Slumdog Millionaire (2008), de Danny Boyle, se ha convertido en la cenicienta de la crítica allende el atlántico, e incluso de la misma industria, tanto la norteamericana como británica. Sorpresivamente, surgiendo de la nada, ha llegado a ser el fenómeno de la temporada, objeto de unánimes parabienes, reconocimientos y entusiasmos, así como de múltiples premios por parte de la crítica, y va camino de sucederle lo mismo con la propia industria (por ahora de las asociaciones de productores y de actores). ¿Por qué? ¿Por su condición de fábula, o cuento de hadas, de impronta vitalista como retrato de superación sobre una realidad precaria, como oportuno reflejo del sentir en Estados Unidos tras el acceso a la presidencia de Obama, y tras dos años en los que las pelìculas más reconocidas, 'Infiltrados' y 'No es país para viejos' eran tan lacerantemente críticas como trágicas? Pareciera que sobre el papel fuera así.
Y no está de más recordar el precedente de 'Full monty' (1997), de Peter Cattaneo, de la cual también era guionista Simon Beaufoy. Esta mucho más honesta y auténtica, dentro de su modestia, todo hay que decirlo. Porque poco tiene de estas cualidades, en verdad, como de obra alternativa, o de espíritu disidente o transgresor. Más bien, es un producto (y remarco este término) manufacturado con notoria habilidad, pero tan capcioso como mediocre en sus planteamientos cinematográficos. Algo nada novedoso en la obra de Danny Boyle.
Por eso me parece pertinente el contrastarla con otra obra con la que comparte ciertos mimbres dramatúrgicos y simbólicos, y que se convierte en preclaro ejemplo de opuesta mirada, o contrario planteamiento cinematográfico. O de cómo con un material de base, con ciertos vasos comunicantes, poder plantear dos miradas tan disímiles, una en la que el rigor brilla por su ausencia y la otra que deslumbra por sus sutiles resonancias y depurada precisión. Me refiero a 'El luchador' (2008), de Darren Aronofsky. O el rigor de la emoción reflexiva, y la reflexión sensible.
Podría haber elegido otras vías de contraste, con otras dos de las mejores obras de la producción del pasado año. Otras dos fascinantes y conmovedoras obras maestras, tan heterodoxas como transgresoras. 'El curioso caso de Benjamin Button (2008), de David Fincher, y 'Hunger' (2008), de Steve McQueen (de las que ya hablaré más extensamente). Con la primera pudiera compararse qué amplitud le dan a la utilización de una construcción de fábula, de artificio puesto en evidencia, ya que la obra de Boyle se sostiene sobre la tradición, o herencia, de la obra de Dickens, pero esterilizando sus aristas, y (aunque introduzca la narración con la simulación de una de las pantallas del concurso, y las cuatro opciones que hay que elegir sobre de qué mimbres está hecho el destino) naufragando entre clichés que ofrecen el más adocenado relato convencional bajo una apariencia de engañosa modernidad, esto es, una estética de producto Mtv intentando camuflar la naftalina de siempre. No hay reflexión, sino distracción.
Mientras que la de Fincher socava las raíces del relato, cuestionándolo desde su interior, y ofreciendo una mirada tan sinuosa como compleja que quiebra toda previsión, difuminando límites entre ficción y vida, y escanciando la transitoriedad como fisura inevitable del relato y de la vida. Puro cine reflexivo y de honda cualidad emocional. Un ejemplo de cine adelantado a su tiempo.
Con respecto a la obra de Mcqueen, otra producción británica, no pueden ser sus estilos cinematográficos más opuestos. La desnudez y despojamiento de la puesta en escena de 'Hunger' no tiene nada que ver con la atropellada fragmentación de la obra de Boyle. Qué inmenso y elocuente ese largo plano de quince minutos de la conversación en penumbras entre Sand y el sacerdote en el ecuador narrativo de 'Hunger'. Como su descentralización narrativa y su casi ausencia de música, así como su rechazo al psicologismo ortodoxo en la configuración de personajes, invocan al rigor, a la mirada frontal a unas condiciones brutales (la reclusión de unos integrantes del IRA, y la consiguiente, y noticiada, huelga de hambre que comandó Bobby Sands en los 70). En cambio, en 'Slumdog millionaire', sus saltos en el tiempo, su estructura discontinua, se revela como mero juego de distracción, una mera cabriola narrativa sin fuste, y además, narcotizando, o trivializando, toda intensidad emocional con una hiperpresente banda sonora. La crudeza queda exiliada. Su propósito es hacer sentir bien al espectador, ajeno a las crueles circunstancias, como espectador de una experiencia meramente virtual de un parque temático.
Sí, Slumdog millionaire' es un ejemplo de cine de montaña rusa, aturdiendo al espectador con un desenfreno narrativo que no le permite pausa. Un videoclip alargado en el que importa ante todo no detenerse demasiado en lo que se narra, y sus implicaciones, sino en mantener en un narcótico vilo al espectador. Pero ¿en qué coinciden 'Slumdog Millionaire' y 'El luchador' ? En ese contraste entre unas condiciones de vida precaria, dificiles, siempre en el filo, y planteándose un espacio como contraste, el del espectáculo, el espacio del éxito, o de lo 'posible', como el escenario en el que quizá conseguir librarse de esas penalidades. En 'Slumdog millionaire' es un concurso de televisión en el que participa el protagonista, Jamal (Dev Patel). En 'El luchador' es el ring de lucha libre en el que combate Randy (Mickey Rourke). Como Cassidy (Marisa Tomei), el interés afectivo de Randy, trabaja de stripper en un oscuro local.
La trama, tanto narrativa como simbólica, es sencilla, y Aronofsky la transciende con una mirada que surge de las entrañas de ese quebrado mundo cotidiano. La opción de un estilo narrativo y visual deudor de modos del documental ( de ahí la elección de operador Maryse Alberti, habitual del mismo) dota de un pálpito de inmediatez, y desterrando el énfasis, el tremendismo dramatizador. Concisa, incluso lacónica en ocasiones (aun refinada en su tenebrismo visual, hecho de luz nublada), esa mirada distanciada, o más bien contenida, y tiernamente pudorosa, hace palpables y visibles las grietas de lo real, sin forzar la emoción, sino dejando que brote desde esas fisuras, así auténtica, desde las entrañas del personaje, y de sus condiciones de vida.
Aronofsky no 'teledirige' al espectador. En otras manos, un material así podría haber desembocado en un rosario de clichés, pero esa opción de posicionar de entrada al espectador como testigo desde la distancia, como si siguiera a un personaje real en sus cuitas cotidianas, logra que se sumerja de modo más profundo en su desgarradura -algo parecido a lo que consiguió, con otros métodos, Clint Eastwood con 'Million dolar baby (2005) con material reflexivo, escénico y de personajes afín, haciendo sangrar la narración con la oscuridad que se apoderaba del relato-. Así, evita que Randy se convierta en un 'personaje', deviniendo un ser real en tránsito, y no sólo eso, sino que hace más manifiesto su doliente escisión entre su condición real y su personaje, ese luchador en el escenario de un ring, esa máscara en la que se sostiene para poder seguir sobreviviendo en el día a día.
De ahí la afinada elección de alterar el orden narrativo en un momento decisivo. En esa brutal pelea que le provoca el ataque al corazón. Aronofski alterna el combate en sí, con la cura posterior, cuando le extraen las grapas que le han clavado en el cuerpo. Evita el trivial tremendismo del espectáculo, y remarca las dolientes consecuencias, ese trance, casi vía crucis, al que debe someterse para poder conseguir un dinero para mantenerse a flote en su vida. Aranofski enfoca a lo real, no a la contingencia del espectáculo (a su extravagante peculiaridad) que es al fin y al cabo lo que mueve a esta cultura asentada en lo mediático, más que en lo inmediato, en el fenómeno, más que en el individuo.
Pero eso ha quedado ya bien claro en el largo y poderoso plano con el que se inicia la película, sin duda uno de los planos introductorios más hermosos que se han rodado en estos últimos años. Un plano general en los vestuarios, en el que vemos a Randy al fondo, a la derecha, sentado, de espaldas a la cámara, recuperándose de un combate. No se puede decir más con un sólo plano, con su dilatada duración, con ese juego de vacío y lleno en el encuadre, sobre un personaje, y sus circunstancias.
Boyle adopta los modos estilísticos del espacio del éxito, del concurso, atrofiando todo contraste con la sucesión de desgracias o miserias que vive Jamal.
Boyle sí apuesta por la atracción del fenómeno, de lo mediático, por encima de las implicaciones emocionales de lo real, de lo que el personaje ha vivido o vive, y por añadidura, como personaje emblemático de un entorno. Lo real se difumina y anula en la sucesión de tópicos, de lances filtrados a través del (estetizante) tremendismo, como extravagancias siniestras ( torturas, crímenes). La elección de una narración tramada sobre lo acumulativo cortocircuita tanto la emoción como la reflexión. Es un cine de pose, sin líneas en fuga, esclerotizado en su espasmódica fragmentación que delata la carencia de una visión de conjunto.
El espacio de la India, en el que se subraya su pobreza, miserias y violencia cotidiana, se convierte en espacio falsificado, de postal, un exótico encadenado de turbulentos avatares en ese 'otro mundo' (para el espectador occidental), guiado por clichés cercanos, como el sucedáneo impostado de historia romántica en el tiempo sobre las señas del reciclaje de 'Romeo y Julieta ( y aquí es oportuno mentar a otro capcioso reciclador de clichés bajo ropajes de hibridación o aires postmodernos como es Baz Luhrman, perpetrador de parecidas infecciones falsarias como 'Moulin Rouge' o 'Romeo y Julieta'), y un concurso bien conocido en nuestra cultura, el 'Quién quiere ser millonario'. El mecanismo de identificación es tan capcioso como burdo.
Aronofsky traza su mirada desde la precariedad, y el afán de superación del personaje, a través de elocuentes silencios y tránsitos (la ausencia en vida) y tanteos de una recuperación (de la presencia en vida) en su esforzada forja de relaciones afectivas ( su reconciliación con el pasado a través de su hija, y la creación de un futuro posible con Cassidy), en contraste con ese sórdido y violento espacio del éxito que representa el cuadrilátero (el impostado acontecimiento), la metáfora de esta sociedad construida sobre una representación definida por el inclemente combate para ya simplemente poder sobrevivir.
Boyle, por contra, vehicula una complaciente fábula con vaselina, que destila la idea de que todo puede ser posible, y superable, amor y éxito en el mismo 'pack', dejando atrás el carrusel de desgracias. El problema no es el positivismo de la resolución, sino la cauterización de la vertiente precaria o doliente, que deviene fantasmal, parte de una atracción de feria que se debe superar para llegar al fin del viaje. No hay contraste, sino espectacularización indiscriminada. Es un cine sin relieve, cartón piedra o, más bien, signo de los tiempos, virtual.
Lo real no palpita por ningún lado, todo es impostura. A la inversa que la obra de Aronofsky, la introducción de 'Slumdog millionaire' ya nos indica cómo nos encontramos ante una obra fundamentada en el puro e inane artificio, porque éste es el protagonista. Un montaje sincopado paralelo de diversas situaciones, pasadas, futuras o presentes, algunas de cuyas piezas descubriremos despues, y que nos enfrentan a una licuada noción del destino. Combinado con imagenes del concurso, otras inciertas que adelantan futuros acontecimientos, veremos que Jamal está siendo torturado por la policía porque no cree posible que haya llegado hasta la última fase del concurso, esa última pregunta que le hará supermegamillonario.
¿Suerte o engaño? Desde luego, engaño es el que teje esta película pura manufactura con modos, como ya he dicho, de video clip de la MTV (tan nefasto como los que pergeña Michael Bay, pero sin vitola de exotismo de qualité). El relato se construye en una sucesión de flashbacks que se alternan con el progreso del concurso y la investigación policial, en los que más que incidir en el peso, o las condiciones, de lo real, de unos modos de vida, en suma, en el contraste (entre lo que se puede conseguir, y lo que condiciona para conseguirlo, y el papel de la suerte o el azar), se plantea más bien como un 'juego', en el se subraya, sin más, la ironía de cómo una sucesión de desgracias en el momento en que se produjeron, cosas de la casualidad, ahora devienen benéficas, porque posibilitaron que Jamal acierte las preguntas.
Así que el relato es más bien desvelar cómo Jamal podía saber esas respuestas, no cómo vivía (los avatares son más bien representados como pasajes de un videojuego). Y para remate se remarca que, más que irónica casualidad (en lo que se podía haber incidido como apunte disolvente), todo estaba escrito. Así que todo está en su sitio, y todos podemos ponernos a cantar (como acaba el film). Por mal que lo pases, esta sociedad te dará la recompensa merecida (aunque sea en la India, donde mueren millones al año por malnutrición). Pese a su discontinua narrativa, y su enfático formalismo, no puede haber mayor asentimiento hacia el más rancio gran relato tradicional ( su versión reader digest o de telenovela), todo tiene su por qué, y el desenlace lo pone todo en su sitio, cual mecánica catarsis. Pura demagogia combinada con un hipertrofiado efectismo. Porque planteado con otros modos cinematográficos, menos congratulados en su cualidad meramente exhibicionista y fumista, podría haber rasgado, con las aristas potenciales que tenía este relato, las entrañas de una sociedad (pantalla) instituida sobre el desequilibrio (el éxito y la marginalidad, la ostentosidad y las carencias). Pero aquí prevalece la vaselina, la (auto)complacencia. No hay cuestionamiento ni real lucha.
Esta si se hace cuerpo de narración, y de actor ( qué gran creación la de Rourke) en 'El luchador'. Aquí los contrastes vibran y sangran. Quedémonos con el último e incierto salto de Randy, todo un hermoso gesto declarativo, del personaje, que no se arredra ni ante la más adversa circunstancia, y del cineasta, por convertirlo en emblema de su perspectiva. Todo es incierto, cual figuras suspendidas en el vacío, excepto la mirada honesta que mira las cosas de frente, aunque duela. Pero es lo que tiene querer buscar, y retratar, la emoción verdadera. La genuina reflexión es interrogación, y obras como esta, o las de Fincher y McQueen, nos hacen preguntarnos sobre qué materiales está hecha la vida, o las circunstancias en las que vivimos, a riesgo de perder pie. Y, a la vez, dejando constancia de que siempre nos quedará el impulso del salto.
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