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lunes, 28 de marzo de 2022

Los chicos de mi juventud (Muñeca infinita), de Jo Ann Beard

 

Nos avergonzamos de nosotros mismos, nos reconciliamos. Los años pasan. En una elipsis, condensada una dinámica, que fue bucle, y un pasaje en una vida, una relación de pareja, un periodo breve que se sintió como una vida. No es un recurso expresivo que se utilice demasiado, tanto en la literatura como en el cine, y menos con tal potencia expresiva y significante. Es una frase que pertenece a uno de los relatos que constituyen Los chicos de mi juventud (Muñeca infinita), de la escritora estadounidense Jo Ann Beard (1955), relatos que focalizan en diferentes periodos de la vida de la propia escritora, su infancia, su adolescencia, o esa etapa adulta marcada por una relación marital, y por la decepción y separación consiguiente. El relato más extenso, el que da título al libro, conjuga ambos periodos en un brillante montaje alterno. Y destila una constatación, el aburrimiento como potencia generadora de desajustes y desencuentros y narrativas que se atropellan durante su descurso. El aburrimiento como uno de los más poderosos demiurgos o taumaturgos de la vida humana. Necesitamos el acontecimiento, por lo que, con cierta frecuencia, el desenfoque suele ser pasajero de vuelo. Y, en ocasiones, nos encontramos con que el viaje no es como esperábamos y nos encontramos despedidos, carbonizados como aquel pasajero del avión estrellado. El asiento había aterrizado en posición vertical y el pasajero, ligeramente carbonizado, estaba sentado tranquilamente con un brazo en cada apoyabrazos, más muerto que muerto.

El dominio del montaje, también una preciada excepción en literatura y cine, brilla sobremanera en sus dos más brillantes relatos, Coyotes y El cuarto estado de la materia. En el primero, un viaje en coche, un viaje marital, con pinchazos y derivas emocionales, un tránsito de el paisaje de las montañas invisibles del amor de Comobabi a las áridas llanuras del aburrimiento y la irritación (…) Eric se sume en la soledad de los auriculares y las constelaciones. Yo estoy encaramada al planeta Tierra, en la Vía Láctea, en quién sabe qué universo (...) Estoy sola dentro de mi piel y los bordes de todo que me rodea han comenzado a oscurecerse ligeramente, a rizarse y tostarse, son los inicios de la desintegración (…) No hay nada. Mientras, alrededor, en el paisaje, otros desplazamientos, otras dinámicas de vida, la de los coyotes. Las intersecciones pueden tener el sabor amargo de los reflejos que son más bien añicos. Es ensordecedor y salvaje, siento que el coyote esta ahí, conjurando la histeria de la oscuridad. Un lamento largo y quejumbroso.

En El cuarto estado de la materia, firmamentos y miradas. Las miradas de los fisicos espaciales, tipos cuyas vidas hacen tictac como un despertador que está a punto de sonar, aunque ninguno de nosotros lo sabe todavía. En el particular firmamento de la protagonista, el ático, los ruidos y ajetreos de las ardillas, una familia de funambulistas en casa. En el hogar, el deterioro del cuerpo de una de sus perras, y el amor que atraviesa como una daga la consciencia de una inminente muerte. En el exterior, el desquiciamiento humano, la mirada que se torna remolino en sí misma porque es incapaz de discernir ni mirar con la templanza necesaria y arrasa con las balas de su amargura la vida de los que exploraban con su mirada el espacio exterior. El cielo está lleno de hombres muertos que van a la deriva en la oscuridad como globos de helio. Unos ojos se cierran y aprietan y disparan, y otros ojos, los de la perra que ama con la entrega que no se detiene aunque ya sus piernas no respondan, no saben de fronteras ni de cercos ni alambradas, como la belleza conmovedora de este relato.

viernes, 25 de marzo de 2022

Mis textos para el número de Abril de Dirigido Por

 

En el número de abril de Dirigido Por se publica mi entrevista con Apichatpong Weerasethakul y mis textos sobre Gueule d'amour (1937), Le ciel est à vous (1943), Pattes blanches (1947) y L'etrange Madame X (1951) para el Dossier sobre el excelente cineasta francés Jean Gremillon, y sobre la mini serie ¿Sabes quién es?

miércoles, 23 de marzo de 2022

La manufactura de la muerte. La historia de H.H. Holmes, el primer asesino en serie de América (Errata Naturae), de Alexandra Midal

H.H. Holmes, antes de ser ejecutado en 1896, confesó haber matado a 27 personas, lo que no implica que necesariamente sea cierto. Pudieron ser más. Aunque él mismo reconociera que le cogió gusto tras realizar los primeros asesinatos, la motivación fundamental para realizar esos crímenes era el enriquecimiento mediante la manipulación y apropiación fraudulenta de seguros de vida, bienes, acciones y herencias. El cálculo y la estrategia era su motriz. Incluso disponía de un equivalente a una factoría en la edificación, que bautizó como El castillo, erigido entre 1891 y 1892, que disponía de eficaces instrumentos de asesinato y limpieza en habitaciones sin ventana, cámara de gas o incinerador para quemar cuerpos, en el que ejecutó al mismo diseñador, convertido por combinación de aceite y vapor literalmente en nada. Sacó incluso beneficio de los esqueletos ya que los vendía a instituciones sanitarias. En La manufactura de la muerte. La historia de H.H. Holmes, el primer asesino en serie de América (Errata Naturae), Alexandra Midal no enfoca en la vertiente siniestra de la abyección, sino en su relación con el paradigma funcionalista (que se inscribe a la perfección en la perspectiva de la mecanización moderna y su puesta en práctica) como una expresión de la serialidad en la que convergen la cadena de montaje y la invención del término <<asesino en serie>>. O también dicho de otro modo, en cómo la dinámica de criminal de Holmes aplica una estructura de la racionalidad y la eficacia aplicadas a lo vivo en una dinámica proveniente de un centro para el tratamiento industrial del ganado en Chicago (en donde, en 1871, ya se ejecutaban 70.000 cabezas de ganado al día). Según Midal, no es casual que el primer asesino en serie que se conoce con tal denominación surgiera en paralelo a la Revolución industrial. El primer asesino en serie de la historia de Estados Unidos pone en evidencia las consecuencias de una mecanización incontrolable y desvela su parte más cruenta.

En las páginas introductorias establece una sugerente asociación con el cine Charles Chaplin, quien había realizado una incisiva obra sobre la cadena de montaje, como vector consustancial y paradigmático, en la sociedad capitalista, en Tiempos modernos (1936), y que enfocaría al asesino en serie de Monsieur Verdoux (1947), como un hombre que trataba a las mujeres como si fueran objetos y las sometía a una circulación económica basada en el consumo, la desaparición, y la rentabilización de su capital. Había comprendido la dimensión monstruoso del asesino, idéntica a la del esquema establecido por Holmes varios años antes. Holmes era una figura fraudulenta, y seductora, que sabía cómo jugar con las apariencias, substrato fundamental de la dinámica persuasiva de la economia capitalista. Ni siquiera se llamaba Holmes. Adoptó ese apellido porque admiraba a Sherlock Holmes. Reflejaba su suficiencia. Aunque acabara cometiendo los errores que determinaron su detención, durante ocho años realizó múltiples crímenes, estableciendo una eficiente cadena de montaje, en la que incluso extraía beneficio de los residuos, o <<la pérdida creadora>>, como era el caso de los esqueletos. De la misma manera que su dinámica anticipaba la inmaterialidad de los intercambios financieros que define la fluidez circulatoria del capitalismo. La abstracción de los cuerpos desmembrados y descuartizados, a menudo recompuestos en esqueletos, refleja el orden abstracto del beneficio. Para Holmes los cuerpos eran meros instrumentos o mercancías. Por lo tanto, los otros no eran singularidades, sino cosas. El capitalismo se funda en la cosificación y la funcionalidad. La cosificación de los seres vivos resulta de la conexión entre eficacia y mecanización facilitada por la Revolución Industrial (…) la estandarización de los seres vivos una vez que el funcionalismo se ha erigido en garante de las actividades humanas (…) El asesino en serie expone el horror latente en los principios de racionalidad y ergonomía, pero desvela también cómo la violencia del asesino responde a la violencia inherente a la estandarización. La práctica de Holmes puede leerse como una especie de réplica, en el sentido sísmico del término, de la industrialización impuesta a lo vivo. Somos seres estandarizados, con nuestro correspondiente código de barras. Nuestra <<muerte>>, en cuanto neutralización, homogeneización y anulación, es más discreta y silenciosa. 

La manufactura de la muerte concluye con la extensa confesión que fue publicada en la prensa. También sacó beneficio de la confesión de sus crímenes. Sus ínfulas de demiurgo, de mente aguda que sabía cómo manipular a los demás, epítome del exitoso estratega empresarial, se combinaban con la convicción en sus atributos de personaje singular. Como tal traspasaba esa línea de la enajenación mediante la que establecía las versiones convenientes, de sí mismo y de los hechos, como el más emprendedor de los empresarios moldea la realidad de acuerdo a sus intereses y propósitos. El dominio de la realidad, el control utilitarista de los otros (como sus diversos cómplices o subordinados), se basa en la sugestión que genera el control del relato. Su misma confesión podría interpretarse no como tal sino como una teatralización conveniente en la que él era el personaje protagonista. Nací con el mal dentro. Me era tan imposible no matar como para el poeta acallar el canto de su inspiración. No podía morir sin dar la imagen que prefería proyectar de sí mismo como sabía cómo proyectar la más conveniente y eficiente para seducir a unos y otras de modo tan exitoso durante tantos años. Era un individuo que de forma consciente desarrolla series y patrones productivos guiados por la convicción y la ideología que le orienta en la búsqueda de su propio beneficio. El capitalismo encuentra en el rendimiento su marco; en el diseño industrial, una expresión privilegiada; y en el asesino en serie, un estado de su producción.

lunes, 21 de marzo de 2022

The batman

 
Como James Bond, otro icono injertado en nuestro imaginario colectivo, habia sido desentrañado, y puesto en cuestión, en las cinco películas protagonizadas por Daniel Craig, Matt Reeves realiza con Batman la misma tarea en The Batman (2022) y, por añadidura, consigue como resultado que sea, junto a Batman vuelve (1992), de Tim Burton, la obra más armónica e inventiva de las múltiples películas que ha protagonizado ese personaje que cuando se quita la máscara se llama Bruce Wayne. Reeves explora la materia (oscura) de la que está hecha esa máscara, o más bien cicatriz de una herida no cerrada del todo. Y las cicatrices pueden crear monstruos, oscuridad, como un grito ciego que no se ha silenciado. Como indica el mismo Wayne (Robert Pattinson) en el magnífico montaje secuencial introductorio él es una sombra. Es la espesura oscuridad que literalmente teme un atracador que huye tras realizar su robo, por lo que decide retroceder, o que amenaza, o pende, sobre los otros dos distintos delincuentes (que representan a cualquier delincuente) que realizan su acción criminal en ese montaje secuencial. De la oscuridad, efectivamente, surgirá para enfrentarse a los que, con rostros pintados, variante de máscara, aterrorizan y agreden a un hombre en una estación de metro. Surge su máscara, su identidad enmascarada, Batman. Surge su oscuridad.

Cuando por primera vez se vea el rostro tras la máscara, sus ojos aún estarán tiznados con sombras negras, como lágrimas negras enquistadas, como su mirada es una mirada que no se ha desprendido de una pesadumbre o temor que arrastra desde su niñez. La música que acompaña ese pasaje es Something in the way, la canción de Nirvana que Kurt Cobain escribió inspirado en los cuatro meses que vivió sin hogar. Wayne es un joven huérfano que se siente sin hogar, aunque haya heredado la riqueza familiar. Un fantasma errante que se desquita con su acción justiciera en la noche, porque él se define como Yo soy venganza, aunque dispone de los cimientos más sólidos posibles para satisfacer esa mascarada (de tiznes dramáticos). Wayne arrastra un dolor que no ha superado, la muerte de sus progenitores por algún delincuente que desconoce. Cualquier infractor es la transposición de aquel asesino que no dotó de rostro. Esconde su rostro en un personaje que es máscara y sombra. La misma constitución del admirable diseño visual está preñada de sombras y oscuridad. Es probablemente la aproximación más tenebrosa realizada a su figura, a las sombras que le definen, que aletean en su interior como la respiración de un espectro agonizante, o la respiración siniestra de quien supura contradicciones. Y hay acordes musicales que recuerdan al tema asociado con Darth Vader, en la saga de La guerra de las galaxias. Él es su propia oscuridad. Por eso, el trayecto del relato, que dispone de la dinámicanarrativa más fluida y armoniosa de las producciones protagonizadas por Batman, supondrá la confrontación con las inconsistencias de su sombra, con su vertiente caprichosa de adolescente que aún no se ha convertido en adulto. Un laberinto que recorrerá mientras resuelve una sucesión de acertijos cuya respuesta final es su propio reflejo.
Obras precedentes de Reeves, como Cloverfield (2008), Déjame entrar (2010) o El amanecer del planeta de los simios (2014), se tramaban sobre la proyección de una supuración interna, de una frustración o de un miedo. La evidencia de lo negado o enmascarado o justificado o nunca asumido en lo propio, y que se proyecta en lo otro. La dinámica del espejo, la afirmación en lo otro de lo que se niega en uno mismo. Y, a la vez, la negación del espejo, del reflejo. El otro no puede ser uno. Wayne se confrontará con su doble o reflejo siniestro, como, en la magistral Seven (1995), de David Fincher, el policía Somerset (Morgan Freeman) con John Doe (Kevin Spacey), aquel que materializa, sin la contención del metrónomo vital que nutría su templanza y ecuanimidad, su repulsa del despropósito e inconsistencia y la cacofonía, crueldad e inconsecuencia de la naturaleza humana. Doe utilizaba los siete pecados capitales como inspiración metafórica para sus asesinatos, que ejercían de crítica y expeditiva declaración de principios con respecto a la corrupción ética del conjunto de la sociedad. Enigma, The Riddler (Paul Dano), mata, sucesivamente, a los representantes del poder que comparten la corrupción como condición. No es que se hayan aliado con el otro lado de la ley, sino que realmente sirven a quien, en la sombra, ejerce, realmente, la función de alcalde, Falcone (John Turturro), trasunto metafórico de esta dictadura corporativa económica que vivimos y que aceptamos tan dócil como cómodamente. Enigma es el Otro, es aquel a quien persigue, pero a la vez materializa su propósito, ya que ejecuta a quienes él también persigue o combate. También materializa una venganza. Por tanto, ¿qué les separa? O más bien, ¿qué cree Wayne que le distingue de aquel que persigue para evitar que prosiga con su propósito?. Y ¿Por qué los acertijos que deja en cada lugar del crimen, equiparable a los mensajes, como rastros de un juego, que dejaba Doe, remarcan que su interlocutor es el propio Batman, esto es, la máscara de Wayne?
Tras la sucesión de percances, o episodios, del recorrido sinuoso por un laberinto (como el de los ratones) que le confronta con diversos ángulos sobre sí mismo, a través de otros personajes y sus particulares vínculos, o de sus erróneas percepciones o apresuradas conclusiones, como pensar que el propósito de Selina/Catwoman (Zoe Kravitz) es la codicia cuando no es sino una hija no reconocida de Falcone que intenta encontrar (vengar) a una amiga (relacionada con los asesinados y Falcone), Batman se confrontará con su reflejo en el espejo, Enigma, o la resolución de su propio enigma personal, por qué se había enmascarado para ocultarse de la confrontación consigo mismo, con su vulnerabilidad y miedos, como si meramente fuera la reacción caprichosa de un adolescente despechado. Enigma, huérfano que sufrió, como tantos otros huérfanos de Arkham, una infancia tan desdichada como precaria y rebosante de privaciones y penurias, le confronta con su condición de huérfano criado en un entorno no solo mullido y protegido, sino lujoso, aunque Wayne lo niegue con su autoindulgente actitud de espectro errante que aún llora, como niño desconsolado, la muerte de sus padres. Es un niño que convierte sus berrinches en las acciones violentas de un justiciero enmascarado. Su sed de venganza no se saciaba porque cada criminal o infractor era una reedición del que mató a sus padres. Wayne no es presentado, en este caso, a diferencia de las precedentes aproximaciones, como un hombre que, para los demás, es un hombre adulto seductor que vive plácidamente entre sus lujos, sino un recluso desaliñado que rechaza la vida social, como el adolescente que solo habita la noche como protesta por su desajuste con una realidad que no fue complaciente ya que le arrebató a sus padres. Y como dispone de los cimientos financieros para satisfacer sus caprichos (berrinches) puede dedicarse a sus actividades de alado enmascarado (o rata alada), como algunos de los delincuentes, o adversarios, que persigue también disponen de apodos relacionados con criaturas aladas, caso de Falcone o Pinguino (Colin Farrell), como si la realidad, irónicamente, fuera el contrapunto de su enajenación. Al respecto de ese enfoque de Wayne como adolescente que aún no se ha convertido en adulto se comprende la elección de Pattinson como protagonista, ya que fue también icono de adolescentes con un personaje también relacionado con el murciélago, aunque en su vertiente vampírica, en la descafeinada saga de Crepúsculo. La extravagancia de su condición de hombre con disfraz, o la autocomplacencia del lamento, queda remarcada en el hecho de que el único otro personaje que se disfraza, u oculta, es Enigma, pero su atuendo no puede ser más deslustrado o desaliñado, su opuesto (y el de Catwoman más que disfraz es atuendo de camuflaje con pasamontañas, como también su mismo diseño caracterizador como camarera ejerce de camuflaje).
Enigma consigue que Wayne se mire de frente a sí mismo en el espejo ya que el uno y el otro en buena medida son iguales, en cuanto a propósitos. O los que le diferenciará, aparte de sus orígenes distintos, será la determinación de Wayne de modificar su actitud al advertir que para Enigma no hay límites, y pretende convertir su despecho en desbocamiento que genera una completa destrucción (nada de reconfiguración, sino un borrado radical del escenario de realidad): a través de esa inconsecuencia extrema Wayne comprende su propio desenfoque, reflejo de su emoción enquistada, o cicatriz infectada, como representaba su propia máscara. Opta por la ecuanimidad, la perspectiva adulta que no enfoca desde la mera subjetividad, desde el despecho o el sentimiento de agravio. Al respecto, es significativo que una inundación de agua, agua que supera los diques contenedores de la ciudad, acontezca a la vez que la quiebra de los diques interiores que convertían a Wayne en prisionero de sus mismas sombras. El umbral que atraviesa será el rostro del secuaz de Enigma que golpea con saña, y que, a su pregunta de quién es, dice que Soy venganza. Batman se golpea a sí mismo y se desenmascara. Su actitud ya no será la del que busca meramente venganza, la satisfacción de un agravio personal, sino la del que se decide a luchar por conseguir que la corrupción que domina a la sociedad pueda tornarse en predominio de la empatía y equidad. No actúa para sí sino que actuará para los demás. La despedida de Batman y Selina/Catwoman, así como su previa asociación o alianza, en cierta medida, recuerda a la que establecían dos protagonistas de otra obra de Fincher, el periodista y la hacker que encarnaban, respectivamente, Daniel Craig y Rooney Mara, en la excelente La chica del dragón tatuado (2011). Ella es fundamental, como contraste, en la reconfiguración de Batman (ya que actúa, en principio, para salvar a una amiga, pero a partir de cierto momento también se ve ofuscada por su deseo de venganza), y comparten sentimientos, pero sus direcciones no serán las mismas. Batman/Wayne mira en el retrovisor a quien se aleja de un escenario de realidad degradada mientras que él decide encarar esa realidad que sigue infectada por el caos que no dejamos de generar con nuestra corrupción y los desquiciamientos de nuestros sentimientos de agravio.

viernes, 18 de marzo de 2022

El acontecimiento

 

Tu vida o un hijo. La escritora Anne Ernaux (1940) quedó embarazada mientras estudiaba en la universidad. Si tenía el niño su vida ya no sería la misma, no la que quería, la que quería posibilitar con la conclusión de sus estudios. No sería su vida, sino que esta quedaría supeditada a su criatura. Quienes están en contra del aborto se califican como personas pro vida, como si no importara la vida de la madre, cómo queda su vida condicionada. No les importan las circunstancias de vida de la madre ni del niño. Anne Ernaux logró materializar, y afianzar, la vida a la que aspiraba, como escritora. Si hubiera dado a luz su vida hubiera sido otra. Prefirió dar a la luz a su propia vida. En el 2000 publicó El acontecimiento, en la que narraba esa experiencia específica, como la mayor parte de su obra literaria es de cariz autobiográfico. Su adaptación cinematográfica, El acontecimiento (L'événement, 2021), segunda película de la cineasta francesa Audrey Diwan, matiza a través de su planteamiento estético, y narrativo, el filtro subjetivo, y de modo más específico, la circunstancia emocional, la sensación de cerco, de aislamiento y ansiedad. La cámara, y el enfoque narrativo, se centra en Anne (Anamaria Vartolomei), como si fuera su respiración emocional.

Es otra circunstancia, pero comparte planteamiento estético y narrativo con otra producción francesa, la excelente A tiempo completo, de Eric Gravel. En ese caso, es la circunstancia crítica económica y laboral de una mujer que, durante una huelga de transporte, intenta asistir a unas entrevistas de trabajo que posibiliten un empleo, acorde a su preparación, que la libere de los apuros de tener que dejar a sus hijos con una vecina cada vez que tiene trasladarse de su pueblo a París para realizar su trabajo como limpiadora en un hotel de cinco estrellas. Su empecinado propósito brega con diferentes adversidades. En El acontecimiento, las figuras alrededor de Anne son figuras que adquieren entidad de acuerdo a su presencia circunstancial, en función de ella, según cuál es su circunstancia, aún no embarazada o embarazada. Sus amigas son sus cómplices, hasta que la noticia modifica la relación. Quien parecía más desapegada en cuestiones sexuales se revela más medrosa, y se repliega en la zona de confort de la no implicación, como si la circunstancia de Anne fuera una zona radioactiva, problemática (los recovecos turbios de la realidad que se prefiere pensar que no existen o que se prefiere mantener lejos de la propia parcela de realidad, como un incómodo fuera de campo). El profesor que parecía complacido con la inquietud de conocimiento de Anne no entiende sus variaciones de comportamiento y en vez de indagar reacciona de modo susceptible y por tanto inflexible: durante su conversación la cámara se dilata sobre su rostro mientras ella permanece fuera de campo, muda, incapaz de compartir lo que sufre, porque su circunstancia padece la contaminación de lo no decible.

Las reacciones de la amiga y el profesor delatan cómo las acciones de los demás se viven en función de uno. Parece, en principio, el caso de un amigo, para quien la revelación de embarazo la revela como mujer con disponibilidad sexual, con lo cual su primera reacción, más que el apoyo es la de la aproximación sexual. Su aislamiento se extiende como un cerco, porque no encuentra apoyo alrededor, ni en médicos (entre los que hay quien incluso le receta medicinas que, según él, pueden ayudarle a sufrir un aborto natural cuando más bien lo impiden) ni el padre de la criatura, como tampoco puede compartirlo con su familia, contención que la desespera, y por añadidura, sufre el desprecio estigmatizador de otras compañeras que sospechan lo que le ocurre (doble mancha: disponibilidad sexual, y embarazo). Pareciera, durante ciertos pasajes, que sobrevuele, a diferencia de en la obra de Eric Gravel, la sombra del esquematismo, del trazo grueso que no deja el resquicio al matiz, en parte porque es un enfoque centrado en la perspectiva de Anne, quien siente, además por el avance de los meses, que su experiencia se asemeja cada vez más a la parte estrecha de un embudo, que la aboca en soledad a la amarga, sórdida, turbia y dolorosa experiencia física del aborto en sí. Pero hay personajes que reaccionan de un modo inesperado, como apoyo, y la relación familiar está marcada por esa imposibilidad de compartir, como la tensa escena entre madre e hija, en la que su desesperación por no poder compartir lo que sufre se torna en un comportamiento desabrido que genera una confrontación, como desvío que es callejón sin salida, que concluye con una bofetada de su madre, ignorante de lo que sufre su hija, y de cuál, realmente, es la causa de la repentina agresividad de su hija. El acontecimiento es el relato de una experiencia de terror, de aislamiento y desamparo, pero también de determinación y perseverancia, para lograr que la propia vida no sea borrada por el nacimiento de otra, mientras, a su alrededor, la mayor parte prefiere mirar a otro lado, o mirarla con la actitud de la recriminación o el desprecio, o, sin saber verla, rechazarla, o abofetearla, con la inflexibilidad o el desconcierto de la ignorancia. La (avergonzada) expresión del profesor, cuando comprende, entre líneas, lo que ella ha padecido es la elocuente manifestación de la incapacidad de discernir al otro porque el otro, ante todo, es una pantalla en función nuestra.

miércoles, 16 de marzo de 2022

Malaventura (Impedimenta), de Fernando Navarro

 

El viento ha borrado a la gente. Las calles y las casas están abandonadas. Todo está cubierto de la arena del desierto (…) Como un intruso, el viento se cuela en una casa vacía. Atraviesa una puerta abierta, que alguien dejó olvidada en una huida que parece apresurada (…) Este es un lugar muerto y borroso. Es un fantasma gigante hecho con casas de piedra sin librar; con polvo y suciedad. El espectral inicio de Un burrico, uno de los relatos que componen Malaventura (Impedimenta), del escritor español Fernando Navarro (1980), recuerda al del excelente western Chuka (1967), de Gordon Douglas, en el que un destacamento del ejercito de la Union se encontraba con un fuerte plagado de cadáveres. Y la telúrica fisicidad de sus descripciones, la relevancia de los elementos y el paisaje, la materia y los objetos, que es seña distintiva de todos los relatos, evoca otro western, Río Conchos (1964), la obra maestra de Douglas. Su protagonista, Lassiter, interpretado por Richard Boone, uno de los personajes más memorables que ha dado el género del western, podría ser uno de los protagonistas turbios, desesperados, siniestros, pero también ambivalentes, que abundan en Malaventura, como el personaje espectral que protagoniza ese relato, que evoca al que aparece, perfilándose como una difusa presencia en la calima, en la secuencia inicial de Infierno de cobardes (1973), de Clint Eastwood, esa figura ambivalente que no se sabe si es real, un supuesto hermano idéntico al sheriff que los habitantes permitieron que fuera asesinado por unos forajidos, o si es una figura sobrenatural que aparece para castigarles. Un detalle evidencia la singularidad de ese personaje que arrasa, en Un burrico, con toda un pueblo. Posó su mano -dibujos en los nudillos, una estrella, letras que forman palabras que no queremos repetir- sobre el lomo del burrico atado. Acarició su piel un instante. Le habló al oído.

Esos detalles, como contrapunto y contraste, dotan, en ocasiones, de doloroso lirismo a unos relatos atravesados por la aridez de los paisajes y las emociones, como si estas mismas quedaran cubiertas por el polvo, y no permitiera que los seres humanos pudieran culminar su conversión en humanos y quedaran, de ese modo, abocados a su condición de bestia, o simplemente seres truncados, por una inundación que arrasa con todo un pueblo, o por la imposibilidad de un amor por el hecho de ser primos. La violencia es reflejo de la naturaleza bestial del ser humano, pero también expresión de un grito que expresa la impotencia. O la constatación de una fatalidad que parece evidenciar que la vida se trama sobre la mera aleatoriedad. La muerte puede señalarte en cualquier momento, como en el relato sobre esa mujer barbero en un pueblo, una figura triste, indefinida, porque no se sabe de dónde viene, y porque su trayecto ha concluido en ese pueblo, como barbero. Unas lágrimas, por la única carta que recibe, sugieren meramente que ese pasado quizás se asemeje a una herida. Solo trajeron correo para ella una vez. Las mujeres del pueblo se inventaron que leyó aquella carta de solo dos páginas en silencio y se secó las lágrimas al acabar. Luego la rompió en trocicos y la quemó. Algunos días pienso que si el fuego no pudiera quemarme la piel, si yo fuera uno de esos héroes de los que hablan en los tebeos, hubiera podido recuperarla de las llamas sin dolor. Pegaría todos los trozos de la carta y la leería, sin decírselo a nadie.

Hay relatos, como Del mismito color del vino, protagonizados por quienes asumen que su condición solo puede ser la del ejercicio del daño y la crueldad, como si se plegaran a una inexorabilidad, como si fuera el reflejo de una tendencia preponderante en el ser humano, no una excepcionalidad. No es el cuerpo extraño, sino el cuerpo que evidencia, aun en forma extrema, la naturaleza de la bestia en el ser humano. Nunca fui un niño bueno. Aunque casi no fui un niño ni tampoco viví como un niño ni reí como un niño o jugué como juegan los niños más que los años justo de desarrollar y dejar salir a la calle lo que fuera que me habitara por dentro. Esa cosa turbia (…) No he sido un buen hombre: por qué serlo. Aunque he sabido parecer un buen hombre. Una sonrisa siempre falsa, fingida. Un gesto amable en el momento preciso. Una buena sarta de mentiras que llegan a parecer verdades. Es el hombre funcional, el hombre máquina, el hombre eficiente, el hombre que solo se preocupa de si mismo, como un automata que cumple su cometido. Es a la vez el cinismo y la negación: Ya sabeis que soy un mentiroso, no deberíais creer casi nada de lo que digo. Qué le hago yo si soy así (….) A veces me cuento mentiras a mí mismo también. Lo hace todo el mundo, ¿no?. No sé, es difícil aceptar las cosas cuando pasan. Ese reconocimiento del personaje como narrador no fiable evoca el de mi propia novela Desconocido, aunque en principio, esa no fiabilidad más bien deja patente que es una mentira como forma humana. Puede decir lo que sea conveniente para él. Pero, como en mi novela Desconocido, en su último tramo el mismo personaje se pone en cuestión a sí mismo, pero no en cuanto a la fiabilidad de lo que siente, sino, incluso, como realidad. Una actitud o mentalidad como la suya parece diluirse en la abstracción de lo irreal o virtual, como la noción de los demás y la realidad, mera pantalla funcional o prescindible. Pero en su caso, es el mismo vacío ontológico, la bestia en los añicos, o el temblor del agujero negro en el que nos podemos convertir. A veces no distingo entre algo que ha ocurrido y algo que está por ocurrir (…) No puedo verme reflejado en el cristal grande que devuelve la imagen del resto de los asientos y de los pasajeros de mi vagón. Pero, como se expone en Retrato de un cazaor, siempre queda, como el ruido de una funda en la calle polvorienta de un pueblo abandonado, la perturbadora evidencia de una incógnita que continua desbordándose desde el interior de los humanos de modo incontenible para infligir daño a los demás. Me pregunto qué fuerza misteriosa nos arranca de los hogares y nos lanza así a los campos, armados y con el rostro apretado: dispuestos a matar antes de que nos maten. Malaventura es el descarnado reflejo de la bestia que reside en nosotros.

jueves, 10 de marzo de 2022

La peor persona del mundo

 

En Arthur Rambo, de Laurent Cantet, lo que expresa el joven protagonista, de veintiún años, en su exitoso libro sobre las discriminaciones, exclusiones y penurias que sufren los inmigrantes (o los hijos de inmigrantes como él, de ascendencia argelina) no tiene nada que ver con lo que manifestaba a través de su identidad virtual, en la red social de twitter, como si en él habitara su opuesto, xenófobo y machista. Piensa que sabe diferenciar entre su yo y su personaje, a diferencia de una sociedad tan tendente a los condenatorios juicios sumariales maximalistas, pero ¿es tan consciente de lo que separa ficción y juego de realidad y reflexión?¿Sabe en sí mismo dónde están esos límites? Julie (Renate Reinsve), la veinteañera protagonista de La peor persona del mundo, de Joachim Trier, parece desplazarse por la realidad como un componente inestable y mudable. En las secuencias iniciales se condensa su indefinición a través de su variación de propósito de dedicación en la vida. Cambia su objetivo de la medicina a la psicología, y de ésta a la fotografía. Cuerpo, mente e imagen. Esos tres componentes parece que no se ensamblan de modo estable o definido en Julie, en proceso de formación o estado de confusión, como si no consiguiera enfocarse de un modo preciso, y sus mismos sentimientos fueran por delante de ella. ¿Cómo percibe?¿Cómo distingue?¿Cómo piensa y siente?¿Por qué varía también de relaciones, o focos, sentimentales?



En cierta secuencia, en una fiesta relacionada con el trabajo de su pareja, Aksel (Anders Danielsen Lie), un exitoso dibujante de comics (provocadores con respecto a lo políticamente correcto, lo decible o mostrable), aunque diga que se marcha a casa, más bien vaga por las calles, sin dirección, como si la guiara una insatisfacción, una necesidad de buscar, o tentar, otras direcciones. Entra en otra fiesta, donde conocerá a Elvind (Herbert Nordrum), con quien disfrutará de una noche que parece planteada como un juego pasajero, un paréntesis, la fugaz ilusión de otra posible narrativa, como figuras sin identidad, liquidas, en un tiempo sin contornos. Más tarde, tras que sus direcciones vuelvan a cruzarse, en su dispositivo emocional se produce un contacto, que es la vez cortocircuito. En el hogar, el tiempo parece detenerse para todos los demás, menos para ella, quien corre por las calles para acercarse al lugar de trabajo de Elvind y vivir otro día como una ilusión que transgrede las coordenadas del espacio y el tiempo. Retorna al hogar y plantea a Aksel que su relación ha terminado, aunque él objete que no es fácil encontrar esa sintonía que se ha dado entre ambos. ¿Cómo percibe Julie la realidad, qué necesita? ¿En qué medida sus decisiones se fundamentan en cómo se siente con respecto a su circunstancia vital más allá de la propia conexión con otra persona?¿Es el mismo cambio lo que necesita?

En una posterior secuencia vive un estado de percepción alucinatoria, tras el consumo de setas alucinógenas. Un estado en el que es cuerpo deteriorado de anciana, cuerpo que se manifiesta como tal, como cuerpo menstruante, a un padre que no quería percibirla desde esa perspectiva. Mente, cuerpo, imagen. Y el tiempo. En las primeras secuencias difiere con Aksel con respecto a la necesidad de tener un hijo. Cuando queda embarazada, durante su relación con Elvind, entra en barrena de sucesión de acerados cuestionamientos a Elvind, como si este fuera un adolescente que no parece capaz de alcanzar la condición de adulto (una inversión de su relación con Aksel, quince años mayor que ella). Cuando la muerte, la finitud, irrumpe con su inexorabilidad, con la noticia de la irremisible muerte anunciada de Aksel por el cáncer que padece, su percepción, que es concepción de la realidad, de nuevo se altera. ¿Qué vínculos había establecido? O ¿en qué había fundamentado sus decisiones? Queda patente que era un cuerpo que se desplazaba por la realidad y encauzaba direcciones quizá más por la necesidad de sentir que había otras opciones, o quizá por necesitar una ilusión de estímulo, de novedad, una necesidad vinculada con la inconsciencia de no sentirse en el tiempo. La realidad podía detenerse, y podía modificarse como una pantalla que se reedita. Otra imagen, otra novedad, otro escenario, otros figurantes. En las pantallas la muerte parece ausente. Como la misma anterior novia de Elvind, en un breve capítulo intermedio (de los doce con epílogo de los que consta la estructura narrativa), la realidad se reconfigura cuando modificas tu percepción y concepción de la realidad (como en su caso con su concienciación con respecto al daño medioambiental) lo que implica, por extensión, la reconfiguración de quienes comparten tu espacio íntimo (o se ajustan o se eliminan), reflejo de este tiempo marcado por las tendencias inquisitoriales o dictatoriales, manifiestas o veladas, de las que son emblema el movimiento metoo o la red de Instagram (las susceptibles críticas al planteamiento provocador de los comics; la reacción de Julie al hecho de que Elvind siga a su ex pareja en Instagram). En el epílogo, Julie contempla otra pantalla, en la que advierte que la actriz de la ficción en la que participa, como fotógrafa de set, es la nueva pareja de Elvind, y madre de su hijo. Otra narrativa de realidad en la que ella no participa, y de la que es espectadora, un figurante que fue protagonista de su película durante un periodo de tiempo. La realidad de Julie prosigue, a la espera de la próxima pantalla. Somos nuestras ficciones, nuestra inconsciencia y nuestras reconfiguraciones.

lunes, 7 de marzo de 2022

Cosas pequeñas como esas (Eterna cadencia), de Claire Keegan

 

Con ella, siempre era lo mismo, pensó Furlong; siempre ambos iban mecánicamente al siguiente trabajo que tenían por delante, sin pausa. ¿Cómo serían las cosas, se preguntó, si se dieran tiempo de pensar y de hacer un alto?¿Sus vidas serían diferentes o muy parecidas, o simplemente perderían el control sobre sí mismos? En esta breve y exquisita coreografía de frases (pues es música de palabras más que registro de acciones y diálogos) que es Cosas pequeñas como esa (Eterna cadencia), de la escritora irlandesa Claire Keegan (1968), su protagonista, Furlong, casado y con cinco hijas, y con una estructura de rutinas como cinta corredera de vida, comienza, a sus cuarenta años, a mirar alrededor con más detenimiento. Eleva la cabeza, y deja de ser, como tantos humanos, un astado que simplemente se deja llevar por el piloto automático de la costumbre o de la preocupación por el mantenimiento y la supervivencia. Se despierta y mira a su esposa, que yace a su lado, baja a la cocina, y mira a través de la ventana las pequeñas escenas de lo que sucedía. Comienza preguntarse sobre sí mismo, sobre su relación con la realidad. Para su esposa, Elaine, todo es más sencillo. Para alguien como ella, para quien todo ya está encajado en su sitio, guste o no guste, la tendencia de Furlong a buscarle tres pies al gato puede parecerle como la historia del mosquetero Porthos que, tras colocar explosivo en un subterráneo, mientras corría, para alejarse de la onda expansiva, comenzó a preguntarse cómo daba un paso detrás de otro, lo que ralentizó su carrera, por lo que recibió el impacto de esa onda expansiva. Para Elaine, simplemente, siempre hay alguien a quien le toca sacar la paja corta. Pero para Furlong la vida no puede reducirse solo a hablar, apaciblemente, de cosas pequeñas como esas, como quien procura olvidar, porque puede hacerte ralentizar el paso, lo fácil que era perderlo todo. Somos vulnerables y frágiles, pero hay que crear ilusiones que ejerzan la función de corazas, y asi sentir que se dispone del control. Pero ¿Si te quieres salir del raíl implicaría pérdida de control o simplemente otra dirección quizá más perceptiva y consecuente?

Furlong comienza a pensar que vive en el tiempo, que hay un pasado que pudo haber sido de otra manera, y que el futuro no es solo el de las programadas actividades previstas, lo que convierte al tiempo en un falso presente, pues el futuro mismo es una extensión de ese presente continuo de curso mecánico que extrae la consciencia del tiempo para sentir que se está protegido de las posibles amenazas que pongan en peligro la estabilidad de la familia, la célula o parcela fundamental de vida. Debe importarnos solo lo propio, que permanezca intacto, y que disfrute del mínimo suministro que haga disfrutar de una vida cómoda. Pero Furlong no sentía que estuviese llegando a ninguna parte o haciendo ningún tipo de progreso y no podía dejar de preguntarse a veces para qué servían los días. Incluso se pregunta cómo podría ser su vida en otro lugar, otra posible narrativa de vida, porque siente que su vida se ha abocado a meramente abrir una y otra vez las mismas puertas sin llegar realmente a ninguna parte, como quien repite una y otra vez el mismo gesto en un bucle sin fin.

Pero Furlong no se tropieza con sus mismas interrogantes. No piensa en lo que pudiera haber hecho, no piensa en las posibles narrativas de su vida, porque sabe que podría encasquillar su mismo presente. Solo puede conducir a la amargura. Disponemos de una sola oportunidad, este tiempo del que disponemos. Enseguida recuperó el control y llegó a la conclusión de que nunca se volvía a lo que había pasado; a cada uno se le daban días y oportunidades que no volvían a tenerse (...) lo peor que podría haber pasado también ya estaba detrás de él; aquello no hecho, lo que podría haber sido, eso con lo que habría tenido que vivir el resto de su vida. Furlong toma consciencia de que la dirección de su mirada no tiene que ir a su pasado, ni atascarse en ese mecánico futuro programado, ni encasquillarse en su mero ombligo, del que su familia es parte consustancial. Es necesario mirar alrededor, contemplar las otras vidas, sentir esas otras vidas. Y Furlong, se preguntó algo que muchos prefieren relegar a un segundo término porque importa sobre todo lo propio, porque esta sociedad, sea en 1985, cuando transcurre la acción de la novela, u hoy en día, que es consecuencia aún infecciosa de aquella década (pues se ha agudizado esta sociedad del bienestar que camufla su condición vírica en ese engañosa denominación), se preguntó qué sentido tenía estar vivo sin ayudarse los unos a los otros. Furlong dilucida si se preocupa de la pragmática, aún más considerando que tiene cinco hijas que mantener, o si se preocupa de quien, como cierta chica, madre soltera, interna en un asilo de las magdalenas de Irlanda, alguien a quien le toca sacar la paja corta, necesita el apoyo de alguien que no prefiera mirar hacia otro lado porque ya tiene suficiente con lo suyo. ¿Por qué vivir solo preocupado de la propia paja?

jueves, 3 de marzo de 2022

Los amores de Anaïs

 

Anaïs (Anais Demoustier) es una mujer acelerada. Nos es presentada corriendo. Cuando habla, parece que atropella a los demás. Habla a una velocidad tal que, en ocasiones, no tiene en cuenta lo que dicen, ni si les importa lo que ella dice, como a su casera, a quien lo que le preocupe es que le pague los dos meses de alquiler que le debe y no sus problemas sentimentales, o a la pareja coreana a la que sub alquila ese piso, que ni siquiera le entienden, porque no saben nada de francés. Anais parece que va con el piloto automático, como si su vida estuviera amenazada por un incendio inminente. De hecho, la casera la suministra un detector de incendios. Anais no soporta dormir con nadie, aunque acaben de haber hecho el amor, porque no soporta sentir a nadie, porque parece que la cercan. Necesita su espacio. Tampoco soporta los sitios cerrados, motivo por el que, incluso, es capaz de subir dieciséis pisos andando porque no lo quiere hacer en un ascensor de reducido espacio. Anais parece que se ahogara, por eso corre, y atropella, y se fuga. Si su anterior pareja le abandonó porque ella fue inflexible con el hecho de no soportar dormir con nadie, quedará decepcionada con su siguiente relación, un hombre que le dobla la edad, Daniel (Denys Polyadés), porque no es tan apasionado como imaginaba. Alguien que vive con esa urgencia, como si sorbiera cada segundo, o pensara que su vida se fuera a desintegrar en cualquier instante, quizá imaginaba que un hombre ya en su declive viviera con más intensidad una historia pasional por su consciencia del paso del tiempo.

La narración de Los amores de Anaïs (2022), la opera prima de la cineasta francesa Charline Bourgeois-Tacquet transmite, afinadamente, con su montaje esa premura de tiempo vital que supera a la misma Anaïs, como un azogue incontenible, un apetito vital de saltimbanqui que no entiende las actitudes de quienes prefieren clausurarse, como Daniel, quien, cuando la invita a su hogar, sugerirá, en principio, que hagan el amor en el dormitorio de su hijo, compartimentando espacios con respecto al que comparte con su esposa. Anaïs comprende en ese momento que ella será relación supletoria, un espacio en los márgenes, a los que la restringen como un espacio comprimido. Anais, en cambio, se fascina con la imagen de un rostro que no se muestra, sino que se insinúa, el plano de la nuca de la esposa de Daniel, Emilie (Valeria Bruni Tedeschi), que vagamente deja entrever su perfil. Es la vida que no se ve del todo, como ella se siente que no está presente en su propia vida vida, motivo por el que no deja de correr, porque se siente atrapada, enclaustrada. En los libros de Emilie, escritora, se sentirá reflejada. Es como verse a sí misma en un futuro, veinticinco años después, pero con el importante matiz diferenciador de haberse liberado de esa esa abrumadora urgencia de vivir cada instante como si pudiera ser el último.

Esa relación con Emilie centra el último tercio de la narración, con la intrusión pasajera de Daniel, la interferencia de quien representa la actitud contraria. Un espacio natural, un espacio de creación, un curso de literatura en ambiente rural. Anaïs ronda, y corteja, a una sonrientemente desconcertada Emilie quien, a su vez, encuentra en Anais un reflejo de su propia juventud, en una versión más asilvestrada y desapegada. Una apertura hacia lo posible que trastoca toda construcción establecida, como las mismas rutinas que definen su vivencia creativa, la columna vertebral de su vida, su calendario vital. La irrupción de Anaïs es como un desorden que despliega una cautivadora coreografía, la improvisación que hace tambalear cualquier código de circulación vital. Duda, se resiste, argumenta con la razón, pero una y otra se desprenden o liberan de sus particulares claustrofobias o tramas clausuradas de vida. Un beso en un ascensor será su elocuente sello.

miércoles, 2 de marzo de 2022

Mis textos en Dirigido por nº Marzo 2022


 En Dirigido por nº Marzo mis textos sobre Arthur Rambo, de Laurent Cantet, A tiempo completo, de Eric Gravel, Código emperador, de Jorge Coira, BigBug, de Jean Pierre Jeunet y las series Reacher y Feria: la luz más oscura