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sábado, 28 de abril de 2018

El león duerme esta noche

La naturaleza de los fantasmas según quién mira. ¿Cómo se representa la muerte? Se pregunta el actor Jean (Jean Pierre Leaud) en la secuencia inicial de El león duerme esta noche (Le lion est mort ce soir, 2017), de Nobuhiro Suwa, durante el rodaje de una escena de una película dentro de la película. Una pregunta que se amplía con sus complementarios ángulos ¿Cómo enfocar la vida o la representación de una vida que supone a su vez replantearse la muerte en vida? Un destello de luz sobre su rostro es lo primero que resalta en el primer plano de la película. Un destello que ciega, un fulgor que ilumina. ¿Cuál es su naturaleza o condición? Dependerá del enfoque elegido. El director apunta cómo debe representar la muerte de su personaje, como un suave tránsito. Pero el actor remarca que lo importante, en particular en la edad entre los 70 y 80, es cómo te preparas para el encuentro con la muerte. Y ese encuentro con la muerte ¿Qué implica? El enfoque sobre la propia vida, qué se desperdició, qué se truncó, qué no se vivió (las muertes en vida). Pero eso determina otra pregunta, ¿cual será el enfoque, el amargo o el luminoso, el que acentúa lo trágico o lo celebrativo, el grave o el ligero?
Una pausa en el rodaje debido a que la actriz no está dispuesta a rodar por unos días debido a una frustración amorosa, por lo tanto la falta de contraplano para Jean en esa secuencia inicial, determina que Jean realice un viraje hacia el pasado, hacia ese otro contraplano en el tiempo. Y del pretérito surgirán las sombras de lo truncado o no realizado, el hilo que desenrede y revele sus frustraciones amorosas. Jean lleva unas flores a una antigua amiga, Marie, pero esta le dice que no es a ella a quien busca. Con otras flores, Jean cruza la verja de acceso a una mansión abandonada, en la que destaca un letrero que señala peligro de muerte. En su interior aparece el fantasma de la mujer que más amó en su vida, Juliette (Pauline Etienne), fallecida cuarenta y cinco años atrás, muerte en la que crepitan los remordimientos, como las incógnitas sobre su muerte, si accidente o suicidio. ¿En qué medida pudo ser consecuencia de un abandono, o actitud negligente, por su parte? Jean anhela la conciliación, la ilusión de una permanencia que no logro hacer duración en el tiempo cuando debería haber sido presencia, no ya nostalgia fantasmal. Pero ¿cómo confrontar esa herida? ¿Con la amargura del que se postra por su negligencias y errores pretéritos?
En el relato irrumpen, como intrusos, o espontáneos, que remodelan la perspectiva, unos niños. Otra mirada, esa que aún no sabe de pretéritos que se tornaron lastre, sino de ilusión que comienza a tantear y explorar la realidad con las posibilidades del relato. La mirada que especula, y juega con las múltiples direcciones posibles de las historias. Su enfoque no sabe de gravedad, sino de la celebración de la levedad. Para los niños esa mansión no está relacionada con abandonos o deterioro, es un semillero de historias, de posibles, el espacio imaginario de las películas de terror, en las que los fantasmas retornan para cumplir una venganza. Jean se convierte, por requerimiento, en actor de esa historia, con lo que se confronta con el propio relato de su vida desde otra perspectiva. Por eso, cuando se proyecta esa película rodada en la que unos niños interpretan a cazafantasmas que luchan contra los espectros remarca que hay diferentes ángulos o actitudes como posible enfoque de las películas, sea el serio o grave, o el que para él representan esos niños, esa mirada que goza del cine, como creadores o espectadores, con un vivaz sentido lúdico. Por eso propone que el cierre de esa historia se realice en el lago en el que se ahogó la mujer que amó. Supone, para él, una clausura de su propia historia, de su herida no cerrada, con un enfoque luminoso, una despedida armónica, cálida. Puede representar lo que fue su muerte en vida desde la perspectiva que representa la vida, la luminosidad de la mirada del niño, del que contempla por primera vez la realidad, desprovista de la gravedad de las sombras de los pesares. Así cuando por fin se enfrenta a la escena en la que tiene que representar la muerte física, lo hará en una toma con los ojos cerrados, como un desvanecimiento, y la otra con los ojos abiertos de par en par, como la visión precisa de lo que es vida, también tejida de muerte y pérdida, una mirada que enfoca frontalmente, sin la acritud que frunce los párpados con los lamentos.
El título original se puede traducir como El león ha muerto esta tarde, variación del título de la canción de The Tokens, El león duerme esta noche, que cantará Jean con los niños cuando viajan en el autobús que les traslada al lago. Uno de los niños, Jules, le pregunta por qué él no puede ver al fantasma de su padre muerto. Lo que el niño verá, por primera vez en el lago, y después en las calles de la ciudad, será un león. Suwa difumina los límites de lo real, lo imaginario y lo onírico, como juega con diferentes formas tanto de representar, entre la ficción y lo documental, como de enfocar la realidad y la evocación de lo vivido. Los limites difusos que son apertura, como toda buena interrogante, como ya reflejaba en una obra previa que transcurría también durante un rodaje, la extraordinaria H story (2001). No era una versión de Hiroshima mon amour (1959) de Alain Resnais, sino una reflexión a través del intento de rodar una versión de la misma: ¿qué es la historia con mayúsculas y con minúsculas? ¿cuál es la historia de Hiroshima?¿Cómo ponerse en la piel de quien vivió hace cuarenta años? Si Jean se pregunta cómo representar la muerte, la actriz, encarnada por Beatrice Dalle, sufría un conflicto, empezaba a olvidar el texto, porque no lograba hacerlo suyo, no lograba sentirlo como propio. Olvidar un texto que fue implica empezar a preguntarse qué implica ese texto, cómo uno aborda lo que fue, lo que se vivió. Como Jean, quien para encarar esa incógnita que es la muerte, incluso su mismo tránsito, necesita encarar cómo fue su vida, y cómo no fue, qué abandonó durante su trayecto que pervive como fantasma. Ambas son exploraciones tejidas a través de las ideas de la memoria y el olvido, y de ficciones que se entreveran. Interrogantes en construcción.

viernes, 27 de abril de 2018

Avengers: Infinity war

Héroes y prescindibles: El equilibrio siniestro. Sentirse prescindible es lo opuesto que sentirse un superhéroe. Sentirse impotente no es lo mismo que sentir que eres capaz de intervenir en la realidad, y modelar el curso de los acontecimientos según tu voluntad, por adversas que sean las circunstancias. No deja de ser una guerra que parece repetirse hasta el infinito, como un bucle (o la ruedecita en la que gira el ratón) esa lucha por no sólo sobrevivir sino dominar la realidad, sentirse inmune, no ser uno de los que queda apartado en los márgenes por la selección natural de la competitiva jungla que define nuestra sociedad, cada vez más populosa, por lo que, de modo exponencial, hace más arduo ese combate por mantener una posición social estable. ¿A cuántos y cuántas no les corroe la amargura de no ver reconocidas sus capacidades y aptitudes o verse relegadas por parámetros que no tienen que ver con el rigor de criterio? Da igual que sientas que tienes razón, no te libra de que puedas ser derrotado. Es algo que expresa en la secuencia introductoria de Avengers: infinity war (2018), de Anthony y Joe Russo, Thanos (Josh Brolin). Su propósito es eliminar a la mitad de la población del universo, y su baremo no se basa en la primacía de los ricos sobre los pobres. Su propósito es instaurar un equilibrio, anular las desigualdades, la pobreza. Su potencia destructiva se fundamenta en la compasión. Quienes no sean eliminados, disfrutarán de una vida armónica, sin carencias ni temor por la precariedad. No hay límite en los medios para conseguirlo, incluso el sacrificio de quien más se pueda amar. Nada de priorizar la particular necesidad, sino la general. Para conseguir materializar su propósito necesita reunir las seis Gemas del infinito que le proporcionarían ese poder. Las gemas corresponden al dominio del espacio, el poder, la realidad, el alma, el tiempo y la mente.
Avengers: infinity war es la tercera de la franquicia de Avengers, aunque su protagonismo es manifiesto en la tercera de Capitán América, Capitán América: Guerra civil (2016), también de los hermanos Russo, como conecta con otras protagonizadas por integrantes de Los vengadores. Por ejemplo, la secuencia inicial con la última de Thor: Ragnarok (2017), de Taika Waititi. Esta, por la vía del humor, y ahora Avengers: Infinity war, por la densidad y cualidad emocional de su relieve dramático, insuflan un reconstituyente reenfoque, y una estimable potencia creativa, a un tipo de producción que parecía atrofiarse en su propia aparatosidad y desmesura, como era manifiesto en la última de Capitán América, cortocircuitada por una excesiva sucesión de espectaculares secuencias de acción destructiva. En esta, se amplifican las cualidades de la más estimable hasta este momento, la segunda, Avengers: Age of Ultron (2015), de Joss Whedon, que lograba armonizar relieve o conflicto dramático con las peripecias externas. En Avengers: infinity war resulta aún más admirable, ya que logra forjar un difícil equilibrio narrativo, dado el incremento de personajes protagonistas participantes (incluida la cuadrilla de Guardianes de la galaxia). La apuesta supera los riesgos de la dispersión y convierte la fractura narrativa, o la diversidad de subtramas, o diferentes trayectos y escenarios dramáticos, relacionados con las cuatro piedras que restan en juego, y que divide en grupos a los integrantes de los vengadores, en diferentes escenarios (tanto en la Tierra como en otros planetas), en sustancia elocuente y significativa, ya que es reflejo de esa desunión o deterioro de la cohesión, evidenciada en Capitán América: guerra civil, entre los integrantes de los vengadores, reflejo, a su vez, de nuestra sociedad insolidaria en la que el afán de supervivencia se superpone sobre la unión (que podría posibilitar transformación social: claro que, dirá alguien, cómo si somos tantos).
Pero ante todo esa cohesión narrativa, con tantos focos de conflicto dramático que podrían haber implosionado el conjunto (ya sólo por buscar el constante no va más de la montaña rusa de la espectacularidad), se sostiene sobre un gran personaje, Thanos, propulsado por la magnífica interpretación de ese estupendo actor que es Josh Brolin (fundamentada en su voz y en su interpretación vía técnica de captura de movimiento: y ahí entra en juego sobre todo su mirada), que, además, dispone de unos estupendos sicarios con una efectiva presencia siniestra. Es un personaje dotado de tan sugerentes matices que inclusa propicia alguna de las secuencias con más potencia emocional de la narración. Al fin y al cabo, este titan es el reflejo siniestro de la búsqueda de equilibrio que se supone también es el propósito de los Vengadores, como si, como reflejo distorsionado, evidenciara sus propias inconsistencias y contradicciones, como la sombra de la desunión (uno de los mejores momentos es aquel en el que aparece en escena uno de los vengadores, primero una sombra en el andén opuesto: las sombras se tornan unión). O sus limitaciones, como amortiguador de suficiencias: cómo quien más potente se siente en el dominio de la realidad (como un dios) también puede sufrir en algún momento la derrota, o sentirse incapaz, por los propios conflictos, de la necesaria competencia. O, también, las irresoluciones o indefiniciones, ¿qué es lo que se prioriza? ¿qué visión es la que se establece como actitud vital que no sólo mire a uno mismo?
La propia narración queda en suspenso, para su continuación, que se estrenará dentro de un año, pero aún así no deja de ser un provisional cierre con una poderosa carga resonante sobre nuestra relación con la realidad (con la sociedad que generamos): ¿De qué somos capaces para conseguir el equilibrio?¿Cómo se logra si se suele tender a priorizar el equilibrio de nuestra particular parcela, suma de ensimismamientos que sigue generando esa desigualdad, o equilibrio perverso y siniestro, de un sistema que apuntala privilegios a la par que multiplica los desechos prescindibles? Por eso ¿Thanos es el héroe o el villano?¿O simplemente pone en cuestión la difusa separación entre la actitud ecuánime o compasiva y la pragmática o discriminatoria?

Comando de la muerte

Como el oficial que encarnará John Wayne en 'Misión de audaces' (1959), de John Ford, ingeniero ferroviario en su vida civil que en tiempo de guerra se ve impelido a destruir lo que antes se dedicaba a construir, vías férreas, el capitán Talcott (esplendido Michael Craig), en la excelente 'Comando de la muerte' (Sea of sand, 1958), de Guy Green, era un arquitecto, alguien, por tanto, que también ha reemplazado la construcción por la destrucción. Como el personaje de Wayne, en su caso el doctor que encarnaba William Holden, también Talcott tiene su contrapunto, el capitán Williams (John Gregson), de mentalidad más cuadriculada, quien siente aprecio por la vida militar, y aprecia y respeta las ordenanzas. Al contrario que el grupo de comando (Long range desert group) al que se une, para quienes la guerra es otro trabajo que realizar ( aun con más dosis de peligro) para el que han sido 'contratados' , y que, además, son más 'relajados' tanto con el aspecto, con cómo portan el uniforme, como con la observación de los reglamentos.
Por otro lado, entre ambos personajes, no es tan marcada la tensión como la que tiene lugar entre los de Wayne y Holden, como no se convierten de modo tan manifiesto en representantes de actitudes contrapuestas, como las de los personajes de Richard Burton y Curt Jurgens en otra obra centrada en un comando que opera en el Norte de áfrica durante la II guerra mundial, la excelsa 'Bitter victory' (1958), de Nicholas Ray. Son reflejos de unos contrastes, con los que se perfilan, con sustancioso relieve, los personajes sin que se enquisten en el cliché (es un cine que muestra más que demuestra).Otro brillante detalle de contraste entre Talcott y Williams: Este está felizmente casado, con un hijo; En la secuencia que se conocen Williams encuentra bajo la cama del primero la foto rota de una mujer. Más adelante, cuando el acercamiento entre ambos haya ya quebrado las rigideces de Williams, compartirá con él cómo ella no supo, o no quiso esperarle, y encontró a otro hombre.
Esa caracterización matizada se aprecia en otros personajes, por ejemplo, en el caso del joven Mathieson (Barry Foster), de 21 años, que acaba de ser padre por primera vez hace un mes, que no se sorprende de tener miedo en su primer combate pero sí de que sus compañeros lo reconozcan, lo que le hace sentir mejor y más cerca a ellos, y que más adelante desesperará, cuando las circunstancias se hayan complicado mucho, al ver cómo cae abatido un compañero que tiene cuatro hijos. O en el jovial y deslenguado Brody (Richard Attenborough), que no tiene miramientos en hablar a un oficial sin respetar las normas, o de rellenar con coñac su petaca cuando tiene que realizar su misión (irónicamente, su incorrección posibilita que se salven de ser matados cuando lanza una rociada de coñac a un soldado alemán que les ha sorprendido; lo que no evitará que sea puesto bajo arresto).
'El comando de la muerte' es una producción de Robert S Baker y Monty Berman, que me parece muy superior a otras, dentro del género de terror, que han sido reivindicadas en los últimos años, caso de las discretas 'La marca del vampiro' (1958), de Henry Cass y 'Jack the ripper' (1959), de los mismos Baker y Berman. Por otro lado, esta esplendida obra es otro ejemplo de la estimulante, y también muy desconocida, producción británica de los 40 y 50. En la misma obra de Green, que previamente fue director de fotografía (con trabajos magníficos para David Lean en 'Cadenas rotas', 1946, u 'Oliver Twist', 1948) podemos encontrar obras excelentes como 'Hombre marcado' (1961), notables como 'Amargo silencio' (1959) o 'La máscara submarina' o apreciables como 'Lost' (1956) o 'Un retazo de azul' (1965). Green narra con un modélico músculo narrativo, que combina con brillantez el relato de un trance de acciones, con expeditiva fisicidad, y la precisión del trazo de las relaciones de los personajes. La misión que tienen que cumplir este comando (como otros cuatro, con objetivos similares) es destruir el suministro de petroleo de las Africas Korps (estamos en 1942, con la decisiva victoria británica en El Alamein en ciernes; el control por parte de los británicos del suministro de petroleo en este frente fue un paso decisivo para la derrota alemana).
Son esplendidas las secuencias que narran el primer encuentro de combate con una tanqueta alemana o la secuencia en la que realizan la incursión nocturna en la base alemana, tanto cuando Williams tiene que desactivar unas minas como el asalto posterior que realiza Talcott con tres hombres para poner la bombas. Pero lo mejor tiene lugar en su segunda parte, la que narra el trasegado retorno, perseguidos por varias tanquetas alemanas, ya que durante el trayecto han avistado algo no previsto, como ocurrirá en la posterior 'Comando en el Mar de la China' (1970), de Robert Aldrich, obra con la que coincide en varios aspectos ( aunque sin llegar a ser tan descarnada y mordazmente turbia). Estos pasajes son los que ratifican el por qué en el título original se resalta la fisicidad del entorno, 'Sea of sand' (Mar de arena). No sólo el grupo será diezmado en sus enfrentamientos con los alemanes, sino que tendrá que enfrentarse a las adversas condiciones, el desierto que tienen que recorrer a pie, poniendo a prueba su resistencia y su firmeza. Hasta momentos que se han convertido en cierto cliché dentro del género, como el soldado al que tienen que abandonar herido, Green lo transciende creando un par de intensos momentos (la despedida, con un afinado uso del travelling de alejamiento) y el enfrentamiento con los alemanes (con otro eficaz uso emotivo de la música que escucha y la foto de su esposa e hijos). Una añoranza del hogar que rasga a todos los personajes, y que brota como puntuales fisuras en la narración. Refleja su ansía de que finalice esa pesadilla que es la guerra, y brilla, como manifiesta posibilidad, en los ojos de Brody en el plano final cuando escucha los bombardeos en la batalla de El Alamein.

jueves, 26 de abril de 2018

Winchester 73

Dos hombres, al verse dentro de un saloon, reaccionan con el gesto reflejo de desenfundar, pero ninguno de los dos lleva pistola. La electricidad de ese gesto resonará a lo largo de la narración de la admirable 'Winchester 73' (1950), de Anthony Mann, como es la que une a ambos personajes con un pasado no resuelto, por lo tanto, 'cargado', y que no se explicitará, el vínculo que les une, y por qué uno de ellos, aquel en cuya mirada vibra más intensa esa eléctrica furia, Lin (James Stewart), persigue al otro, Dutch Henry (Stephen McNally), hasta que el duelo pendiente entre ambos no se dilucide. Esa 'carga' que refulge intensa en esa esplendida secuencia del reencuentro, no se aliviará con la competición de tiro al blanco en la que ambos participan para conseguir el anhelado rifle de repetición Winchester 73 (más bien se dispararían el uno al otro) durante las celebraciones del 4 de julio de 1876. De hecho, tras su finalización Dutch intentará resolver, a traición, el 'duelo pendiente', aunque sin armas, ya que el sheriff, Wyatt Earp (Will Geer), no permite que se lleven armas mientras se permanezca en el pueblo, pero quedará de nuevo en suspenso. El rifle simbolizará ese enfrentamiento pendiente, ese 'gatillo' que aún no se ha logrado apretar.
El recorrido narrativo es sinuoso, como la sonrisa de reptil del traicionero Waco (magnífico Dan Duryea: su enfrentamiento con Lin es uno de los momentos más brillantes de la película), uno de los diferentes personajes que poseerán fugazmente el rifle: un traficante de armas con los indios, el artero Lamont (John McIntire, en una de sus felices colaboraciones con Mann, al que seguirán otros memorables personajes, el pérfido sheriff de 'Tierras lejanas' y el doctor de 'Cazador de forajidos'), el jefe indio sioux Young Bull (Rock Hudson), en pie de guerra después de soportar demasiado tiempo la humillación del hombre blanco, espoleado por la reciente la victoria sobre Custer en Little Big Horn (un apunte, el del desprecio y abuso sobre el indio, que desarrolló Mann ampliamente en la excelente 'La puerta del diablo', 1950), o Miller (Charles Drake), un hombre que está a punto de abandonar a su novia, Lola (Shelley Winters), cuando son atacados por unos indios ( si no lo hace, y vuelve, es porque encuentra un destacamento militar en las cercanías, aunque la culpa y la vergüenza le corroerá posteriormente).
La película en principio iba a ser realizada por Fritz Lang, pero la Universal no quería que Lang la produjera a través de su propia compañía, Diana productions. En su planteamiento el rifle era lo que movía al personaje protagonista, aquello que perseguía, como si le fuera en ello la vida. Stewart sugirió a Mann como director, que replanteó el enfoque sobre un rifle que pasa de mano en mano, lo que propició una de las más fructíferas colaboraciones entre actor y director que ha dado el cine, un cambio fundamental en la carrera de Stewart, que había perdido impacto en taquilla, pero sobre todo porque modificaría la percepción sobre la amplitud de sus registros, gracias a los cinco personajes que protagonizó en los westerns de Mann, caracterizados por emociones con aguas turbulentas, cuando no siniestras, por su imprevisible crispación o arrebato violento. El momento de transición para esa distinta percepción del actor por parte del público, propiciado por la inspiración del guionista Borden Chase, es aquel en el que McAdams retuerce el brazo de Waco mientras aplasta rostro contra la barra del bar. El semblante de Stewart es pura furia y convulsión, un rostro que muerde.
En el cine de Mann las líneas que separan al héroe y el villano, se difuminan, o se ponen en cuestión, tambaleándose. En 'Winchester 73' está el acompañante lúcida, el templado sentido común (y del humor) que equilibra la furia, representado en el compañero de búsqueda de Lin, High-spade (Millard Mitchell), su nombre con guión, como señala, que sirve para apoyarse. Y predomina la sinuosidad, que propulsó Mann (a través de la reescritura de guión de Borden Chase), en esa variación oscilante de personajes que dibujan un conjunto de personajes traicioneros (como Waco que hace salir a sus secuaces, y mueran, cuando están rodeados por el grupo del sheriff, para distraerles mientras él se fuga por detrás), airados (la rebeldía de los indios se puede equiparar en rabia y afán de justicia a Lin en su persecución de Dutch), e inconstantes: ¿cómo te puedes fiar de alguien, sea cual sea su vínculo o sentimiento, si te pueden dejar en la estacada en un momento de peligro, como hace Miller con Lola, o dispararte por la espalda porque no te ayuden tras que robes un banco, como hizo Dutch con su padre, que también lo era de Lin?. Las furias no saben de vínculos de sangre ni de afectos, la sangre hierve y difumina cualquier frontera. El instinto de preocuparse de uno mismo a costa de quien sea. Queda la piedra en el corazón (el duelo final tendrá lugar en unos riscos) y el arma apuntando, el ojo ciego de las furias.

miércoles, 25 de abril de 2018

Juego de ladrones - Cliff Martinez


Juego de ladrones (2017), de Christian Gudegast, es una esforzada pero desteñida réplica de la espléndida 'Heat' (1995), de Michael Mann, pero al menos dispone de una excelente banda sonora de Cliff Martinez

martes, 24 de abril de 2018

Un lugar tranquilo

El acople de la voz disconforme. Espacios abandonados, ya sólo habitados por desechos, sombras furtivas que se desplazan sigilosas en lo que fue un establecimiento comercial, una familia que busca medicación para uno de los tres hijos. Son sombras porque quieren pasar inadvertidas, y el sigilo parece su salvoconducto para que así sea. Un mínimo ruido y la amenaza se hará visible, irrumpirá de cualquier parte, con consecuencias fatales, como una súbita y expeditiva extracción. En un segundo, quedas fuera de la realidad. Es la secuencia introductoria de Un lugar tranquilo (2018), tercera obra de John Krasinski. Ya evidencia sus principales cualidades, su capacidad de condensación y la precisión, con pocos elementos, con que traza una atmósfera de amenaza. Nos define la circunstancia colectiva a través la portada de un periódico, una invasión de alienígenas, y a través de las notas escritas por el padre en su refugio nos sitúa en la circunstancia individual, el número de alienígenas avistados en la zona, tres, criaturas ciegas que localizan a través del sonido (como los murciélagos), y la interrogante que pende como el resquicio que pudiera incrementar las posibilidades de su supervivencia: ¿cuál es su punto débil?. Los personajes se comunican con el lenguaje de sordos. De hecho, la hija mayor, Regan (Millicent Simmonds) padece de sordera, lo que determina que los planos desde su perspectiva carezcan de sonido alguno.
En cierto momento, los padres, Lee (John Krasinski) y Evelyn (Emily Blunt) se preguntan quiénes son si no son capaces de proteger a su familia. Para amplificar su desvalimiento, y multiplicar de modo exponencial los desafíos para su capacidad de solventar las adversidades, estas se acrecientan con el hecho de que Evelyn esté embarazada (¿cómo evitar los berridos de un bebé o los gritos durante el parto?). Sólo unos sonidos más fuertes, como el de una cascada o unos fuegos pirotécnicos, puede camuflar, como una cortina, los sonidos que emitan. Lee se esfuerza en lograr diseñar el aparato de sordera que facilite que su hija pueda escuchar. Hasta el momento no han sido fructíferos, pero la hija rechaza su nuevo intento. En su gesto, en su hosca reacción pende el resentimiento, y la desesperación, por no sentirse lo suficientemente querida, y sí sentirse responsable de la tragedia que extirpó a uno de los componentes de su familia. Siente que fue su negligencia la que lo determinó, negligencia relacionada con su diferente relación con la realidad, que siente como menos capaz, por estar condicionada por su dificultad de oír, por tanto, menos consciente de lo que posibilita la amenaza. Cuando decida probar el último aparato de sordera, siente un acople que provoca una aguda distorsión de sonido. Ella no deja de ser una interferencia en el seno de su familia, una voluntad en colisión, el reflejo de una falta de comunicación, ya que el padre ignora cómo se siente de culpable o no querida su hija, más atento a una amenaza exterior ante la que no hacerse audible o visible. Pero ese acople de sonido también determinará otra interferencia, y esta no estará relacionada con los desajustes internos sino con la posibilidad de una sublevación, la de un sonido que no tema dejarse oír sino todo lo contrario.
Krasinski evidencia una notable pericia narrativa, manifiesta en las secuencias nucleares, los ataques de las criaturas alienígenas. A este respecto, hay que destacar cómo dosifica el discernimiento de su aspecto. John Krasinski mencionaba a Tiburón (1975), de Steven Spielberg como referente. Como también en Alien (1979), de Ridley Scott, el avistamiento será fugazmente entrevisto, o parcial, hasta que podamos disponer de una visión completa, ya en su último tramo. Al fin y al cabo, el miedo no suele mirar de frente. Krasinski señalaba, en concreto, cómo el policía, que encarnaba Roy Scheider había decido trasladarse de la ciudad a esa pequeña localidad costera para evitar situaciones amenazantes: la confrontación con la amenaza del tiburón no dejaba de ser la confrontación con sus propios miedos. Es decir, un lugar tranquilo que realmente no lo es, pero que quieres creer que lo es porque haces oídos sordos a la realidad. Espejismos de refugios. Por eso, Un lugar tranquilo, aparte de la relevancia de la cuestión familiar (lo primero que le atrajo del guión, que leyó cuando él y Emily acababan de tener su segundo hijo) también dispone de sutiles resonancias con respecto a la circunstancia política del país: Puedes cerrar los ojos y esconder la cabeza en la arena, o puedes decidir intervenir en lo que está pasando, declaró Krasinski. Puedes temer que sepan lo que piensas, por sus posibles consecuencias funestas para ti o tu familia, pero no hay que temer a los monstruos que no aceptan discrepancias. Hay que dejarse oír, crear el oportuno acople que afecte a los que quieren imponer su voz, su criterio. Por eso, el gesto final, excelente plano de cierre, es bien elocuente. Alan Silvestri compone una excelente banda sonora

lunes, 23 de abril de 2018

Isla de perros

“¿Quiénes somos?¿Quiénes queremos ser?” El título original de Isla de perros (2018), de Wes Anderson, Isle of dogs, tiene similitud fonética con I love dogs/Amo a los perros. En una de las últimas secuencias se lee un haiku que asocia la desaparición o muerte de los perros con la hecatombe o degradación terminal de la naturaleza. Un haiku es un poema breve que expresa asombro por las manifestaciones de la naturaleza. Se podría contemplar Isla de perros como la versión, en forma de siniestra pesadilla, tamizada por la templada visión del humor, que expresa ese sentimiento a través de su reverso (la carencia): Una sucesión de haikus, o secuencias, que reflejan la degradación o infección de la naturaleza, a través de escenarios que son residuos o desechos industriales. En esta distopia, el cuerpo que representa esa naturaleza degradada es el del animal que simboliza la entrega o la lealtad, el perro. ¿No es el recurrente abandono de perros un reflejo de la inconsecuente y caprichosa naturaleza humana que cosifica, como mercancías, hasta los animales, que sino son alimento son piezas recreativas que, por lo tanto, también pueden ser prescindibles cuando pierden utilidad o resultan un incordio o lastre? En Japón, el país donde erigieron una estatua a Hachiko, el perro que esperó durante años en una estación el retorno de su compañero humano que no sabía que estaba ya muerto, en un futuro indefinido en el que las ciudades han arrasado el entorno, y por eso ya la gran urbe se denomina Megasaki, el virus gripal canino se considera una amenaza para los seres humanos, por lo que su autoritario alcalde, Kobayashi, decreta que todos los perros sean arrojados en una isla basura, un árido paisaje pedregoso, un estercolero surcado por los cadáveres de construcciones industriales, y también recreativas, abandonadas, detritus o purulencias de la civilización de la voraz especulación financiera (para lo que no hay suelo que se libre de su conversión en útil).
En ese paraje de perros abandonados destaca un quinteto, entre los que no hay figura autoritaria, sino que conforman un colectivo democrático, ya que toda decisión se toma por votación (por eso sus nombres son todos reflejo de liderazgo: Chief, Boss, King, Rex y Duke). Aunque entre ellos sí hay uno que se singulariza, Chief, por definirse no como perro doméstico sino callejero. Es quien niega la reverencia a los humanos, y será quien se muestre más remiso cuando irrumpa en escena un niño de doce años, Atari, en busca de su perro, Spots, que fue el primer can abandonado. Por ello, se establece una doble dirección en el proceso de conciliación, una doble modificación. No sólo de la actitud humana, a través de Atari, que representa el amor incondicional, pero en dirección hacia los animales, sino a través de la transformación de actitud de Chief, quien se confronta con las sombras de su pasajera convivencia con humanos: no sabe por qué, pero tiende a morder. No quería, pero lo hizo, y es un impulso que puede dominarle. En lo doméstico palpita lo salvaje. El respeto de la naturaleza no implica la negación de su condición. Un animal no es un peluche, como no lo es el ser humano.
Anderson declaró que la influencia fundamental para esta obra fue el cine de Akira Kurosawa, aunque las composiciones de medidas simetrias, como cajas de bombones o maquetas, y la serena distancia de su estilo, me evoquen más el de Mikio Naruse o Yasujiro Ozu, en particular por ese irónico humor que recorre la narración como un jugo sanguíneo, y que le aleja de la crispación que solía más bien definir el cine de Kurosawa, con la excepción de su obra maestra, Dersu Uzala (1975). Aunque su substrato, la tensión apocalíptica, o la condición excrecencial de los escenarios, sí conecten con la virulencia de su cine, o el del gran Masaki Kobayashi, que diseccionó la enajenación de la codicia o el autoritarismo en las espléndidas The inheritance (1963) o The fossil (1975), y por extensión la guerra, en su excelsa trilogía La condición humana (1959-61), y que es homenajeado dándole su apellido a la figura que representa esa enajenación autoritaria.
Isla de perros se sostiene en armónico equilibrio entre lo siniestro y lo irónico. La misma construcción del relato abunda en lo segundo, mediante la acentuación de la condición de juego de la misma representación, por lo tanto, evidenciando el propio artificio: cómo se puntúan las evocaciones (“aquí termina el flashback”) , o por su misma estructuración, en cuatro capítulos, así como también en pasajes o pruebas que superar para alcanzar un propósito, la búsqueda, en el otro extremo de la isla, de Spots, por parte de Atari, acompañado de un quinteto canino en el que destaca la singularidad de un perro, Chief, en conflicto con su propia naturaleza. Spot, al fin y al cabo, significa tanto mancha como lugar. Y esta odisea en una isla basura, que representa nuestra mancha, la degradación a la que sometemos a la naturaleza, es la recuperación de nuestro entorno como lugar, como espacio que habitemos en armónica relación con lo natural. Esa es su interrogante: ¿Quiénes queremos ser? La nueva singular colaboración de Alexandre Desplat con Wes Anderson