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viernes, 31 de marzo de 2017

Aproximación al boxeo en el cine

La discreta Redencion (2015), de Antoine Fucqua, es la última obra que integra el boxeo en su construcción dramática, determinante tanto como escenario como reflejo. Puede gustar más o menos este deporte (particularmente, nada), pero, quizás más que ningún otro, ha dado pie a obras de lo más sugerentes. Esta aproximación al boxeo en el cine, que primero he publicado en Las nueve musas (http://lasnuevemusas.com/not/10209/boxeo-en-el-cine/) no pretende ser una visión exhaustiva ni una antología de las mejores obras, sino un intento de condensar diferentes tratamientos o acercamientos (diferentes reflejos o usos simbólicos) que ha tenido el boxeo en el cine, sea como eje central de la obra o como aspecto secundarios. Como ilustración alrededor de una veintena de títulos que se concreta en las imágenes que acompañan el texto. Obviamente se echará en falta muchas obras, algunas muy célebres, caso de 'Rocky', 'Ali', 'Gentleman Jim', 'Ciudad de conquista', 'The fighter', 'Rocco y sus hermanos', 'Snatch', 'Marcado por el odio', 'Huracan Carter', 'Kid Galahad'...
Million dollar baby.
Nadie puede vencerme.
Cuerpo y alma.
Campeón (arriba). El pequeño ladrón. (debajo)
En primer lugar, porque propicia la parábola sobre el cuadrilátero en el que suele convertirse la propia existencia. Los golpes que te da la vida, los golpes que sabes encajar. También, de modo más específico, sobre la sociedad de cada momento, con mención especial para la sociedad capitalista que tanto incentiva la competitividad y la aspiración de ser el número uno. Eastwood lo condensó de modo contundente, a modo de abismo, en 'Million dollar baby' (2005). No hay piedad. La integridad no es lo que se recompensa. Robert Wise, en 'Nadie puede vencerme' (1949), Robert Rossen, en 'Cuerpo y alma' (1947) o Mark Robson, en 'Campeón' (1949), también lo reflejaron con abrasiva lucidez, a través de unos personajes que representan actitudes distintas frente al dilema de optar por la integridad o por la corrupción, sea por mera ambición, por resentimiento de las penurias sufridas o por la justificación de la necesidad económica. Robson realizará otra película sobre corrupción, en concreto sobre los combates amañados, con 'Más dura será la caída' (1956). Una sugerente variación del desprendimiento de escrúpulos para dominar el escenario de la vida, mediante la equiparación del latrocinio y el pugilato, se encuentra en 'El pequeño ladrón' (1999), de Erick Zonca. Si la vida no te da, lo sustraes. Hay que utilizar a quien sea para conseguir el beneficio, para alcanzar la prosperidad, más aún si las circunstancias de la vida te han situado en la rampa de salida en un escalafón bajo de la sociedad. Evve aprende a boxear, aunque sus golpes más bien parecen los ralentizados movimientos de un nadador. Y aprende los trucos del ladrón, integrándose en una banda de Marsella. Tendrá que aprender que los golpes duelen, ya que para él las cicatrices son como las medallas.
The boxer.
El triunfo del espiritu.
Fat city.
Cinderella man (arriba). El luchador (debajo).
También un cuadrilátero puede ser el reflejo de la lucha contra otras inconsistencias, otras estulticias, como las de los fanatismos nacionalistas, como refleja 'The boxer' (1997), de Jim Sheridan. O de la barbarie de los exterminios, como en 'El triunfo del espíritu' (1989), de Robert M Young, en la que un prisionero griego tiene que sobrevivir ganando combates ya que quien es derrotado acaba en la cámara de gas. O de la precariedad económica. Más que la sobrevalorada 'Fat city' (1972), de John Huston, cuya sordidez resulta impostada, destacaría 'El luchador' (1975), de Walter Hill, en la que un boxeador, en los tiempos de la Gran depresión, triunfa en los combates callejeros a puño desnudo. Carente de ambiciones, parece salido de otro tiempo ( mítico), contrapunto especular de aquellos años setenta en los que el país sufría las convulsiones de la decepción por la corrupción manifiesta de las instancias del poder (el caso Watergate). O, también durante la Gran Depresión, 'Cinderella man' (2005), de Ron Howard. La principal cualidad de Jim Braddock, fuera y dentro del ring, es la de sabe encajar los golpes como nadie, para tanto lograr mantener a su familia, en ocasiones como estibador con una mano rota, como para ganar el título de campeón frente un cruel boxeador, Max Baer, que representa la crudeza de la vida.
Toro salvaje.
Invicto.
El hombre tranquilo.
Calle River 99 (arriba). La ley del silencio (debajo)
O el reflejo del ego inflamado, la enajenación del que se siente el dueño del ring (dentro y fuera), y espera que los demás se adapten y acomoden al cetro de sus puños, de su voluntad, como en 'Toro salvaje' (1980), de Martin Scorsese. Esa arrogancia es aún más cínica en el campeón de peso pesado encarnado por Ving Rhames, encarcelado por violación, en 'Invicto' (2002), de Walter Hill. Su combate final con el que encarna Wesley Snipes representa el enfrentamiento con la templanza de la integridad. Para la realización de los combates, Scorsese se inspiró en la atmósfera pesadillesca del flashback de 'El hombre tranquilo' (1952), de John Ford: la muerte del contendiente en un combate, que impulsó al protagonista a buscar su opuesto, la Arcadia soñada, reflejaba la degradación de un tipo de vida. Por otro lado, es una de esas obras en las que la actividad boxística es vivencia pasada, que contrasta, aunque sea de modo simbólico, con el presente narrado. En el excelente noir 'Calle river 99 (1953), de Phil Karlson, el protagonista fue un aspirante a un título. Ahora es un mero taxista. La propia vida es un ring de boxeo, en el que, como dice él, cuando te golpean debes responder más fuerte, y en el que no sólo se mata de golpe sino lentamente, pulgada a pulgada (como pasa en su relación sentimental). En ocasiones, no se visibiliza ese pasado, de modo significativo, como en 'La ley del silencio' (1954), de Elia Kazan. La a redención del protagonista, no puede ser sino convirtiendo en cuadrilátero la casa 'parasitaria' de los gangsters, para que de nuevo pueda recuperar la integridad que empezó a vender cuando se plegó a los tongos de los combates de boxeo que frustraron sus ilusiones y lo convirtieron en una marioneta al servicio de los opresores.
Combate decisivo.
El campeón.
Requiem por un campeón.
El aire de París (arriba). El día más feliz de Olli Maki (debajo)
En 'Combate decisivo (1957), de Andre De Toth, es uno de los tres cuadriláteros en los que combatirá en su vida Barney Ross: en un ring se convirtió en campeón del mundo, en el Pacífico Sur, durante la Segunda guerra mundial fue condecorado como un héroe por salvar a un compañero en la batalla de Guadalcanal, pero su más duro pugilato fue con la morfina a la que se hizo adicto durante el proceso de recuperación de la malaria que contrajo durante la contienda. El púgil de 'El campeón' (1931), de King Vidor combate contra otra adicción, el alcoholismo. El respeto de su pequeño hijo se convertirá en acicate para lograr esa victoria. Y el protagonista de 'Requiem por un campeón' (1962), de Ralph Nelson, se enfrenta a la desesperación del retiro, a sentirse contra las cuerdas cuando intenta sobrevivir en una realidad en la que no sabe desenvolverse ni encontrar su lugar, a no ser cómo reflejo patético de lo que fue.La obra de John Ford también es un ejemplo de cómo el cuadrilátero boxístico puede ser reflejo o contrapunto del cuadrilátero de las relaciones amorosas (en su caso, añadido el combate contra la cerrazón de las rigideces de las costumbres, como evidencia la pelea final). Aunque tenga apariencia de sueño dorado, la lona bajo tus pies cuando te enamoras se puede convertir en arenas movedizas, como se plantea en 'El aire de París' (1954), de Marcel Carné. En,'El día más feliz en la vida de Olli Maki' (2016), de Juho Kuosmanen, se narra el hastío de un aspirante al título con todo el montaje que comporta la preparación para el que se supone que es el día más feliz de su vida, porque además significa que lo será para los habitantes de Finlandia. Pero él lo que quiere es sentirse una piedra que bota sobre el agua en compañía de la mujer que ama, con quien siente que cada día es el más feliz de su vida. Como exquisita rúbrica, ese prodigio de ballet del combate del boxeo, en Luces de la ciudad (1931), de Charles Chaplin. en el que contendientes y arbitro alternan las coreografías a modo de dúo o a modo de trío. Sin duda, uno de los grande momentos que ha dado la comedia.

miércoles, 29 de marzo de 2017

La cura del bienestar

El conejo blanco y las anguilas. ¿Cuantas variaciones se han podido realizar sobre Alicia en el País de las maravillas? O dicho de un modo más preciso, ¿cuántas obras se han podido inspirar en la magna obra de Lewis Carroll?. La particularidad de La cura del bienestar (2017), de Gore Verbinski, reside en que Alicia y el conejo blanco coinciden en una misma persona, Lockhart (Dane DeHaan, uno de los actores con más talento y carisma de su generación). Su reloj, en dos momentos distintos, antes y después de un accidente que sufre, indica la misma hora. En la primera circunstancia refleja cuánta prisa tiene. En la segunda, el reloj se detiene. Lockhart, incluso, tiene una pierna enyesada. Ya no puede gestionar la realidad con celeridad, como si el tiempo fuera un comprimido. Sus acciones se ralentizan, y no deja de encontrarse con obstáculos. Y a eso no estaba acostumbrado. El conejo blanco ya se sabe que tenía mucha prisa. El modo de vida que representa Lockhart también. Nos presentan al personaje conectado, a la vez, a la pantalla del ordenador y a la del teléfono móvil. Su mirada y su oído están absorbidos por una realidad definida por la urgencia, una pujante velocidad de contactos y estrategias e inversiones y cálculos. La realidad es una sucesión de números, una entidad intangible definida por la expectativa de fusiones empresariales beneficiosas o su reverso, hecatombes financieras por inadecuadas inversiones (o puñaladas traperas con sonrisa refulgente). Ese universo, el nuestro, el que nos rige, nos es presentado, como una entidad siniestra, edificios acristalados en sombras en cuyo interior múltiples pantallas esperan, en la franja horaria de pausa laboral, su reactivación para los ojos y miradas que se conecten como dispositivos de premura y eficiencia. Su velocidad tiene sus riesgos, como refleja esa secuencia introductoria: el comercial del mes sufre un infarto. Pero no importa que se sufra alguna baja porque habrá otros tripulantes de esas naves acristaladas: su relevo es, precisamente, Lockhart, a quien se encarga una misión definida por una urgencia que probablemente provocaría otro ataque al corazón al mismo conejo blanco. Hay que recobrar a un integrante de la junta directiva cuya firma es necesaria para la consecución de una anhelada fusión que pueda evitar el naufragio de la empresa. Pero ese integrante, de nombre Pembroke (Harry Groener), dejó escrita una carta, antes de ingresar en un balneario de los Alpes suizos, en la que dejaba constancia de que el modo de vida que hasta ahora había seguido como un ambicioso conejo blanco en pos del éxito, el beneficio y la consecución de la posición más privilegiada en la pirámide financiera, no es sino un espacio hueco acristalado que consume y corrompe por dentro.
El viaje al otro lado del espejo que realiza Lockhart es un viaje al reverso que revela la carne tumefacta bajo el fulgor de la apariencia. Lockhart se desplaza por el laberinto de múltiples alas y estancias y niveles del sanatorio y se confronta con una realidad que asemeja a un puzzle en el que convergen diversos tiempos,el ya huidizo y desconcertante presente, con diferentes pasados, el propio y el de ese sanatorio, y, por añadidura, el imaginario, porque, por supuesto, durante la narración no dejamos de interrogarnos si las versiones de la leyenda que se narran, y que no cesan de modificarse, acerca del barón que regía doscientos años atrás el castillo sobre el que se edificó el sanatorio son reales, o cuál es la versión cierta o completa, y si transitamos realidad o sueño, como algún personaje mismo se lo plantea. O quizá no, y esa sea la cuestión, como la misma figura de bailarina que cierra los ojos, porque no cree que esté soñando, forjada por la madre de Lockhart para que se la lleve en su viaje. La música que suena cuando se pone en funcionamiento el engranaje de esa bailarina es la misma que tararea una joven, Hannah (Mia Goth), que Lockhart avista, por primera vez, sobre una almena en el sanatorio, como la figura romántica que mira al abismo o que no lo teme. Y es la misma voz que se escucha en la secuencia introductoria mientras la cámara se desplaza en el atardecer entre los acristalados castillos de nuestro tiempo, como si la realidad, y en concreto Lockhart, aún no hubiera abierto los ojos del todo, por eso la luz parece siempre, durante la narración, un tanto amortiguada, como cubierta por una sutil película de neblina. Se vive en un sueño, y por tanto se puede vivir un engaño, y puede ser en un sanatorio en los Alpes suizos o entre edificios acristalados en Wall street. Lockhart no sabe cuándo discierne lo real o meramente alucina, como con las anguilas que no deja de ver, o con las que no deja de alucinar, una y otra vez, sea en cisternas, piscinas, vientres rajados de vacas o vasos de agua que ingiere.
Según los monarcas de este imperio acristalado se pierde la cabeza cuando se quiere salir de la circulación, cuando no se anhela ya seguir mirando hacia arriba, con ambición, para escalar posiciones. Aunque quizás más bien se recobra cuando se prefiere mirar hacia abajo sin preocuparse de lo incierto, sin que sea la mirada desesperada, como la del padre de Lockhart, que decidió lanzarse desde un puente cuando los números decidieron estrangularle con la caída de las inversiones. Aunque realmente encubrían el juego sucio de quienes se aprovecharon de su honestidad, esos números con forma humana, competidores que sólo se preocupan de ser el que sobreviva, como el conejo blanco que es en principio Lockhart, ajenos a las vidas que extraen o de las que se aprovechan, como en las leyendas se dice que el barón extraía la vida, el agua, de los cuerpos de los campesinos para la cura de su amada, y quizás, o eso sospecha Lockhart, es lo que haga el doctor Volmer (Jason Isaacs) con los prósperos empresarios y exitosos ejecutivos, o conejos blancos ya retirados por su provecta edad, que son los actuales pacientes (o quizá, nutrientes, como quien varía radicalmente de posición en la pirámide nutricional) del sanatorio. Desde luego, aunque sea de modo figurado, es lo que no dejan de hacer los regentes de Wall Street. Nuestro organismo está compuesto en sus tres terceras partes de agua, pero los hay que parecen resecos aunque no dejen de sustraer vida con las anguilas escurridizas de sus números y cálculos. Anguilas escurridizas puede haber en cualquier ambiente, y disponer de variadas apariencias.
La narración de La cura del bienestar se desplaza como una sucesión de recodos o recovecos en los que se no se sabe qué puede ocurrir, cuál conduce a un muro, qué aparente muro insinúa entre la película de vapor otra dirección, o qué revelación del puzzle puede modificar la visión del conjunto. No se sabe si la realidad es escurridiza y juega al escondite, o si quizás la mirada necesita desprenderse de velos que entorpecen su discernimiento. La mirada de Lockhart se libera de la pantalla del cálculo definida por los números y se enfrenta a una realidad que se presenta como una sucesión de escurridizas incógnitas (o realidades injertadas como apariencias de realidad). Puede que haya pasajes o recodos en los que la tensión y la atmósfera se resientan, como aliento que desfallece, pero Verbinski orquesta una propuesta singular, arriesgada en su concepción, que se toma su tiempo sin precipitación y más bien con calma (hasta casi anestesiar al conejo blanco, o más bien recordándole cómo la lentitud, que suele rimar internamente con serenidad, puede ser la mejor manera de encontrar la salida del laberinto).
Sin duda, 'La cura del bienestar' es otra muestra de la peculiar personalidad de Verbinski, al que le atraen los desplazamientos narrativos, incluidos excursos o desvíos, surreales o excéntricos, como en la estupenda secuencia inicial, con la nave en el desierto, de la tercera, y mejor entrega, de Piratas del Caribe, una concepción de la realidad como posible trampantojo, como en su notable El llanero solitario o en la excelente Rango, y el extrañamiento vía humor absurdo de mirada impasible, como los divertidos spots de las ranas de Budweisser o la estupenda El hombre del tiempo, cuyo estrenó se retrasó meses porque a la productora le parecía demasiado deprimente (a Verbinski le atraen también las paradojas). Rango tenía un comienzo magnífico que ya nos ubicaba en el territorio de un suculento contraste, entre la vida sin historia o la sensación de sentirse nada y el sueño de vivir una historia, de habitar el acontecimiento, en el que no sólo sentirse alguien, sino el protagonista del escenario. El inicio de El llanero solitario nos situaba en la incertidumbre así como ante la evidencia de un escenario, de una representación. Durante su desarrollo se cuestionaba la fiabilidad del mismo narrador. Y nos acababa planteando si la cuestión no será que resulta difícil discernir si la realidad no será meramente la atracción de una feria. En El hombre del tiempo, David (Nicolas Cage) era la versión futura frustrada de Lockhart. Hombre del tiempo en un canal televisivo que hace gestos ante una pantalla de croma verde, una pantalla sin sustancia real, como lo es su vida. Pronostica, pero sin duda todo lo que había previsto para su vida se ha frustrado. Quién sabe qué va a ocurrir si depende de los vientos, le dice un compañero. Nada hay previsible ni simple, le dice su padre (Michael Caine), escritor de éxito, cuyos pasos ha intentado seguir infructuosamente David con su inacabada novela. Y como añade en la última secuencia juntos, 'en esta vida de mierda hay muchas cosas que tenemos que tirar'.
Lockhart, con su peripecia, logra salirse de un escenario que le tenía cautivo, ignorante de que era un prisionero utilizado como esbirro eficiente que sabía cuándo realizar las oportunas trampas que revirtieran en su propio beneficio o cuándo tirar a otros que estorbaran para la realización de sus ambiciones. Se sale del guión enfrentándose a otro escenario en el que tiene que discernir cuál su guión, su trama (o trampa), que resulta ser el reflejo distorsionado, y en carne viva, del escenario acristalado que abandonará, del que se desprenderá como una máscara, porque no era sino una pantalla de croma verde, una atracción de feria, el universo virtual, depredador y voraz, de la ambición, una historia en la que creía ser y sentirse alguien, el protagonista del escenario, pero no era sino nada, otro número, otra función, otro ser hueco, que podía ser tirado del escenario por otra anguila competidora más escurridiza o, simplemente, cuando sufriera un infarto. Quizá la apuesta no le haya salido redonda a Verbinski, pero desde luego no merece la desangelada recepción dispensada. La insurgencia de salirse de los moldes no parece ser bien recibida, sobre todo si su etiqueta no se corresponde con la sustancia de su mirada. El cine de Verbinski es más escurridizo de lo que indica su posición en el paisaje industrial cinematográfico. Un cuerpo extraño, como en la primera entrega de Piratas del Caribe lo era el capitán Sparrow entre las convenciones del subgénero de piratas. Quizá sea la neblina de los que etiquetan demasiado apresuradamente la que desenfoca, y por tanto menosprecia, su entraña, que consideran convencional y banal. Bienvenida la salaz e irreverente excentricidad de su cine. Benjamin Wallfisch compuso una extraordinaria banda sonora para una de las más singulares obras estrenadas este año.

martes, 28 de marzo de 2017

El pueblo de los malditos

Paradoja: De la brecha de la incógnita brota el monstruo de la mente con plenas facultades controladoras pero carente de empatía. Ante lo que se ignora o las circunstancias complicadas, entre lo inextricable o lo difuso, u otras voluntades que resultan escurridizas, por contrariar o ser difíciles de discernir, la mente humana puede responder con el desquiciamiento por no encontrar la complacencia para esa compulsión de control (de los ingredientes o componentes de la realidad, constituida por circunstancias y otras voluntades así como la indefinida índole de la propia existencia, que puede parecer tan colindante con lo aleatorio). La narración de la producción británica 'El pueblo de los malditos' (Village of the damned, 1960), de Wolf Rilla, adaptación de la novela 'The midwich cuckoos' (1957), de John Wyndham se inicia con unos sucesos integrantes, una ruptura radical del curso rutinario de los acontecimientos de la vida en el pueblo británico de Midwich. Todos sus habitantes, a un mismo tiempo, parece que pierden el conocimiento. Dentro de un muy determinado perímetro, en extensión y altura, cualquier ser vivo que se encuentre en sus contornos en ese específico momento, o que traspase su invisible umbral, caerá desmayado, sin sentido. Y así será durante varias horas, hasta que súbitamente, todos a la vez despierten, o recuperen la consciencia. No se sabe muy bien qué les ha podido ocurrir. Cuál puede ser la causa. Lo imprevisible ha sacudido unas vidas de un modo inexplicable, como una interrupción de la continuidad. Un agujero negro en el tiempo.
Otra revelación conmocionará sus vidas, ya que las mujeres en edad fertil descubren que están preñadas. Incluso, quien era virgen. Para el resto de las mujeres, la alegría se combina con cierta perplejidad, por esa anómala coincidencia. Esa circunstancia insólita, por otro lado, parece relacionada con aquel espacio en blanco, o agujero negro, de su pérdida de consciencia. El extrañamiento, como una neblina gris casi imperceptible, se extiende en la narración, como para el mismo profesor Zellaby (George Sanders) quien había recibido la noticia del embarazo de su esposa, Anthea (Barbara Shelley), como la más jubilosa satisfacción de su vida. Pero la suma de sucesos intrigantes, entre los cuales intuye un nexo siniestro, aun todavía difuso, le desconcierta. Siente que su vida, o la de los habitantes de ese pueblo, nunca será la misma. El curso rutinario ha sido violentado para siempre. Y se hará cuerpo, fisura, brecha, con el crecimiento de los niños, quienes comparten unas características físicas, un pelo rubio, una misma forma de vestir (atildado e impecable), un desarrollo físico y mental que parece cuatriplicarse para lo que suele corresponder a su edad, una poderosa e irresistible capacidad telepática, y, como si compartieran un mismo cuerpo, o fueran partes de un cuerpo indefinido, todo lo que aprende o experimenta (goza o sufre) cada uno lo asimilará el otro, como si compartieran una correa de transmisión mental. Se comportan como adultos, pero su inclinación no es la de mostrar afecto o compasión, sino la de ejercer el control mediante la lectura o manipulación y conducción de las mentes ajenas. Conforman un enjambre uniformado que no carece de escrúpulo alguno en eliminar aquellas vidas que puedan suponer una amenaza para su existencia (aunque haya podido ser de modo accidental, como al conductor del coche cuya mente manipulan para que se estrelle contra un muro porque ha estado a punto de atropellar a uno de ellos).
Un muro en su mente es lo que interpondrá quien intentará destruirles. Un muro para que no logren discernir que oculta una bomba en su maletín. En otros países había tenido lugar el mismo fenómeno. En Rusia, habían optado por la solución de lanzar una bomba atómica sobre el pueblo en cuestión. El eco de los miedos a la bomba atómica, por las tensiones de la guerra fría, palpita entre las hechuras de la narración, como en otras obras de ciencia ficción de esa década (una característica común en el trazo de los representantes de la ideología comunista era la de la falta de sensibilidad, como si fueran mentes uniformadas que consideraban la realidad en términos de funciones, una mente común de la que había sido extirpada la individualidad y la empatía, cual servidores de un engranaje o enjambre). La película transciende esa limitación de perspectiva, ya que más bien responde a la elegancia del más refinado y transgresor cine fantástico. De hecho, para evitar ese lanzamiento en la villa británica, Zellaby, quien en principio había demostrado su admiración por las excepcionales cualidades, fuera de lo corriente, casi suprahumanas de los niños, decide sacrificarse, como quien sacrifica la tendencia humana a la arrogancia, al deseo de controlar todos los ingredientes y componentes de la realidad, la voluntad de los otros y de la existencia.

jueves, 23 de marzo de 2017

Rosalie Blum

Realidad: laberinto, puzzle, ángulos. Sientes, como Vincent (Kyan Khojandy, que tu presente se asemeja a una cinta corredera de pasos programados. No se escucha el aleteo de ningún cometa, aunque no dejas de diseñarlos como quien aún no se resiste a la imposibilidad de los sueños, que parecen hasta ahora abocados a las distancias que no se podrán superar, como aquella con la que mantienes una relación que no sabes cómo definir, tan difusa es, no deja de aplazar un nuevo encuentro desde que se trasladó a otra ciudad. Tu realidad parece sujeta como el cordel de un cometa, a tu madre, que vive en el piso de arriba, como si aún permanecieras anclado en tu infancia, como si tu vida fuera la continuación de la de tu padre, como ahora regentas la peluquería que él regentaba. Sientes, como Aude (Alice Isaaz), que tu futuro es un agujero negro que absorbe cualquier luz de lo posible. Por eso, te entregas a la apatía. Te postras, como paladeas el placer de volver a meterte a la cama cuando ya es mediodía. Tienes veinticinco años, pero ya sientes que tu vida se encasquilló en el tope del escaso horizonte, como abandonaste la universidad un año atrás. Sientes que tu vida se restringirá a etiquetar objetos que nada tienen que ver contigo, como así sientes la realidad, ajena, un escenario aún sin perfilar del todo, del mismo modo que vives en una habitación injertada en una fábrica abandonada, una apariencia de vivienda en un espacio de herrumbre, compartiendo piso con un peculiar hombre que parece extraído de una fantasía, un hombre de circo que quiere hacer pasar por león a una perra chow chow para que salte a través de un aro. En tu baño puedes encontrarte con un caimán que se llama Diego, y te preguntas si tu realidad algún día podría cobrar forma. Sientes, como Rosalie (Noemi Lvovsky), que tu pasado te lastra, y pesa, y duele. Sientes que nunca podrás finalizar las cartas que vuelvan a reabrir un vínculo que quedó cortado con quien brotó de tus entrañas. Te sientes al margen, expendiendo productos en un ultramarinos como esa figura difusa que intercambia mercancías con quien las compra, alguien de quien nadie parece percatarse de su presencia, o preguntarse por ella, más allá de la función que cumple, sin saber que el suelo sobre el que da sus pasos es un temblor que no cesa y gravilla que se introduce en sus entrañas.
Hasta que el acontecimiento surca, y alumbra, la vida de esos tres personajes, cuyo destinos se entrelaza, y transfigura el escenario de cada uno. Hasta que Vincent se pregunta de qué conoce a la mujer que parece ser la única que abre a deshoras su ultramarino, Rosalie, y decide seguirla. No sabe con claridad por qué la sigue. Y las apariencias pueden ser equívocas para quien se pregunta por qué aquel hombre sigue a aquella mujer. Desde luego intrigante, e incluso promesa de un posible futuro para quien creía, como Aude, que ya no había expectativas, y de entrada se intriga con la propuesta que le hace su tía, Rosalie. Porque quien se sentía perseguida por un pasado que duele quizás sienta un alivio estimulante en la atención de una figura cuyas intenciones desconoce. Y, como se sabe, las interrogantes son lumbres de historias, que también pueden dotar de luz a las vidas postradas en su soledad. Porque la excelente 'Rosalie Blum' (2016), de Julien Rappenau, adaptación de la serie de novelas gráficas de Camille Jourdy, es una historia de soledades que se ponen en movimiento en dirección a una conciliación, la de unos personajes con el mismo tiempo, del que parecían extraídos, atrapados en la vida programada, la apatía o la amargura. La narración sorprende con sus cursos imprevistos. Vincent transgrede su presente de cinta corredera y abre la espesura de la realidad con sus pasos que siguen a una figura incierta, porque inciertos son sus mismos motivos. Y la realidad se abre con múltiples recovecos de posibles, como la narración cambia el paso y de perspectiva, por lo que nos encontramos observando los hechos desde otros ángulos que no imaginábamos que estaban presentes en el fuera de campo o entre las figuras de telón de fondo de la persecución en busca de una historia que el propio Vincent no sabe cuál puede ser.
Y entran en escena otras historias, otros ángulos. Entra en escena Aude (Alice Isaaz) que reactiva su mirada apática, como recupera su cámara fotográfica, y se pone en movimiento como si hubiera aún una expectativa que perseguir en la vida que quizá, del modo más imprevisible, teja un futuro que no imaginaba. Como comprendemos por qué Rosalie abría el comercio a deshoras, como quien no tiene prisa en volver al hogar, o por qué ausentaba su mirada en la barra de un bar. Porque a veces, sentimos que los sueños se desmenuzan y caen con el peso de la gravedad, y nos convierten en figuras que ya se aparcan sin sentir que haya hilo que tejer. Pero puede que cuando menos lo esperes, los cometas se eleven y dancen con el viento, porque a veces son los vientos los que rigen de la misma manera que ponemos en movimiento el cometa que diseñamos con nuestras persecuciones y planes, y ese extraño cruce de azares y voluntades hilvana un escenario que quizá sea el que te concilie con tu pasado, y logres finalizar por fin aquella carta, o alumbre tu presente que ahora resulta estimulante en su condición impredecible, como el cordel que se te puede ir de las manos, o propulse tu futuro porque sientes que hay sueños que sí pueden ser cometas que sientas a tu lado. Esta excelente obra se estrena el próximo 12 de abril

miércoles, 22 de marzo de 2017

Una mujer indomable

Mikio Naruse quería realizar una película sobre una mujer de firme voluntad que no dejara de resistirse a la doma y restricción que la tradición japonesa ejerce sobre la mujer, subordinada, en tareas domésticas o recreativas, a la figura masculina. La encontró en una novela de Shosei Tokuda, adaptada por una habitual colaboradora de Naruse, Yoko Mikuzi, cuya acción transcurre durante el periodo Taisho (1912-1925). Durante el desarrollo narrativo de Una mujer indomable (Arakure/Untamed woman, 1957), Shima (Hideko Takamine) se confronta, o enfrenta, con varias figuras masculinas, diversas tareas y diferentes ambientes (rural o urbano). Nunca cede ni pierde el paso. Es abofeteada en varias ocasiones, por distintos hombres, bofetadas que implican la imposición, el amordazamiento de la disensión, pero nunca se rinde ni pliega, e incluso es capaz de responder con parecida contundencia. Ya en su primer matrimonio, con Tsuru (Ken Uehara), interfiere como una estridencia subyacente su negativa pretérita a aceptar un matrimonio concertado. Aún más, no sólo suscita el recelo y la animosidad en su marido esa actitud insumisa, sino que, con retorcida convicción, duda de que el hijo que espera sea suyo porque piensa que mantuvo relaciones sexuales con aquel hombre. No se casó con él, pero el hecho de que estuviera prometida adquiere para su cuadriculada mente la condición equiparable de primer marido. En su confinamiento dentro de unos roles subordinados, Shima se desdobla, y desgasta, en su condición de empleada que rige el negocio de su marido durante el día y amante de noche. Su vida, como la de tantas mujeres que se ajustaban a ese patrón, al servicio de la del hombre. Tras enfrentarse a él, lo que también, por accidente, implica perder el hijo, se convierte en una mujer empleada, en una posada en una zona rural.
Ya acarreaba el estigma de mujer que tuvo la osadía de rechazar un matrimonio concertado, y ahora, como mujer solitaria, parece verse a abocada a convertirse en la otra, la concubina o amante del hombre casado. En la relación que establece con Hamaya (Masayuki Mori) se confronta, por un lado, con la dificultad de poder vivir y articular una relación sentimental deseada, ya que se establece una auténtica conexión emocional entre ambos, y por otro, con el estigma que no deja de perseguirle como amenaza de condenarla a una vida sumisa, ser la otra variante de esposa, la concubina. En la ciudad asiste a la proyección de una película, por supuesto muda, a cuyos diálogos pone voz un hombre, en la propia sala. Hamaya se ve conminada, una y otra vez, en cualquier ambiente o circunstancia a plegarse a unas pautas ficcionales establecidas (y regidas por la voluntad o voz masculina) en las que son escasas las opciones que se le permite como mujer. Poder vivir el sentimiento es un lujo, casi una fantasía, el matrimonio es una representación impuesta en la que se espera su asentimiento y reverencia, y como otra variante de sirvienta doméstica puede ser concubina, siempre cuerpo que no vive sus emociones o sentimientos, sino cuerpo que cumple funciones domésticas o placenteras que satisfagan el cuerpo o acondicionen el escenario del hombre.
Shima está a decidida a quemar la película de ese proyector de tradición cultural enquistada que convierte en prisioneras a las mujeres por su condición genérica. Está determinada a conseguir cimentar su independencia mediante la consolidación de un negocio de sastrería. Para ello, se alía con un hombre, como socio y nuevo marido, Onoda (Daisuke Kato), que antes era compañero también empleado en el mismo negocio. Ya resulta declarativa que se decida a aprender a montar en bicicleta, en correspondencia con esa determinación de conducir su vida, para distribuir por la ciudad el material promocional de su negocio, así como que siempre porte un vestuario occidentalizado cuando realice ese recorrido publicitario. Para conseguir que se consolide deberá enfrentarse al lastre que implica el peso masculino, ya que Onoda no evitará caer en las inercias de cualquier hombre, acomodarse en una posición en la que espera, sin realizar esfuerzo, que sea ella quien efectúe la labor y se preocupe de las minucias pragmáticas. Durante estos pasajes se incrementan los apuntes cómicos, irónicos o que redundan en la comedia física del slapstick (Shima rociándole con el agua a chorro de una manguera). Si en la primera relación marital se incidía en la vertiente siniestra, áspera, que evidenciaba una relación sin ninguna complicidad emocional, sino más bien jerárquica, que derivaba en contienda, en esta se acentúa la vertiente rídícula, grotesca, de esas actitudes autosuficientes masculinas.
La relación se mantiene en un tira y afloja, que no deja de ser un sucedóneo de vida sentimental, como una tira cómica que se asume como conveniencia( de ahí, que cobre tal fuerza emocional la despedida, ante su tumba, del hombre que amó: no encuentra las palabras que quisiera decir, como también le fue sustraída en su vida la posibilidad de vivir sus sentimientos). Pero ese escenario conveniente de intereses compartidos se resquebraja porque Onoda tampoco se priva de buscar la correspondiente amante, como se supone que debe disponer cualquier hombre, como era el caso de su primer marido, Tsuru, pese a que la despreciara con sus sospechas de relaciones sexuales con su anterior prometido. Hipocresía y cinismo es la otra cara de esa cultura tradicional de doma a la mujer. Shima no acepta ninguna circunstancia en la que su voluntad se pliegue a la del hombre. Ella rige su destino, por lo que buscara un nuevo aliado masculino, de entrada en el negocio, para seguir afianzando su independencia.