse, o también en el de Ozu (pero no tanto en el más elemental y epidérmico de Kurosawa, motivo por el que quizá fuera más admirado en Occidente, o que pareciera más occidental su estilo), la aparente simplicidad del trazo contiene múltiples capas y mareas como un racimo que es diversidad a un mismo tiempo que es flujo. Es esa singularidad de la relevancia del trazo del pincel o el temblor de la indecisión. Esa querencia occidental por la dicotomía también se aprecia en la relevancia que se ha dado a la religión, sustentada en opuestos, en dualidades, como el bien y el mal. En cambio, en la cultura japonesa la estética ocupó el lugar que la religión ocupa en otros países. El zen se convirtió en arte. Por eso se define por la yuxtaposición, por la fundamental relevancia de la y o el entre. La relación entre los diversos pétalos de un racimo. Como en el excelso cine de Naruse, una superficie tranquila y una turbulenta tormenta subterránea.

El apunte, la sugerencia, la simplicidad ocupó el lugar de la fidelidad ante la apariencia exterior. Tanto el objetivo como el resultado fueron una cualidad para la que aquí solo tenemos un término: elegancia. Al respecto, otro término. Furyu: la naturaleza mínima y sin artificio que sugiere, junto con la simplicidad, el refinamiento y la reflexión a la que apunta. La serenidad permanente es el resultado de la conjugación de los elementos que disponen de esa cualidad. Como el montaje del cine de Mikio Naruse. Planos que son pétalos de una misma flor. Ritchie destaca diferentes términos. Shibui: patrones sencillos, sin aspavientos (en cualquier actividad, una jugada no espectacular pero efectiva para el equipo, una corbata sobria, colores discretos…); Sabi, la pátina de la <<herrumbre>< del tiempo, o el florecimiento del tiempo (herrumbre, florecimiento, paradoja, lo mismo y diversidad); Wabi, la sobreabundancia es una vulgaridad, el uno puede ser el todo; menos es más; la simplicidad. Aware – que como verbo significa compadecer, conmiserar- quizá esté más cerca de la idea del sabi, En ambos casos se destaca la pensativa melancolía de la respuesta empática. Mientras la aflicción es la respuesta, frente a la consciencia de finitud, que brota de la priorización inconsciente del yo, la afirmación celebra con la empatía cualquier otra manifestación de vida en su desaparición porque uno está en lo otro. Es la sonrisa y la lágrima.

Es fundamental esa noción del tiempo no como deterioro sino como afirmación. En perífrasis de Makoto Ueda, con respecto a la noción de aware: Una apreciación empática y profunda de la belleza efímera que se manifiesta en la naturaleza y en la vida humana, por tanto teñida de una nota de tristeza aunque, en ciertas circunstancias, pueda estar acompañada de admiración, reverencia e incluso dicha. De todas formas, no es una es una forma de relacionarse con la realidad, el tiempo, uno mismo, que se pueda apreciar únicamente en obras cinematográficas japonesas, como Primavera tardía (1949), de Yasujiro Ozu, Madre, de Mikio Naruse, Cuentos de la luna pálida (1953), de Kenji Mizoguchi, La luna se levanta (1955), de Kinuyo Tanaka o La promesa (1986), de Yoshishige Yoshida. También se puede apreciar en ciertas obras occidentales, desde Qué verde era mi valle (1941), de John Ford a El curioso caso de Benjamin Button  (2008), de David Fincher, pasando por Andrei Rubliev (1966), de Andrei Tarkovski, Un mes en el campo (1987), de Pat O’Connor, El largo día acaba (1992), de Terence Davies o La delgada línea roja (1998), de Terrence Malick. Conexiones, afinidades, que no saben de límites ni compartimentos estancos. Ser consciente de la belleza efímera de un mundo en el que el cambio es la única constante

miércoles, 21 de abril de 2021

Tres amigos, sus mujeres... y los otros

                             
En las secuencias iniciales de Tres amigos, sus mujeres…y los otros (Vincent, Francois, Paul et les autres, 1974), de  Claude Sautet, mientras Vincent (Yves Montand), Francois (Michel Piccoli) y Paul (Serge Reggiani), aceptan participar en un partido de fútbol con amigos más jóvenes en los aledaños de la casa rural de Paul, se produce un accidental incendio en el cobertizo de la casa rural de Paul.  Un incendio que anticipa el que acontece en las vidas personales de quienes ya no son jóvenes, sino que han superado los cincuenta. Sus facultades y capacidades, sus ánimos y sus energías, su resolución o implicación, quizá ya no sean las mismas en el campo de juego de la vida. De hecho, el deporte, a través de la figura de Jean (Gerard Depardieu), amigo y empleado de Vincent,  y también boxeador profesional, se convertirá en reflejo, en particular en el último tramo, cuando dispute un combate contra un púgil caracterizado no por su refinado estilo, como él, sino por la agresiva contundencia de su fuerza bruta (como la imprevisibilidad de la propia vida). Los tres amigos se confrontan con las contrariedades de la mente, la emoción y la propia materia o circunstancia de la vida. Paul, escritor, sufre un bloqueo creativo, no logra avanzar con su novela. Francois, médico, parece, según su esposa, Lucie (Marie Dubois), alguien que se dedica meramente a registrar la vida. Parece que quedó arrinconado en el pasado aquel que aspiraba a transformar el estado de las cosas. Ya es un mero funcionario vital. O precisamente, es la vida la que parece haber sido extraída de él, como si ya fuera sólo la función que ejerce. Su mismo matrimonio se ha atrofiado en la inercia. Ambos, en cierta secuencia, se preguntan por qué motivo están juntos. Por qué mantienen su matrimonio, si es por sus dos hijos, la mera inercia, o por una mera cuestión económica. Por qué él acepta sus infidelidades, si es que es así, o más bien se ha atrofiado en su misma amargura como refleja su explosión final durante esa discusión.

Vincent sufre varios colapsos. El primero es material. Su empresa necesita, en pocos días, una inyección financiera de varios millones. Desespera por encontrar una solución para sacar a flote aquello en lo que ha invertido tantos años. Quizá la opción más lúcida sea la venta, el reinicio, como quien empieza de nuevo desde cero. La vida parece incendiarse pero quizá sean las llamas del ave fénix. También concluye su deteriorada relación con la joven Marie (Ludmila Mikael), aquella por la que rompió su larga relación marital de muchos años con Catherine (Stephane Audran). Su ruptura se produce en un aparcamiento subterráneo. Una relación que parecía una nueva dirección más bien conducía a un aparcamiento de vida. Fue un reinicio que realmente no lo era sino que condujo a un callejón sin salida. Si con Francois se refleja cómo las variaciones pueden ser más bien deterioros, y lo que somos, o llegamos a ser, no es sino una degradación de lo que fuimos o pretendíamos ser, con Vincent se pone en cuestión la consistencia de ciertas decisiones que implican un cambio de dirección que no tiene por qué implicar necesariamente mejora porque, tiempo después, te preguntas si tomaste la decisión más consecuente y lúcida. Pero esa consciencia puede llegar también demasiado tarde, ya que no se puede reanimar lo que se desechó. Persiste el afecto con quien fue su esposa, pero las direcciones ya no pueden converger. También sufrirá un físico colapso, resultado de todas esas modificaciones y asunciones que no dejan de ser incendios vitales que replantean su vida de modo drástico. Sufrirá un ataque al corazón, tanto constatación de las huellas del tiempo como de la vulnerabilidad de quien se esfuerza en mantenerse en el campo de juego pero sus facultades y capacidad resolutiva pueden ser insuficientes.

Ese combate pugilístico que centra los pasajes finales de Vincent, Francois, Paul, sus mujeres y los otros, se torna reflejo de todos sus bloqueos y colapsos. De hecho, dirimen previamente, con Jean, si debería aceptar o no el desafío dadas las características agresivas del contrincante, además de sus impecables resultados como púgil ganador. Quien está bloqueado, como Paul, insiste en que no acepte. Quien está amargado, como Francois, le insta a que acepte. Como expresa furioso, durante una comida grupal en la que algunos de los presentes cuestionan que no haya sido fiel a sus predicamentos, durante su juventud, sobre la necesidad del compromiso y de la mejora social, por qué va a ser él peor si está con un escritor que no escribe, un boxeador que no boxea y una esposa que es recurrentemente infiel. Nadie es lo que se supone que es. Él mismo sabe que optó por esconder la cabeza, como Vincent será consciente de que tomó decisiones atropelladas que quizá atropellaron irremisiblemente su propia vida, como, en el caso de Paul, no sabes por qué de repente te bloqueas, y ya no funcionas ni creas. El curso imprevisible de la vida también está relacionado con las ofuscaciones de cada uno, cómo nos enquistamos o cómo nos aturdimos con ciertos espejismos, cómo cometemos errores o cómo simplemente nuestro engranaje, nuestra pericia, deja de funcionar del mismo modo efectivo, como una lesión que te aparta del campo de juego de la vida.

lunes, 19 de abril de 2021

Mi padre y su museo (Acantilado), de Marina Tsvietáieva

                        

Me atrevo a decir que las estatuas, ese primer día de existencia, parecían más vivas que la gente, no sólo parecían – estaban (…) el verdadero museo, con todo el frío de esa palabra, no estaba en lo que los rodeaba, sino en ellos, era – ellos, eran –ellos, escribe Marina Tsvietáieva en Mi padre y su museo (Acantilado), sobre el día de inauguración del museo de Bellas Artes en Moscú, fundado por su padre en 1912. El museo como emblema de una actitud, la edificación que representa la inclinación por la búsqueda de la armonía, la sensibilidad que gesta, la sensibilidad empática, y edificante, como desafío a la pulsión de dominio, la funcionalidad pragmática, el apoltronamiento de la inercia y la tendencia a la destrucción. En Francofonia (2015),  el cineasta ruso Aleksandr Sokurov se preguntaba qué seríamos sin los museos, nuestra memoria, la huella de una mirada que gesta y revela y refleja el desafío de los límites por lo posible. Miraba hacia el pasado para dialogar con el presente.  En las primeras secuencias, el mismo Sokurov conversaba en la pantalla del ordenador con el capitán de un mercante que traslada obras de arte en un océano agitado por un oleaje que amenaza con hundir la nave. Nos ubicaba con la metáfora en nuestro tiempo (dominado por el maridaje de pantallas), y se interrogaba sobre el lugar del arte, pero también de la mirada inquieta e interrogante. El subtítulo de Francofonia era El Louvre bajo la ocupación. Y utilizaba como reflejo de actitudes o miradas a Napoleón y el emblema de la Revolución, el yo que se autoproclama soberano sobre la realidad, el ansia de dominio que remarca el yo como un sello de propiedad en todo, y  el nosotros que intenta forjar la equiparación y la conjunción ¿Bajo qué ocupación nos encontramos en nuestro tiempo? ¿Cuál es el Napoleón no visible de nuestro tiempo que ha logrado neutralizar la mirada singular e inocular, como un virus, la mirada ombliguista intercambiable, la mirada inercial y acomodaticia de estatua? La admirable El bailarín (2018), de Ralph Fiennes,  se centraba en una ávida mirada de conocimiento, la mirada que pugna por mantener su singularidad, sin restricciones ni concesiones ni supeditaciones, la del bailarín ruso Rudolf Nureyev, y quedaba bellamente condensado en la secuencia en la que, por fin, contempla en El Louvre, La balsa de la medusa, de Theodore Gericault. O como le dice su amigo Pierre Lacotte, la fealdad hecha belleza a través de la mirada, de los trazos, del artista. Y eso es lo que intenta denodadamente hacer con su vida Nureyev, aunque su perseverancia en mantener su mirada propia se enajene con la excesiva interposición de distancia, cual coraza, con respecto a los demás. Pero alguien le indica que en la vida, de un modo u otro, se depende de alguien, algo que parece rehuir Nureyev, aunque la ayuda que recibe, en diferentes momentos cruciales de su vida, como cuando consigue pedir asilo en Francia, sea crucial para sus logros.


Francia, Rusia. En ambos casos, el museo protagonista es el Louvre, aunque Sokurov ya había rodado El arca rusa, con un plano secuencia de hora y media, en el Museo Hermitage, antiguo palacio de invierno en San Petersburgo. Marina Tsvietaieva escribió en Francia, durante su exilio, en la década de los treinta, los breves relatos que, en Mi padre y su museo, se centran en el sueño de su padre, Ivan Tsvietaiev, la fundación del Museo de Bellas Artes en Moscú, el museo Alejandro III, que en 1937 sería rebautizado como Museo Pushkin. Como apunta Marina en el primer relato, no se gestó gracias a los veinte mil rublos que donó una anciana agonizante para edificarlo en memoria del emperador Alejandro III, ni siquiera previamente, cuando Ivan tuvo la idea, cuando puso por primera vez su pie de joven filólogo de veintiséis años sobre una piedra romana. Como apostilla Marina, nació, lo puedo decir sin temor, el mismo día que mi padre nació.


¿Un museo? ¿Para qué? Ahora lo que hace falta son laboratorios y no museos. ¡Que lo construyan! Vendrá la revolución y nosotros, en lugar de las estatuas, pondremos literas. Y pupitres. Que lo construyan. Aprovecharemos las paredes>>. En general, a la intelligentsia  y a la juventud las tenía sin cuidado, y mi padre en su quehacer (¡como cada será apasionado – en el suyo!) estaba solo. Seres secos, estatuas humanas, actitudes y miradas pétreas, mientras que la actitud que representa Ivan era el equivalente  metafórico del juego de sus hijas, cuando colocan dulces en las bocas de las estatua de un héroe y de un león. Era la mirada que tenía en consideración el nosotros. Era la mirada singular que no interponía distancia sino que priorizaba la generosidad. Era la actitud que sabía que un museo es el emblema de una resistencia, la constancia de que hay actitudes humanas que buscan la armonía, que son creadoras, que se preguntan sobre sí mismos y su relación con la realidad y buscan, a través de las formas del arte, el reflejo que nos enfoque con la celebración de la belleza. No somos pantallas, o literas o pupitres, casillas o funciones, somos también miradas que abren brechas en la autoindulgencia y la conveniencia y otras inercias.

Aunque Mi padre y su museo sea una obra escrita en la década de los treinta, y mire al inicio de siglo, su edición, por parte de Acantilado, se convierte en oportuno reflejo, y acción disidente, que interpela a nuestro presente a través de una personalidad tan singular como la de Ivan Tsvietaiev. ¿No somos más estatuas que las propias esculturas?¿ No nos hemos convertido en seres, aparentemente de carne y hueso, con piedras virtuales en nuestra mirada y actitud? Si estoy orgullosa de algo, es de haber nacido de padres que jamás se aprovecharon de nada – material, y de todo – lo espiritual. Era un hombre que no se preocupaba de las posesiones materiales. Rechazó ocupar la mansión con ocho habitaciones que le concedieron por su cargo de director del museo. ¿Para qué necesitaba tanto, como también expone Beatriz Montañez en su obra Niadela, otra obra de resistencia, o recordatorio de lo que podríamos ser? ¿Por qué, en cuanto disponemos de dinero necesitamos vivir con grandes dispendios y gastar y consumir lo más posible? ¿Por qué necesitamos tanto, incluso como mínimo vital de subsistencia? Tsvietaiev indicó que las ocuparan los empleados. Por su título de Tutor honorario le concedieron un uniforme lujoso. Y de nuevo se preguntó para y por qué. Se lo puso pero, como puntualizó, por el museo. No se trataba de avaricia. Aunque en realidad – sí. Era avaricia en grado superlativo (…) avaricia del terrateniente que sabe con cuánta dificultad la tierra se vuelve plata. Y así, fidelidad a la tierra. Avaricia del asceta que encuentra todo demasiado bueno para él, cuerpo, y nada demasiado para él, espíritu. (…) Avaricia de todo ser que tiene una vida espiritual y que simple y sencillamente no necesita nada (…) Por tanto avaricia – espiritualidad (…) Por fin, avaricia del dador: avaro, a fin de poder dar. Porque él dio hasta su último suspiro, porque su último suspiro fue un acto de donación.